Capítulo 5

—Lo queríamos —susurró el hombre con cautela, como si hablar demasiado alto conjurara los espíritus malignos. Miró intranquilo alrededor del polvoriento patio delantero en el que se encontraba una camioneta sin ruedas apoyada sobre bloques de cemento—. Llamamos a los servicios sociales y preguntamos específicamente por Garrett. Porque habíamos oído lo que le pasó y sentíamos pena por él. Pero la verdad es que desde el principio resultó un problema. No era como ninguno de los chicos que habíamos tenido. Hicimos lo que pudimos, pero le digo una cosa, pienso que él no lo ve de esa manera. Estamos asustados. Muy asustados.

Estaba en el deteriorado porche delantero de su casa al norte de Tanner's Corner, hablando con Amelia Sachs y Jesse Corn. Amelia estaba allí, en casa de los padres adoptivos de Garrett, con el único propósito de examinar su cuarto, pero a pesar de la urgencia, dejaba que Hal Babbage siguiera con su cháchara con la esperanza de saber un poco más acerca de Garrett Hanlon; Amelia Sachs no compartía enteramente la opinión de Rhyme de que la evidencia era la única clave para encontrar criminales.

Pero lo único que revelaba esta conversación era que los padres adoptivos estaban aterrorizados, como decía Hal, pensando que Garrett pudiera volver para hacerles daño a ellos o a los niños. Su mujer, que estaba a su lado en el porche, era una señora gorda con pelo rizado color de herrumbre. Tenía puesta una camiseta de las que regalan las estaciones de radio rurales del oeste. MIS BOTAS DANZAN CON WKRT. Al igual que los de su marido, los ojos de Margaret Babbage a menudo recorrían el patio y el bosque circundante, esperando el retorno de Garrett, supuso Sachs.

—No es que alguna vez le hayamos hecho algo —continuó el hombre—. Nunca lo azoté, el Estado ya no deja hacerlo, pero era firme con él, le hacía cumplir las normas. Por ejemplo, comemos a una hora determinada. Me empeño en ello. Sólo que Garrett nunca aparecía a esa hora. Yo guardaba la comida bajo llave cuando no era la hora de comer, de manera que pasó bastante hambre. A veces lo llevaba a las reuniones de estudio bíblico de los sábados para padres e hijos y él lo odiaba. Se limitaba a sentarse y no decía una palabra. Me hacía pasar vergüenza, le aseguro. Y lo reñía para que limpiara su cuarto, que parece una pocilga —vaciló, entre la cólera y el miedo—. Son cosas que hay que hacer que los chicos cumplan. Pero yo sé que me odia por ello.

La mujer ofreció su propio testimonio:

—Éramos amables con él. Pero no va a acordarse de eso. Va a acordarse de los momentos en que fuimos estrictos. —Su voz tembló—. Y está pensando en vengarse.

—Le aseguro que nos protegeremos —advirtió el padre adoptivo de Garrett, hablando ahora con Jesse Corn. Señaló con la cabeza un montón de clavos y un martillo herrumbroso que descansaban en el porche—. Estamos cerrando las ventanas con clavos, pero si trata de colarse… nos protegeremos. Los niños saben qué hacer. Saben dónde está la escopeta. Les he enseñado a usarla.

¿Los incitaba a disparar contra Garrett? Sachs estaba escandalizada. Había visto varios niños en la casa, observando a través de las cortinas. Parecían no tener más de diez años.

—Hal —dijo Jesse Corn con severidad, adelantándose a Sachs—, no hagas nada por propia iniciativa. Si ves a Garrett, nos llamas. Y no dejes que los pequeños toquen ni un arma de fuego. Vamos, tú sabes bien lo que hay que hacer.

—Hacemos ejercicios de tiro —dijo Hal a la defensiva—. Todos los jueves por la noche después de cenar. Saben cómo manejar un arma.

Entrecerró los ojos como si viera algo en el patio. Preparándose para el momento.

—Me gustaría ver su cuarto —dijo Sachs.

Hal se encogió de hombros.

—Como guste. Pero va a ir sola. Yo no me meto allí. Acompáñalos, Mags.

