Lincoln Rhyme murmuró:
—No lo creo.
Acababa de hablar con una furiosa Lucy Kerr, quien le informó que Sachs había disparado varias veces contra un policía bajo el puente Hobeth.
—No lo creo —repitió en un susurro a Thom.
El ayudante era un maestro en manejar cuerpos deshechos y espíritus quebrantados a causa de ello. Pero este era un asunto diferente, mucho peor, y todo lo que podía hacer era comentar:
—Se trata de una confusión. La han tomado por otra persona. Amelia no haría algo así.
—No lo haría —murmuró Rhyme. Esta vez dirigía su desmentido a Ben—. De ninguna manera. Ni siquiera para ahuyentarlos —se dijo que nunca dispararía contra un compañero, ni en el caso de tener que huir. Sin embargo, también pensaba en lo que hace la gente desesperada. Los demenciales riesgos que corre. (Oh, Sachs, ¿por qué tienes que ser tan impulsiva y terca? ¿Por qué tienes que parecerte tanto a mí?).
Bell estaba en la oficina frente al vestíbulo. Rhyme podía escuchar que murmuraba palabras tiernas en el teléfono. Supuso que la mujer del sheriff y su familia no estaban acostumbrados a aquellas ausencias nocturnas, la labor policial en una ciudad como Tanner's Corner probablemente no exigía tantas horas como el caso de Garrett Hanlon.
Ben Kerr estaba sentado al lado de uno de los microscopios, con los enormes brazos cruzados sobre el pecho. Miraba el mapa. A diferencia del sheriff, no había llamado a su casa y Rhyme se preguntó si tendría mujer o novia, o si la vida de aquel hombre tímido estaba totalmente dedicada a la ciencia y los misterios del océano.
El sheriff colgó. Volvió al laboratorio.
—¿Tienes más ideas, Lincoln?
Rhyme señaló con la cabeza el diagrama de evidencias.
ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN
EL MOLINO
Repitió lo que sabían de la casa donde estaba oculta Mary Beth.
—Hay un estanque camino de la casa o cerca de ella. La mitad de los pasajes marcados en sus libros de insectos trata de camuflaje y la pintura marrón de los pantalones es del color de la corteza de los árboles, de manera que el lugar está dentro de un bosque o en sus proximidades. Las lámparas de canfeno datan del siglo XIX, así que el lugar es antiguo, probablemente de la época victoriana. Pero el resto de las pistas no ayuda mucho. La levadura sería del molino. Las fibras de papel pueden provenir de cualquier parte. ¿El zumo de frutas y el azúcar? De la comida o las bebidas que Garrett tenia con él. Sólo que no puedo…
Sonó el teléfono.
El dedo anular izquierdo de Rhyme se crispó sobre el ECU y el criminalista contestó la llamada.
—Hola —dijo al altavoz.
—Lincoln.
Reconoció la voz suave y cansada de Mel Cooper.
—¿Qué tienes, Mel? Necesito buenas noticias.
—Espero que sean buenas. Investigamos la llave que encontraron. Estuvimos consultando libros y bases de datos toda la noche. Finalmente descubrimos de dónde es.
—¿De dónde?
—Es de un remolque construido por la McPherson Deluxe Mobile Home Company. Los remolques de este tipo se construyeron desde 1946 hasta principios de los setenta. La empresa ya no existe pero según los catálogos, el número de serie de la llave que tienes se ajusta a un remolque de 1969.
—¿Alguna descripción?
—No hay imágenes en el catálogo.
—Demonios. Dime, ¿se puede vivir en esas cosas en un parque específico? ¿O se pueden conducir como si fuera un Winnebago?
—Vive en ellas, me imagino. Miden dos metros y medio por seis. No es la clase de vivienda en la que harías un viaje. De todas maneras, no tiene motor. Hay que remolcarla.
—Gracias, Mel. Duerme un poco.
Rhyme colgó el teléfono.
—¿Qué piensas, Jim? ¿Hay algún parque para caravanas por aquí?
El sheriff parecía dudar.
