La furgoneta Rollx pasó un cementerio. El Memorial Gardens de Tanner's Corner. Se estaba celebrando un funeral y Rhyme, Sachs y Thom observaron la sombría procesión.
—Mirad el ataúd —dijo Sachs.
Era pequeño, el de un niño. Los acompañantes, todos adultos, eran pocos. Alrededor de veinte personas. Rhyme se preguntó por qué la asistencia era tan escasa. Sus ojos se elevaron por encima de la ceremonia y examinaron las ondulantes colinas del camposanto y, más lejos las millas de bosque oscuro y tierra pantanosa que se desvanecían a la distancia. Dijo:
—No es un mal cementerio. No me importaría que me enterraran en un lugar como éste.
Sachs, que había estado mirando el funeral con expresión preocupada, le lanzó una fría mirada; con la operación a las puertas no le gustaba que hablara de muerte.
Entonces Thom condujo la furgoneta por una curva cerrada y, siguiendo el coche del departamento de policía del condado de Paquenoke que ocupaba Jim Bell, aceleró por un tramo recto de la carretera; el cementerio desapareció detrás.
Como Bell había prometido, Tanner's Corner estaba a treinta kilómetros del centro médico de Avery. El cartel BIENVENIDOS notificaba a los visitantes que la ciudad estaba habitada por 3018 almas, lo que podía ser cierto aunque sólo se veía a un minúsculo porcentaje de ellos a lo largo de la calle principal en esa calurosa mañana de agosto. El polvoriento lugar parecía una ciudad fantasma. Una pareja de ancianos estaba sentada en un banco, mirando hacia la calle vacía. Rhyme descubrió dos hombres con aspecto enfermizo y esquelético que debían de ser los borrachos del lugar. Uno se sentaba en el bordillo, con la costrosa cabeza en sus manos, probablemente superando la resaca. El otro estaba sentado contra un árbol, mirando la lustrosa furgoneta con ojos hundidos que aún a la distancia parecían amarillentos. Una mujer flacucha limpiaba perezosamente el escaparate de la tienda de artículos varios. Rhyme no vio a nadie más.
—Tranquilo —observó Thom.
—Es una forma de decirlo —apostilló Sachs, que obviamente compartía con Rhyme una sensación de intranquilidad ante la ciudad vacía.
La calle principal consistía en una gastada franja de viejos edificios y dos pequeños centros comerciales. Rhyme observó dos supermercados, dos farmacias, dos bares, un restaurante, una tienda de ropas femeninas, una compañía de seguros y una combinación de tienda de vídeos, golosinas y manicura. El concesionario de coches A-OK estaba embutido entre un banco y una proveedora de artículos marinos, todos vendían cebo. Una valla publicitaria anunciaba un McDonald's a 10 kilómetros por la ruta 17. Otra mostraba una pintura, descolorida por el sol, de los buques de la Guerra Civil Monitor y Merrimack. «Visite el Museo Ironclad». Había que recorrer treinta y cinco kilómetros para ver esa atracción.
A medida que Rhyme absorbía todos esos detalles de la vida de una pequeña ciudad, se daba cuenta con desaliento de cuan desubicado como criminalista se encontraba en ese lugar. Podía analizar con éxito las pruebas en Nueva York porque había vivido allí durante muchos años. Había desmenuzado la ciudad caminado por sus calles, estudiado su historia y flora y fauna, pero en Tanner's Corner y sus alrededores no conocía nada del suelo, del aire, del agua, nada de los hábitos de los residentes, los coches que les gustaban, las casas en las que vivían, las industrias que los empleaban, los anhelos que los motivaban.
Rhyme recordó haber trabajado para un detective veterano en el Departamento de Policía de Nueva York (NYPD) cuando era un recluta novato. El hombre había sermoneado a sus subordinados:
—Que alguien me diga: ¿qué significa la expresión «como un pez fuera del agua»?
El joven oficial Rhyme había contestado:
—Significa: fuera de su elemento. Confundido.
—Sí, bien, ¿y qué pasa cuando un pez está fuera del agua? —soltó irritado el viejo policía canoso—. No se quedan confundidos. Quedan jodidamente muertos. La mayor amenaza individual que enfrenta un investigador es la falta de familiaridad con su medio. Recordadlo.
