Capítulo 30

Steve Farr condujo nuevamente a Henry Davett al laboratorio. El empresario le dio las gracias y luego saludó a Rhyme.

—Henry —dijo Rhyme—, gracias por venir.

Como antes, el empresario no prestó atención al estado del criminalista. Esta vez, no obstante, Rhyme no se alegró por esta actitud. La preocupación por Sachs lo consumía. Seguía oyendo la voz de Jim Bell.

Generalmente se tienen veinticuatro horas para encontrar a la víctima; después, ésta se deshumaniza a los ojos del secuestrador que puede matarla sin dar importancia al hecho.

Esta regla, que había aplicado a Lydia y Mary Beth, ahora incluía también el destino de Amelia Sachs. La diferencia estribaba, según creía Rhyme, en que Sachs podría tener mucho menos de veinticuatro horas.

—Pensé que habían detenido a ese muchacho. Es lo que oí.

Ben dijo:

—Se nos escapó.

—¡No! —Davett frunció el ceño.

—Sí, se escapó —comentó Ben—. Una huida de cárcel a la vieja usanza.

Rhyme añadió:

—Tengo más evidencias, pero no sé como interpretarlas. Esperaba que me pudiera ayudar otra vez.

El empresario se sentó.

—Haré lo que pueda.

Rhyme fijó la mirada a la tira de corbata y a la inscripción WWJD. Inmediatamente señaló el diagrama con la cabeza y dijo:

—¿Podría echarle una mirada?… a esa lista de la derecha.

—El molino, ¿es allí donde lo encontraron? ¿En ese viejo molino al noreste de la ciudad?

—Correcto.

—Conocía ese lugar —Davett hizo una mueca airada—. Debería haber pensado en él.

Los criminalistas no deben permitir que el verbo «debería» se introduzca en su vocabulario. Rhyme dijo:

—Es imposible pensar en todo en este oficio. Pero mire el diagrama. ¿Hay algo en él que le resulte familiar?

Davett leyó cuidadosamente.

ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN
EL MOLINO

Mientras miraba la lista, Davett habló con voz perturbada:

—Es como un rompecabezas.

—Esa es la esencia de mi profesión —espetó Rhyme.

—¿Cuánto puedo fantasear? —preguntó el empresario.

—Tanto como quiero —contestó Rhyme.

—Muy bien —aceptó Davett. Pensó un instante y luego continuó—: una torca de Carolina.

Rhyme preguntó:

—¿Qué es eso? ¿Un caballo?

Davett miró a Rhyme para ver si estaba bromeando, Luego dijo:

—No, es una estructura geológica que se ve en la costa este de los EEUU. Sin embargo, la mayoría se encuentra en las dos Carolinas. Norte y Sur. Básicamente se trata de estanques ovales, con una profundidad de un metro o un metro y medio, con agua dulce. Pueden tener una extensión desde menos de media hectárea a doscientas hectáreas. El fondo consiste por lo general en arcilla y turba. Justo lo que hay allí, en el diagrama.

—Pero la arcilla y la turba son muy comunes por aquí —dijo Ben.

—Lo son —convino Davett—. Y si se hubieran encontrado nada más que esos dos elementos no tendría ni idea de dónde proceden. Pero se ha encontrado algo más. Una de las características más interesantes de los estanques de Carolina es que a su alrededor crecen plantas que matan insectos. Se pueden ver cientos de atrapamoscas de Venus, droseras y ascidium alrededor de esas torcas, probablemente porque fomentan la presencia de insectos. Si se encuentra drosera junto a arcilla y turba, entonces no quedan dudas de que el chico pasó un tiempo al lado de una torca de Carolina.

—Bien —dijo Rhyme, para luego mirar el mapa y preguntar—: ¿Qué significa exactamente «torca»? ¿Una entrada de agua?

