Capítulo 46

Amelia pensó que se trataba de uno de los lugares más bonitos del mundo.

Para ser un cementerio.

Tanner's Corner Memorial Gardens, en la cima de una redondeada colina, dominaba el río Paquenoke, que fluía a unas millas de distancia. Desde el mismo cementerio se apreciaba mejor su belleza que visto desde la carretera, como lo hizo Amelia cuando se acercaba desde Avery.

Entornó los ojos a causa del sol, percibiendo la cinta resplandeciente del canal Blackwater que se unía al río. Desde allí, hasta sus aguas, oscuras y coloreadas, que habían producido tanta pena a tantos, le daban un aire amable y pintoresco.

Amelia se encontraba entre un grupo de gente de pie ante una tumba abierta. Uno de los hombres de la empresa funeraria colocaba en la fosa una urna. Amelia Sachs estaba al lado de Lucy Kerr. Garrett Hanlon se mantenía próximo a ellas. Del otro lado de la tumba se podía ver a Mason Germain y a Thom, que llevaba un bastón y estaba vestido con pantalones y camisa inmaculados. Lucía una corbata audaz, con estampado rojo estridente, que parecía apropiada a pesar de lo sombrío del momento.

También estaba ahí, a un costado, Fred Dellray, de traje negro, solo, pensativo, como si recordara algún pasaje de uno de los libros de filosofía que le gustaba leer. Hubiera parecido un reverendo de la Nación del Islam si llevara una camisa blanca en lugar de la verde limón con lunares amarillos.

No había ministro que oficiara, aun cuando esa región se destacaba por su religiosidad y, probablemente, se podía encontrar una docena de clérigos a espera que los llamaran para oficiar funerales. El director de la funeraria miró a la gente reunida y preguntó si alguien quería decir algo a la asamblea. Mientras todos miraban a su alrededor, preguntándose si habría voluntarios, Garrett comenzó a hurgar en sus amplios pantalones de los que sacó un libro muy manoseado, The Miniature World.

Con voz titubeante, el chico leyó:

—«Están los que sugieren que no existe una fuerza divina, pero nuestro cinismo se pone a prueba cuando consideramos el mundo de los insectos, que ha sido agraciado con tantas características sorprendentes: alas tan finas que apenas parecen haber sido hechas con materia viviente, cuerpos sin un solo miligramo de exceso de peso, detectores de velocidad del viento tan exactos que registran hasta una fracción de milla por hora, movimientos tan eficientes que los ingenieros mecánicos los toman como modelo para robots y, lo que es más importante, la extraordinaria capacidad de los insectos para sobrevivir frente a la abrumadora oposición del hombre, los predadores y los elementos. En momentos de desesperación, podemos recurrir al ingenio y la perseverancia de estas criaturas milagrosas para encontrar solaz y restaurar nuestra fe perdida». —Garrett levantó la vista y cerró el libro. Hizo sonar sus uñas nerviosamente. Miró a Sachs y preguntó—: ¿Quieres decir algo?

Ella se limitó a negar con la cabeza.

Nadie más habló y después de unos minutos, todos los que rodeaban la tumba se volvieron, disgregándose colina arriba por un sinuoso sendero. Antes de que rodearan la cima que llevaba a la zona de comidas campestres, el personal del cementerio había comenzó a rellenar la tumba con una excavadora. Cuando llegaron a la cima de la colina poblada de árboles, cerca del aparcamiento, Sachs respiraba con dificultad.

Recordó la voz de Lincoln Rhyme:

No es un mal cementerio. No me molestaría que me enterraran en un lugar así…

Se detuvo para enjugar el sudor de su rostro y recobrar el aliento; el calor de Carolina del Norte todavía resultaba inmisericorde. Sin embargo Garrett no pareció percibir la temperatura. Se adelantó corriendo y comenzó a sacar bolsas de alimentos del maletero del Bronco de Lucy.

