Amelia Sachs recordaba el cuarto de interrogatorios y la sesión con el psicólogo.
Desde el lugar privilegiado en que se encontraba, Sachs había observado al muchacho con detenimiento, a través de la ventana del otro lado, que era un espejo. Recordó cómo el doctor trató de hacerle imaginar que Mary Beth estaba en la silla, pero si bien Garrett no quiso decir nada a la chica, pareció desear hablar con otra persona. Sachs había visto la expresión en la cara del joven, cuando el doctor lo desvió del camino que quería tomar: denotaba ansia, decepción y también cólera.
Oh, Rhyme, comprendo que te gusten las evidencias duras y frías. Que no podamos depender de esas «cosas blandas», palabras, expresiones y lágrimas, de la vivacidad de los ojos de quien escuchamos historias cuando estamos sentados enfrente a él…, pero eso no significa que esas historias sean siempre falsas. Creo que hay más en el caso de Garrett Hanlon de lo que la evidencia nos muestra.
—Mira la silla —le dijo—. ¿Quién quieres imaginarte sentado allí?
Él sacudió la cabeza.
—No lo sé.
Sachs acercó la silla. Le sonrió para alentarlo.
—Dime. Todo está bien. ¿Una chica? ¿Alguien de la escuela?
Garrett sacudió de nuevo la cabeza.
—Dime…
—Bueno, no lo sé. Quizá… —después de una pausa, exclamó—: Quizá mi padre.
Enfadada, Sachs recordó los ojos fríos y malévolos modos de Hal Babbage. Supuso que Garrett tendría mucho que decirle.
—¿Sólo tu padre? ¿O la señora Babbage también?
—No, no, él no. Quiero decir, mi verdadero padre.
—¿Tu verdadero padre?
Garrett asintió. Estaba agitado, nervioso. Hacía sonar las uñas con frecuencia.
Las antenas de los insectos manifiestan sus estados de ánimo…
Al mirar su rostro, Sachs se dio cuenta con preocupación de que no tenía idea de lo que estaba haciendo. Los psicólogos utilizaban todo tipo de métodos para levantar las defensas de sus pacientes, para guiarlos, protegerlos cuando practicaban algún tipo de terapia. ¿Existía alguna posibilidad de que lo que iba a hacer empeorara el estado de Garrett? ¿Que lo empujara a traspasar una línea de manera que realmente hiciera algo violento, se lastimara o lastimara a otra persona? Sin embargo, iba a probar. El apodo de Amelia en el Departamento de Policía de Nueva York era P. D., que significaba «la hija del patrullero», o sea la hija de un policía de calle, y, a todas luces, salió a su padre: afición por los coches, amor por el trabajo policial, impaciencia con las tonterías y, en especial, talento para aplicar la psicología necesaria para su tarea. Lincoln Rhyme la denigraba por ser una «policía popular» y le advirtió que esa actitud la llevaría a la ruina. Él alababa su talento como criminalista y, si bien ella era una científica forense con mucho talento, en el fondo del corazón era igual que su padre; para Amelia Sachs el mejor tipo de evidencia era la que se encontraba en el corazón humano.
Los ojos de Garrett se desviaron hacia la ventana, donde los insectos golpeaban contra la pantalla herrumbrosa como si quisieran suicidarse.
—¿Cuál era el nombre de tu padre?
—Stuart. Stu.
—¿Cómo lo llamabas?
—La mayoría de las veces «papá». A veces «señor». —Garrett sonrió con tristeza—. Eso era cuando había hecho algo malo y pensaba que sería mejor portarme bien.
—¿Os llevabais bien?
—Mejor que la mayoría de mis amigos con sus padres. A ellos a veces los castigaban con azotes y los padres siempre estaban gritándoles: «¿Por qué perdiste ese tanto…?». «¿Por qué está tan desordenado tu cuarto…?». «¿Por qué no hiciste las tareas para la escuela…?». Pero papá era bueno conmigo. Hasta… —su voz se apagó.
—Sigue.
—No sé. —Se encogió de hombros.
Sachs insistió.
—¿Hasta qué, Garrett?
Silencio.