Tomó el martillo y un puñado de clavos. Sachs observó la empuñadura de una pistola que sobresalía de la cintura del pantalón. El hombre comenzó a poner los clavos en el marco de una ventana.

—Jesse —dijo Sachs—, ve por el costado hacia el fondo y controla su ventana, mira si preparó alguna trampa.

—No va a poder ver nada —explicó la madre—. Pintó las ventanas de negro.

—¿Pintadas?

Sachs continuó:

—Entonces limítate a cubrir las cercanías de la ventana. No quiero ninguna sorpresa. Mantén los ojos abiertos para vigilar posiciones de tiro y no presentes un buen blanco.

—Seguro. Posiciones de tiro. Lo haré —y asintió de forma exagerada diciéndole así que en realidad no tenía experiencia táctica. Desapareció por el costado del patio.

La mujer dijo a Sachs:

—Su cuarto está por aquí.

Sachs siguió a la madre adoptiva de Garrett a lo largo de un sombrío pasillo lleno de ropa lavada y zapatos y pilas de revistas. Family Circle, Christian Life, Guns & Ammo, Field and Stream, Readers Digest.

Su cuello se alargaba cada vez que pasaba frente a una puerta, sus ojos se movían a derecha e izquierda, y sus largos dedos acariciaban la culata de madera de su revólver. La puerta del cuarto del muchacho estaba cerrada.

Garrett tiró dentro un nido de avispas. La picaron 137 veces…

—¿Realmente teme que pueda volver?

Después de una pausa la mujer dijo:

—Garrett es un muchacho conflictivo. La gente no lo entiende y yo siento por él más cariño que Hal. No sé si volverá, pero si lo hace habrá problemas. A Garrett no le importa lastimar a la gente. Una vez en la escuela… Los chicos abrían constantemente su taquilla y le dejaban notas, ropa interior sucia y cosas. Nada terrible, sólo travesuras. Pero Garrett construyó una jaula que se abría de forma automática si se manipulaba la cerradura de la taquilla. Puso una araña dentro. La siguiente vez que la quisieron forzar, la araña picó a uno de los chicos en la cara. Casi lo dejó ciego… Sí, temo que vuelva.

Se detuvieron frente a una puerta. Sobre la madera estaba escrito a mano: PELIGRO. NO ENTRAR. Por debajo estaba pegado un dibujo de una avispa amenazadora, mal hecho con tinta.

No había aire acondicionado y Sachs descubrió que las palmas de sus manos sudaban. Se las secó en los vaqueros.

Encendió la radio Motorola y se colocó los audífonos que había pedido prestados a la oficina de comunicaciones del departamento central del sheriff. Tardó un momento en encontrar la frecuencia que Steve Farr le había dado. La recepción era malísima.

—¿Rhyme?

—Estoy aquí, Sachs. Estoy esperando. ¿Dónde has estado?

Ella no quería decirle que había gastado unos minutos tratando de saber más acerca de la psicología de Garrett Hanlon. Se limitó a contestar:

—Nos llevó un tiempo llegar hasta aquí.

—Bueno, ¿qué tenemos? —preguntó el criminalista.

—Voy a entrar.

Le indicó a Margaret con un ademán que volviera a la sala, luego le dio una patada a la puerta y saltó hacia atrás, bien apoyada contra la pared del pasillo. Ningún sonido salía del cuarto mal iluminado.

La picaron 137 veces…

Bien. Saquemos la pistola. ¡Ve, ve, ve! Empujó hacia adentro.

—Dios mío. —Sachs adoptó una posición de combate de bajo perfil.

Ejerciendo una ansiosa presión sobre el gatillo, mantuvo el arma firme como una roca apuntando la figura que se veía dentro.

—¿Sachs? —llamó Rhyme—. ¿Qué pasa?

—Un minuto —murmuró, encendiendo la luz de arriba. La mira del arma enfocó un póster del terrible monstruo de la película Alien.

Con su mano izquierda abrió la puerta del armario. Vacío.

—Todo está bajo control, Rhyme. Debo decir, sin embargo, que no me gusta nada su manera de decorar.