—No, se refiere a los laureles[16]. Crecen alrededor de los estanques. Sobre estos lugares existen todo tipo de mitos. Los colonos solían pensar que habían sido excavadas por monstruos marinos o brujas en sus sortilegios. Durante unos años se creyó que los meteoritos eran los causantes, pero sólo son depresiones naturales provocadas por los vientos y las corrientes de agua.

—¿Son específicas de una región en particular de aquí? —interrogó Rhyme, esperando poder delimitar la búsqueda.

—De alguna forma, sí. —Davett se levantó y caminó hacia el mapa. Con su dedo trazó un círculo abarcando una amplia región al oeste de Tanner's Corner. Localización B-2 a E-2 y F-13 y B-12—. Se encuentran generalmente por aquí, en esta región, justo antes de llegar a las colinas.

Rhyme estaba desalentado. Lo que había delimitado abarcaba setenta u ochenta millas cuadradas.

Davett percibió la reacción de Rhyme y dijo:

—Me gustaría ser de más ayuda.

—No, no, se lo agradezco. Nos será de ayuda. Sólo necesitamos delimitar un poco más las pistas.

El empresario leyó:

—Azúcar, zumo de frutas, keroseno… —serio, sacudió la cabeza—. Tiene una difícil profesión, señor Rhyme.

—Estos son casos complejos —convino Rhyme—. Cuando no se tienen pistas se puede fantasear con libertad. Cuando se tienen muchas, generalmente se obtiene la respuesta muy rápido. Pero teniendo unas pocas pistas como estas… —la voz de Rhyme se apagó.

—Estamos atrapados por los hechos —musitó Ben.

Rhyme se volvió hacia él.

—Exactamente, Ben. Exactamente…

—Tengo que irme a casa —dijo Davett—. Mi familia me espera. —Escribió un número en una tarjeta comercial—. Puede llamarme cuando quiera.

Rhyme le dio las gracias una vez más y volvió la mirada al diagrama de las evidencias.

Atrapados por los hechos…

*****

Rich Culbeau lamió la sangre de su brazo donde las zarzas le habían producido profundos rasguños. Escupió contra un árbol.

Les había llevado veinte minutos de dificultosa caminata llegar al porche lateral de la casa de veraneo con techo a dos aguas. Todo para no ser vistos por la puta que seguía con el arma de caza. Hasta Harris Tomel, que por lo general parecía recién salido del patio de un country club, estaba manchado de sangre y polvo.

El nuevo O'Sarian, tranquilo, pensativo y cuerdo, esperaba en el sendero, tumbado en el suelo y con su escopeta negra, como un soldado de infantería en Khe Sahn, listo para detener a Lucy y los demás vietcongs disparando sobre sus cabezas, en el caso que aparecieran siguiendo el rastro en dirección a la casa.

—¿Estás listo? —preguntó Culbeau a Tomel, quien asintió.

Culbeau movió el pomo de la puerta del cuarto donde se dejaban la ropa y botas embarradas y la abrió. Empujó la puerta con su arma levantada y preparada. Tomel lo siguió. Estaban atemorizados como gatos, sabiendo que la policía pelirroja, con el rifle para ciervos, que seguramente sabría usar, podría estar esperándolos, en cualquier lugar de la casa.

—¿Oyes algo? —susurró Culbeau.

—Sólo música.

Era soft rock, del tipo que Culbeau solía escuchar porque odiaba el country-western.

Los dos hombres se movieron lentamente por el oscuro vestíbulo, con las armas preparadas. Disminuyeron la marcha. Delante tenían la cocina donde Culbeau había visto a alguien, probablemente el muchacho en movimiento, cuando escudriñó la casa con la mira telescópica de su rifle. Señaló la habitación con la cabeza.

—No creo que nos oigan —dijo Tomel. La música estaba bastante alta.

—Entramos juntos. Disparamos a sus piernas o rodillas. No lo mates todavía, tenemos que hacerle decir dónde está Mary Beth.

—¿A la mujer también?

Culbeau pensó un instante.

—Sí, ¿por qué no? Podríamos querer que se mantenga con vida un rato. Sabes para qué…

Tomel asintió.

