Había un parecido, podía ver Rhyme, mientras se concentraba más profundamente en el visitante.
El mismo físico enjuto, largas manos y pelo que escaseaba, la misma naturaleza tolerante de su primo Roland de Nueva York. Este Bell parecía más bronceado y arrugado. Probablemente pescaba y cazaba mucho. Un sombrero Stetson le vendría mejor que el de la policía. Bell tomó asiento en una silla cercana a Thom.
—Tenemos un problema, Sr. Rhyme.
—Llámame Lincoln, por favor.
—Continúa —Sachs urgió a Bell—. Cuéntale lo que me contaste a mí.
Rhyme miró a Sachs con frialdad. Había conocido a este hombre hacía tres minutos y ya estaban confabulados.
—Soy sheriff en el condado de Paquenoke. Eso queda a cerca de treinta kilómetros al este. Tenemos un problema y yo pensé en lo que me comentó mi primo. Habla de Usted con muchísima admiración, señor…
Rhyme le indicó impacientemente con la cabeza que continuara. Pensando: ¿Dónde diablos está mi doctora? ¿Cuántos formularios tiene que encontrar? ¿Esta ella también en la conspiración?
—De todas formas, esta situación… Pensé en llegarme hasta aquí y preguntarle si nos podía dedicar un poco de su tiempo.
Rhyme se rió, con un sonido que no tenía ni pizca de humor.
—Estoy a punto de que me operen.
—Oh, lo comprendo. Por nada del mundo me gustaría interferir. Estoy pensando en unas pocas horas… No necesitamos mucha ayuda, espero. Mire, el primo Rol me contó algunas cosas que usted hizo en las investigaciones allá en el norte. Tenemos un laboratorio criminalístico básico pero la mayoría del trabajo forense de por aquí se hace en Elizabeth City o en Raleigh. Nos lleva semanas tener alguna respuesta. Y no tenemos semanas. Tenemos horas. En el mejor de los casos.
—¿Para qué?
—Para encontrar a dos chicas que han sido secuestradas.
—El secuestro es un delito federal —señaló Rhyme—. Llama al FBI.
—No puedo recordar la última vez que tuvimos un agente federal en el condado, aparte de un caso de autorizaciones ilegales. Para cuando el FBI llegue aquí y se instale, esas chicas pueden estar muertas.
—Cuéntanos lo que pasó —dijo Sachs. Había puesto su cara de interés, percibió Rhyme con cinismo y desagrado.
Bell dijo:
—Ayer uno de nuestros chicos del instituto local fue asesinado y una chica del colegio secuestrada. Luego, esta mañana, el criminal volvió y secuestró otra chica. —Rhyme se dio cuenta que la cara del hombre se ensombreció—. Colocó una trampa y uno de mis policías está muy grave. Se halla aquí, en el centro médico, en coma.
Rhyme vio que Sachs dejó de hundir la uña de uno de sus dedos en su pelo para rascar su cuero cabelludo y que prestaba atención profunda a Bell. Bueno, quizá no eran conspiradores, pero Rhyme sabía por qué ella estaba tan interesada en un caso en el cual no tenían tiempo de participar. Y no le gustaba para nada la razón.
—Amelia —comenzó, echando una fría mirada al reloj que estaba apoyado en la pared del despacho de la doctora Weaver.
—¿Por qué no, Rhyme? ¿En qué nos puede perjudicar?
Apartó su largo pelo rojo hacia los hombros, donde quedó como una cascada inmóvil.
Bell miró una vez más la columna vertebral que estaba en el rincón.
—Somos una unidad pequeña, señor. Hicimos lo que pudimos. Todos mis policías y algunas otras personas estuvieron toda la noche buscando, pero el hecho es que no lo pudimos encontrar, ni a él ni a Mary Beth. Pensamos que Ed, el policía que está en coma, echó una mirada a un mapa que muestra dónde puede haber ido el muchacho. Pero los médicos no saben cuándo se despertará, si lo hace. —Miró a Rhyme a los ojos, implorándole—. Le quedaríamos agradecidos si echara una mirada a las pruebas que encontramos y nos diera cualquier sugerencia sobre el lugar al que se dirige el muchacho. Este tema nos sobrepasa. Nos hace falta ayuda.