Fue entonces cuando el hedor la impactó: ropas sin lavar, olores corporales. Y algo más…

—Uf —murmuró.

—¿Sachs? ¿Qué pasa? —La voz de Rhyme sonaba impaciente.

—El lugar hiede.

—Bien, tú conoces mi norma.

—Siempre oler primero la escena del crimen. Desearía no haberlo hecho.

—Pensaba limpiar a fondo —la señora Babbage se había acercado silenciosamente y estaba detrás de Sachs—. Lo debería haber hecho antes de que usted llegara. Pero tenía miedo de entrar. Además, el olor a mofeta es difícil de eliminar a menos que se lave con zumo de tomate. Pero Hal piensa que es una pérdida de dinero.

Eso era. Por encima del olor de ropa sucia estaba la peste como a goma quemada de almizcle de mofeta. Con las manos apretadas con desesperación, casi al borde de las lágrimas, la madre adoptiva de Garrett susurró:

Se pondrá furioso al ver que ha roto la puerta.

Sachs le dijo:

—Necesito quedarme sola en la habitación —acompañó a la mujer hasta la puerta y la cerró.

—El tiempo pasa, Sachs —le espetó Rhyme.

—Estoy en ello —contestó. Miró a su alrededor, asqueada por las sábanas grises y manchadas, los montones de ropa sucia, los platos pegados unos con otros con comida vieja, las bolsas de plástico llenas del polvo de patatas y maíz frito. Aquel lugar la ponía nerviosa. Inconscientemente se llevó los dedos al cuero cabelludo y empezó a rascarse compulsivamente. Se detuvo y luego rascó un poco más. Se preguntó por qué estaba tan enfadada. Quizá porque la falta de higiene sugería que sus padres adoptivos no se interesaban para nada en el muchacho y que esta negligencia había contribuido a que se convirtiera en un asesino y un secuestrador.

Sachs examinó el cuarto con rapidez y notó que había docenas de manchas y huellas dactilares y plantares sobre el alféizar de la ventana. Parecía que el chico usaba la ventana más que la puerta principal y se preguntó si encerrarían bajo llave a los niños por la noche.

Se volvió hacia el muro que estaba frente a la cama y entrecerró los ojos. Sintió que un escalofrío la recorría entera.

—Tenemos un coleccionista aquí, Rhyme.

Miró la docena de grandes tarros; terrarios llenos de colonias de insectos agrupados, rodeando charcos de agua en el fondo de cada uno. Etiquetas de caligrafía descuidada identificaban las especies: Water Boatman… Diving Bell Spider[2]. Una lupa mellada descansaba en una mesilla cercana, al lado de una antigua silla de oficina que parecía que Garrett hubiera encontrado en una pila de trastos.

—Sé por qué lo llaman el Chico Insecto —dijo Sachs, luego le contó a Rhyme lo de los tarros. Tembló de asco cuando una horda de minúsculos insectos húmedos se movieron en conjunto a lo largo del vidrio de uno de ellos.

—Ah, eso es bueno para nosotros.

—¿Por qué?

—Porque es una afición extraña. Si lo entusiasmara el tenis o coleccionar monedas, sería más difícil para nosotros tratar de ubicarlo en localizaciones específicas. Ahora, sigue trabajando en la escena —hablaba suavemente, con una voz casi alegre. Ella sabía que se estaría imaginando que caminaba por la cuadrícula, el procedimiento para investigar la escena de un crimen—, utilizando como propios los brazos y piernas de ella. Como jefe de Investigaciones y Recursos, la unidad forense y de escena del crimen del NYPD, Lincoln Rhyme a menudo había trabajado él mismo las escenas del crimen en casos de homicidios, dejándose generalmente más horas en la tarea que los oficiales más jóvenes. Ella sabía que caminar por la cuadrícula era lo que él más echaba de menos de su vida anterior al accidente.

—¿Cómo está el equipo de la escena del crimen? —preguntó Rhyme. Jesse Corn había conseguido uno en el cuarto de equipamiento del departamento del sheriff para que Sachs lo usara.