Thom aparcó la furgoneta y cumplió con el ritual de bajar la silla de ruedas. Rhyme sopló en el controlador de la Storm Arrow y rodó hacia la empinada rampa del edificio del condado, que había sido añadida, sin duda con pocas ganas, al ponerse en vigencia la ley sobre americanos con discapacidades.
Tres hombres en ropa de trabajo y con fundas para navajas en sus cinturones salieron por la puerta lateral de la oficina del sheriff al lado de la rampa. Caminaron hacia un Chevy Suburban color granate.
El más delgado de los tres dio un codazo al más grande, un hombre enorme con una coleta trenzada y barba, y señaló con la cabeza a Rhyme. Entonces sus ojos —casi al unísono— escudriñaron el cuerpo de Sachs. El grandote captó el cuidado cabello, el físico ligero, las ropas impecables y el arete dorado de Thom. Con un rostro inexpresivo susurró algo al tercero del trío, un hombre que parecía un comerciante conservador del Sur. Se encogió de hombros. Perdieron interés en los visitantes y se subieron al Chevy.
Pez fuera del agua…
Bell, que caminaba al lado de la silla de Rhyme, notó su mirada.
—Ese es Rich Culbeau, el grandote. Y sus compinches. Sean O'Sarian —el flacucho— y Harris Tomel. Culbeau no es ni la mitad de problemático de lo que parece. Le gusta hacerse el patán pero generalmente no da trabajo.
O'Sarian les devolvió la mirada desde el asiento de pasajeros, si bien Rhyme no pudo saber si estaba mirando a Thom o a Sachs.
El sheriff se encaminó hacia el edificio. Tuvo que manipular la puerta que estaba al final de la rampa para discapacitados; la pintura la había dejado trabada.
—No hay muchos inválidos por aquí —observó Thom. Luego le preguntó a Rhyme—. ¿Cómo te encuentras?
—Estoy bien.
—No lo parece. Estás pálido. Te tomaré la tensión en cuanto estemos dentro.
Entraron al edificio. Databa de cerca de 1950, evaluó Rhyme. Pintadas de un verde institucional, las salas estaban decoradas con dibujos de dedos de una clase de primaria, fotografías de Tanner's Corner a través de su historia y una media docena de avisos de empleo para trabajadores del condado.
—¿Esto estará bien? —preguntó Bell, abriendo una puerta—. La usamos para el almacenamiento de pruebas pero ahora estamos sacando todo eso y poniéndolo en el sótano.
Una docena de cajas se alineaban en las paredes. Un oficial se esforzaba en mover un enorme televisor Toshiba para sacarlo del cuarto. Otro llevaba dos cajas de botellas de zumo llenas de un líquido claro. Rhyme las miró. Bell se rió. Dijo:
—Todo esto resume la típica actividad delictiva en Tanner's Corner: robar artículos de electrónica y destilar alcohol ilegalmente.
—¿Eso es licor? —preguntó Sachs.
—Auténtico. Con treinta días de añejamiento.
—¿De la marca Ocean Spray?
Preguntó Rhyme con ironía, mirando las botellas.
—Es el envase favorito de los destiladores, a causa de su ancha boca. ¿Le gusta beber?
—Sólo whisky.
—Siga así. —Bell señaló con la cabeza las botellas que el oficial sacaba por la puerta—. Los federales y la oficina de impuestos se preocupan por sus ingresos. Nosotros nos preocupamos porque perdemos ciudadanos. Esta partida no es demasiado mala. Pero gran parte del licor destilado ilegalmente está mezclado con formaldehído, diluyente de pinturas o fertilizante. Perdemos a dos ciudadanos por año debido a malas partidas.
—¿Por qué se suele llamar «moonshine» al alcohol ilegal? —preguntó Thom.
Bell contestó:
—Porque solían hacerlo por las noches en lugares abiertos bajo la luz de la luna llena, de manera que no necesitaban linternas y, como supondrá, para no atraer a los funcionarios.
—Ah —dijo el joven, cuyas preferencias, sabía Rhyme, se decantaban por los St Emilion, Pomerol y borgoñas blancos.
Rhyme examinó el cuarto.
—Necesitaremos más energía eléctrica. —Señaló con la cabeza el único enchufe de la pared.
—Podemos instalar algunos cables —dijo Bell—. Haré que alguien se ocupe de ello.
