Capítulo 35

Su mayor preocupación consistía en saber si Amelia se había hecho daño.

Desde que la conocía, Lincoln Rhyme había observado cómo sus manos desaparecían en su cuero cabelludo hasta sacarse sangre. Había observado cómo se comía las uñas y cómo se rascaba la piel. Recordaba haberla visto conducir a doscientos cuarenta kilómetros por hora. No sabía exactamente qué la impulsaba, pero sabía que había algo en su interior que la impulsaba a vivir al borde.

Ahora, tras aquella desgracia, ahora que había matado, la ansiedad podía empujarla a cruzar la línea. Después del accidente que lo dejó inválido, Terry Dobbins, el psicólogo de la NYPD, le había explicado a Rhyme que sí, que se sentiría con ganas de matarse. Pero no era la depresión lo que la impulsaría a actuar. La depresión agota toda energía; la causa principal de suicidio es una mezcla letal de desaliento, ansiedad y pánico.

Que era exactamente lo que Amelia Sachs, perseguida y traicionada por su propia naturaleza, debía de sentir en estos momentos.

¡Encontrarla! Aquél era el único pensamiento de Rhyme. Encontrarla pronto.

¿Pero dónde estaba? La respuesta a aquella pregunta todavía se le escapaba.

Miró el diagrama nuevamente. No había evidencias del remolque. Lucy y los demás policías lo habían examinado apresuradamente, demasiado velozmente, por supuesto. Se hallaban bajo el influjo del ansia del cazador, hasta el inmovilizado Rhyme podía experimentarla a menudo, y los policías estaban desesperados por encontrar el rastro del enemigo que había asesinado a su amigo.

Las únicas pistas que tenía del paradero de Mary Beth, adonde se dirigían ahora Garrett y Sachs, estaban justo frente a él. Pero eran más enigmáticas que cualquier otro conjunto de pistas que hubiera analizado jamás.

ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN - EL MOLINO

¡Necesitamos más evidencias!, exclamó para sí.

Pero no tenemos más evidencias que éstas.

Cuando Rhyme se hundió de lleno en la etapa del duelo correspondiente a la negación, después del accidente, había tratado de apelar a una voluntad sobrehumana para hacer que su cuerpo se moviera. Había recordado las historias de gente que levantaba coches para librar a niños que estaban debajo o corrían a velocidades increíbles para encontrar ayuda en una emergencia. Pero al final había aceptado que esos tipos de fortaleza no estarían a su disposición nunca más.

Pero aún le quedaba un tipo de fuerza, la fuerza mental.

¡Piensa! Todo lo que tienes es tu mente y las evidencias frente a ti. Las evidencias no van a cambiar.

De manera que cambia tu forma de pensar.

Muy bien, comencemos de nuevo. Volvió a examinar el diagrama. Se había identificado la llave del remolque. La levadura podía proceder del molino. El azúcar, de alguna comida o zumo de frutas. El canfeno, de una lámpara antigua. La pintura, del edificio donde estaba encerrada Mary Beth. El keroseno, del bote. El alcohol podía proceder de cualquier parte. ¿La tierra en los bajos del pantalón del chico? No presentaba ninguna característica extraordinaria y era…

Espera… la tierra.

Rhyme recordó que él y Ben habían realizado el día anterior por la mañana la prueba del gradiente de densidad en la tierra obtenida en los zapatos y alfombrillas de los coches de los trabajadores del condado. Le había ordenado a Thom que fotografiara cada tubo y anotara, al dorso de las Polaroid, de qué empleado procedía.

—¿Ben?

—¿Qué?

—Haz la prueba de la tierra que encontraste en los bajos de los pantalones de Garrett que hallaron en el molino en la unidad de gradiente de densidad.

Después de que la tierra se hubo asentado en el tubo, el joven dijo:

—Tengo los resultados.

—Compáralos con las fotos de las muestras que hiciste ayer a la mañana.

—Bien, bien —el joven zoólogo asintió, impresionado por la idea. Examinó las fotos Polaroid, se detuvo—. ¡Tengo dos que concuerdan! —dijo—. Una es casi idéntica.

El zoólogo ya no dudaba en expresar opiniones y Rhyme se alegró al notarlo. Y tampoco estaba a la defensiva.

—¿De quién son los zapatos de donde proceden?

