Capítulo 42

Mason Germain y el hosco hombre de color caminaron lentamente por la callejuela próxima a la cárcel de Tanner's Corner. El negro sudaba. Con irritación mató de una palmada a un mosquito. Murmuró algo y pasó la larga mano por su pelo corto y ondulado.

Mason sintió el impulso de fastidiarlo, pero se controló.

El hombre era alto y al erguirse de puntillas pudo mirar por la ventana de la cárcel. Mason advirtió que usaba botines negros, de brillante charol, lo que por algún motivo aumentó el desdén del policía por el forastero. Se preguntó a cuántos hombres habría disparado.

—Está allí —dijo el hombre—. Está sola.

—Garrett está encerrado al otro lado.

—Tú vas por el frente. ¿Se puede entrar por la parte de atrás?

—Soy policía, ¿recuerdas? Tengo una llave. Puedo abrirla —lo dijo con un tono sarcástico, preguntándose nuevamente si el hombre era medio tonto.

Consiguió que le respondiera con otro sarcasmo.

—Sólo preguntaba si hay una puerta en la parte de atrás. No lo sé, pues nunca estuve antes en este estercolero de ciudad.

—Oh. Sí, hay una puerta.

—Bueno, vamos.

Mason notó que el hombre sostenía el arma en la mano y que no le había visto sacarla.

*****

Sachs estaba sentaba en un banco de su celda, hipnotizada por el vuelo de una mosca.

¿De qué clase es?, se preguntó. Garrett lo sabría en un instante. Era un pozo de sabiduría. Se le ocurrió una idea: debe de haber un momento en que el conocimiento que tiene un chico sobre un tema sobrepasa al de sus padres. Debe ser algo maravilloso, excitante, saber que uno ha producido esta creación que se ha elevado más alto. Te hace más humilde también.

Una experiencia que ahora nunca conocería.

Pensó nuevamente en su padre. El hombre quería disuadir a los delincuentes. Nunca disparó su arma en todos los años de servicio. Orgulloso como estaba de su hija, le preocupaba su fascinación por las armas. «Dispara la última», le aconsejaba a menudo.

Oh, Jesse… ¿Qué te puedo decir?

Nada, por supuesto. No puedo decir una palabra. Estás muerto.

Creyó ver una sombra fuera de la ventana de la celda. Pero la ignoró, y sus pensamientos se concentraron en Rhyme.

Tú y yo, pensaba. Tú y yo.

Evocó el momento, unos meses atrás, en que yacían juntos en la opulenta cama Clinitron de Lincoln, en su casa de Manhattan, mientras observaban la elegante versión de Baz Luhrmann de Romeo y Julieta, modernizada y situada en Miami. Con Rhyme, la muerte siempre rondaba cerca y, mirando las últimas escenas de la película, se había dado cuenta de que, como los personajes de Shakespeare, ella y Rhyme eran amantes perseguidos por el destino. Y también había surgido en su mente otro pensamiento: que ambos morirían juntos.

No se había animado a compartir aquel pensamiento con el racional Lincoln Rhyme, que no poseía ni una célula de sentimiento en el cerebro. Una vez que se le ocurrió la idea, se asentó permanentemente en su mente y por alguna razón le produjo un gran alivio.

Sin embargo, ahora ni siquiera podía encontrar solaz en aquel extraño pensamiento. No, ahora, gracias a ella, vivirían separados y morirían separados. Los dos.

La puerta de la cárcel se abrió y entró un joven policía. Ella lo reconoció. Era Steve Farr, el cuñado de Jim Bell.

—Hola, tú —gritó.

Sachs saludó con la cabeza. Luego percibió dos cosas en él. Una era que tenía puesto un reloj Rolex que debía costar la mitad del salario anual de un poli típico de Carolina del Norte.

La otra era que llevaba un arma en el cinto y que la lengüeta de la funda estaba suelta, a pesar del cartel colgado en el exterior de la puerta de acceso a las celdas: COLOQUE TODAS LAS ARMAS EN LA CAJA ANTES DE ENTRAR AL ÁREA DE CELDAS.