Ella abrió el polvoriento maletín de metal. No contenía ni una décima parte del material de su maletín de Nueva York, pero al menos tenía lo básico: pinzas, una linterna, sondas, guantes de látex y bolsas para las pruebas.

—Lo esencial —dijo.

—Somos peces fuera del agua esta vez, Sachs.

—Estoy de acuerdo contigo, Rhyme —se puso los guantes mientras miraba el cuarto. El dormitorio de Garrett constituía lo que se conoce como escena secundaria del crimen: no era el lugar donde se había cometido el crimen sino donde se había, por ejemplo, planificado, o donde el criminal huía y se escondía después del hecho delictivo. Hacía mucho tiempo que Rhyme le había enseñado que estos lugares a menudo eran más valiosos que las escenas primarias, porque los delincuentes tienden a ser menos cuidadosos en lugares como aquellos, arrojando los guantes y las ropas y dejando armas y otras evidencias.

Comenzó su examen siguiendo el modelo de cuadrícula, recorriendo el suelo en franjas paralelas muy próximas, de la misma forma en que se corta el césped, metro a metro; luego yendo perpendicularmente y caminando por el mismo espacio otra vez.

—Háblame, Sachs, háblame.

—Es un lugar horripilante, Rhyme.

—¿Horripilante? —refunfuñó—. ¿Qué diablos significa «horripilante»?

A Lincoln Rhyme no le gustaban las observaciones imprecisas. Le gustaban los adjetivos duros y específicos como frío, barroso, azul, verde, agudo. Incluso cuando ella comentaba que algo era «grande» o «pequeño» se quejaba («Dime centímetros o milímetros, Sachs, o no me digas nada»). Amelia Sachs examinaba las escenas de crimen armada con un Glock 10, guantes de látex y una cinta métrica Stanley.

Bueno, pensó, yo me siento muy horrorizada. ¿Eso no significa algo?

—Ha pegado unos posters. De las películas Alien. Y de Starship Troopers de esos bichos gigantes que atacan a la gente. También ha hecho algunos dibujos. Son violentos. El lugar es asqueroso. Restos de comida, muchos libros, ropas, los bichos en los tarros. No hay mucho más.

—¿Las ropas están sucias?

—Sí. Tengo una buena, un par de pantalones, bien manchados. Los ha usado mucho; deben tener una tonelada de indicios en ellos. Y tienen dobladillo. Suerte para nosotros, la mayoría de los chicos de su edad sólo usan vaqueros —los dejó caer en una bolsa de plástico para pruebas.

—¿Camisas?

—Sólo camisetas —dijo—. Nada con bolsillos. —A los criminalistas les encantan los dobladillos y los bolsillos; contienen todo tipo de claves útiles—. Tengo un par de cuadernos aquí, Rhyme, pero Jim Bell y los otros policías ya los deben de haber examinado.

—No supongas nada del trabajo en la escena del crimen de nuestros colegas —dijo Rhyme con ironía.

—Aquí están.

Ella comenzó a pasar las páginas.

—No son diarios. No hay mapas. Nada de secuestros… Hay sólo dibujos de insectos… imágenes de los que tiene en los terrarios.

—¿Algún dibujo de chicas, de mujeres jóvenes? ¿Algo sado-sexual?

—No.

—Trae todo. ¿Qué me dices de los libros?

—Hay cerca de cien. Textos escolares, libros de animales, de insectos… Espera tengo algo aquí, un anuario de la escuela secundaria de Tanner's Corner. Tiene seis años.

Rhyme hizo una pregunta a alguien que estaba con él. Siguió con la comunicación telefónica.

—Jim dice que Lydia tiene veintiséis años. Debería haber terminado la escuela hace ocho años. Pero busca la página de la chica McConnell.

Sachs buscó en la M.

—Sí. La foto de Mary Beth ha sido recortada con una hoja filosa de algún tipo. Definitivamente, el chico concuerda con el perfil de un cazador al acecho.

—No estamos interesados en perfiles. Estamos interesados en las pruebas. De los otros libros, los que están en los estantes, ¿cuáles son los más leídos?

—¿Cómo puedo yo…?