Ben miró la inscripción al dorso de la Polaroid:

—Frank Heller. Trabaja en el Departamento de Obras Públicas.

—¿Habrá llegado ya?

—Lo averiguaré —Ben desapareció. Volvió minutos después, acompañado por un hombre robusto con camisa blanca de manga corta que miró a Rhyme con incertidumbre.

—Usted es el hombre de ayer. El que nos hizo sacar la tierra de los zapatos —se rió pero su risa delataba nervios.

—Frank, necesitamos nuevamente su ayuda —explicó Rhyme—. Un poco de la tierra que encontramos en sus zapatos concuerda con la que encontramos en la ropa del sospechoso.

—¿El muchacho que secuestró a esas chicas? —musitó Frank, con la cara roja y una expresión de total culpabilidad.

—Así es. Lo que significa que él podría, parece muy fantasioso pero podría… ocultar a la chica quizá a tres o cuatro kilómetros de donde usted vive. ¿Podría señalar en el mapa el punto exacto donde tiene su casa?

Frank alcanzó a decir:

—¿No soy sospechoso, verdad?

—No, Frank. En absoluto.

—Porque tengo gente que me avalaría. Estoy con mi mujer todas las noches. Vemos la televisión. Jeopardy y Wheel of Fortune. Puntual como un reloj. También WWF. A veces viene mi cuñado también. Quiero decir que me debe dinero pero que me respaldaría aunque no me debiera nada.

—Eso está bien —le alentó Ben—. Sólo necesitamos saber dónde vive. Señálelo en ese mapa de allí.

—Quedaría por aquí —se acercó al muro y tocó un punto. Localización D-3. Era al norte del Paquenoke, al norte del remolque donde Jesse fue asesinado. Había una cantidad de pequeñas rutas en la región pero ninguna población.

—¿Cómo es la región donde está su casa?

—Bosques y campos en su mayoría.

—¿Conoce algún lugar donde alguien pudiera esconder a la víctima de un secuestro?

Frank pareció considerar con seriedad esta pregunta.

—No conozco, no.

Rhyme:

—¿Le puedo hacer una pregunta?

—¿Además de las que me hizo ya?

—Así es.

—Creo que sí.

—¿Conoce las torcas Carolina?

—Seguro. Todos las conocen. Las hicieron los meteoros. Hace mucho tiempo. Cuando los dinosaurios desaparecieron.

—¿Y están cerca de su casa?

—Seguro que sí.

Era lo que Rhyme esperaba que dijera.

Frank continuó.

—Debe de haber cientos de ellas.

Que era lo que Rhyme esperaba que no dijera.

*****

Con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, volvió a ver en su mente los diagramas de las evidencias.

Jim Bell y Mason Germain habían regresado al laboratorio, junto a Thom y Ben, pero Lincoln Rhyme no les prestaba atención. Estaba en su propio mundo, un lugar ordenado donde reinaban la ciencia, las evidencias y la lógica, un lugar donde no necesitaba moverse, un lugar en el cual sus sentimientos por Amelia y lo que había hecho tenían la entrada prohibida, por suerte. Podía ver las evidencias en su mente con tanta claridad como si estuviera mirando las anotaciones de la pizarra. En realidad, las podía ver mejor con los ojos cerrados.

Pintura azúcar levadura tierra canfeno pintura tierra azúcar… levadura… levadura…

Un pensamiento cruzó por su mente y desapareció. Vuelve, vuelve, vuelve…

¡Sí! Lo atrapó.

Sus ojos de repente se abrieron. Miró el rincón vacío del cuarto. Bell siguió su mirada.

—¿Qué pasa, Lincoln?

—¿Tienes aquí una cafetera?

—¿Café? —preguntó Thom, disgustado—. Cafeína no. No, con la tensión arterial que tienes…

—¡No, no quiero una maldita taza de café! Quiero un filtro de café.

—¿Un filtro? Conseguiré uno —Bell desapareció y regresó un instante después.

—Dáselo a Ben —ordenó Rhyme. Luego le dijo al zoólogo—: Averigua si las fibras de papel del filtro concuerdan con los que encontramos en las ropas de Garrett en el molino.

