—Tú mataste a Billy, ¿verdad? —preguntó Rhyme a Jim Bell.
Pero el sheriff no dijo nada.
El criminalista continuó:
—La escena del crimen quedó sin protección durante una hora y media. Y, es cierto, Mason fue el primer oficial en llegar, pero tú estuviste allí antes que él. No recibiste una llamada de Billy anunciándote la muerte de Mary Beth y comenzaste a preocuparte, de manera que te dirigiste a Blackwater Landing y encontraste que ella se había ido y Billy estaba herido. El chico te contó que Garrett se había llevado a Mary Beth. Entonces te pusiste los guantes de látex, cogiste la pala y lo mataste.
Al fin la cólera del sheriff se manifestó, desbaratando su pose:
—¿Por qué sospechaste de mí?
—Al principio pensé que se trataba de Mason, sólo nosotros tres y Ben sabíamos lo de la cabaña de los destiladores. Supuse que llamó a Culbeau y lo envió allí. Pero se lo pregunté a Lucy y lo que sucedió es que Mason la llamó a ella y la mandó a la cabaña, para asegurarse de que Amelia y Garrett no escaparan otra vez. Luego me dio por pensar y me di cuenta de que en el molino Mason intentó matar a Garrett. Cualquiera que estuviera en la conspiración hubiera querido que siguiera con vida, como lo hiciste tú, de manera que pudiera llevarte hacia donde estaba Mary Beth. Controlé las finanzas de Mason y descubrí que vive en una casa barata y que tenía muchas deudas de MasterCard y Visa. Nadie le pagaba dinero sucio. A diferencia de tu cuñado y de ti mismo, Bell. Posees una casa de cuatrocientos mil dólares y mucho dinero en el banco. Steve Farr tiene una casa valorada en trescientos noventa mil dólares y un barco que cuesta ciento ochenta mil. Hemos pedido una orden judicial para echar una ojeada a tus cajas de seguridad. Me pregunto cuánto encontraremos allí.
Rhyme continuó:
—Tenía un poco de curiosidad por saber por qué Mason estaba tan ansioso por coger a Garrett, pero él tenía una buena razón para hacerlo. Me dijo que se sentía muy preocupado cuando tú asumiste el cargo de sheriff, no llegaba a imaginar la razón, puesto que él tenía mejores antecedentes y más antigüedad. Pensó que si podía arrestar al Muchacho Insecto, la Junta de Supervisores lo designaría sheriff cuando tu mandato se cumpliera.
—Toda tu jodida comedia… —murmuró Bell—. Pensaba que tú sólo creías en las evidencias.
Rhyme raramente cruzaba fintas verbales con su presa. Las burlas resultaban inútiles excepto como un bálsamo para el alma y él todavía tenía que descubrir alguna evidencia concreta sobre el lugar de residencia y la naturaleza del alma. Sin embargo, dijo a Bell:
—Hubiera preferido la evidencia. Pero a veces hay que improvisar. Realmente no soy la prima donna que todos piensan.
*****
La silla de ruedas Storm Arrow no entraba a la celda de Amelia Sachs.
—¿No es accesible para inválidos? —Se quejó Rhyme—. Constituye una violación de las leyes contra la discriminación.
Sachs pensó que aquella fanfarronada era en su honor, para que pudiera presenciar que aún conservaba sus familiares arranques. Pero no dijo nada.
A causa del problema de la silla de ruedas, Mason Germain sugirió que probaran con el cuarto de interrogatorios. Sachs arrastró los pies hasta allí, pues tenía los grilletes en tobillos y muñecas que el policía insistió en colocarle; después de todo, ya había conseguido escapar del lugar una vez.
El abogado de Nueva York había llegado. Se llamaba Salomón Geberth y su pelo era gris. Miembro de los colegios de abogados de Nueva York, Massachussets y Washington, fue admitido en la jurisdicción de Carolina del Norte pro hac vice, por un único caso, el del Pueblo contra Sachs. Curiosamente, con su cara suave y bien proporcionada y sus gestos aún más suaves, parecía más un gentil abogado sureño sacado de una novela de John Grisham que un bulldog litigante de Nueva York. El cuidado cabello brillaba con loción y su traje italiano resistía con éxito las arrugas, pese a la sorprendente humedad de Tanner's Corner.
Lincoln Rhyme estaba sentado entre Sachs y el abogado. Ella puso su mano en el apoyabrazos de la deteriorada silla de ruedas.