Envió a un policía con este encargo y luego explicó que había llamado al laboratorio de la policía estatal de Elizabeth City y había hecho un pedido urgente del equipo forense que Rhyme quería. Los elementos llegarían en una hora. Rhyme se dio cuenta de que para el condado Paquenoke eso era actuar a la velocidad del rayo y percibió una vez más la urgencia del caso.
En el caso de un secuestro sexual generalmente se tienen veinticuatro horas para encontrar a la víctima; después, ésta se deshumaniza a los ojos del secuestrador, que puede matarla sin darle importancia al hecho.
El policía volvió con dos gruesos cables eléctricos que tenían múltiples enchufes conectados en los extremos. Los fijó al suelo.
—Servirán muy bien —dijo Rhyme. Luego preguntó—: ¿Cuántas personas tenemos trabajando en el caso?
—Tengo tres policías veteranos y ocho rasos. También personal de comunicaciones: dos personas y cinco administrativos. Generalmente los compartimos con Planeamiento, Zonificación y el Departamento de Obras Públicas (DPW), lo que constituye un asunto delicado para nosotros, pero a causa del secuestro y de su venida aquí y lo demás, tendremos a todos los que necesitemos. El supervisor del condado nos apoyará. Ya hablé con él.
Rhyme miró hacia la pared, frunciendo el entrecejo.
—¿Qué pasa?
—Necesita una pizarra —dijo Thom.
—Yo estaba pensando en un mapa de la región. Pero sí, quiero una pizarra también. Una grande.
—Hecho —dijo Bell. Rhyme y Sachs intercambiaron sonrisas. Esta era una de las expresiones favoritas del primo Roland Bell.
—¿Luego podré ver a sus policías veteranos de aquí? Para una sesión de información.
—Y aire acondicionado —dijo Thom—. Este lugar necesita estar más fresco.
—Veremos qué podemos hacer —dijo Bell a la ligera, pues probablemente no entendía la obsesión de los del Norte con las temperaturas moderadas.
El ayudante dijo con firmeza:
—No es bueno para él soportar un calor como éste.
—No te preocupes por eso —dijo Rhyme.
Thom levantó una ceja hacia Bell y dijo con soltura:
—Tenemos que refrescar el cuarto. O si no me lo llevo de vuelta al hotel.
—Thom —le advirtió Rhyme.
—Me temo que no hay otra salida —dijo el ayudante.
Bell dijo:
—Ningún problema. Me ocuparé de ello. —Anduvo hasta la puerta y llamó—: Steve, ven aquí un momento.
Entró un joven de pelo muy corto y uniforme de policía.
—Este es mi cuñado, Steve Farr. —Era el más alto de los policías que habían visto hasta ese momento, llegaría fácilmente al metro noventa de estatura, y tenía orejas redondas que sobresalían de forma cómica. Parecía sólo medianamente incómodo al ver a Rhyme; sus anchos labios pronto esbozaron una sonrisa espontánea que sugería tanto confianza como competencia. Bell le dio la tarea de encontrar un aparato de aire acondicionado para el laboratorio.
—Me ocupo ya mismo, Jim. —Se pellizcó el lóbulo de la oreja, se dio vuelta haciendo sonar los talones como un soldado y desapareció en el hall.
Por la puerta apareció la cabeza de una mujer.
—Jim, está Sue McConnell en la línea tres. Realmente está fuera de sí.
—Bien. Hablaré con ella. Dile que ya voy —Bell le explicó a Rhyme—: Es la madre de Mary Beth. Pobre mujer… Perdió a su marido por un cáncer hace justamente un año y ahora pasa esto. Le cuento —agregó, moviendo la cabeza—, yo tengo dos niños y puedo imaginarme lo que ella…
—Jim, me pregunto si podríamos encontrar ese mapa —lo interrumpió Rhyme—. Y haz que coloquen la pizarra.
Bell parpadeó inseguro frente al tono abrupto de la voz del criminalista.
—Está bien, Lincoln. Y si nos ponemos demasiado sureños por aquí, si nos movemos con mucha lentitud para vosotros los yanquis, nos meteréis un poco de prisa, ¿verdad?
—Oh, apuesta lo que quieras a que lo haré, Jim.
*****
Uno de tres.
Uno de los tres policías veteranos de Jim Bell parecía contento de conocer a Rhyme y a Sachs. Bueno, al menos de ver a Sachs. Los otros dos saludaron formalmente con la cabeza y era obvio que deseaban que esa extraña pareja nunca hubiera dejado la Gran Manzana.