—Uno, dos… tres.

De un salto entraron a la cocina y se encontraron a punto de disparar contra un locutor que daba la predicción del tiempo en una gran pantalla del televisor. Se agacharon y giraron buscando al chico y a la mujer. No los vieron. Culbeau, miró el televisor. Se dio cuenta de que no estaban allí. Alguien había traído el televisor de la sala y la había puesto delante de la cocina, mirando hacia las ventanas.

Culbeau echó un vistazo a través de las persianas.

—Mierda. Pusieron el televisor aquí para que lo viéramos a través del campo, desde el sendero y pensáramos que había alguien en la casa —subió las escaleras de dos en dos.

—Espera —dijo Tomel—. Ella está allí arriba. Con el rifle.

Pero por supuesto la pelirroja no estaba allí en absoluto. Culbeau irrumpió en el dormitorio donde había visto el cañón del rifle con la mira telescópica apuntándoles y ahora encontró lo que esperaba: un trozo de caño angosto sobre el cual habían atado la parte posterior de una botella de Corona.

Disgustado, explicó:

—Ese es el rifle y la mira. Jesucristo. Lo prepararon para engañarnos. Nos ha retrasado una maldita media hora. Y los jodidos policías están probablemente a cinco minutos de aquí. Debemos irnos.

Pasó como una tromba por detrás de Tomel, quien comenzó a decir:

—Es una chica muy inteligente… —pero al ver el fuego de los ojos de Culbeau, decidió no terminar la frase.

*****

La batería se agotó y el pequeño motor eléctrico del bote enmudeció.

El angosto esquife que habían robado de la casa de veraneo iba a la deriva por la corriente del Paquenoke, a través de la niebla oleosa que cubría el río. El agua ya no era dorada sino de un gris triste.

Garrett Hanlon cogió un remo del fondo del bote y lo dirigió a la costa.

—Debemos desembarcar en algún lugar —dijo— antes de que sea totalmente de noche.

Amelia Sachs notó que el paisaje había cambiado. Los árboles escaseaban y grandes charcos cenagosos llegaban al río. El chico tenía razón; un rumbo equivocado los llevaría a una ciénaga impenetrable y sin salida.

—Eh, ¿qué te pasa? —le preguntó Garrett viendo su expresión preocupada.

—Estoy muy lejos de Brooklyn.

—¿Eso queda en Nueva York?

—Exacto —le contestó.

El chico hizo sonar las uñas.

—¿Y te disgusta no estar allí?

—Ya lo creo.

Mientras dirigía el bote hacia la orilla, Garrett dijo:

—Es lo que más atemoriza a los insectos.

—¿Qué?

—Digamos, es extraño. No les importa trabajar y no les importa pelear, pero se encolerizan tremendamente en un lugar que no les es familiar. Aun cuando sea seguro. Lo odian, no saben qué hacer.

Bien, pensó Sachs, creo que soy un insecto de tomo y lomo. Prefería la forma en que lo decía Lincoln: pez fuera del agua.

—Siempre te das cuenta cuando un insecto está trastornado. Se limpian las antenas una y otra vez… Las antenas de los insectos hablan sobre sus estados de ánimo. Como nuestros rostros. La única diferencia —agregó misteriosamente— está en que ellos no fingen como lo hacemos nosotros —y se rió de una extraña forma, con un sonido que ella no había oído antes.

El chico se metió al agua por un costado del bote y lo empujó a tierra. Sachs salió. Él la condujo por los bosques. Parecía saber exactamente adonde iba, a pesar de la oscuridad del crepúsculo y la ausencia de senderos.

—¿Cómo sabes por dónde vamos? —preguntó Sachs.

Garrett dijo:

—Creo que soy como las monarcas. Encuentro el rumbo muy bien.

—¿Las monarcas?