—Trajeron un fiscal especial desde Raleigh —explicaba Geberth—. Con el sheriff y el juez de instrucción acusados de soborno, no creo que confíen plenamente en McGuire. De todos modos, ha examinado la evidencia y decidió anular los cargos contra Garrett.
Sachs se interesó.
—¿Lo hizo?
Geberth dijo:
—Garrett admitió haberle pegado al chico, Billy; llegó a pensar que lo había matado. Pero Lincoln tenía razón. Fue Bell quien mató al muchacho. Y aunque llegaran a acusarlo de lesiones, queda en claro que Garrett actuó en defensa propia. ¿Ese otro policía… Ed Schaeffer? Se determinó que su muerte fue accidental.
—¿Qué hay del secuestro de Lydia Johansson? —preguntó Rhyme.
—Cuando ella se dio cuenta de que Garrett nunca tuvo la intención de hacerle daño, levantó los cargos. Mary Beth hizo lo mismo. Su madre quería seguir con la acusación pero deberíais haber oído a esa chica hablar con su madre. Salían chispas durante la conversación.
—¿De manera que Garrett está libre? —Preguntó Sachs, con los ojos en el suelo.
—Lo soltarán en unos minutos —respondió Geberth. Luego dijo—: Bien, ahora lo desagradable, Amelia. La posición del fiscal es que aun si Garrett resultó no ser un delincuente, tú ayudaste a escapar a un preso que estaba arrestado en base a una causa probable y mataste a un policía durante la perpetración de ese delito. El fiscal va por asesinato en primer grado y agregará los delitos por lo general menos incluidos: dos cargos de homicidio, voluntario e involuntario, y homicidio por imprudencia y homicidio por negligencia criminal.
—¿Primer grado? —Saltó Rhyme—. No fue premeditado. ¡Fue un accidente! ¡Por Dios!
—Que es lo que yo intentaré demostrar en el juicio —dijo Geberth—. Ese otro policía, el que te cogió, constituye una causa inmediata parcial del disparo. Pero aseguró que conseguirán una condena por homicidio imprudente. Con estos hechos no hay dudas de ello.
—¿No hay posibilidades de una absolución?
—Pocas. Un diez o quince por ciento, en el mejor de los casos. Lo lamento, pero debo aconsejarte que hagas una alegación.
Sachs sintió como un golpe en el pecho. Cerró los ojos y cuando respiró pareció que el alma abandonaba su cuerpo.
—Jesús —murmuró Rhyme.
Sachs estaba pensando en Nick, su antiguo novio. Cuando fue arrestado por apropiación ilícita y aceptar sobornos, rehusó hacer una alegación y corrió el riesgo de un juicio por jurado. Entonces le dijo: «Es como dice tu padre, Amelia, si te mueves no te pueden pillar. Es todo o nada».
El jurado se tomó dieciocho minutos para condenarlo. Todavía estaba en una prisión de Nueva York.
Sachs miró a Geberth y sus afeitadas mejillas. Preguntó:
—¿Qué ofrece el fiscal para que haga la alegación?
—Todavía nada. Pero probablemente acepte homicidio voluntario, si cumples la condena totalmente. Pienso en ocho o diez años. Debo decirte, sin embargo, que en Carolina del Norte cumplir la condena es duro. Aquí no hay clubes de campo.
Rhyme gruñó:
—Contra una posibilidad del diez por ciento de absolución.
Geberth dijo:
—Así es —luego el abogado agregó—: Tienes que comprender que no se producirá ningún milagro, Amelia. Si vamos a juicio, el fiscal va a probar que eres una policía profesional y una campeona de tiro y al jurado le resultará difícil aceptar que el disparo fue accidental.
Las reglas normales no se aplican a nadie al norte del Paquo. Ni a nosotros ni a ellos. Te puedes encontrar disparando antes de leerle a alguien sus derechos y estaría perfectamente bien.
El abogado continuó:
—Si eso sucede te podrían condenar por asesinato en primer grado y te darían veinticinco años.
—O pena de muerte —murmuró Sachs.
—Sí, es una posibilidad. No te puedo decir que no lo sea.
Por alguna razón la imagen que apareció en su mente en ese momento fue la de los halcones peregrinos que hacían su nido fuera de la ventana de Lincoln Rhyme en la casa de Manhattan: el macho, la hembra y el polluelo. Dijo:
—Si hago una alegación de homicidio involuntario, ¿cuánto tiempo cumpliré de condena?
—Probablemente seis o siete años. Sin libertad condicional.
Tú y yo, Rhyme.
Respiró profundamente.
—Haré la alegación.
—Sachs… —empezó Rhyme.
Pero ella le repitió a Geberth:
—Haré la alegación.