Ben frotó algunas fibras del filtro en un portaobjetos. Las miró por los oculares del microscopio de comparación. Ajustó el foco y luego movió las platinas de manera que las muestras estuvieran una al lado de la otra en el visor de la pantalla dividida.

—Los colores son un poco diferentes, Lincoln, pero la estructura y el tamaño de las fibras son casi iguales.

—Bien… —dijo Rhyme, y sus ojos enfocaron ahora la camiseta con la mancha.

Le dijo a Ben:

—El zumo, el zumo de frutas en la camiseta. Pruébalo otra vez. ¿Sabe un poco ácido? ¿Acre?

Ben lo hizo.

—Quizá un poco. Es difícil de decir.

Los ojos de Rhyme se dirigieron al mapa e imaginó que Lucy y los otros se acercaban a Sachs en algún lugar de aquella maraña verde, ansiosos por disparar. O que Garrett tenía el arma de Sachs y podría apuntarle a ella.

O que ella se ponía el arma contra el cráneo y apretaba el gatillo.

—Jim —dijo—, necesito que me consigas algo. Para una muestra de control.

—Bien. ¿Dónde? —sacó las llaves del bolsillo.

—Oh, no necesitarás tu coche.

*****

Muchas imágenes aparecían en los pensamientos de Lucy: Jesse Corn, en su primer día en el departamento del Sheriff, con los zapatos reglamentarios lustrados a la perfección pero con una media distinta de la otra; se había vestido antes del alba para estar seguro de no llegar tarde.

Jesse Corn, parapetado en la parte posterior de un coche patrulla, hombro con hombro con Lucy, mientras Barton Snell, con la mente incendiada por el PCP[20] disparaba al azar contra los policías. La serenidad burlona de Jesse hizo que el hombrón depusiera su arma.

Jesse Corn, conduciendo con orgullo su furgoneta Ford nueva, de color rojo cereza, llegando al edificio del condado en su día libre y dando una vuelta con unos niños por el aparcamiento. Los niños gritaban, «Huy», al unísono cuando saltaban a causa de los badenes.

Estos recuerdos, y una docena más, la acompañaban ahora mientras ella, Ned y Trey marchaban por un gran bosque de robles. Jim Bell les había pedido que esperaran en el remolque y había mandado a Steve Farr, Frank y Mason para proseguir con la búsqueda. Quería que ella y los otros dos policías volvieran a la oficina. Pero ni se habían molestado en votar la cuestión. Con tanto respeto como era posible, colocaron el cuerpo de Jesse en el remolque y lo cubrieron con una sábana. Luego Lucy manifestó a Jim que iban en persecución de los fugitivos y que nada en la tierra los detendría.

Garrett y Amelia huían con rapidez y no se esforzaban por ocultar su rastro. Marchaban a lo largo de un sendero que bordeaba una tierra pantanosa. El suelo era blando y sus huellas claramente visibles. Lucy recordó algo que Amelia había dicho a Lincoln Rhyme acerca de la escena del crimen en Blackwater Landing, cuando la pelirroja examinó las huellas que se encontraban allí: el peso de Billy Stail se concentraba en los dedos de los pies, lo que significaba que había corrido hacia Garrett para rescatar a Mary Beth. Lucy ahora notó lo mismo en las huellas de las dos personas que perseguían. Andaban a la carrera.

Y por eso Lucy dijo a sus compañeros:

—Corramos —y a pesar del calor y del cansancio trotaron juntos por el sendero.

Siguieron de aquella manera durante un kilómetro y medio, hasta que el suelo se volvió más seco y ya no pudieron ver mas las huellas. Entonces la senda terminó en un amplio claro cubierto de pasto y no tuvieron idea de por dónde había seguido la presa.

—Maldición —musitó Lucy, recuperando el aliento y furiosa por haber perdido el rastro—. ¡Maldición!

Se movieron en círculo por el claro y estudiaron cada metro del terreno. No encontraron ningún sendero ni pista alguna sobre el rumbo que Garrett y Sachs habían cogido.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ned.

—Llamar y esperar —murmuró Lucy. Se recostó contra un árbol, cogió la botella de agua que le tiró Trey y bebió.

Recordando…

Jesse Corn, que le mostraba con timidez una reluciente pistola plateada que planeaba usar en sus torneos de la Asociación Nacional del Rifle. Jesse Corn, que acompañaba a sus padres a la Primera Iglesia Baptista de Locust Street.