—¿Cómo te va? —le preguntó Farr.

Ella lo miró, sin reaccionar.

—¿Estás silenciosa hoy, eh? Bueno, señorita, tengo buenas noticias para ti. Estás libre y puedes irte —se tocó una de sus prominentes orejas.

—¿Libre? ¿Para irme?

Él buscó las llaves.

—Sí. Decidieron que el tiroteo fue accidental. Puedes irte.

Ella estudió su cara minuciosamente. Él no la miraba.

—¿Y qué hay del informe resolutorio?

—¿Qué es eso? —preguntó Farr.

—Nadie que esté acusado de un delito puede ser liberado y salir de prisión sin un informe resolutorio que lo exonere de los cargos firmado por el fiscal.

Farr quitó el cerrojo de la puerta y retrocedió. Su mano se acercó a la culata de la pistola.

—Oh, quizá sea así como hacen las cosas en la gran ciudad. Pero por aquí somos mucho más informales. Sabes, dicen que somos mucho más lentos en el Sur. Pero no es cierto. No, señora. En realidad somos más eficientes.

Sachs se quedó sentada.

—¿Puedo preguntarte porqué llevas pistola en la cárcel?

—Oh, ¿ésta? —Palmeó la pistola—. Nosotros no tenemos reglas firmes al respecto. Bueno, vamos. Estás libre y puedes irte. La mayoría de la gente estaría dando saltos de alegría ante la noticia.

—¿Por la puerta de atrás?

—Cierto.

—No le puedes disparar por la espalda a un preso que huye. Constituye un asesinato.

Él asintió lentamente.

¿Cómo lo habrían preparado?, se preguntó Sachs. ¿Habría otra persona fuera de la puerta para realizar los disparos? Probablemente. Farr se golpea la cabeza y grita pidiendo ayuda. Hace un disparo al techo. Fuera, alguien, quizá un ciudadano «interesado», alega que oyó un disparo y deduce que Sachs está armada y la mata de un tiro.

Ella no se movió.

—Ponte de pie ya y mueve el culo afuera —Farr desenfundó la pistola.

Lentamente ella se puso de pie.

Tú y yo, Rhyme…

*****

—Te acercaste mucho, Lincoln —dijo Jim Bell. Después de un instante, añadió—: Noventa por ciento de exactitud. Mi experiencia policial me indica que es un buen porcentaje. Resulta una desgracia para ti que yo sea el diez por ciento de error.

Bell apagó el aire acondicionado. Con la ventana cerrada, el cuarto se caldeó inmediatamente. Rhyme sintió las gotas de sudor en su frente. Su respiración se hizo trabajosa.

El sheriff continuó:

—Dos familias asentadas a lo largo del canal Blackwater le negaron al señor Davett el permiso para que pasaran las barcazas. —Rhyme tomó nota del respetuoso señor Davett—. De manera que su jefe de seguridad nos empleó a varios de nosotros para resolver el problema. Tuvimos una larga charla con los Conklin y decidieron otorgar el permiso. Pero el padre de Garrett nunca estuvo de acuerdo. Íbamos a hacer algo que pareciera un accidente de coche y conseguimos una lata de esta porquería —señaló con la cabeza el frasco que estaba sobre la mesa— para dejarlos inconscientes. Sabíamos que la familia salía a cenar todos los miércoles. Derramamos el veneno por la rejilla de ventilación del coche y nos escondimos en el bosque. Montaron en el coche y el padre de Garrett encendió el aire acondicionado. La sustancia se desparramó encima de ellos. Pero usamos demasiada… —miró nuevamente el frasco—. Había suficiente como para matar a un hombre dos veces. —Continuó, frunciendo el ceño ante el recuerdo—. La familia empezó a temblar y tener convulsiones… Era algo muy feo de ver. Garrett no estaba en el coche, pero corrió hacia él y vio lo que estaba sucediendo. Trató de entrar pero no pudo. Le llegó bastante cantidad del veneno, no obstante, y se convirtió en este zombi que conocemos. Se dirigió tambaleando al bosque antes de que pudiéramos detenerlo. En el momento que reapareció, una semana o dos después, no recordaba lo que había pasado. Esa cosa MCS que mencionaste, supongo. De manera que por el momento lo dejamos tranquilo, era demasiado sospechoso que muriera justo después que su familia… Entonces hicimos lo que supusiste. Prendimos fuego a los cuerpos y los enterramos en Blackwater Landing. Empujamos el coche hasta la ensenada de Canal Road. Pagamos al juez de instrucción cien mil dólares para que hiciera unos informes amañados. Siempre que nos enterábamos de que alguien tenía algún tipo de cáncer extraño y andaba preguntando la razón, Culbeau y los otros se ocupaban de ellos.