El policía agradable, treinta años y ojos legañosos, se llamaba Jesse Corn. Había estado en la escena del crimen temprano por la mañana y, con dolorosa culpabilidad, admitió que Garrett había huido con otra víctima, Lydia, justo en sus narices. Para cuando Jesse había cruzado el río, Ed Schaeffer estaba casi muerto por el ataque de las avispas.
Uno de los policías que les dispensó un frío recibimiento era Mason Germain, de baja estatura y poco más de cuarenta años. Ojos oscuros, rasgos grisáceos, postura un poco demasiado perfecta para un ser humano. Su pelo estaba peinado hacia atrás y mostraba unos surcos dejados por el peine que parecían hechos con regla. Usaba demasiada loción para después de afeitarse, con un olor barato a almizcle. Saludó a Rhyme y a Sachs con un movimiento rígido y prudente y Rhyme imaginó que se alegraba de que el criminalista fuera un discapacitado para no tener que estrechar su mano. Sachs, siendo una mujer, tenía derecho sólo a un condescendiente «señorita».
Lucy Kerr era el tercer policía veterano y no se hallaba más feliz de ver a los visitantes de lo que lo estaba Mason. Era una mujer alta —apenas más baja que la imponente Sachs. Esbelta y con un aire atlético, su cara era larga y bonita. El uniforme de Mason estaba arrugado y manchado, pero el de Lucy estaba perfectamente planchado. Su pelo rubio estaba recogido en una trenza tirante. Fácilmente se la podía imaginar como modelo de L.L. Bean o Land's End —en botas, téjanos y chaleco.
Rhyme sabía que su frío recibimiento podría entenderse como una reacción automática frente a policías intrusos (en especial un inválido y una mujer, y del Norte, ni más ni menos). Pero no tenía demasiado interés en ganárselos. A cada minuto que pasaba sería más difícil encontrar al secuestrador. Y Rhyme tenía una cita con el cirujano que de ninguna manera quería perderse.
Un hombre de sólida estructura —el único policía negro que había visto Rhyme— entró con una gran pizarra y desplegó un mapa del condado Paquenoke.
—Pégalo allí, Trey. —Bell señaló la pared. Rhyme escudriñó el mapa. Era bueno, muy detallado.
Rhyme dijo:
—Ahora, decidme exactamente lo que sucedió. Comenzad por la primera víctima.
—Mary Beth McConnell —dijo Bell—. Tiene veintitrés años. Una estudiante graduada del campus de Avery.
—Sigue. ¿Qué pasó ayer?
Mason dijo:
—Bueno, era muy temprano. Mary Beth estaba…
—¿Podría ser más específico? —preguntó Rhyme—. Respecto a la hora.
—Bueno, no lo sabemos con certeza —respondió Mason fríamente—. No había ningún reloj detenido como en el Titanic, ¿sabe?
—Debe de haber sido antes de las ocho —comentó Jesse—. Billy, el chico asesinado, estaba afuera haciendo jogging y la escena del crimen queda a media hora de su casa. Estaba tratando de obtener algunos créditos en la escuela de verano y tenía que volver a las ocho y media para ducharse e ir a clase.
Bien, pensó Rhyme, asintiendo:
—Sigamos.
Mason continuó.
—Mary Beth tenía entre manos un trabajo académico, como desenterrar antiguos objetos indios en Blackwater Landing.
—¿Qué es eso, una ciudad? —preguntó Sachs.
—No, sólo un área no incorporada al lado del río. Con cerca de tres docenas de casas, una fábrica. Sin tiendas ni nada. En su mayoría bosques y pantanos.
Rhyme detectó números y letras a lo largo de los márgenes del mapa.
—¿Dónde? —preguntó—. Muéstreme.
Mason señaló la ubicación G-10.
—Nosotros lo vemos así: Garrett llega y coge a Mary Beth. La va a violar pero Billy Stail está afuera corriendo y los ve desde la carretera y trata de detenerlo. Garrett agarra una pala y mata a Billy. Le destroza la cabeza. Luego toma a Mary Beth y desaparece.
La mandíbula de Mason estaba rígida.
—Billy era un buen chico. Realmente bueno. Iba a la iglesia habitualmente. La última temporada interceptó un pase en los últimos dos minutos de un partido que estaba empatado con Albemarle High y corrió…
—Estoy seguro de que era un gran chico —dijo Rhyme impaciente—. ¿Garrett y Mary Beth van a pie?
