La placa colocada en el edificio de los tribunales explicaba que el nombre del estado provenía del latín Carolus, que significa Carlos. Fue el rey Carlos III quien otorgó un título territorial para que se asentara la colonia.
Carolina…
Amelia Sachs suponía que el estado se llamaba así por Carolina, alguna reina o princesa. Nacida y educada en Brooklyn, era evidente que tenía poco interés en la realeza, o conocimientos sobre ella.
Ahora se sentaba, todavía esposada, entre dos guardias, en un banco de los tribunales. El edificio, construido con ladrillos rojos, era antiguo, de suelos de mármol y muebles de caoba. Hombres severos, con trajes negros, que Sachs supuso serían jueces o gobernadores, la miraban desde cuadros al óleo, como si supieran que era culpable. No parecía que hubiera aire acondicionado pero las brisas y la oscuridad refrescaban el lugar gracias a la eficiente ingeniería del siglo XVIII.
Fred Dellray se dirigió a ella:
—Eh, tú, ¿quieres un café u otra cosa?
El guardia que estaba a la izquierda alcanzó a decir:
—No se puede hablar con… —antes de que la tarjeta de identificación del Departamento de Justicia acabara con el recitado.
—No, Fred. ¿Dónde está Lincoln?
Eran cerca de las nueve y media.
—No lo sé. Ya lo conoces. Para un hombre que no camina, anda por ahí más que cualquier persona que conozco.
Lucy y Garrett tampoco habían llegado.
Sol Geberth, en un costoso traje gris, se dirigió hasta ella. El guardia de la derecha se movió a un costado, dejando que el abogado se sentara.
—Hola, Fred —saludó Geberth al agente.
Dellray fríamente movió la cabeza y Sachs dedujo que, como le había pasado con Rhyme, el abogado de la defensa debía de haber conseguido absoluciones de sospechosos que el agente había detenido.
—Ya está acordado —comentó Geberth a Sachs—. El fiscal está de acuerdo con el homicidio involuntario, sin otros cargos. Cinco años. Sin libertad condicional.
Cinco años…
El abogado continuó:
—Hay un aspecto en este caso en el que no pensé ayer…
—¿Cuál es? —preguntó Sachs, tratando de evaluar a partir de su mirada la seriedad del nuevo problema.
—El problema es que tú eres policía.
—¿Qué tiene que ver?
Antes de que el abogado pudiera decir algo, Dellray acotó:
—El que seas un oficial para garantizar el cumplimiento de la ley te pone en una situación distinta. Dentro… —como Sachs todavía no comprendía, el agente le explicó—: Dentro de la prisión. Tendrás que estar segregada. O no durarías ni una semana. Será duro, Amelia. Será terriblemente duro.
—Pero nadie sabe que soy policía.
Dellray rió apenas.
—Todo lo que hay que saber sobre ti, por pequeño que sea el detalle, lo sabrán en el mismo momento en que te entreguen el uniforme y la ropa de cama.
—No he detenido a nadie por aquí. ¿Por qué tiene que importarles que sea policía?
—No importa de dónde provengas —dijo Dellray, mirando a Geberth, quien asintió con la cabeza—. No te pondrán con los presos comunes de ninguna manera.
—Entonces básicamente son cinco años en aislamiento.
—Me temo que sí —dijo Geberth.
Sachs cerró los ojos y una sensación de náusea recorrió su cuerpo.
Cinco años sin moverse, de claustrofobia, de pesadillas…
Y, como ex convicta, ¿de qué manera podría encarar una futura maternidad? Se ahogaba de desesperación.
—¿Entonces? —Preguntó el abogado—. ¿Qué hacemos?
Sachs abrió los ojos.
—Me quedo con la alegación.
*****
La habitación estaba llena de gente. Sachs vio a Mason Germain y a otros pocos policías. Una pareja doliente, con los ojos rojos, probablemente los padres de Jesse Corn, se sentaba en primera fila. Le hubiera gustado decirles algo pero la mirada desdeñosa que recibió la disuadió. Sólo vio dos caras que la miraban con bondad: Mary Beth McConnell y una mujer obesa que presumiblemente era su madre. No había señales de Lucy Kerr. Ni de Lincoln Rhyme. Supuso que no había tenido valor para ver como la llevaban encadenada. Bueno, estaba bien; ella tampoco quería verlo en esas circunstancias.
El alguacil la condujo a la mesa de la defensa. Le dejó los grilletes. Sol Geberth se sentó a su lado.
Se pusieron de pie cuando entró el juez, un hombre, enjuto y fuerte, vestido con una voluminosa toga negra que se sentó en un banco alto. Pasó unos minutos ojeando documentos y hablando con su secretario. Por fin, hizo una señal con la cabeza y el secretario dijo:
—El pueblo del estado de Carolina del Norte contra Amelia Sachs.