No era exactamente ni el lugar ni el momento para hacer un picnic, pero Sachs supuso que la ensalada de pollo y el melón constituían una forma de recordar a los muertos tan buena como cualquier otra.

También el whisky escocés, por supuesto. Amelia buscó en varias bolsas de la compra, hasta encontrar finalmente la botella de Macallan de dieciocho años. Sacó el corcho que hizo un leve ruido.

—Ah, mi sonido favorito —dijo Rhyme.

Se acercaba en su silla de ruedas, conduciendo con cuidado por el césped desigual. La colina que descendía hasta la tumba era demasiado empinada para la Storm Arrow por lo que tuvo que esperar en la zona ajardinada.

Había observado desde la cima cómo enterraban las cenizas de los huesos que Mary Beth había encontrado en Blackwater Landing, los restos de la familia de Garrett.

Sachs sirvió el whisky en el vaso de Rhyme, equipado con una larga pajita y se sirvió un poco para ella. Todos los demás tomaban cerveza.

Rhyme dijo:

—El licor ilegal es realmente malo, Sachs. Evítalo a toda costa. Esto es mucho mejor.

Sachs miró a su alrededor:

—¿Dónde está la mujer del hospital? ¿La cuidadora?

—¿La señora Ruiz? —Murmuró Rhyme—. Es una inútil. Se fue. Me dejó en la estacada.

—¿Se fue…? —Comentó Thom—. La volviste loca. Sería lo mismo que si la hubieras despedido.

—Fui un santo —gruñó el criminalista.

—¿Cómo anda tu temperatura? —preguntó Thom.

—Está bien —masculló Rhyme—. ¿Cómo anda la tuya?

—Probablemente un poco alta pero yo no tengo problemas de tensión.

—No, tienes un agujero de bala.

El ayudante insistió:

—Deberías…

—Te dije que estoy bien.

—… Ubicarte más allá, en la sombra.

Rhyme gimió y se quejó del suelo inestable pero por fin se ubicó a la sombra, un poco más lejos.

Garrett colocaba con cuidado comida, bebida y servilletas sobre un banco bajo un árbol.

—¿Cómo te va? —Le preguntó Sachs a Rhyme en un susurro—. Y antes de que me gruñas a mí también, no te hablo del calor.

Él se encogió de hombros, emitiendo un gruñido silencioso con el cual quería decir: estoy bien.

Pero no estaba bien. Un estimulador del nervio frénico impulsaba corriente a su cuerpo para ayudar a sus pulmones a inhalar y exhalar. Odiaba el artefacto, se había librado de él hacía unos años, pero no había duda de que ahora lo necesitaba. Dos días antes, en la mesa de operaciones, Lydia Johansson había estado muy cerca de detener para siempre su respiración.

En la sala de espera del hospital, después de que Lydia se despidiera de Sachs y de Lucy, la pelirroja había notado que la enfermera desaparecía por la puerta que decía: NEUROCIRUGÍA. Sachs había preguntado:

—¿No me dijiste que trabaja en oncología?

—Así es.

—¿Entonces para qué entró allí?

—Quizá para saludar a Lincoln —sugirió Lucy.

Pero Sachs no creía que las enfermeras hicieran visitas de cortesía a pacientes a los que estaban a punto de operar.

Entonces pensó: Lydia sabría acerca de los nuevos diagnósticos de cáncer en pacientes de Tanner's Corner. Inmediatamente recordó que alguien había dado información a Bell sobre los pacientes con cáncer, las tres personas de Blackwater Landing que Culbeau y sus amigos mataron. ¿Quién mejor que una enfermera en el pabellón de oncología? Era un poco fantasioso, pero Sachs se lo mencionó a Lucy, quien cogió su móvil y realizó una llamada de emergencia a la compañía telefónica, cuyo departamento de seguridad hizo una búsqueda en sus registros, si bien apresurada y a vuelo de pájaro, de las llamadas telefónicas de Jim Bell. Había cientos de Lydia y para ella.