Las imágenes continuaban apareciendo en su mente. Resultaban dolorosas y alimentaban su cólera. Pero no hizo ningún esfuerzo por alejarlas; cuando encontrara a Amelia Sachs quería que su furia no tuviera paliativos.

*****

Con un quejido, la puerta de la cabaña se abrió unos centímetros.

—Mary Beth —llamó Tom—. Sal ahora, sal y ven a jugar.

Él y el Misionero murmuraban entre sí. Luego Tom habló de nuevo.

—Vamos, vamos, cariño. Hazlo fácil para ti. No te haremos daño. Ayer estábamos bromeando.

Mary Beth estaba de pie, erguida contra el muro, detrás de la puerta principal. No dijo una palabra. Cogió el garrote con ambas manos.

La puerta se abrió un poco más, y las bisagras chillaron. Una sombra cayó sobre el suelo. Tom entró, cauteloso.

—¿Dónde está esa chica? —susurró el Misionero desde el porche.

—Hay un sótano —dijo Tom—. Estará allí, supongo.

—Bueno, búscala y nos vamos… No me gusta este lugar.

Tom dio otro paso hacia el interior. En su mano relucía un enorme cuchillo de desollador.

Mary Beth conocía la filosofía de la guerra india y una de sus reglas consistía en que si todas las conferencias previas fracasan y la guerra es inevitable, no hay que burlarse ni amenazar; hay que atacar con toda la fuerza disponible. La razón de una batalla no es convencer al enemigo para que se someta, ni explicar ni reprender: es aniquilarlo.

De manera que Mary salió tranquilamente desde detrás de la puerta, aulló como un espíritu Manitú y balanceó el garrote con ambas manos. Tom se dio vuelta y sus ojos reflejaron terror. El Misionero gritó:

—¡Cuidado!

Pero Tom no tenía la menor oportunidad. El garrote le dio rotundamente en la parte anterior a la oreja, destrozando su mandíbula y cercenándole media garganta. Dejó caer el cuchillo y se agarró el cuello. Cayó de rodillas, sin aliento. Salió a gatas.

—Ahud… ahud… me —jadeó.

Pero no recibiría ninguna ayuda, el Misionero se limitó a extender la mano y a sacarlo del porche. Lo dejó caer al suelo. Tom se tomó la cara destrozada, mientras Mary Beth observaba desde la ventana.

—Imbécil —dijo el Misionero a su amigo; después sacó una pistola de su bolsillo trasero. Mary Beth cerró la puerta con un golpe, volvió a ocupar su lugar detrás de la misma. Se secó las manos sudorosas y cogió el garrote con más firmeza.

Escuchó el sonido del martillar un arma.

—Mary Beth, tengo una pistola y como te imaginarás, en estas circunstancias, no tengo problema en usarla. Sólo sal afuera. Si no lo haces, dispararé y probablemente te hiera.

Ella se agachó contra el muro detrás de la puerta, esperando el disparo.

Pero el Misionero nunca apretó el gatillo. Era una trampa; pateó con fuerza la puerta, que la golpeó y tiró al suelo, aturdida. Cuando el hombre entró, ella cerró de una patada la puerta, con tanta fuerza como la usada por él. El Misionero no esperaba más resistencia y la pesada tabla de madera le dio en un hombro e hizo que perdiera el equilibrio. Mary Beth se acercó y blandió el garrote contra el único blanco al que podía dar, el codo. Pero el hombre se tiró al suelo en el momento en que la piedra le hubiera golpeado, Mary había errado. El enorme impulso que imprimió al arma hizo que el garrote se escapara de sus manos sudorosas y se deslizara por el suelo.

No tenía tiempo de cogerlo. ¡Correr! Mary Beth saltó por encima del Misionero antes de que él pudiera volverse y disparar. Saltó por la puerta.

¡Al fin!

¡Al fin libre de aquel agujero infernal!

Corrió hacia la izquierda, dirigiéndose al sendero por donde su captor la había traído dos días antes, el que pasaba por una gran torca de Carolina. En la esquina de la cabaña se volvió hacia el estanque.

Y se encontró en brazos de Garrett Hanlon.

—¡No! —gritó—. ¡No!

Los ojos del muchacho parecían los de un loco. Tenía un revólver en la mano.