—Ya sabes, las mariposas. Migran a una distancia de mil millas y saben exactamente adonde van. Es realmente estupendo, realmente estupendo, navegan por el sol y, digámoslo así, cambian el rumbo automáticamente dependiendo de dónde se halle en el horizonte. Oh, y cuando está nublado u oscuro, usan el otro sentido que tienen, perciben los campos magnéticos de la tierra.

Cuando el murciélago emite un sonido para encontrarlas, las polillas cierran sus alas, se tiran al suelo y se esconden.

Sachs sonreía al escuchar la entusiasta conferencia de Garrett, cuando se detuvo de repente y se agachó.

—Cuidado —murmuró—. ¡Allí! Hay una luz.

Una débil luz se reflejaba en un lóbrego estanque. Una espeluznante luz amarilla, como una linterna a punto de apagarse.

Pero Garrett se reía.

Ella lo miró interrogativa.

—Sólo un fantasma —dijo él.

—¿Qué? —preguntó Sachs.

—Es la Señora del Pantano. Ya sabes, una doncella india que murió la noche antes de su boda. Su fantasma todavía chapotea por el pantano Dismal buscando al tipo con el que se iba a casar. No estamos en el Great Dismal pero está cerca —señaló el resplandor con la cabeza—. Realmente es un fuego fatuo, causado por ese hongo voluminoso que resplandece.

A Sachs no le gustaba esa luz. Le recordaba la inquietud que sintió cuando pasaron por Tanner's Corner aquella mañana y vieron el pequeño féretro en el funeral.

—No me gusta el pantano, con o sin fantasmas —dijo.

—¿Sí? Quizá te llegue a gustar. Algún día… —agregó Garrett.

La condujo por un camino y después de diez minutos tomó una carretera estrecha, cubierta de vegetación. Había una vieja caravana asentada en un claro. En la oscuridad Sachs no podía ver bien, pero parecía destartalada, se inclinaba a un costado, los neumáticos estaban desinflados y la hiedra y el musgo la cubrían.

—¿Es tuya?

—Bueno, nadie vive aquí desde hace años, de manera que creo que es mía. Tengo una llave pero está en casa. No tuve ocasión de buscarla —dio la vuelta por un costado y logró abrir una ventana, se izó y penetró por ella. Un instante después abrió la puerta.

Sachs entró. Garrett estaba revolviendo una alacena de la minúscula cocina. Encontró unas cerillas y prendió una lámpara de propano que dio una luz cálida y amarilla. Abrió otra alacena y escudriñó su contenido.

—Tenía unos Doritos pero los ratones se los comieron —sacó unas fiambreras y las miró—. Se los tragaron. Mierda. Pero tengo unos macarrones John Farmer. Son buenos. Los como todo el tiempo. Y unos guisantes también —empezó a abrir latas mientras Sachs examinaba el remolque. Unas pocas sillas, una mesa. En el dormitorio podía ver un colchón sucio. Había una gruesa estera y una almohada en el suelo de la sala. El remolque en sí irradiaba pobreza: puertas y herrajes rotos, agujeros de bala en los muros, ventanas rotas, una alfombra tan sucia que no había modo de limpiarla. En sus días de oficial patrullero en el NYPD había visto muchos lugares tan tristes como aquél, pero siempre desde el exterior; ahora ése era su hogar temporal.

Pensó en las palabras de Lucy esa mañana.

Las reglas normales no se aplican a nadie al norte del Paquo. Es nosotros o ellos. Te puedes encontrar disparando antes de leerle a nadie sus derechos y estaría perfectamente bien.

Recordó el tremendo estruendo de la escopeta, cuyos proyectiles iban dirigidos a ella o a Garrett.

El chico colgó trozos de tela grasienta en las ventanas para que nadie pudiera ver la luz de dentro. Salió un momento y luego regresó con una taza mohosa, llena presumiblemente, de agua de lluvia. Se la alcanzó. Ella sacudió la cabeza.

—Me siento como si hubiera bebido la mitad del Paquenoke.

—Esto es mejor.

—Seguro que lo es. Sin embargo no quiero.