Pero Rhyme no comprendía. El trabajo de un criminalista consiste en analizar las pruebas para ayudar a los investigadores a identificar un sospechoso y luego testificar en el juicio.
—Sabes quién es el criminal, conoces dónde vive. El fiscal de distrito tendrá un caso irrebatible. Aunque hubieran fastidiado la investigación en la escena del crimen —de la manera en que la policía de las pequeñas ciudades solía hacerlo— habrían dejado pruebas de sobra para obtener una condena.
—No, no. No es el juicio lo que nos preocupa, señor Rhyme. Es encontrarlos antes de que él mate a esas chicas. O al menos a Lydia. Pensamos que Mary Beth ya puede estar muerta. Mire, cuando esto sucedió me puse a hojear un manual de la policía estatal sobre investigación criminal. Decía que en el caso de un secuestro con fines sexuales generalmente se tienen 24 horas para encontrar a la víctima; después de ese tiempo se deshumanizan a los ojos del secuestrador y le es indiferente matar.
Sachs dijo:
—Llamaste muchacho al criminal. ¿Cuántos años tiene?
—Dieciséis.
—Delincuente juvenil.
—Técnicamente —dijo Bell—. Pero su historial es peor que el de la mayoría de nuestros delincuentes adultos.
—¿Han hablado con su familia? —preguntó la pelirroja, como si fuese una conclusión inevitable que tanto ella como Rhyme estaban en el caso.
—Los padres están muertos. Tiene padres adoptivos. Registramos su habitación en su casa. No encontramos ningún escondrijo secreto, ni diarios, ni nada.
Nunca se encuentra, pensó Lincoln Rhyme, deseando con ansias que aquel hombre saliera corriendo hacia su impronunciable condado y se llevara sus problemas con él.
—Creo que debemos ayudarlo, Rhyme —dijo Sachs.
—Sachs, la operación…
Ella dijo:
—¿Dos víctimas en dos días? Podría ir a más. —Los criminales progresivos son como adictos. Para satisfacer su ingente necesidad psicológica de violencia, la frecuencia y gravedad de sus actos van en aumento.
Bell asintió:
—Dices bien. Y hay cosas que no mencioné. Ha habido otras tres muertes en el condado Paquenoke en los últimos dos años y un suicidio cuestionable hace apenas unos días. Pensamos que el muchacho puede estar involucrado en todos ellos. Lo que ocurre es que no encontramos suficientes pruebas para detenerlo.
¿Pero entonces yo no estaba trabajando en estos casos, o sí? Pensó Rhyme antes de reflexionar que el orgullo sería probablemente el pecado que lo destruiría.
Con pocas ganas sintió que su motor mental se ponía en marcha, intrigado por los enigmas que el caso presentaba. Lo que había mantenido cuerdo a Lincoln Rhyme después de su accidente, lo que le había detenido ante la idea de encontrar a algún Jack Kevorkian que le ayudara con un suicidio asistido, eran los desafíos mentales como aquél.
—Tu operación no es hasta pasado mañana, Rhyme —presionó Sachs—. Y todo lo que tienes hasta entonces son esas pruebas.
Ah, tus motivos ocultos están apareciendo, Sachs…
Pero ella tenía un buen argumento. El permanecería largo tiempo inactivo hasta la operación. Y sería un tiempo inactivo preoperatorio, lo que significaba sin whisky escocés de dieciocho años. ¿De todas formas, qué podía hacer un tetrapléjico en una pequeña ciudad de Carolina del Norte? El enemigo mayor de Lincoln Rhyme no lo constituían los espasmos, el dolor fantasma o la disrreflexia que asuelan a los pacientes medulares; era el aburrimiento.
—Os daré un día —dijo finalmente Rhyme—. Siempre y cuando no demore la operación. He estado en lista de espera durante catorce meses para conseguir este tratamiento.