—Suciedad en las páginas —soltó Rhyme con impaciencia—. Comienza con los que están más cerca de su cama. Trae cuatro o cinco de ellos.

Eligió los cuatro que tenían las páginas más ajadas: The Enthomologist's Handbook, The Field Guide to Insects of North Carolina, Water Insects of North America, The Miniature World[3].

—Los tengo, Rhyme. Hay muchos pasajes marcados. Asteriscos en algunos de ellos.

—Bien. Tráelos. Pero debe haber algo más específico en el cuarto.

—No puedo encontrar nada.

—Sigue mirando, Sachs. Tiene dieciséis años. Tú conoces los casos de delincuentes juveniles en los que hemos trabajado. Los cuartos de los adolescentes son el centro de su universo. Comienza a pensar como alguien de dieciséis años. ¿Dónde esconderías cosas?

Ella miró bajo el colchón, dentro y debajo de los cajones del escritorio, en el armario, bajo las almohadas grisáceas. Luego iluminó con la linterna entre la pared y la cama.

—Encontré algo aquí, Rhyme… —dijo.

—¿Qué?

Encontró una masa de apretados Kleenex y un pote de crema Vaselina de Cuidado Intensivo. Examinó uno de los kleenex. Estaba manchado con lo que parecía semen seco.

—Docenas de toallitas de papel bajo la cama. Parece un chico activo con su mano derecha.

—Tiene dieciséis años —dijo Rhyme—. Resultaría poco usual que no lo fuera. Pon una en la bolsa. Podríamos necesitar su ADN.

Sachs encontró más cosas bajo la cama: un marco barato en el que había pintado toscas imágenes de insectos: hormigas, avispas y cucarachas. Dentro había montado la foto recortada del anuario de Mary Beth McConnell. También había un álbum con una docena de otras fotos de Mary Beth. Eran cándidas. La mayoría de ellas mostraban a la joven en lo que parecía ser un campus universitario o caminando por la calle de una pequeña ciudad. Dos la mostraban en bikini en un lago. En ambas se agachaba y la foto enfocaba su escote. Sachs le contó a Rhyme lo que había encontrado.

—La chica de sus sueños —musitó Rhyme—. Sigue.

—Creo que debería guardarlas en una bolsa y concentrarnos en la escena primaria.

—En un minuto o dos, Sachs. Recuerda, fue idea tuya, como buena samaritana, y no mía.

Al oírlo, Sachs se enfadó.

—¿Qué quieres? —preguntó acaloradamente—. ¿Quieres que busque huellas digitales? ¿Qué aspire cabellos?

—Por supuesto que no. No buscamos pruebas para el fiscal de distrito que podamos presentar en un juicio, lo sabes. Todo lo que necesitamos es algo que nos dé una idea de dónde puede haber llevado a las chicas. No las va a traer de vuelta a casa. Tiene un lugar que ha preparado justo para ellas. Y ha estado allí anteriormente para dejarlo listo. Puede que sea joven y raro pero todavía huele a delincuente organizado. Aun si las muchachas están muertas, apuesto a que les eligió tumbas agradables y cómodas.

A pesar de todo el tiempo que habían trabajado juntos, a Sachs todavía le molestaba la insensibilidad de Rhyme. Sabía que formaba parte de la esencia de un criminalista, era el distanciamiento que se debe tener del horror del crimen, pero le resultaba duro. Quizá porque reconocía que tenía la misma capacidad para esa frialdad dentro de sí, esa separación anestesiante que los mejores investigadores de la escena del crimen deben encender como un interruptor de luz, una separación que en ocasiones Sachs temía que pudiera enmudecer su corazón irreparablemente.

Tumbas agradables y cómodas…

Lincoln Rhyme, cuya voz nunca era más seductora que cuando imaginaba una escena del crimen, le dijo:

—Sigue, Sachs, llega a él. Conviértete en Garrett Hanlon. ¿En qué estás pensando? ¿Cómo es tu vida? ¿Qué haces minuto a minuto a minuto en ese cuarto? ¿Cuáles son tus pensamientos más secretos?

Los mejores criminalistas, le había dicho Rhyme, eran como los novelistas de talento, que se imaginaban a sí mismos como sus personajes y podían olvidarse del mundo de los otros.