—Sí —contestó Lucy—. Garrett no quiere conducir. Ni siquiera tiene licencia. Pienso que es a causa de que sus padres murieron en un accidente de tráfico.
—¿Qué pruebas físicas encontraron?
—Bueno, tenemos el arma utilizada para el asesinato —dijo Mason con orgullo—. La pala. Realmente nos aseguramos de manipularla correctamente. Usamos guantes. Y realizamos la cadena de custodia como dicen los libros.
Rhyme esperó algo más. Finalmente preguntó:
—¿Qué más encontraron?
—Bueno, algunas huellas plantares. —Mason miró a Jesse, quien dijo—: Oh, bien. Les saqué algunas fotos.
—¿Eso es todo? —preguntó Sachs.
Lucy asintió, con los labios apretados ante la implícita crítica de los norteños.
Rhyme:
—¿Investigaron la escena?
Jesse dijo:
—Seguro que lo hicimos. Sólo que no había nada más.
¿No había nada más? En una escena en que un criminal mata a una víctima y secuestra a otra debería haber suficientes pruebas como para hacer una película de quién hizo qué a quién y probablemente lo que cada miembro del reparto había estado haciendo en las últimas veinticuatro horas. Parecía que se enfrentaban a dos perpetradores: el Muchacho Insecto y la incompetencia policial. Rhyme intercambió una mirada con Sachs y vio que ella pensaba lo mismo.
—¿Quién dirigió la investigación? —preguntó Rhyme.
—Yo lo hice —dijo Mason—. Llegué allí el primero. Estaba cerca cuando recibimos la llamada.
—¿Y cuándo fue eso?
—A las nueve y media. Un camionero vio el cuerpo de Billy desde la carretera y llamó al nueve uno uno.
Y el muchacho fue asesinado antes de las ocho. Rhyme no estaba contento. Una hora y media —al menos— es un tiempo muy largo para dejar sin protección la escena de un crimen. Se podían robar muchas evidencias, se podían añadir muchas otras. El chico podría haber violado y matado a la chica y escondido el cuerpo, luego podría haber vuelto para eliminar algunas pruebas y colocar otras que despistaran a los investigadores.
—¿Usted mismo hizo las investigaciones? —le preguntó Rhyme a Mason.
—En un primer momento. Luego llegaron tres, cuatro policías al lugar. Peinaron el área muy concienzudamente.
¿Y sólo encontraron el arma del crimen? Dios todopoderoso… Sin mencionar el daño realizado por cuatro policías no familiarizados con la técnica de investigación de la escena del crimen.
—¿Puedo preguntar —dijo Sachs— cómo saben que Garrett es el criminal?
—Yo lo vi —dijo Jesse Corn—. Cuando se llevaba a Lydia esta mañana.
—Eso no significa que matara a Billy y secuestrara a la otra chica.
—Oh —dijo Bell—. Las huellas dactilares las obtuvimos de la pala.
Rhyme asintió y dijo al sheriff:
—¿Y sus huellas estaban archivadas a causa de arrestos previos?
—Correcto.
Rhyme dijo:
—Ahora contadme lo de esta mañana.
Jesse habló primero.
—Era temprano. Justo después de la salida del sol. Ed Schaeffer y yo estábamos vigilando la escena del crimen por si a Garrett se le ocurría volver. Ed estaba al norte del río, yo estaba al sur. Lydia aparece por el lugar para poner unas flores. La dejo sola y vuelvo al coche. Supongo que no tendría que haberlo hecho. Lo siguiente que sé es que Lydia está gritando y veo que los dos desaparecen por el Paquo. Se han ido antes de que yo pueda encontrar un bote o algo que me permita cruzar. Ed no contestaba a su radio. Yo estaba preocupado por él y cuando llegué allí lo encontré al borde de la muerte por las picaduras. Garrett había puesto una trampa.
Bell dijo:
—Pensamos que Ed sabe dónde tiene a Mary Beth. Pudo mirar un mapa que estaba en ese refugio donde Garrett se escondía. Pero lo picaron las avispas antes de que pudiera decirnos lo que mostraba el mapa y Garrett lo debe de haber llevado con él después de que secuestró a Lydia. No lo pudimos encontrar.
—¿Cómo está el policía? —preguntó Sachs.