—¡Lo va a matar! —gritó Sachs. Y las dos mujeres, una con el arma en la mano, irrumpieron en la sala de operaciones, escena digna de un episodio melodramático de la serie Urgencias, justo cuando la doctora Weaver iba a realizar la primera incisión.

Lydia se descontroló y antes de que la dos mujeres la detuvieran, al tratar de escapar, o de hacer lo que le había pedido Bell, arrancó el tubo de oxígeno de la garganta de Rhyme. A causa de ese trauma y de la anestesia, los pulmones de Rhyme dejaron de funcionar. La doctora Weaver lo revivió, pero luego su respiración no volvió a ser la de antes y tuvo que recurrir al estimulador.

Lo que resultaba bastante malo. Incluso peor, la doctora Weaver, para enfado y desagrado de Rhyme, se negaba a realizar nuevamente la operación antes de que transcurrieran al menos seis meses, hasta que las funciones respiratorias estuvieran normalizadas completamente. Lincoln trató de insistir, pero la cirujana se demostró tan obcecada como él.

Sachs sorbió más scotch.

—¿Le contaste a Roland Bell lo de su primo? —preguntó Rhyme.

Ella asintió.

—Se lo tomó muy mal. Dijo que Jim era la oveja negra, pero que nunca hubiera creído que hiciera algo como lo que hizo. Está muy trastornado por la noticia —miró al noreste—. Mira —dijo—, por allí. ¿Sabes lo que es?

Tratando de seguir sus ojos, Rhyme preguntó:

—¿Qué miras? ¿El horizonte? ¿Una nube? ¿Un avión? Acláramelo, Sachs.

—El pantano Great Dismal. Allí es donde está el lago Drummond.

—Fascinante —comentó Rhyme, con sorna.

—Está lleno de fantasmas —agregó ella, como una guía turística.

Lucy se acercó y vertió un poco de whisky en un vaso de papel. Lo probó. Luego hizo una mueca.

—Es horrible. Sabe a jabón —abrió una Heineken.

Rhyme dijo:

—Cuesta ochenta dólares la botella.

—Jabón caro, entonces.

Sachs observó a Garrett mientras llenaba su boca de copos de maíz y luego corría por el pasto. Le preguntó a Lucy:

—¿No tienes noticias del condado?

—¿De los papeles para ser madre adoptiva? —preguntó Lucy. Luego negó con la cabeza—. Me rechazaron. No por ser soltera, no hay problema con eso, sino por mi trabajo. Soy policía. Trabajo muchas horas.

—¿Ellos qué saben? —Rhyme frunció el entrecejo.

—No importa lo que saben —dijo Lucy—. Lo que importa es lo que hacen. Se va a ir con una familia de Hobeth. Buena gente. Los estudié muy bien.

Sachs no dudó de que lo había hecho.

—Pero nos vamos de excursión la semana próxima.

En las cercanías, Garrett cruzaba por el césped, al acecho de un espécimen.

Cuando Sachs se dio vuelta, vio que Rhyme la estaba observando mientras ella miraba al muchacho.

—¿Qué? —le preguntó, frunciendo el ceño ante su expresión tímida.

—Si tuvieras que decirle algo a una silla vacía, Sachs, ¿qué le dirías?

Ella vaciló un instante:

—Creo que eso me lo quedo para mí por el momento, Rhyme.

De repente, Garrett soltó una fuerte carcajada y empezó a correr por el césped. A través del aire polvoriento perseguía un insecto, que no hacía caso de su perseguidor. El chico lo alcanzó y con los brazos extendidos, hizo ademán de cogerlo y se cayó al suelo. Un rato después se levantó, mirando a sus manos unidas y caminando hacia los bancos del picnic.

—Adivinad lo que he encontrado —gritó.

—Ven a enseñárnoslo —dijo Amelia Sachs—. Quiero verlo.

Fin