Él bebió el contenido de la taza y luego revolvió la comida que se calentaba en la pequeña cocina de propano. En voz baja cantó una y otra vez una melodía escalofriante: «Farmer John, Farmer John. Enjoy it fresh from Farmer John[17]» No era nada más que una cancioncilla publicitaria pero a Sachs le sacaba de quicio, así que se alegró cuando dejó de cantarla.

Estaba a punto de rechazar la comida, pero se dio cuenta de repente de que tenía mucha hambre. Garrett vertió el contenido en dos cuencos y le entregó una cuchara. Ella escupió en el cubierto y lo secó en su camisa. Comieron durante unos minutos en silencio.

Sachs percibió un sonido afuera, un ruido chillón y agudo.

—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Cigarras?

—Sí —contestó el muchacho—. Son los machos los que hacen ese ruido. Sólo los machos. Hacen todo ese ruido con esas placas que tienen en el cuerpo —frunció el ceño y reflexionó un instante—. Viven una vida totalmente espeluznante… Las ninfas cavan el suelo y se quedan allí, digamos, veinte años antes de salir a la luz. Cuando aparecen se suben a un árbol. Su piel se rompe en el dorso y el adulto se libra de ella. Todos esos años en el suelo, escondiéndose, antes de salir y convertirse en adultos.

—¿Por qué te gustan tanto los insectos, Garrett? —preguntó Sachs.

Él vaciló.

—No lo sé. Me gustan.

—¿Nunca te preguntaste por qué?

Él dejó de comer. Se rascó una de las ronchas de la hiedra venenosa.

—Creo que mi interés por ellos despertó después de que mis padres murieron. Cuando eso sucedió me sentí muy desgraciado. Sentía que mi cabeza funcionaba raro. Estaba confundido y, no lo sé bien, me sentía diferente… Los psicólogos de la escuela dijeron que era porque mamá y papá y mi hermana murieron. Me dijeron que tenía que trabajar duro para superarlo. Pero yo no podía hacerlo. Me sentía como si no fuera una persona de verdad. No me importaba nada. Todo lo que hacía era quedarme acostado en la cama o ir al pantano o los bosques y leer. Durante un año fue todo lo que hice. Además, nunca veía a nadie. Estuve en varios hogares adoptivos… Pero luego leí algo estupendo. En ese libro de allí…

Abrió The Miniature World y encontró una página. Se la mostró. Había trazado un círculo alrededor de un pasaje llamado «Características de las Criaturas Vivientes Sanas». Sachs lo ojeó y leyó algunas de las entradas de una lista de ocho o nueve.

Una criatura sana se empeña en crecer y desarrollarse.

Una criatura sana se empeña en sobrevivir.

Una criatura sana se empeña en adaptarse a su medio.

Garrett dijo:

—Lo leí y fue como, guau, podría ser así. Podría ser sano y normal otra vez. Traté por todos los medios de seguir las reglas que establecía. Eso hizo que me sintiera mejor. De manera que me sentí cercano a ellos, a los insectos, quiero decir.

Un mosquito aterrizó en el brazo de Sachs. Ella se rió.

—Pero también te chupan la sangre —lo golpeó—. Le di…

—A ella —la corrigió Garrett—. Son las hembras las que chupan sangre. Los machos beben néctar.

—¿De veras?

El chico asintió y luego se quedó quieto un instante. Miró la manchita de sangre en el brazo.

—Los insectos nunca se van.

—¿Qué quieres decir?

Garrett encontró otro pasaje en el libro y leyó en voz alta: «Si alguna criatura puede ser llamada inmortal es el insecto, que habitó la tierra millones de años antes de la aparición de los mamíferos y que estará aquí mucho después que la vida inteligente haya desaparecido». Garrett dejó el libro y la miró:

—Mira, la cosa es que si matas uno siempre hay más. Si mamá, papá y mi hermana fueran insectos y murieran, siempre habría algunos como ellos y no estaría solo.

—¿No tienes amigos?

Garrett se encogió de hombros.