—Ese funeral que vimos al llegar a la ciudad. ¿Vosotros matasteis al chico, verdad?

—¿Todd Wilkes? —Dijo Bell—. No. Se suicidó.

—Pero porque estaba enfermo a causa del toxafeno, ¿no es así? ¿Qué tenía, cáncer? ¿Lesiones hepáticas? ¿Daño cerebral?

—Quizá. No lo sé —pero la cara del sheriff indicaba que lo sabía muy bien.

—Pero Garrett no tuvo nada que ver con ello, ¿no?

—No.

—¿Y qué es de esos hombres en la cabaña de los destiladores ilegales? ¿Los que atacaron a Mary Beth?

Bell asintió una vez más, torvo.

—Tom Boston y Lott Cooper. También estaban en esto, se ocupaban de probar las toxinas de Davett en las montañas donde hay menos población. Sabían que estábamos buscando a Mary Beth, pero cuando Lott la encontró supongo que postergaron darme la noticia hasta que se divirtieran un rato con ella. Y… sí, contratamos a Billy Stail para matarla, pero Garrett llegó antes de que pudiera hacerlo.

—Y me necesitabais para encontrarla. No para salvarla, sino para poder matarla y destruir las demás evidencias que pudiera haber encontrado.

—Después de que encontraras a Garrett y lo trajéramos de vuelta del molino, dejé la puerta de la cárcel abierta para que Culbeau y sus compinches pudieran, digamos, convencer a Garrett para que nos dijera donde estaba Mary Beth. Pero tu amiga fue y lo sacó antes de que llegara Culbeau.

Rhyme dijo:

—Y cuando encontré la cabaña, llamaste a Culbeau y los otros. Los enviaste allí a matarnos a todos.

—Lo lamento… se ha convertido en una pesadilla. No quería pero… así son las cosas.

—Un nido de avispas…

—Oh, sí, esta ciudad tiene unas cuantas avispas.

Rhyme sacudió la cabeza.

—Dime, ¿vale la pena destruir toda una ciudad por unos coches lujosos, unas enormes mansiones y una gran cantidad de dinero? Mira a tu alrededor, Bell. El del otro día era un funeral por un chico, pero no había niños en el cementerio. Amelia me dijo que casi no hay niños en la ciudad. ¿Sabes por qué? La gente es estéril.

—Es un riesgo pactar con el diablo —dijo Bell, secamente—. Pero, en lo que a mí respecta, la vida consiste en una compensación enorme entre riesgos y ganancias —miró a Rhyme durante un largo momento, caminó hacia la mesa. Se puso unos guantes de látex y tomó el frasco de toxafeno. Se acercó a Rhyme y lentamente comenzó a desenroscar el tapón.

*****

Steve Farr condujo con brusquedad a Amelia Sachs hacia la puerta de atrás de la cárcel, con la pistola apoyada en la espalda de la mujer.

Steve cometía el error clásico de apoyar la boca del cañón del arma contra el cuerpo de la víctima. Le otorgaba a Sachs una posibilidad: cuando caminara hacia el exterior de la cárcel, sabría exactamente dónde estaba la pistola y podría darle un golpe con el codo. Si tenía suerte, Steve Farr dejaría caer el arma y ella correría a toda velocidad. Si pudiese llegar a Main Street encontraría testigos y Farr dudaría en disparar.