—¿Cómo saliste? ¿Cómo? —la cogió por la muñeca.

—¡Déjame ir! —Mary trató de soltarse pero el muchacho la tenía bien agarrada.

Con él estaba una mujer de semblante sombrío, bonita y con una larga melena roja. Sus ropas, como las de Garrett, estaban muy sucias. Se mantenía en silencio y sus ojos reflejaban tristeza. No parecía en absoluto sorprendida por la repentina aparición de la chica. Parecía drogada.

—Maldición —exclamó la voz del Misionero—. ¡Puta de mierda!

Dobló la esquina y se encontró con Garrett que le apuntaba a la cara. El chico aulló:

—¿Quién eres? ¿Qué haces en mi casa? ¿Qué le hiciste a Mary Beth?

—¡Ella nos atacó! Mira a mi amigo. Mira a…

—Tira el arma —dijo Garrett con furia, señalando la pistola con la cabeza—. ¡Tírala o te mataré! Lo haré. ¡Te volaré la cabeza!

El Misionero miró la cara del muchacho y el revólver. Garrett martilló el arma.

—Jesús… —el hombre tiró el arma al pasto.

—¡Ahora vete de aquí! Muévete.

El Misionero retrocedió, ayudó a Tom a levantarse y se tambalearon hacia los árboles.

Garrett caminó hacia la puerta delantera de la cabaña y llevó a Mary Beth con él.

—¡Entra en la casa! Tenemos que entrar. Nos persiguen. No debemos dejar que nos vean. Nos esconderemos en el sótano. ¡Mira lo que hicieron a la cerradura! ¡Me rompieron la puerta!

—¡No, Garrett! —Dijo Mary Beth con voz ronca—. No vuelvo a ese lugar.

Pero el chico no dijo nada y la empujó a la cabaña. La silenciosa pelirroja caminó sin conservar el equilibrio y a duras penas entró. Garrett cerró la puerta de un golpe, mirando la madera resquebrajada y la cerradura rota con una expresión de congoja.

—¡No! —gritó, al ver en el suelo los trozos de cristal del bote que había contenido el escarabajo.

Mary Beth, atónita porque el chico parecía más trastornado al ver que uno de sus bichos había escapado, caminó hacia Garrett y le dio un fuerte bofetón. Él parpadeó por la sorpresa y tambaleó hacia atrás.

—¡Basura! —Lo insultó la chica—. Me podrían haber matado.

El muchacho estaba aturdido.

—¡Lo lamento! —Expresó con voz quebrada—. No sabía nada de ellos. Pensé que no había nadie por aquí. No quería dejarte tanto tiempo sola, pero me detuvieron.

Colocó pedazos de madera bajo la puerta para que se mantuviera cerrada.

—¿Detenido? —Preguntó Mary Beth—. ¿Entonces qué haces aquí?

Por fin habló la pelirroja. Con una voz balbuceante dijo:

—Lo saqué de la cárcel. Para que pudiéramos encontrarte y traerte de vuelta. Para que ratificaras su historia del hombre del mono.

—¿Qué hombre?

—En Blackwater Landing. El hombre del mono castaño, el que mató a Billy Stail.

—Pero… —la chica sacudió la cabeza—. Garrett mató a Billy. Lo golpeó con una pala. Yo lo vi. Sucedió justo delante de mí. Después me secuestró.

Mary Beth nunca había visto una expresión semejante en otro ser humano. Una conmoción y pena sin igual. La pelirroja comenzó a dirigirse hacia Garrett cuando algo le llamó la atención: las hileras de botes de frutas y vegetales Farmer John. Caminó lentamente hacia la mesa, como si fuera sonámbula y cogió uno. Miró la imagen en la etiqueta, un alegre granjero rubio con un mono castaño y una camisa blanca.

—¿Lo inventaste? —le susurró a Garrett, levantando el bote—. No había tal hombre. Me mentiste.

Garrett se adelantó, rápido como un saltamontes para sacar un par de esposas del cinto de la pelirroja. Las cerró alrededor de las muñecas de Sachs.

—Lo lamento, Amelia —dijo—. Pero si te hubiera contado la verdad nunca me hubieras sacado de la cárcel. Era la única manera. Tenía que volver aquí. Tenía que volver a Mary Beth.