El abogado se puso de pie. Asintió.
—Llamaré al fiscal ahora y veremos si acepta. Te informaré en cuanto sepa algo. —Con un saludo a Rhyme abandonó el cuarto.
Mason observó la cara de Sachs. Se puso de pie y caminó hacia la puerta. Sus botas hicieron ruido.
—Los dejaré solos durante unos minutos. No tengo que registrarte, ¿verdad, Lincoln?
Rhyme sonrió débilmente.
—No tengo armas, Mason.
Cerró la puerta.
—Qué follón, Lincoln —dijo Sachs.
—Uh-uh, Sachs. No digas nombres.
—¿Por qué no? —Preguntó ella cínicamente, casi en un susurro—. ¿Mala suerte?
—Quizá.
—No eres supersticioso. O al menos es lo que me dices.
—Generalmente no. Pero este es un lugar espeluznante.
Tanner's Corner… La ciudad sin niños.
—Debería haberte escuchado —dijo Rhyme—. Tenías razón respecto a Garrett. Yo estaba equivocado. Miré a la evidencia y me equivoqué por completo.
—Pero yo no sabía que tenía razón. No sabía nada. Sólo tuve una corazonada y actué.
Rhyme dijo:
—Pase lo que pase, Sachs, no me voy a ningún lado —señaló con la cabeza la Storm Arrow y rió—. No podría ir muy lejos aún si quisiera. Si cumples una condena, estaré aquí cuando salgas…
—Palabras, Rhyme —dijo Sachs—. Sólo palabras… Mi padre dijo también que no iba a ningún lado. Eso fue una semana antes que el cáncer lo callara para siempre.
—Soy demasiado terco para morir.
Pero no eres demasiado terco para ponerte mejor, pensó ella, para encontrar a otra persona. Para seguir tu camino y dejarme atrás.
La puerta del cuarto de interrogatorios se abrió. Garrett estaba en el umbral y Mason detrás. Las manos del chico, que ya no tenían grilletes, estaban unidas.
—Eh —dijo Garrett como saludo—. Mirad lo que encontré. Estaba en mi celda —abrió la mano y un insecto salió volando—. Es una esfinge. Les gusta buscar su alimento en las flores de valeriana. No se ven mucho en los interiores. Son muy listas.
Sachs sonrió apenas y le agradaron los ojos llenos de entusiasmo del chico.
—Garrett, hay algo que quiero que sepas.
Garrett se acercó y la miró.
—¿Recuerdas lo que me contaste en el remolque? ¿Cuándo estabas hablando con tu padre en la silla vacía?
El chico asintió, dudoso.
—Me contaste cómo te sentiste de mal cuando pensaste que tu padre no te quería en el coche esa noche.
—Me acuerdo.
—Pero ahora sabes por qué no te quería… Estaba tratando de salvarte la vida. Sabía que había veneno en el coche y que iban a morir. Si entrabas al coche con ellos también morirías. Y no quería que sucediera.
—Creo que lo sé —dijo el chico. Su voz sonaba insegura y Amelia Sachs supuso que reescribir la propia historia era una tarea abrumadora.
—Sigue recordándolo.
—Lo haré.
Sachs observó la polilla pequeña, de color beis, que volaba por el cuarto de interrogatorios.
—¿Me dejaste a alguien en la celda? ¿Para qué me haga compañía?
—Sí. Hay un par de mariquitas, su nombre verdadero es coccinellidae. Y un saltamontes y una mosca syrphus o mosca de las flores. Es fantástico la forma en que vuelan. Los puedes observar durante horas —hizo una pausa—. Escucha, lamento haberte mentido. La cosa es que si no lo hubiera hecho, no podría haber salido y no podría haber salvado a Mary Beth.
—Está bien, Garrett.
El chico miró a Mason.
—¿Me puedo ir ahora?
—Puedes irte.
Garrett caminó hacia la puerta, se dio la vuelta y dijo a Sachs:
—Vendré y me quedaré un rato. Si está bien.
—Me gustaría que lo hicieras.
El muchacho salió y a través de la puerta abierta Sachs pudo verlo dirigirse a un cuatro por cuatro. Era el de Lucy Kerr. Sachs la vio salir y abrirle la puerta, como una madre buscando a su hijo después de practicar fútbol. La puerta de la prisión se cerró y ocultó esta escena doméstica.
—Sachs —comenzó Rhyme. Pero ella sacudió la cabeza y empezó a arrastrar los pies hacia la celda. Quería estar lejos del criminalista, lejos del Muchacho Insecto, lejos de la ciudad sin niños. Quería estar en la oscuridad de la soledad.