El juez señaló con un movimiento de cabeza al fiscal de Raleigh, un hombre alto y de cabellos grises, quien se puso de pie.
—Señoría, la acusada y el Estado han acordado un arreglo de alegación, por el cual la acusada conviene en declararse culpable de homicidio en segundo grado en la muerte del policía Jesse Randolph Corn. El Estado desecha todos los otros cargos y recomienda una sentencia de cinco años, que deberán cumplirse sin posibilidad de libertad condicional ni reducción de la pena.
—Señorita Sachs, ¿ha hablado de este arreglo con su abogado?
—Sí, Señoría.
—¿Y le ha dicho que tiene el derecho de rechazarlo y presentarse a juicio?
—Sí.
—Y usted comprende que al aceptar el trato se declara culpable en una acusación de homicidio criminal.
—Sí.
—¿Toma esta decisión voluntariamente?
Ella pensó en su padre, en Nick. Y en Lincoln Rhyme.
—Sí, así es.
—Muy bien. ¿Cómo se declara en la acusación de homicidio en segundo grado hecha en su contra?
—Culpable, Su Señoría.
—A la luz de la recomendación del Estado la alegación será registrada y por lo tanto la condeno…
Las puertas de cuero rojo que llevaban al pasillo se movieron hacia adentro y con un chirrido agudo, la silla de ruedas de Lincoln Rhyme maniobró para entrar. Un alguacil había tratado de abrir las puertas para la Storm Arrow pero Rhyme parecía tener prisa y arremetió contra ellas. Una golpeó contra el muro. Lucy Kerr iba detrás.
El juez levantó la vista, dispuesto a reprender al intruso. Cuando vio la silla, se refugió, como la mayoría de la gente, en la corrección política que Rhyme despreciaba y no dijo nada. Se volvió hacia Sachs:
—Por lo tanto la condeno a cinco años…
Rhyme dijo:
—Perdóneme, Señoría. Necesito hablar un minuto con la acusada y su abogado.
—Señor —se quejó el juez—, estamos en el medio de una audiencia. Puede hablar con ella en algún otro momento.
—Con todo respeto, Señoría —respondió Rhyme—, necesito hablar con ella ahora —su voz también expresaba una queja, pero mucho más ruidosa que la del jurista.
*****
Justo como en los viejos tiempos, estar en una sala de tribunal.
La mayor parte de la gente piensa que la única tarea de un criminalista consiste en buscar y analizar evidencias. Pero cuando Lincoln Rhyme dirigía las actuaciones forenses del NYPD, la División de Investigaciones y Recursos, pasaba casi tanto tiempo testimoniando en juicios como en el laboratorio. Era un buen testigo experto. (Blaine, su ex esposa, a menudo comentaba que Rhyme prefería actuar frente a la gente, incluida ella misma, antes que interactuar con los demás).
Cuidadosamente, Rhyme se dirigió a la barandilla que separaba las mesas de los abogados de la galería en los Tribunales del Condado de Paquenoke. Miró a Amelia Sachs y lo que vio casi le rompió el corazón. En los tres días de permanencia en prisión, había perdido mucho peso y su rostro estaba amarillento. Su pelo rojo estaba sucio y atado en un ajustado moño, el mismo que se hacía en las escenas de crímenes para evitar que algunos cabellos sueltos tocaran la prueba; estas circunstancias hacían que su cara, bonita como siempre, pareciera severa y demacrada.
Geberth caminó hacia Rhyme y se agachó. El criminalista habló con él unos minutos. Por fin, Geberth asintió y se puso de pie.
—Señoría, comprendo que ésta es una audiencia referente a un arreglo de alegación. Pero tengo una propuesta inusual. Hay unas nuevas evidencias que han salido a la luz…
—Que usted puede presentar en el juicio —gruñó el juez—, si su cliente opta por rechazar el arreglo de alegación.
—No me propongo presentar nada al tribunal; me gustaría dar a conocer al estado esta evidencia, para ver si mi digno colega consiente en considerarla.
—¿Con qué propósito?
—Posiblemente para modificar los cargos contra mi cliente —añadió Geberth tímidamente—: Lo que podría hacer que la lista de casos pendientes de Su Señoría parezca menos abrumadora.
El juez puso los ojos en blanco para mostrar que la maña de los yanquis no contaba para nada en su jurisdicción. Sin embargo, miró al fiscal y preguntó:
—¿Bien?
El fiscal de distrito le preguntó a Geberth:
—¿Qué tipo de evidencia? ¿Un nuevo testigo?
Rhyme no se pudo controlar más.