—En estado de shock a causa de las picaduras. Nadie sabe si vivirá o no. O si recordará algo en caso de hacerlo.
De manera que nos apoyamos en la evidencia, pensó Rhyme. Lo que era, después de todo, lo que prefería; mucho mejor que testigos, por supuesto.
—¿Alguna pista a partir de la escena de esta mañana?
—Encontramos esto. —Jesse abrió un maletín y sacó una zapatilla de correr dentro de un envase de plástico—. Garrett la perdió cuando estaba cogiendo a Lydia. Nada más.
Una pala en la escena de ayer, una zapatilla en la de hoy… Nada más. Rhyme miró sin esperanzas la zapatilla solitaria.
—Ponedla allí —señaló una mesa con la cabeza—. Contadme algo más sobre las otras muertes en las que se sospecha de Garrett.
Bell dijo:
—Ocurrieron por todo Blackwater Landing y sus alrededores. Dos de las víctimas se ahogaron en el canal. Las pruebas parecían indicar que se habían caído y golpeado la cabeza. Pero el investigador médico dijo que podrían haber sido golpeadas intencionalmente y luego sumergidas en el agua. Garrett fue visto por sus casas no mucho antes de que se ahogaran. Luego el año pasado alguien murió a causa de picaduras. Avispas. Justo como Ed. Sabemos que Garrett lo hizo.
Bell quiso seguir hablando pero Mason lo interrumpió. Dijo en voz baja:
—Una chica de apenas veinte años, como Mary Beth. Realmente agradable, buena cristiana. Estaba durmiendo la siesta en el porche trasero de su casa. Garrett le tiró un nido de avispones. La picaron ciento treinta y siete veces. Tuvo un ataque al corazón.
Lucy Kerr dijo:
—Yo acudí a la llamada. Lo que vi fue realmente horrible. Murió despacio. Muy dolorosamente.
—Oh, ¿y el funeral que pasamos cuando veníamos hacia aquí? —preguntó Bell—. Ese era Todd Wilkes. Tenía ocho años. Se mató.
—Oh, no —murmuró Sachs—. ¿Por qué?
—Bueno, había estado bastante enfermo —explicó Jesse Corn—. Pasaba más tiempo en el hospital que en su casa. Estaba realmente destrozado. Pero hay más: se vio a Garrett gritándole hace unas semanas, le decía de todo. Estábamos pensando que Garrett lo siguió acosando y asustándolo hasta que no pudo más.
—¿El motivo? —preguntó Sachs.
—Es un psicópata, ese es su motivo —escupió Mason—. La gente se ríe de él y él se venga. Tan simple como eso.
—¿Esquizofrénico?
Lucy dijo:
—No es lo que dicen sus consejeros en la escuela. Lo llaman personalidad antisocial. Posee un alto coeficiente intelectual. Tenía muy buenas notas en sus informes escolares, antes de que empezara a hacer novillos hace dos años.
—¿Tenéis una foto de él? —preguntó Sachs.
El sheriff abrió un archivo.
—Esta es la foto del informe por el ataque con el nido de avispas.
La imagen mostraba a un muchacho delgado, de pelo corto, con cejas prominentes y en una sola línea y ojos hundidos. Había una erupción en su mejilla.
—Aquí hay otra —Bell desplegó un recorte de periódico. Mostraba una familia de cuatro miembros en un almuerzo campestre. La leyenda al pie decía: «Los Hanlon en el picnic anual de Tanner's Corner, una semana antes del trágico accidente de coche en la ruta 112 que costó las vidas de Stuart, de 39 años, y de Sandra, de 37, y su hija Kaye, de 10. En la foto también aparece Garrett, de 11, que no estaba en el coche en el momento del accidente».
—¿Puedo ver el informe de la escena del crimen de ayer? —preguntó Rhyme.
Bell abrió una carpeta. Thom la tomó. Rhyme no tenía un dispositivo para pasar las páginas, de manera que su ayudante lo hacía.
—¿Puedes sostenerlo mejor?
Thom suspiró.
Pero el criminalista estaba irritado. Se había trabajado con mucho descuido en la escena del crimen. Había fotos Polaroid que mostraban algunas huellas pero no se había puesto una regla antes de sacarlas, para poder saber su tamaño. Además, ninguna de las huellas tenía una tarjeta numerada que indicara que habían sido hechas por diferentes individuos.