Sus ojos examinaron el cuarto una vez más. Tengo dieciséis años. Soy un chico con problemas, soy huérfano, los chicos de la escuela se burlan de mí, tengo dieciséis años, tengo dieciséis años.

Un pensamiento surgió y lo atrapó antes de que desapareciera.

—Rhyme, ¿sabes qué es extraño?

—Dímelo, Sachs —dijo suavemente, alentándola.

—Es un adolescente, ¿verdad? Bueno, recuerdo a Tommy Briscoe, salí con él cuando yo tenía dieciséis años. ¿Sabes lo que tenía en todas las paredes de su cuarto?

—En mi época y a esa edad lo que teníamos era un maldito póster de Farrah Fawcett.

—Exactamente. Garrett no tiene ni un solo póster de una chica en cueros, ni de Playboy, ni de Penthouse. No tiene las Cartas Mágicas, ni Pokémon, ni juguetes. Ni Alanis, ni Celine. No hay ningún póster de músicos de rock… Y, eh, oye esto: no tiene vídeo, ni televisor, ni estéreo o radio. No tiene Nintendo. Dios mío, tiene dieciséis años y ni siquiera tiene un ordenador —su ahijada tenía doce años y su cuarto era realmente como una sala de exhibiciones de productos electrónicos.

—Quizá se trate de dinero, los padres sustitutos.

—Diablos, Rhyme, si yo tuviera su edad y quisiera escuchar música me construiría una radio. Nada detiene a los adolescentes. Pero esas no son las cosas que lo excitan.

—Excelente, Sachs.

Puede ser, reflexionó, ¿pero qué significa? Registrar observaciones constituye la mitad de la tarea de un científico forense; la otra mitad, la mitad mucho más importante, es sacar conclusiones útiles a partir de esas observaciones.

—Sachs.

—Shhh.

Se empeñó en dejar de lado la persona que realmente era: la policía de Brooklyn, la aficionada a potentes coches General Motors, la ex modelo de la tienda de ropa interior Chantelle en la Quinta Avenida, campeona de tiro con pistola, la mujer que llevaba el pelo rojo largo y cortas las uñas por temor a que el hábito de rascarse el cuero cabelludo y la piel le estropeara su perfecta carne con todavía más señales de tensión.

Trató de convertir en humo a esa mujer y emerger como un chico de dieciséis años conflictivo y asustado. Alguien que necesitaba, o quería, tomar a las mujeres por la fuerza. Que necesitaba, o quería, matar.

¿Qué siento?

«No me interesan los placeres normales, la música, la televisión, los ordenadores. No me interesa el sexo normal», dijo, casi para sí. «No me interesan las relaciones normales. Las personas son como insectos, pueden ser enjauladas. En realidad, todo lo que me interesa son los insectos. Constituyen mi único motivo de solaz. Mi única diversión». Pensó en esto mientras caminaba frente a los tarros. Luego miró el suelo a sus pies.

—¡Las huellas de la silla!

—¿Qué?

—La silla de Garrett… tiene ruedecillas. Está frente a los tarros. Todo lo que hace es ir rodando de un lado a otro, observar los insectos y dibujarlos. Mierda, probablemente también les habla. Toda su vida son esos bichos. —Pero las huellas en la madera se detenían antes de llegar al tarro que estaba al final de la hilera. Contenía avispas amarillas. Los pequeños insectos amarillos y negros zumbaban con enojo, como si fueran conscientes de su intrusión.

Caminó hasta el pote, lo miró con cuidado. Dijo a Rhyme:

—Hay un tarro lleno de avispas. Pienso que es su caja fuerte.

—¿Por qué?

—No está para nada cerca de los otros. Nunca lo mira, lo puedo deducir por las huellas de la silla. Y todos los demás tienen agua, son bichos acuáticos. Éste es el único que contiene insectos voladores. Es una gran idea, Rhyme: ¿quién buscaría dentro de algo así? Y hay cerca de treinta centímetros de trozos de papel en el fondo. Pienso que enterró algo allí.

—Fíjate dentro.