Y enseguida lo estuvo.
*****
En las afueras de Tanner's Corner, en la ruta 112, donde todavía conserva dos carriles, hay una curva cerca del río Paquenoke. Justo al lado del arcén se ve un frondoso matorral de pastos plumosos, carrizos, índigos y altos colombos que mostraban sus particulares flores rojas como banderas.
La vegetación crea un rincón que constituye un popular aparcamiento para los policías del condado de Paquenoke, que beben té helado y escuchan radio mientras esperan que en los visores de sus radares se registren velocidades de 90 kilómetros por hora o superiores. Entonces aceleran hacia la ruta en persecución del conductor sorprendido en falta para agregar otros cien dólares al erario del condado.
Hoy domingo, mientras un negro Lexus pasaba por esta curva de la ruta, el visor del radar en el salpicadero de Lucy registraba unos legales 75 kilómetros por hora. Pero ella puso en marcha el coche patrulla, movió el interruptor que hacía funcionar el faro que estaba sobre el techo del coche y se dirigió velozmente detrás del cuatro por cuatro.
Se acercó al Lexus y estudió detenidamente el vehículo. Había aprendido, tiempo atrás, a controlar el espejo retrovisor de los coches que detenía. Si se veían los ojos del conductor, se podía tener una idea del tipo de delitos que podría haber cometido, en caso de haberlo hecho, aparte de la velocidad excesiva o alguna luz trasera que no funcionaba. Drogas, armas robadas, alcoholismo. Se percibe la peligrosidad de la acción policial. Ahora vio que los ojos del hombre se dirigían al espejo y la miraban sin un asomo de culpa o preocupación.
Ojos invulnerables…
Lo que hizo que su cólera aumentara, pero respiró profundamente para controlarla.
El coche, de grandes dimensiones, se detuvo en el arcén polvoriento y Lucy lo hizo detrás. Las reglas establecían que debía pedir la documentación, pero Lucy no se molestó en hacerlo. No había nada que tuviera interés para ella en ese registro. Con manos temblorosas abrió la puerta y salió del coche patrulla.
Los ojos del conductor ahora se movieron hacia el espejo central para seguir examinándola con mirada crítica. Mostraron algo de sorpresa, al notar, supuso Lucy, que no llevaba uniforme, sólo vaqueros y una camisa de trabajo, a pesar de tener el arma en la cadera. ¿Qué estaría haciendo un policía fuera de servicio que detiene a un conductor que no sobrepasa el límite de velocidad?
Henry Davett bajó la luna.
Lucy Kerr miró hacia adentro, más allá de Davett. En el asiento delantero iba una mujer en la cincuentena, su bien peinado cabello sugería frecuentes visitas a la peluquería. Llevaba diamantes en las muñecas, las orejas y el pecho. Una chica adolescente se sentaba atrás, repasando algunas cajas de CD, disfrutando mentalmente de la música que su padre no le dejaba oír.
—Oficial Kerr —dijo Davett—, ¿cuál es el problema?
Pero ella pudo ver en sus ojos, ya no por el espejo, que él sabía exactamente cuál era el problema.
Todavía esos ojos permanecían tan libres de culpa y bajo control como cuando habían registrado los giros de las luces intermitentes de su Crown Victoria.
Estaba tan enfadada que apenas podía mantener el control; ordenó:
—Salga del coche, Davett.
—Cariño, ¿qué has hecho?
—Oficial, ¿qué sentido tiene? —preguntó Davett con un suspiro.
—Afuera. Ahora —Lucy metió la mano y abrió las puertas.
—¿Puede hacer eso, cariño? ¿Puede…?
—Cállate, Edna.
—Está bien. Lo siento.
Lucy abrió la puerta. Davett soltó el cinturón de seguridad y salió al polvoriento arcén.
Un semirremolque pasó a toda velocidad y los cubrió de polvo. Davett miró con disgusto la arcilla gris de Carolina que se posaba en su blazer azul.
—Mi familia y yo estamos llegando tarde a la iglesia y no pienso…
Lucy lo tomó del brazo y lo empujó del hombro hasta la sombra de arroz salvaje y espadañas al lado de un pequeño arroyo, afluente del Paquenoke, que corría al lado de la carretera.
Davett repitió, exasperado:
—¿Cuál es el motivo?
—Lo sé todo…
—¿Lo sabe, oficial Kerr? ¿Sabe todo? ¿Y qué sabe…?