Sachs también se dio cuenta y sacudió la cabeza, haciendo un comentario.
Lucy, a la defensiva, dijo:
—¿Siempre hacéis eso? ¿Poner tarjetas?
—Por supuesto —dijo Sachs—. Es el procedimiento rutinario.
Rhyme siguió examinando el informe. Se trataba de una descripción sumaria de la ubicación y la postura del cuerpo del muchacho. Rhyme pudo ver que la línea que la delimitaba en el suelo había sido hecha con pintura en aerosol, que no debe utilizarse pues arruina las huellas y contamina la escena del crimen.
No se habían guardado puñados de tierra para encontrar indicios en el lugar donde se había encontrado el cuerpo o donde había habido un obvio forcejeo entre Billy, Mary Beth y Garrett. Y Rhyme podía ver colillas de cigarrillos sobre el suelo, que pueden proporcionar muchas claves, pero no se había guardado ninguna.
—Siguiente.
Thom dio vuelta a la hoja.
El informe sobre los puntos de fricción, las huellas dactilares, era un poco mejor. La pala tenía cuatro huellas enteras y diecisiete parciales, todas identificadas positivamente como pertenecientes a Garrett y a Billy. La mayoría de ellas eran latentes pero había unas pocas evidentes —fácilmente visibles sin productos químicos ni utilizando fuentes de luz alternativas— en una mancha de barro del mango. Sin embargo, Mason se había descuidado cuando trabajaba en la escena y las huellas de sus guantes de látex sobre la pala cubrían muchas del asesino. Rhyme hubiera cesado a un técnico que hubiese manejado con tanto descuido la evidencia, pero como había otras huellas dactilares buenas, en este caso daba igual.
El equipo llegaría pronto. Rhyme dijo a Bell:
—Voy a necesitar un técnico forense para que me ayude con los análisis y el equipo. Preferiría un policía pero lo importante es que conozca la ciencia. Y que conozca esta región. Un nativo.
El pulgar de Mason trazó un círculo sobre el reborde del gatillo de su revólver.
—Podemos encontrar a alguien pero yo pensé que usted era el experto. Quiero decir, ¿no es por eso que lo trajimos?
—Una de las razones por las cuales trabajo para vosotros es que yo sé cuándo necesito ayuda —miró a Bell—. ¿Tienes a alguien en mente?
Fue Lucy Kerr la que contestó:
—El hijo de mi hermana, Benny; estudia ciencias en la UNC[1]. Bachiller.
—¿Listo?
—Las mejores calificaciones. Sólo que es… un poco silencioso.
—No lo quiero por su conversación.
—Lo llamaré.
—Bien —dijo Rhyme—. Ahora quiero que Amelia investigue las escenas de los crímenes: el cuarto del muchacho y Blackwater.
Mason dijo:
—Pero —movió su mano señalando el informe— ya lo hicimos. Pasamos un peine fino.
—Me gustaría que ella los examinara de nuevo —dijo Rhyme, seco. Luego miró a Jesse—. Tú conoces la región. ¿Podrías ir con ella?
—Seguro. Con mucho gusto.
Sachs le lanzó una mirada aviesa. Pero Rhyme conocía el valor de un galanteo; Sachs necesitaría ayuda, y mucha. Rhyme no pensaba que Lucy o Mason pudieran mostrarse ni la mitad de colaboradores con ella que el enamoriscado Jesse Corn.
Rhyme dijo:
—Quiero que Amelia tenga un arma.
—Jesse es nuestro experto en pertrechos —dijo Bell—. Puede encontrarte un buen Smith Wesson.
—Apuesta a que sí.
—Dejadme llevar algunas esposas también —pidió Sachs.
—Seguro.
Bell percibió que Mason, con aspecto descontento, miraba el mapa.
—¿De qué se trata? —preguntó el sheriff.
—¿Realmente quieres mi opinión? —preguntó Mason.
—¿Te la pregunté, no?
—Haz lo que te parezca mejor, Jim —dijo Mason con voz tensa—, pero no creo que tengamos tiempo para más investigaciones. Hay mucho territorio ahí afuera. Tenemos que buscar a ese muchacho y encontrarlo rápido.
Pero fue Lincoln Rhyme quien respondió. Con los ojos en el mapa, en la ubicación G-10, el último lugar en que alguien había visto a Lydia Johansson con vida, dijo:
—No tenemos suficiente tiempo para movernos rápido.