Abrió la puerta y le pidió a la señora Babbage un par de guantes de cuero. Cuando se los acercó encontró a Sachs mirando dentro del pote de las avispas.

—No va a tocar eso, ¿verdad? —preguntó en un desesperado murmullo.

—Sí.

—Oh, a Garrett le dará un ataque. Grita a todo el que le toca su pote de avispas.

—Señora Babbage, Garrett es un delincuente en fuga. Que le grite a alguien no es de interés a estas alturas.

—Pero si llega a venir y ve que usted estuvo tocando… Quiero decir… Podría perder el control. —Nuevamente la amenaza de lágrimas.

—Lo encontraremos antes de que regrese —dijo Sachs con tono seguro—. No se preocupe.

Sachs se puso los guantes, y envolvió la funda de una almohada alrededor de su brazo desnudo. Lentamente apartó el tejido de malla que hacía de tapón y buscó dentro. Dos avispas aterrizaron en el guante pero se fueron volando al momento. El resto ignoró por completo la intrusión. Tuvo cuidado de no perturbar el nido.

La picaron 137 veces…

Cavó apenas unos centímetros antes de encontrar la bolsa de plástico.

—Lo tengo —la sacó del tarro. Una avispa se escapó y desapareció en la casa antes que volviera a colocar el tapón de malla.

Se sacó los guantes de cuero y se colocó los de látex. Abrió la bolsa y desparramó su contenido sobre la cama. Un ovillo de fino hilo de pescar. Algún dinero —cerca de cien dólares en efectivo y cuatro dólares de plata Eisenhower—. Otro marco de foto; en éste estaba la foto del periódico de Garrett y su familia, una semana antes del accidente de coche que mató a sus padres y hermana. En una corta cadena había una llave vieja y deteriorada, como el llavín de un coche, a pesar de que no tenía un logotipo, sólo un número de serie. Le contó todo a Rhyme.

—Bien, Sachs. Excelente. No sé lo que significa pero es un comienzo. Ahora vuelve a la escena original. A Blackwater Landing.

Sachs se detuvo y miró alrededor del cuarto. La avispa que se había escapado había vuelto y trataba de meterse en el pote. Se preguntó qué clase de mensaje estaría mandando a sus colegas insectos.

*****

—No puedo mantener este ritmo —le dijo Lydia a Garrett—. No puedo ir tan rápido —jadeó. El sudor le corría por la cara. Su uniforme estaba empapado.

—Quieta —la regaño con ira—. Necesito escuchar. No lo puedo hacer si protestas todo el tiempo.

¿Escuchar qué?, se preguntó la chica.

Él consultó nuevamente el mapa y la llevó por otro sendero. Todavía estaban en lo profundo del bosque de pinos, pero, incluso fuera del alcance del sol, ella se sentía mareada y reconocía los primeros síntomas de una insolación.

El muchacho la miró, sus ojos se posaron de nuevo en sus pechos.

Hizo sonar las uñas.

El inmenso calor.

—Por favor —murmuró entre sollozos—. ¡No puedo más! ¡Por favor!

—¡Cállate! No te lo diré más veces.

Una nube de mosquitos volaba alrededor de su cara. Inhaló uno o dos y escupió con asco para limpiarse la boca. Dios, como odiaba estar allí, en el bosque, Lydia Johansson odiaba estar al aire libre. A la mayoría de la gente le gustaban los bosques y las piscinas y los patios traseros. Pero su felicidad consistía en una frágil placidez que tenía lugar casi siempre en el interior: su trabajo, hablar con sus otras amigas solteras frente a un margarita en los viernes por la noche, los libros de terror y la televisión, las incursiones a los centros comerciales para hacer muchas compras, las noches ocasionales con su amigo.

Alegrías de interior, todas ellas.

El exterior le recordaba las comidas al aire libre de sus amigas casadas, le recordaba las familias sentadas alrededor de las piscinas mientras los niños jugaban con juguetes hinchables, los picnics, las esbeltas mujeres en ropa deportiva y chanclas.

El exterior le recordaba a Lydia una vida que quería pero no tenía, le recordaba su soledad.