—Dilo.
—No quiero decírtelo. Es estúpido.
—Bueno, no me lo digas a mí. Díselo a él, a tu padre —señaló la silla con la cabeza—. Aquí está tu padre, justo frente a ti. Imagínalo —el chico se inclinó hacia delante, mirando la silla casi con miedo—. Stu Hanlon está sentado aquí. Háblale.
Por un instante apareció una mirada de tanta añoranza en los ojos de Garrett que a Sachs le dieron ganas de llorar. Sabía que estaban cerca de algo importante y temía que él se echara atrás.
—Háblame de él —le dijo, cambiando levemente el rumbo—. Cuéntame cómo era. Lo que vestía.
Después de una pausa el muchacho continuó:
—Era alto y bastante delgado. Tenía el pelo oscuro y siempre se le quedaba de punta después de cortárselo. Se tenía que poner gomina para mantenerlo peinado dos días después del corte. Siempre usaba ropas bastante buenas. Ni siquiera tenía vaqueros, creo. Siempre usaba camisas con cuello. Y pantalones con los bajos vueltos —Sachs recordó que en el momento de examinar su cuarto había notado que Garrett no tenía vaqueros, sino pantalones con los bajos vueltos. Una leve sonrisa iluminó el rostro de Garrett—. Solía dejar caer una moneda por el costado de los pantalones y trataba de que cayera en los bajos. Si lo lograba, la moneda era para mi hermana o para mí. Era una especie de juego que teníamos entre los tres. En Navidad traía a casa dólares de plata y los deslizaba por los pantalones hasta que los cogíamos.
Los dólares de plata del bote de avispas, recordó Sachs.
—¿Tenía alguna afición? ¿Los deportes?
—Le gustaba leer. Nos llevaba mucho a las librerías y nos leía, mucha historia; libros de viajes y cosas sobre la naturaleza. Oh, también pescaba. Casi todos los fines de semana.
—Bueno, imagina que está sentado aquí en la silla vacía, y tiene puestos sus pantalones y su camisa. Está leyendo un libro. ¿De acuerdo…?
—Creo que sí.
—Deja a un lado el libro…
—No, primero marcaría la página por donde iba. Tenía una tonelada de señaladores. Casi los coleccionaba. Mi hermana y yo le regalamos uno en la Navidad antes del accidente.
—Bien, señala el lugar y deja a un lado el libro. Te está mirando. Ahora tienes la ocasión de decirle algo. ¿Qué dirías?
Garrett se encogió de hombros, sacudió la cabeza. Miró nerviosamente por el oscuro remolque.
Pero Sachs no iba a soltar su presa.
Tiempo de esfuerzos…
Le dijo:
—Pensemos en algo concreto que te gustaría hablar con él. Un incidente. Algo que te preocupa. ¿Había algo así?
Pero papá era bueno conmigo. Hasta…
El chico apretaba las manos, se las frotaba, hacía sonar las uñas.
—Díselo, Garrett.
—Bien, creo que hubo algo.
—¿Qué?
—Bueno, esa noche… la noche que murieron.
Sachs sintió un leve escalofrío. Supo que se adentraban en un tema muy difícil. Pensó por un momento en echarse atrás. Pero no estaba en su naturaleza el achantarse y no lo hizo.
—¿Qué pasó esa noche? ¿Quieres hablar con tu padre acerca de algo que sucedió?
Al chico asintió.
—Mira, estaban en el coche. Iban a cenar. Era un miércoles. Todos los miércoles íbamos a Bennigan's. Me gustan los palitos de pollo. Comería los palitos de pollo, patatas fritas y bebería una Coca-cola. Mi hermana Kaye pediría aros de cebolla y dividiríamos las patatas fritas y los aros. A veces hacíamos dibujos en un plato vacío con la botella de ketchup.
Su rostro estaba pálido y tenso. Sachs pudo observar en él muchísima pena. Trató de controlar sus propias emociones.
—¿Qué recuerdas de esa noche?
—Sucedió fuera de la casa, en el sendero. Estaban en el coche, mamá y papá y mi hermana. Se iban a cenar… y —tragó— sea por lo que fuere se iban sin mí.