—Es un trato, señor, —dijo Bell. Su cansado rostro se iluminó.
Pero Thom negó con la cabeza.
—Escucha, Lincoln, no estamos aquí para trabajar. Estamos aquí para tu operación y luego nos vamos. Yo no tengo ni la mitad del equipo que necesito para cuidarte cuando estás trabajando.
—Estamos en un hospital, Thom. No me sorprendería en absoluto que encuentres aquí casi todo lo que necesitas. Hablaremos con la doctora Weaver. Estoy seguro de que le encantará ayudarnos.
El ayudante, resplandeciente en su camisa blanca, pantalones marrones planchados y corbata, dijo:
—Para que conste, no creo que sea una buena idea.
Pero como ocurre con los cazadores de todas partes —tengan o no movilidad— una vez que Lincoln Rhyme tomó la decisión de ir tras su presa, nada más le importaba. Ignoró a Thom y comenzó a interrogar a Jim Bell.
—¿Cuánto tiempo hace que está huyendo?
—Sólo un par de horas —dijo Bell—. Lo que haré es ordenar que un policía traiga aquí las pruebas que encontramos y quizás un mapa de la región. Estaba pensando…
Pero la voz de Bell se hizo inaudible cuando Rhyme sacudió la cabeza y frunció el entrecejo. Sachs reprimió una sonrisa; ella sabía lo que estaba pensando.
—No —dijo Rhyme con firmeza—. Nosotros iremos allí. Tendrás que establecernos en algún lugar. ¿Me repites cuál es la capital del condado?
—Uhm, Tanner's Corner.
—Ubícanos en algún lugar en que podamos trabajar. Necesitaré un asistente forense… ¿Tienes un laboratorio en la oficina?
—¿Nosotros? —preguntó el asombrado sheriff—. Ni en sueños.
—Bien, te prepararemos una lista del equipo que necesitaremos. Puedes pedirlo prestado a la policía del Estado. —Rhyme miró el reloj de la pared—. Podemos estar allí dentro de media hora. ¿Verdad, Thom?
—Lincoln…
—¿Verdad?
—En media hora —musitó el resignado ayudante.
¿Ahora quién estaba de mal humor?
—Pide los papeles a la doctora Weaver. Nos los llevaremos. Los puedes rellenar mientras Sachs y yo trabajamos.
—Está bien.
Sachs estaba escribiendo una lista del equipamiento forense básico. La sostuvo para que Rhyme la leyera. Él asintió y después dijo:
—Agrega una unidad del gradiente de densidad. Por lo demás, me parece bien.
Ella escribió el nombre del artículo en la lista y se la entregó a Bell, quien la leyó, meneando la cabeza con incertidumbre.
—Trataré de conseguir todo, por supuesto. Pero realmente no quiero que se tomen tantas molestias…
—Jim, supongo que puedo hablar francamente.
—Seguro.
El criminalista dijo en voz baja:
—Limitarnos a examinar algunas pruebas no servirá de nada. Si queréis que esto funcione, Amelia y yo debemos estar a cargo de la persecución. Al cien por cien. Ahora quiero que me lo digas claramente: ¿supondría eso un problema para alguien?
—Me aseguraré de que no lo sea.
—Bien. Entonces ve a conseguir ese equipo. Necesitamos movernos.
El sheriff Bell se quedó un momento de pie, asintiendo, con el sombrero en una mano y la lista de Sachs en la otra, antes de dirigirse a la puerta. Rhyme creía que el primo Roland, un hombre con muchos dichos del sur, tenía una expresión que cuadraba con la cara de un sheriff. No estaba muy seguro de cómo iba la frase, pero tenía que ver con cazar a un oso por la cola.
—Otra cosa más —dijo Sachs, deteniendo a Bell cuando salía por la puerta, que se paró y volvió—. ¿El asesino? ¿Cómo se llama?
—Garrett Hanlon. Pero en Tanner's Córner lo llaman el Muchacho Insecto.