Él abrió la puerta de atrás.

Un haz de ardiente luz solar inundó la polvorienta cárcel. Sachs parpadeó. Una mosca zumbó alrededor de su cabeza.

Si Farr se mantenía justo detrás, apretando la pistola contra su piel, ella tendría una oportunidad…

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Libre para irte —le dijo Farr alegremente, y se encogió de hombros. Ella se puso tensa, lista para golpearlo, planeando todos sus movimientos. Pero en ese momento él retrocedió con rapidez y la empujó hacia el terreno descuidado de la parte de atrás de la cárcel. Farr permaneció dentro, fuera de su alcance.

De un lugar cercano, detrás de un alto matorral, ella escuchó otro sonido. Creyó que alguien martillaba una pistola.

Pensó nuevamente en Romeo y Julieta.

Y en el hermoso cementerio sobre la colina que dominaba Tanner's Corner por el que habían pasado hacía un tiempo que ahora parecía toda una vida.

Oh, Rhyme…

La mosca voló cerca de su rostro. Instintivamente la apartó y comenzó a andar hacia los pastos bajos.

*****

Rhyme le dijo a Bell:

—¿No piensas que se harán preguntas si muero de esta forma? Difícilmente puedo abrir un frasco.

El sheriff respondió:

—Tropezaste con la mesa. El tapón no estaba firme. Se derramó sobre ti. Yo fui a buscar ayuda pero no te pudimos salvar.

—Amelia no lo dejará pasar. Lucy tampoco.

—Tu novia no será un problema mucho tiempo más. ¿Y Lucy? Podría enfermar de nuevo… y esta vez quizá no haya nada que cortar para salvarla.

Bell dudó apenas un instante, luego se acercó y derramó el líquido sobre la boca y la nariz de Rhyme. Vertió el resto sobre la delantera de la camisa.

El sheriff tiró el frasco en el regazo de Rhyme, retrocedió rápidamente y se cubrió la boca con un pañuelo.

La cabeza de Rhyme cayó hacia atrás, sus labios se abrieron involuntariamente y parte del líquido se deslizó a su boca. Empezó a ahogarse.

Bell se sacó los guantes y los guardó en los pantalones. Esperó un momento, estudió a Rhyme con calma, luego caminó con lentitud hacia la puerta, le quitó el cerrojo y la abrió. Gritó:

—¡Ha habido un accidente! ¡Necesito ayuda! —Caminó por el pasillo—. Necesito…

Fue derecho hacia la línea de fuego de Lucy, cuya pistola apuntaba a su pecho.

—¡Jesús, Lucy!

—Basta ya, Jim. Quédate ahí quieto.

El sheriff retrocedió. Nathan, el policía de la buena puntería, entró en el cuarto, detrás de Bell, y cogió la pistola del sheriff de su funda. Otro hombre entró, un hombre grande con un traje marrón y una camisa blanca.

También Ben entró corriendo, ignoró a todos y se acercó a Rhyme. Le enjugó el rostro con una servilleta de papel.

El sheriff miró fijamente a Lucy y los demás.

—¡No, no lo entendéis! ¡Hubo un accidente! El veneno se derramó. Debéis…

Rhyme escupió en el suelo y estornudó a causa del líquido y los gases astringentes. Le dijo a Ben:

—¿Puedes limpiarme más arriba en la mejilla? Temo que me entre en los ojos. Gracias.

—Seguro, Lincoln.

Bell dijo:

—¡Estaba pidiendo ayuda! ¡Esa cosa se derramó! Yo…

El hombre del traje sacó unas esposas de su cinto y las colocó en las muñecas del sheriff. Dijo:

—James Bell, soy el detective Hugo Branch de la Policía del Estado de Carolina del Norte. Está arrestado —Branch miró a Rhyme con amargura—. Le dije que lo derramaría sobre la camisa. Deberíamos haber puesto el dispositivo en otro lugar.