—El veneno, lo asesinatos, el canal…
Davett dijo con calma:
—Nunca tuve el menor contacto con Jim Bell ni nadie de Tanner's Corner. Si hay algunos malditos estúpidos en mi nómina que emplearon a otros malditos estúpidos para hacer cosas ilegales no es culpa mía. Y si eso sucedió, cooperaré con las autoridades al cien por ciento.
Como si no hubiera oído su tranquila respuesta, Lucy gruñó:
—Se condenará junto con Bell y su cuñado.
—Por supuesto que no. Nada me relaciona con ningún delito. No hay testigos. No hay cuentas, ni transferencias de dinero, ni evidencia de ningún hecho ilegal. Soy un fabricante de productos petroquímicos, ciertos limpiadores, asfalto y algunos pesticidas.
—Pesticidas ilegales.
—Falso —retrucó Davett—. La EPA todavía permite que el toxafeno se use en los Estados Unidos en algunos casos. Y no es ilegal en absoluto en la mayoría de los países del Tercer Mundo. Lea un poco, policía Kerr; sin pesticidas, la malaria, la encefalitis y la hambruna matarían a cientos de miles de personas cada año y…
—Provocan cáncer, defectos genéticos y enfermedades hepáticas a las personas expuestas a ellos y…
Davett se encogió de hombros.
—Muéstreme los estudios, policía Kerr. Muéstreme las investigaciones que lo demuestran.
—¿Si es tan jodidamente inofensivo, entonces por qué dejó de transportarlo en camiones? ¿Por qué comenzó a usar barcazas?
—No podía llevarlo a puerto de ninguna otra forma porque hay algunos condados y ciudades impulsivos que prohibieron el transporte de ciertas sustancias de las que no saben nada. Y yo no tenía tiempo para emplear grupos de presión que cambiaran las leyes.
—Bueno, apuesto a que la EPA está interesada en lo que hace usted por aquí.
—Oh, por favor —se burló Davett—. ¿La EPA? Olvídela. Yo le daré su número de teléfono. Si alguna vez llegan a visitar la fábrica, encontraran niveles permitidos de toxafeno por todo Tanner's Corner.
—Quizá lo que hay sólo en el agua tiene un nivel permitido, quizá sólo el aire, quizá sólo los productos locales… ¿Pero qué me dice la mezcla de todos ellos? ¿Qué me dice de un niño que toma un vaso de agua del pozo de sus padres, luego juega en el césped, después come una manzana de una huerta local, después…?
Davett se encogió de hombros.
—Las leyes son claras, policía Kerr. Si no le gustan, escriba a su representante en el Congreso.
Ella lo cogió de la solapa. Dijo con furia:
—No entiende. Irá a prisión.
Él se liberó y murmuró con saña:
—No, usted no entiende, oficial. Yo soy muy, muy bueno en lo que hago. No cometo errores —miró el reloj—. Tenemos que irnos ahora.
Davett regresó a su vehículo, arreglando su escaso cabello. El sudor lo había oscurecido y pegado en las sienes.
Subió al coche dando un portazo.
Lucy caminó hacia el lado del conductor cuando Davett lo puso en marcha.
—Espere —dijo.
Davett la miró. Pero la policía lo ignoró. Miraba a sus pasajeras.
—Me gustaría que vierais lo que hizo Henry —sus fuertes manos hicieron saltar los botones de la camisa. Las mujeres del coche se quedaron con la boca abierta mirando las cicatrices rosadas que remplazaban los pechos de Lucy.
—Oh, por Dios —dijo Davett, mirando para otro lado.
—Papá… —murmuró la chica, conmocionada. Su madre observaba, sin habla.
Lucy dijo:
—¿Dice que no comete errores, Davett? Falso. Cometió éste.
El hombre puso el coche en primera, apretó la señal de giro, controló el ángulo muerto y condujo el coche lentamente hacia la carretera.
Lucy quedó de pie por un largo momento, mirando desaparecer al Lexus. Buscó en sus bolsillos y se cerró la blusa con unos imperdibles. Se apoyó contra el coche patrulla un instante, luchando contra las lágrimas, luego se le ocurrió bajar la vista y percibió una flor pequeña y rojiza al lado de la carretera. Entrecerró los ojos. Era una cypripedium rosa, un tipo de orquídea. Sus flores parecen minúsculas chinelas. Esas plantas eran raras en el condado de Paquenoke, y Lucy nunca había visto una tan bonita. En cinco minutos y con la ayuda del limpiaparabrisas para nieve, la arrancó de raíz y la guardó cuidadosamente en una lata grande de 7 Eleven. Prefirió sacrificar la gaseosa por la belleza de su jardín.