—No —dijo—. Evidencia física.
—¿Usted es el Lincoln Rhyme del que he oído hablar? —preguntó el juez.
Como si hubiera dos criminalistas inválidos haciendo su trabajo en el estado de Carolina del Norte.
—Lo soy, sí.
El fiscal preguntó:
—¿Dónde está esta evidencia?
—Bajo mi custodia, en el Departamento de Policía del condado de Paquenoke —dijo Lucy Kerr.
El juez le preguntó a Rhyme:
—¿Consiente en dar testimonio bajo juramento?
—Ciertamente.
—¿Está de acuerdo, señor fiscal? —preguntó el juez.
—Lo estoy, Señoría, pero si es una maniobra táctica o si la evidencia resulta irrelevante, presentaré una acusación de interferencia contra el señor Rhyme.
El juez pensó unos instantes y luego dijo:
—Para que conste, esto no es parte de ninguna audiencia. La corte se limita a prestarse a las partes para que se haga una deposición anterior al arreglo. El examen se realizará de acuerdo a las normas de procedimiento penal de Carolina del Norte. Tome juramento al declarante.
Rhyme se colocó frente al juez. Cuando un empleado se acercó, inseguro, llevando la Biblia en la mano, el criminalista dijo:
—No, no puedo levantar mi mano derecha —luego recitó—: Juro que el testimonio que voy a prestar es la verdad, de acuerdo a mi solemne juramento —trató de captar la mirada de Sachs, pero ella tenía la vista puesta en los desvaídos mosaicos del suelo de la sala.
Gerberth caminó hacia el frente de la sala.
—Señor Rhyme, puede darnos su nombre, domicilio y ocupación.
—Lincoln Rhyme, 345 Central Park West, ciudad de Nueva York. Soy criminalista.
—Eso es más que un científico forense, ¿no es cierto?
—Algo más que eso, pero la ciencia forense constituye el núcleo de lo que hago.
—¿Y cómo conoció a la acusada, Amelia Sachs?
—Ha sido mi asistente y compañera en una cantidad de investigaciones criminales.
—¿Y cómo llegaron a Tanner's Corner?
—Estábamos ayudando al sheriff James Bell y al departamento de policía del condado de Paquenoke. Investigábamos el asesinato de Billy Stail y las desapariciones de Lydia Johansson y Mary Beth McConnell.
Geberth preguntó:
—Entonces, señor Rhyme, ¿dice que tiene nuevas evidencias que presentar en este caso?
—Sí, así es.
—¿Cuál es esa evidencia?
—Después de que supimos que Billy Stail había ido a Blackwater Landing a matar a Mary Beth McConnell comencé a preguntarme por qué lo habría hecho. Llegué a la conclusión de que le habían pagado para hacerlo. Él…
—¿Por qué pensó que le pagaron?
—La razón era obvia —gruñó Rhyme. Tenía poca paciencia con las preguntas irrelevantes y Geberth se desviaba de su guión.
—Compártala con nosotros, por favor.
—Billy no tenía una relación romántica de ningún tipo con Mary Beth. No estaba involucrado en el asesinato de la familia de Garrett Hanlon. Ni siquiera la conocía. De manera que no tenía ningún motivo para matarla salvo que fuera por un beneficio económico.
—Siga.
Rhyme continuó:
—Quien lo contrató no le iba a pagar con un talón, por supuesto, sino en efectivo. La policía Kerr fue a la casa de los padres de Billy Stail, quienes le dieron permiso para examinar su cuarto. Descubrió diez mil dólares escondidos bajo el colchón.
—¿Qué tiene que ver…?
—¿Por qué no me deja terminar el relato? —preguntó Rhyme al abogado.
El juez dijo:
—Buena idea, señor Rhyme. Pienso que el abogado ha trabajado bien los preliminares.
—Por sugerencia de la oficial Kerr, hice un análisis del borde de fricción, es un examen de las huellas dactilares, de los billetes primero y último del fajo. Encontré un total de sesenta y una huellas latentes. Aparte de las huellas de Billy, dos de esas huellas resultaron ser de una persona involucrada en este caso. La policía Kerr consiguió otra orden judicial para allanar la casa de esa persona…
—¿También la examinó? —preguntó el juez.
Rhyme contestó con una paciencia forzada:
—No, no lo hice. No era accesible para mí. Pero dirigí la investigación, que fue hecha por la policía Kerr. Dentro de la casa encontró un recibo por la compra de una pala idéntica al arma del crimen y ochenta y tres mil dólares en efectivo, sujetos con unas fajas idénticas a las encontradas alrededor de los dos fajos de billetes en la casa de Billy Stail —teatral como siempre, Rhyme había dejado lo mejor para el final—. La policía Kerr también encontró fragmentos de huesos en la barbacoa de la parte posterior de la casa. Estos fragmentos concuerdan con los huesos de la familia de Garrett Hanlon.