—Hay un par a lo largo de la ruta 17 y 158. Pero no se hallan cerca del lugar a donde se dirigían Garrett y Amelia. Y están llenos. Es difícil ocultarse en un lugar así. ¿Debo mandar a alguien para que controle?
—¿A qué distancia están?
—Once o doce kilómetros.
—No. Garrett probablemente encontró un remolque abandonado en algún lugar de los bosques y se lo apropió —Rhyme miró el mapa. Pensó: «Y está aparcado en algún lugar en cien millas cuadradas de territorio selvático».
También se preguntó si se habría librado el muchacho de las esposas. ¿Tenía el revólver de Sachs? En aquellos momentos, la chica estaría durmiendo, con la guardia baja y Garrett esperaría el instante en que estuviera inconsciente. Se levantaría, se acercaría agazapado con una roca o un nido de avispas…
Con la ansiedad carcomiéndolo, extendió la cabeza hacia atrás y sintió el ruido de un hueso. Se paralizó, preocupado por las atroces contracturas que ocasionalmente torturaban los músculos que todavía estaban conectados a los nervios sanos. Parecía por completo injusto que el mismo trauma que dejaba paralizada la mayor parte de su cuerpo también sometiera a la parte sensible a unos temblores de agonía.
Esta vez no hubo dolor, pero Thom notó la alarma en el rostro de su jefe.
El ayudante dijo:
—Lincoln, ya está bien… Te tomo la tensión y te vas a la cama. Sin discusión.
—Esta bien, Thom, Está bien. Sólo tengo que hacer una llamada telefónica antes.
—Mira la hora que es… ¿Quién puede estar despierto?
—No es cuestión de quién puede estar despierto ahora —dijo Rhyme con cansancio—. Es cuestión de quién está a punto de estarlo.
*****
Medianoche, en el pantano.
Los sonidos de los insectos. Las sombras veloces de los murciélagos. Una lechuza o dos. La luz helada de la luna.
Lucy y los demás policías marcharon siete kilómetros hasta la ruta 30, donde les esperaba una caravana. Bell hizo uso de su influencia y «requisó» el vehículo de «Winnebagos Fred Fisher». Steve Farr lo había conducido hasta allí para encontrarse con la patrulla y proporcionarles un lugar para pasar la noche.
Entraron a la minúscula vivienda. Jesse, Trey y Ned comieron con apetito los bocadillos de ternera que Farr les trajo. Lucy bebió una botella de agua y dejó la comida. Farr y Bell, Dios los bendiga, también habían encontrado uniformes limpios para los exploradores.
Lucy llamó y contó a Jim Bell que habían seguido las huellas de los dos fugitivos hasta una casa de veraneo con techo a dos aguas, en la que habían entrado.
—Parece que estuvieron mirando la tele, por increíble que parezca.
Pero estaba demasiado oscuro para seguir las huellas desde allí y decidieron esperar hasta el alba para seguir con la búsqueda.
Lucy cogió ropas limpias y entró al aseo. En la pequeña ducha dejó que el débil chorro de agua cayera por su cuerpo. Se empezó a lavar el pelo, la cara y el cuello y luego, como siempre, sus manos tantearon el pecho liso, percibieron los bordes de las cicatrices y se hicieron más firmes al dirigirse al abdomen y muslos.
Se preguntó otra vez por qué sentía tanta aversión a la silicona o a la cirugía reconstructiva con la que según le explicó el doctor, sacando tejido adiposo de sus muslos o nalgas se podían rehacer los pechos. Hasta los pezones se podían reconstruir, o se los podía tatuar.
Porque era falsa, se contestó. Porque no era real.
Y entonces, ¿por qué preocuparse?
Pero entonces, Lucy pensó: Mira a ese Lincoln Rhyme. Es sólo un hombre a medias. Sus piernas y sus brazos son falsos, una silla de ruedas y un ayudante. Pensar en él le hizo recordar a Amelia y la cólera la invadió una vez más. Dejó a un lado sus cavilaciones, se secó y se puso una camiseta, mientras recordaba distraída el cajón de sostenes que guardaba en la cómoda del cuarto de huéspedes de su casa, y que tenía intención de tirar desde hacía dos años, aunque, por alguna razón, nunca lo había hecho. Después se vistió con la blusa y los pantalones del uniforme. Salió del aseo. Jesse estaba hablando por teléfono.