—¿Pero ha grabado lo suficiente?

—Oh, mucho. Ese no es el problema. El problema es que esos transmisores cuestan dinero.

—Yo lo pagaré —dijo Rhyme con acritud, mientras Branch abría la camisa del criminalista y despegaba el micrófono y el transmisor.

—Estaba arreglado —murmuró Bell.

—Estás en lo cierto.

—Pero el veneno…

—Oh, no es toxafeno —dijo Rhyme—. Apenas un poco de licor ilegal. De ese frasco que examinamos. Ya que estamos, Ben, si queda algo, me tomaría un trago ahora. Y, por Dios, ¿puede alguien encender el aire acondicionado?

*****

Prepárate, vete hacia la izquierda y corre como el diablo. Me darán pero si tengo suerte no me detendrán.

Cuando te mueves no te pueden pillar…

Amelia Sachs dio tres pasos hacia el pasto.

Lista…

Preparada…

Luego la voz de un hombre, desde atrás, desde el área de la prisión, gritó:

—¡Quieto, Steve! —pon el arma en el suelo. ¡Ahora! ¡No te lo diré dos veces!

Sachs se volvió y vio a Mason Germain con su pistola apuntando a la cabeza de cabello bien recortado del joven, que tenía las orejas color tomate. Farr se agachó y dejó la pistola en el suelo. Mason se apresuró a esposarlo.

Sonaron pisadas desde afuera y las hojas crujieron. Mareada por el calor y la adrenalina, Sachs se dio la vuelta y vio a un negro delgado que salía de los matorrales y guardaba una gran Browning automática.

—¡Fred! —gritó Sachs.

El agente del FBI Fred Dellray, sudando copiosamente en su traje negro, se le acercó y cepilló con petulancia su manga.

—Hola, Amelia. Dios, hace demasiado calor por aquí. No me gusta esta ciudad ni un poquito. Y mira este traje. Está todo, cómo decir, polvoriento o algo así. ¿Qué es esta mierda, polen? No tenemos algo así en Manhattan. ¡Mira esta manga!

—¿Qué haces por aquí? —preguntó Sachs, atónita.

—¿Qué crees? Lincoln no estaba seguro de en quién confiar y en quién no, de manera que me pidió que viniera y me enganchó con el policía Germain, aquí presente, para cuidarte. Me imaginé que necesitaría ayuda, al ver que no podía confiar en Jim Bell o los suyos.

—¿Bell? —murmuró Sachs.

—Lincoln piensa que es él quien organizó todo. En estos momentos está averiguando la verdad. Pero parece que tiene razón, ya que este es su cuñado —Dellray señaló con la cabeza a Steve Farr.

—Casi me mata —dijo Sachs.

El delgado agente rió.

—Nunca corriste ni una pizca de riesgo, de ninguna manera. Le estuve apuntando a ese individuo justo en medio de sus dos grandes orejas desde el segundo en que se abrió la puerta de atrás. Si hubiera intentado apuntarte siquiera, lo hubiera matado antes.

Dellray percibió que Mason lo estudiaba con sospecha. El agente se rió y dijo a Sachs:

—A nuestro amigo de la policía local no le gusta demasiado la gente de mi clase. Me lo dijo…

—Espera —protestó Mason—. Yo sólo dije…

—Apuesto a que te refieres a los agentes federales —dijo Dellray.

El policía sacudió la cabeza y respondió con brusquedad:

—Me refería a los norteños.

—Es cierto, no le gustan —confirmó Sachs.

Ella y Dellray se rieron. Pero Mason se calló, solemne. No eran las diferencias culturales las que lo ponían de mal humor. Le dijo a Sachs:

—Perdona, pero tengo que llevarte de vuelta a la celda. Todavía estás bajo arresto.

La sonrisa de Sachs se desvaneció y ella miró nuevamente al sol que bailaba sobre el pasto amarillo y reseco. Inhaló el aire ardiente del exterior una vez y luego otra. Finalmente se dio la vuelta y caminó de regreso a la cárcel oscura.