—¿A quién pertenece la casa de la que habla?
—Al policía Jesse Corn.
De los asientos de la sala de audiencias se elevó un acentuado murmullo. El fiscal siguió impasible, pero se irguió apenas y sus zapatos se movieron sobre el suelo de mosaicos. Susurró a sus colegas, mientras consideraban las implicaciones de la revelación. En la galería los padres de Jesse se miraron, conmovidos; la madre sacudió la cabeza y comenzó a llorar.
—¿Adónde quiere ir a parar exactamente, señor Rhyme?
Rhyme se resistía a decir al juez que la conclusión era obvia. Dijo:
—Señoría, Jesse Corn era uno de los individuos que conspiraron con Jim Bell y Steve Farr para matar a la familia de Garrett Hanlon hace cinco años y luego para matar a Mary Beth McConnell el otro día.
Oh, sí. Esta ciudad tiene algunas avispas.
El juez se reclinó en su sillón.
—Esto no tiene nada que ver conmigo. Ustedes dos deben arreglarlo. —Señaló con la cabeza a Geberth y al fiscal—. Tienen cinco minutos, luego ella puede aceptar el arreglo de la alegación o fijo la fianza y doy fecha para el juicio.
El fiscal le dijo a Geberth:
—No significa que no haya matado a Jesse. Aun si Corn era otro de los conspiradores, sigue siendo la víctima de un homicidio.
Ahora le tocó al norteño poner los ojos en blanco.
—Oh, vamos —soltó Geberth, como si el fiscal del distrito fuera un estudiante atrasado—. Lo que significa es que Corn estaba operando fuera de su jurisdicción como policía y que cuando se enfrentó a Garrett era un criminal armado y peligroso. Jim Bell admitió que planeaban torturar al chico para encontrar el paradero de Mary Beth. Una vez que la hubieran encontrado, Corn habría llegado con Culbeau y los otros para matar a Lucy Kerr y los demás policías.
Los ojos del juez se movían de derecha a izquierda lentamente mientras asistía a aquel partido de tenis sin precedentes.
El fiscal:
—Yo sólo puedo concentrarme en el crimen al que nos referimos. Si Jesse Corn iba a matar a alguien o no, no tiene importancia.
Geberth sacudió lentamente la cabeza. El abogado dijo al secretario del tribunal:
—Suspendemos la sesión. Esto queda fuera del acta —luego se dirigió al fiscal—: ¿Qué sentido tiene seguir? Corn era un asesino.
Rhyme se le unió y habló con el fiscal:
—Lleve esto a juicio ¿y qué piensa que sentirá el jurado cuando demostremos que la víctima era un policía corrompido que planeaba torturar un chico inocente para encontrar a una jovencita y luego matarla?
Geberth continuó:
—No quiere esta muesca en su pistola. Tiene a Bell, tiene a su cuñado, al juez de instrucción…
Antes de que el fiscal pudiera protestar nuevamente, Rhyme levantó la vista hacia él y dijo en voz baja:
—Le ayudaré…
—¿Qué? —preguntó el fiscal.
—Usted sabe quién está detrás de todo esto, ¿verdad? ¿Sabe quién está matando a la mitad de los residentes de Tanner's Corner?
—Henry Davett —dijo el fiscal—. He leído los expedientes y las declaraciones.
Rhyme preguntó:
—¿Y cómo va el caso contra él?
—Mal. No hay evidencias. No hay relación entre él y Bell, nadie de la ciudad. Utilizó intermediarios y todos callan o están fuera de mi jurisdicción.
—Pero —dijo Rhyme—, ¿no le gustaría cogerlo antes de que más gente muera de cáncer? ¿Antes que más niños enfermen y se suiciden? ¿Antes que más bebés nazcan con defectos genéticos…?
—Por supuesto que sí.
—Entonces me necesita a mí. No encontrará a ningún criminalista de este Estado que pueda incriminar a Davett. Yo puedo. —Rhyme miró a Sachs. Podía ver lágrimas en sus ojos. Sabía que el único pensamiento que ocupaba su mente era que, la mandaran o no a la cárcel, no había matado a un inocente.
El fiscal lanzó un profundo suspiro. Luego asintió. Rápidamente, como si pudiera cambiar de decisión, dijo:
—De acuerdo —miró al juez—. Señoría, en el caso del Pueblo contra Sachs, el Estado retira todos los cargos.
—Así queda establecido —dijo un juez aburrido—. La acusada puede irse. Siguiente caso —ni siquiera se molestó en bajar el martillo.