—¿Sin ti?
Garrett asintió.
—Yo había llegado tarde. Había estado en los bosques de Blackwater Landing y perdí la noción del tiempo. Corrí algo así como media milla. Pero mi padre no me dejó entrar. Debía de estar furioso porque llegaba tarde. Yo quería entrar desesperadamente. Hacía mucho frío. Recuerdo que estaba temblando y ellos también. Hacia tanto frío que había escarcha en las ventanillas. Pero no me dejaban entrar.
—Quizá tu padre no te vio. A causa de la escarcha.
—No, me vio. Estaba justo del lado del coche donde estaba mi padre. Yo golpeaba la ventanilla y él me miró, pero no abrió la puerta. Se limitó a fruncir el ceño y gritarme. Yo seguía pensando: está furioso conmigo y tengo frío y no voy a comer mis palitos de pollo ni mis patatas fritas. No voy a cenar con mi familia —las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Sachs quiso poner un brazo alrededor de los hombros del muchacho pero se quedó donde estaba.
—Continúa —señaló la silla con la cabeza—. Habla con tu padre. ¿Qué quieres decirle?
Garrett la miró pero ella señaló la silla. Finalmente él se volvió hacia el mueble.
—¡Hace tanto frío! —dijo, jadeando—. Hace frío y quiero entrar en el coche. ¿Por qué no me deja hacerlo?
—No. Pregúntaselo a él. Imagina que está aquí.
Sachs estaba pensando que aquella era la misma forma en que Rhyme le obligaba a imaginar como actuaba el criminal en las escenas de crimen. Resultaba algo totalmente mortificante. Sentía el temor del chico con absoluta claridad. Sin embargo, no cejó.
—Dile… dile a tu padre.
Garrett miró la silla, nervioso. Se inclinó hacia delante.
—Yo…
Sachs murmuró:
—Continúa, Garrett. Todo está bien. No dejaré que te pase nada. Díselo.
—¡Yo sólo quería ir a Bennigan's con vosotros! —dijo, sollozando—. Eso es todo. Digamos, para cenar, todos juntos. Sólo quería ir con vosotros. ¿Por qué no me dejaste entrar en el coche? Me viste llegar y cerraste la puerta. ¡No llegué tan tarde! —Garrett se iba enfadando cada vez más—. ¡Me dejaste afuera al poner el seguro! Estabas furioso conmigo y no era justo. Lo que hice, llegar tarde… no era tan malo. Debo de haber hecho algo más para que te enfadaras tanto. ¿Qué? ¿Por qué no querías que fuera con vosotros? Dime qué hice —se ahogó—. Vuelve y dímelo. ¡Vuelve! ¡Quiero saberlo! ¿Qué hice? ¡Dime, dime, dime!
Sollozando, se levantó de un salto dando una fuerte patada a la silla, que voló por el cuarto y cayó de costado. Garrett cogió la silla y gritando con furia, la rompió contra el suelo del remolque. Sachs retrocedió y parpadeó conmocionada por la cólera que había desatado. El chico aplastó la silla una docena de veces contra el suelo hasta que no fue más que una masa informe de madera y mimbre. Al final, Garrett cayó al suelo, rodeándose con sus brazos. Sachs se levantó y lo abrazó mientras él sollozaba y temblaba.
Después de cinco minutos dejó de llorar. Se puso de pie y enjugó el rostro con la manga.
—Garrett —comenzó Sachs en un susurro.
Pero el chico sacudió la cabeza.
—Me voy afuera —dijo. Seguidamente se levantó y empujó la puerta.
Ella se quedó unos instantes sentada sin saber qué hacer. Estaba completamente exhausta pero no se acostó en la estera que el chico le había dejado ni trató de dormir. Apagó la lámpara y quitó el trapo de la ventana, luego se sentó en el desvencijado sillón. Se inclinó hacia delante, oliendo el aroma picante del toronjil y observó la silueta encorvada del muchacho, sentado sobre el tocón de un roble mientras miraba fijamente las móviles constelaciones de bichitos de luz que llenaban el bosque a su alrededor.