—Mary Beth. Es la única, se podría decir.

—¿Realmente te gusta, verdad?

—Por completo. Me salvó de ese chico que me iba a hacer algo malo. Y, digamos que habla conmigo… —meditó un momento—. Creo que eso es lo que me gusta de ella. Habla conmigo. Estaba pensando que quizá dentro de unos años, cuando yo sea mayor, ella quiera salir conmigo. Podríamos hacer las cosas que hace la gente. Ya sabes, ir al cine, o a picnics. La observé una vez en un picnic. Estaba con su madre y unos amigos. Se divertían. Los observé durante, digamos, horas. Me senté debajo de una mata de acebo con un poco de agua y unos Doritos y fingí que estaba con ellos. ¿Fuiste a un picnic alguna vez?

—Sí, por supuesto.

—Yo iba mucho con mi familia. Quiero decir, con mi verdadera familia. Me gustaba. Mamá y Kaye ponían la mesa y cocinaban cosas en un pequeño grill. Papá y yo nos quitábamos los zapatos y las medias y nos parábamos en medio del agua a pescar. Recuerdo como era el barro del fondo y el agua fría.

Sachs se preguntó si aquella era la razón de que le gustaran tanto el agua y los insectos acuáticos.

—¿Y pensaste que tú y Mary Beth iríais a picnics?

—No lo sé. Quizá —luego sacudió la cabeza y esbozó una triste sonrisa—. Creo que no. Mary Beth es bonita e inteligente y tiene un montón de años más que yo. Terminará saliendo con alguien guapo y brillante. Pero quizá podamos ser amigos, ella y yo. Pero aun si no lo fuéramos, todo lo que me importa en el mundo es que esté bien. Se quedará conmigo hasta que esté a salvo. Tú o tu amigo, ese hombre en silla de ruedas de quien todos hablan, podéis ayudarla a ir a algún lugar en que esté a salvo —miró por la ventana y calló.

—¿A salvo del hombre del mono? —preguntó Sachs.

El chico tardó un instante antes de contestar, luego afirmó con la cabeza:

—Sí, es cierto.

—Voy a tomar un poco del agua que me ofreciste —dijo Sachs.

—Espera —dijo el chico. Cortó unas hojas secas de una rama pequeña que reposaba sobre la encimera de la cocina, le pidió que se frotara los brazos, el cuello y las mejillas con ellas. Emanaban un fuerte olor a hierbas—. Es una planta de toronjil —explicó—. Ahuyenta los mosquitos. No tendrás que aplastarlos más.

Sachs tomó la taza. Salió, miró el barril con agua de lluvia. Estaba cubierto por una fina pantalla. La levantó, llenó la taza y bebió. El agua parecía dulce. Escuchó los ruidos de los insectos.

Tú y ese hombre en silla de ruedas de quien todos hablan podéis ayudarla a ir a algún lugar en que esté a salvo.

La frase resonaba en su cabeza: el hombre en silla de ruedas, el hombre en silla de ruedas…

Volvió al remolque. Dejó la taza. Miró la pequeña sala.

—¿Garrett, me harías un favor?

—Sí.

—¿Confías en mí?

—Sí.

—Ven y siéntate aquí.

El chico la miró por un momento, luego se puso de pie y caminó hacia el viejo sillón que señalaba Sachs. Ella cruzó el minúsculo cuarto y tomó una de las sillas de paja que estaban en el rincón. La llevó donde se sentaba el muchacho y la puso sobre el suelo, frente a él.

—¿Garrett, recuerdas lo que el doctor Penny te dijo que hicieras, cuando estabas en la cárcel? ¿Con la silla vacía?

—¿Hablar con la silla? —preguntó Garrett, mirándola, inseguro—. Ese juego.

—Correcto. Quiero que lo juegues otra vez. ¿Lo harás?

El muchacho vaciló y se limpió las manos en las perneras de los pantalones. Durante un momento miró fijamente la silla. Por fin dijo:

—Sí.