*****
Paquenoke es un pequeño condado al noroeste de Carolina del Norte. Tanner's Corner, aproximadamente en el centro del condado, es la ciudad más grande y está rodeada por agrupamientos más pequeños y aislados de poblados residenciales o comerciales, tales como Blackwater Landing, en la ribera del río Paquenoke —llamado el Paquo por la gente del lugar—, unos pocos kilómetros al sur de la capital del condado.
Al sur del río se ubica la mayoría de las áreas residenciales y de compras. La tierra en este lugar está salpicada de suaves pantanos, bosques, campos y estanques. Casi toda la población vive en esta mitad. Al norte del Paquo, por el otro lado, la tierra es traicionera. El pantano Great Dismal ha invadido y engullido asentamientos de caravanas, casas, los pocos molinos y fábricas que existían de ese lado del río. Ciénagas pobladas de víboras reemplazaron los estanques y los campos, y los bosques, en gran parte muy antiguos, son impenetrables a menos que uno tenga la suerte de encontrar un sendero. Nadie vive en esa parte del río excepto gente de mala vida y algunos pocos locos del pantano. Hasta los cazadores tienden a evitar la región después del incidente de dos años atrás, cuando unos jabalíes atraparon a Tal Harper y ni siquiera después de matar a tiros a la mitad de ellos pudo impedir que el resto lo devorara antes de que llegara la ayuda.
Como la mayoría de la gente del condado, Lydia Johansson raramente se aventuraba al norte del Paquo, y cuando lo hacía, nunca se alejaba de la civilización. Ahora se dio cuenta, con una abrumadora sensación de desesperación, que al cruzar el río había atravesado algún tipo de frontera, hacia un lugar del cual podría no volver jamás. Una frontera que no era sólo geográfica sino también espiritual.
Se sentía aterrorizada al ser arrastrada por aquel ser. Por supuesto, aterrorizada por la forma en que miraba su cuerpo, aterrorizada por su tacto, aterrorizada por la posibilidad de morir de calor o de insolación, o por la mordedura de víboras. Pero lo que la asustaba más era darse cuenta de lo que había dejado en el lado sur del río: su vida frágil y cómoda, a pesar de lo humilde que era, con sus pocos amigos y colegas enfermeras del servicio hospitalario, los doctores con los que tonteaba sin resultados, las fiestas con pizza, las reposiciones de la serie Seinfeld, sus libros de terror, el helado, los hijos de su hermana. Hasta llegó a recordar con anhelo las partes más conflictivas de su vida: la lucha contra los kilos, la pelea para dejar de fumar, las noches en soledad, los largos periodos sin que la llamara el hombre con el que se encontraba ocasionalmente. Ella lo llamaba su «novio», si bien sabía que tomaba deseos por realidades… Incluso todas esas cosas parecían cargadas de emoción, sólo en razón de su familiaridad.
Pero no había ni una pizca de comodidad en el lugar en que se encontraba en ese momento.
Recordó la terrible escena en el refugio del cazador: el policía Ed Schaeffer yacía inconsciente sobre el suelo, con sus brazos y rostro grotescamente hinchados por las picaduras de las avispas. Garrett había murmurado: «No debería haberlas hostigado. Las avispas amarillas sólo atacan cuando su nido está en peligro. Fue culpa suya».
Caminó hacia adentro lentamente y los insectos lo ignoraron. Cogió algunas cosas. Le ató las manos por delante y luego la guió hacia el bosque a través del cual habían estado caminando unos cuantos kilómetros.
El muchacho se movía de una manera rara, sacudiéndola en una dirección, luego en otra. Hablaba para sí. Se rascaba los manchones rojizos de la cara. Una vez se detuvo en un charco de agua y lo miró fijamente. Esperó hasta que algún bicho o araña se retirara de la superficie y entonces sumergió su rostro en el agua, mojando su piel ardiente. Miró sus pies, luego se quitó el zapato que le quedaba y lo tiró lejos. Siguieron su camino en la tórrida mañana.
Ella observó el mapa que sobresalía de su bolsillo.
—¿Adónde vamos? —le preguntó.