—¿Novedades?
—No —dijo—. Todavía están trabajando con las evidencias, Jim y el señor Rhyme.
Lucy rechazó con un movimiento de cabeza la comida que Jesse le ofrecía, luego se sentó a la mesa y sacó el revólver de servicio de la funda.
—Steve —llamó a Farr.
El joven de pelo bien cortado dejó de leer el periódico y la miró con una ceja levantada.
—¿Me trajiste lo que te pedí?
—Oh, sí. —Abrió la guantera y le entregó una caja amarilla y verde de balas Remington. Lucy retiró los cartuchos de punta redonda de su pistola y los reemplazó por las balas nuevas, de punta hueca, con mucho más poder de penetración y de causar daño en los tejidos blandos cuando alcanzan un ser humano.
Jesse Corn la observó con detenimiento pero pasó un instante hasta que habló, como ella sabría que haría.
—Amelia no es peligrosa —dijo en voz baja, pues las palabras iban dirigidas sólo a Lucy.
Ella dejó el arma sobre la mesa y lo miró a los ojos.
—Jesse, todos dijeron que Mary Beth estaba cerca del océano y resulta que está en la dirección opuesta. Todos decían que Garrett era sólo un chico estúpido, pero es listo como una víbora y nos engañó media docena de veces. No sabemos nada de nada. Quizá Garrett tenga un depósito de armas en algún lugar y algún que otro plan para eliminarnos cuando caigamos en su trampa.
—Pero Amelia está con él. No dejará que suceda.
—Amelia es una maldita traidora y no podemos fiarnos de ella ni una pizca. Escucha, Jesse, te vi esa mirada en la cara cuando te diste cuenta de que no estaba bajo el bote. Sentías alivio. Sé que te gusta y que esperas gustarle a ella… No, no, déjame terminar. Ella sacó por la fuerza a un asesino de la cárcel y si tú hubieras estado allá en el río en el lugar de Ned, Amelia te hubiera disparado lo mismo.
Jesse comenzó a protestar, pero la mirada helada de sus ojos lo hizo callarse.
—Es fácil enamorarse de alguien como ella —continuó Lucy—. Es guapa y viene de otro lugar, un lugar exótico… pero no entiende la vida de este pueblo y no comprende a Garrett. Tú lo conoces, es un muchacho enfermo y sólo por un golpe de suerte no está condenado a cadena perpetua.
—Sé que Garren es peligroso. No te lo discuto. Es en Amelia en quien pienso…
—Bueno, yo pienso en nosotros y en toda la gente de Blackwater Landing. El chico podría estar planeando matar mañana o la próxima semana o el próximo año si se nos escapa. Cosa que podría conseguir gracias a Amelia. Ahora necesito saber si puedo contar contigo. Si no, te puedes ir a casa y haré que Jim envíe a otra persona en tu lugar.
Jesse miró la caja de proyectiles y luego a Lucy.
—Puedes contar conmigo, Lucy. De verdad.
—Bien. Espero que lo digas en serio. Porque con las primeras luces seguiré su rastro y los traeré de vuelta. Espero que vivos, pero, te lo advierto, eso es secundario.
*****
Mary Beth McConnell estaba sentada sola en la cabaña, exhausta pero con miedo a dormirse.
Escuchaba ruidos por todas partes.
Había dejado el canapé. Temía que si se quedaba allí se tumbaría y se quedaría dormida y luego se despertaría para encontrar al Misionero y a Tom mirándola por la ventana, listos para entrar. De manera que se hallaba sentada en el borde de una silla del comedor, que era tan cómoda como un ladrillo.
Ruidos…
En el techo, en el porche, en los bosques…
No sabía qué hora era. Hasta tenía miedo de encender la débil lucecilla de su reloj pulsera para mirar el cuadrante, con el loco temor de que la luz de alguna manera atrajera a sus atacantes.
Exhausta. Demasiado cansada como para preguntarse otra vez por qué le había pasado aquello a ella y qué podría haber hecho para prevenirlo.