Él la condujo a lo largo de otro sendero, fuera del bosque. De repente los árboles desaparecieron y un enorme pozo se abrió frente a ellos. Era una antigua mina. Agua verde azulada llenaba el fondo. Se acordó de que años atrás los niños solían venir a nadar allí, antes de que el pantano comenzara a comerse la tierra al norte del Paquo y la región se hiciera más peligrosa.

—Vamos —dijo Garrett, indicando el camino con la cabeza.

—No. No quiero. Me da miedo.

—Me interesa una mierda lo que quieres —soltó—. ¡Vamos!

Asió con fuerza sus manos atadas y la llevó por un empinado sendero hacia una saliente rocosa. Garrett se despojó de su camisa y se inclinó, se mojó con agua la piel dañada. Se rascó y se apretó las ronchas, examinó sus uñas. Asqueroso. Miró hacia Lydia.

—¿Quieres hacerlo? Está buena. Puedes quitarte el vestido, si quieres. Nadar un poco.

Horrorizada ante el pensamiento de encontrarse desnuda delante del chico, se negó con firmeza, moviendo la cabeza. Luego se sentó cerca del borde y se echó agua sobre su rostro y manos.

—No la bebas. Tengo esto.

Sacó una polvorienta bolsa de arpillera de detrás de una roca, que debía de haber guardado recientemente. Extrajo una botella de agua y algunos paquetes de galletas de queso con mantequilla de cacahuete. Comió un paquete de galletas y bebió media botella de agua. Le ofreció lo que quedaba.

Lydia negó con la cabeza, asqueada.

—Joder, no tengo SIDA ni nada si es lo que estás pensando. Deberías beber algo.

Ignorando la botella, Lydia acercó su boca al agua de la mina y dio un sorbo profundo. El agua era salada y metálica. Repelente. Se atragantó y casi vomitó.

—Jesús, te lo dije —exclamó Garrett con brusquedad. Le ofreció el agua otra vez—. Está muy contaminada. Deja de ser una jodida estúpida. —Le tiró la botella. Ella la tomó torpemente con sus manos atadas y bebió hasta dejarla vacía.

Beber el agua la refrescó inmediatamente. Se relajó un poco y preguntó:

—¿Dónde está Mary Beth? ¿Qué has hecho con ella?

—Está en un lugar al lado del océano. Una antigua mansión de banquero.

Lydia sabía lo que quería decir. Para alguien de Carolina, «banquero» significaba alguien que vivía en los Outer Banks, las islas que forman una barrera en la costa del Atlántico. De manera que allí era donde estaba Mary Beth. Y Lydia comprendió por qué estaban viajando hacia el este, hacia la tierra de pantanos, sin casas y con muy pocos lugares para esconderse. Probablemente el chico tenía un bote escondido para llevarlos a través del pantano de la Intercoastal Waterway, luego a Elizabeth City y a través del estrecho de Albemarle a los Bancos.

Él continuó:

—Me gusta ese lugar. Está realmente bien ¿Te gusta el océano? —Se lo preguntó como si estuviera manteniendo una conversación normal. Por un momento el miedo de la chica disminuyó. Pero luego él se puso rígido otra vez y escuchó algo; se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio, frunció las cejas con enfado y su lado oscuro retornó. Por fin negó con la cabeza mientras decidía si lo que había oído era o no una amenaza. Frotó el dorso de la mano contra su cara, rascando otra roncha—. Vámonos —señaló con un ademán hacia el empinado sendero hacia el borde de la mina—. No está lejos.

—Nos llevará un día llegar a los Outer Banks. Más.

—Oh, diablos, no vamos a ir hoy allí —se rió fríamente como si ella hubiera hecho un comentario idiota—. Nos esconderemos cerca de aquí y dejaremos a los gilipollas que nos buscan que se nos adelanten. Dormiremos por aquí —no la miraba cuando lo dijo.

—¿Dormir aquí? —murmuró ella con desaliento.

Pero Garrett no dijo nada más. Comenzó a llevarla hacia arriba, por la empinada cuesta, hacia el borde de la mina y los bosques de pinos que quedaban más allá.