—Cállate. ¿De acuerdo?
Diez minutos más tarde la obligó a quitarse los zapatos y vadearon un arroyo poco profundo y contaminado. Después de cruzarlo la sentó. Garrett lo hizo también frente a ella y, mientras miraba sus piernas y escote, lentamente secó sus pies con un kleenex que sacó de su bolsillo. Ella sintió el mismo asco que había tenido cuando por primera vez tomó una muestra de tejidos de un cadáver en la morgue del hospital. Él le volvió a colocar los zapatos, le ató los cordones apretados, asiendo sus tobillos más tiempo del necesario. Luego consultó el mapa y la condujo de nuevo hacia los bosques.
Haciendo sonar las uñas, rascándose la cara…
Poco a poco, los marjales se hicieron más enmarañados y el agua más oscura y profunda. Ella supuso que se dirigían hacia el pantano Great Dismal, a pesar de que no podría imaginar por qué. Justo cuando parecía que no podían ir más allá a causa de las aguas estancadas, Garrett se encaminó a un enorme bosque de pinos, que, para alivio de Lydia, era mucho más fresco que los expuestos pantanos.
Él encontró otro sendero y la condujo por él hasta que llegaron a una colina abrupta. Una serie de rocas llevaban a la cima.
—No puedo subirla —dijo Lydia, luchando por parecer desafiante—. No con mis manos atadas. Resbalaré.
—Chorradas —murmuró el muchacho con ira, como si ella fuera idiota—. Tienes puestos tus zapatos de enfermera. Se agarran bien. Mírame a mí. Yo estoy descalzo y la puedo escalar. ¡Mira mis pies, mira! —Le mostró las plantas. Eran callosas y amarillas—. Ahora levanta el culo de ahí. Cuidado, cuando llegues a la cima no camines más. ¿Me oyes? Eh, ¿estás escuchando? —Otro silbido, una gota de saliva le tocó la mejilla y pareció quemar su piel como ácido.
Dios, cómo te odio, pensó Lydia.
Comenzó a trepar. Hizo una pausa a medio camino, miró hacia atrás. Garrett la observaba de cerca, haciendo sonar sus uñas. Observaba sus piernas, enfundadas en medias blancas y con su lengua se acariciaba los dientes delanteros. Luego miró más arriba, debajo de su falda.
Lydia siguió subiendo. Escuchaba la respiración sibilante del chico a medida que iba tras ella.
En la cima de la colina había un claro y de él un solo sendero llevaba a un tupido grupo de pinos. Lydia comenzó a caminar por el sendero, hacia la sombra.
—¡Eh! —gritó Garrett—. ¿No me oíste? ¡Te dije que no te movieras!
—¡No estoy tratando de escapar! —gritó ella—. Hace calor. Estoy tratando de salir del sol.
Él señalo el suelo a un metro. Había una espesa manta de ramas de pino en medio del sendero.
—Podías haber caído dentro —su voz sonó áspera—. Podrías haberlo arruinado.
Lydia miró de cerca. Las hojas de pino cubrían un profundo pozo.
—¿Qué hay allí abajo?
—Es una trampa mortal.
—¿Qué hay dentro?
—Ya sabes, una sorpresa para quienquiera que nos siga. —Esto lo dijo con orgullo, con una sonrisa burlona, como si hubiera sido muy inteligente al concebirlo.
—¡Pero cualquiera puede caer dentro!
—Mierda —murmuró el muchacho—. Esto está al norte del Pasquo. Los únicos que podrían tomar este camino son las personas que nos persiguen. Y se merecen todo lo que les pase. Sigamos caminando. —Otra vez con voz sibilante. La tomó de la muñeca y la condujo bordeando el pozo.
—¡No tienes que agarrarme tan fuerte! —protestó Lydia.
Garrett la miró; luego disminuyó un poco el apretón, pero su toque suave, demostró ser mucho más preocupante; comenzó a acariciarle la muñeca con el dedo del medio, que a ella le recordaba una garrapata llena de sangre buscando un lugar para agujerear su piel.