Ninguna obra buena queda sin castigo…
Miró hacia el campo que estaba frente a la cabaña, ahora por completo en la oscuridad. La ventana era como un marco alrededor de su destino: ¿a quién mostraría acercándose por el campo? ¿A sus asesinos o a los que la rescatarían?
Escuchó.
¿Qué era ese ruido: una rama rozando la corteza? ¿O el chasquido de una cerilla?
¿Qué era ese punto de luz en el bosque: una luciérnaga o el fuego de un campamento?
Ese movimiento: ¿un ciervo impulsado a correr por el olor de un lince o el Misionero y su amigo sentados alrededor del fuego, para beber cerveza y comer y luego deslizarse por el bosque para venir a buscarla y satisfacer sus cuerpos de otra forma?
Mary Beth McConnell no lo podía distinguir. Aquella noche, como en tantos momentos de la vida, sólo se sentía llena de dudas.
Encuentras restos de colonos muertos hace siglos y te preguntas si tu teoría es errónea.
Tu padre muere de cáncer, una muerte larga y desgastante que los médicos dicen que es inevitable pero tú piensas: a lo mejor no era así.
Dos hombres están allá afuera en los bosques, planeando violarte y matarte.
Pero quizá no.
Quizá hayan abandonado sus planes. Quizá estén demasiado embriagados. O atemorizados por las consecuencias, en la creencia de que sus obesas mujeres o sus manos callosas son más seguras que lo que habían planeado para ella.
Con los miembros extendidos en tu casa…
Un agudo chasquido llenó la noche. Saltó ante el sonido. Un disparo. Parecía venir de donde había visto el fuego. Un momento después hubo un segundo disparo. Más cerca.
Respiró con dificultad por el miedo y cogió el garrote. Incapaz de mirar por la ventana, incapaz de no hacerlo. Aterrorizada al pensar que vería la cara pastosa de Tom aparecer lentamente en la ventana, sonriendo.
Volveremos.
Se levantó viento y dobló los árboles, los matorrales, el pasto.
Creyó que oía la risa de un hombre, cuyo sonido se perdió enseguida en el viento apagado, como el llamado de uno de los espíritus Manitú de los Weapemeocs.
Creyó escuchar a un hombre gritar:
—Prepárate, prepárate…
Pero quizá no era así.
*****
—¿Escuchaste esos disparos? —preguntó Rich Culbeau a Harris Tomel.
Estaban sentados alrededor de un fuego que se extinguía. Se sentían intranquilos y ni la mitad de borrachos que hubieran estado si se tratara de una excursión normal de caza, ni la mitad de borrachos que hubieran querido estar. El licor ilegal no hacía efecto.
—Pistola —dijo Tomel—. De gran calibre. Diez milímetros o una 44, 45. Automática.
—Tonterías —le increpó Culbeau—. No puedes saber si es automática o no.
—Puedo —peroró Tomel—. Un revólver suena más fuerte, a causa de la brecha entre el tambor y el cañón. Lógico…
—Tonterías —repitió Culbeau. Luego preguntó—: ¿A qué distancia?
—Aire húmedo. Es de noche… cálculo que a seis o siete kilómetros.
Tomel suspiró:
—Quiero que esto termine. Estoy harto.
—Te comprendo —dijo Culbeau—. Era más fácil en Tanner's Corner, ahora se está complicando.
—Malditos bichos —dijo Tomel, aplastando un mosquito.
—¿Por qué crees que alguien está disparando a estas horas de la noche? Casi es la una…
—Un mapache en la basura, un oso negro en una tienda, un hombre que se tira la mujer de otro.
Culbeau asintió.
—Mira, Sean se ha dormido. Ese hombre puede dormir a cualquier hora, en cualquier lugar —desparramó las ascuas para apagarlas.
—Está medicándose.
—¿Ah, sí? No lo sabía.
—Esa es la razón por la que se duerme a cualquier hora en cualquier lugar. Se porta de una forma extraña, ¿no crees? —preguntó Tomel, mirando al hombre delgado como si fuera una víbora echando una siesta.
—Me gustaba más cuando era impredecible. Ahora que está tan serio mete miedo. Coge el arma como si fuera su polla y todo.
—Tienes razón en eso —murmuró Tomel, luego miró durante unos minutos el sombrío bosque. Suspiró y dijo—: Eh, ¿tienes el antimosquitos? Me están comiendo vivo… Ya que estás, alcánzame también la botella de licor.
* * *
Amelia Sachs abrió los ojos cuando sonó el disparo de pistola.
Miró al dormitorio de la caravana, donde Garrett dormía sobre el colchón. No había oído el ruido.
Otro disparo.
«¿Por qué alguien está disparando tan tarde?», se preguntó.
Los disparos le recordaron el incidente en el río, Lucy y los otros disparando contra el bote debajo del cual pensaban que estaban Garrett y ella. Se imaginó los chorros de agua causados por los terribles impactos.
Prestó atención pero no escuchó más disparos. No oyó otra cosa más que el viento. Y las cigarras, por supuesto.
Viven una vida totalmente espeluznante… Las ninfas cavan el suelo y se quedan allí, digamos, veinte años antes de salir a la luz… Todos esos años en el suelo, escondiéndose, antes de salir y convertirse en adultos.
Su mente se vio otra vez ocupada por lo que había estado considerando antes de que los disparos interrumpieran sus pensamientos.
Amelia Sachs había estado pensando en una silla vacía.
No en la técnica terapéutica del doctor Penny, o en lo que Garrett le había contado de su padre y aquella noche terrible de cinco años atrás. No, estaba pensando en una silla diferente, la silla de ruedas roja Storm Arrow de Lincoln Rhyme.
Aquello era lo que, en definitiva, les había llevado a Carolina del Norte. Rhyme ponía en riesgo todo, su vida, lo que le quedaba de salud, la vida de ambos, con el propósito de llegar a salir de esa silla. De dejarla atrás, vacía.
Acostada en aquel asqueroso remolque, hecha una delincuente, afrontando sola su propio tiempo de esfuerzos, Amelia Sachs por fin admitió para sí misma lo que la había perturbado tanto de la insistencia de Rhyme en la operación. Naturalmente, se encontraba angustiada por la posibilidad de que muriese durante la misma. O de que quedase peor que antes. O de que no diera resultado y Rhyme se hundiera en una depresión.
Pero esos no eran sus temores principales. No eran la razón por la que había hecho todo lo que había podido para evitar que se operara. No, no. Lo que más le asustaba era que la operación tuviera éxito.
Oh, Rhyme, ¿no lo comprendes? No quiero que cambies. Te amo como eres. Si fueras como todo el mundo, ¿qué pasaría con nosotros?
Dices: «Siempre estaremos tú y yo, Sachs». Pero el tú y el yo se basa en lo que somos ahora. Yo y mis malditas uñas y mi impulsiva necesidad de moverme, moverme, moverme… Tú y tu cuerpo dañado, tu brillante mente funcionando con más velocidad y a mayor distancia de lo que yo podría andar con mi Cámaro, preparado y despojado de todo lo superfluo.
Esa mente tuya que me atrapa con más fuerza que el amante más apasionado.
¿Y si volvieras a la normalidad? Cuando tengas tus propios brazos y piernas, Rhyme, ¿entonces para qué me querrías? ¿Por qué me necesitarías? Me convertiré en una policía de calle más con cierto talento para la ciencia forense. Encontrarás a otra de las traicioneras mujeres que en el pasado descarrilaron tu vida, otra esposa egoísta, otra amante casada, y te irás de mi vida de la misma forma en que el marido de Lucy Kerr la abandonó después de la cirugía.
Te quiero como eres…
Se estremeció al pensar cuan tremendamente egoísta era aquel deseo. Sin embargo, no lo podía negar.
¡Quédate en tu silla, Rhyme! No la quiero vacía… Quiero pasar mi vida contigo, una vida como la que hemos tenido siempre. Quiero hijos contigo, hijos que crecerán para saber exactamente cómo eres.
Amelia Sachs descubrió que estaba mirando el techo negro. Cerró los ojos. Pero pasó una hora antes que el sonido del viento y las cigarras, con sus élitros sonando como monótonos violines, la indujeran finalmente al sueño.