Garrett conocía los canales navegables como un experto piloto fluvial y dirigió el bote por lo que parecían ser vías sin salida; sin embargo siempre lograba encontrar, a través del laberinto, arroyuelos estrechos como hilos de araña, que llevaban sin pausas hacia el oeste.
El muchacho señaló a Sachs nutrias de río, ratones almizcleros y castores, observaciones que podrían haber excitado a naturalistas aficionados, pero que a ella la dejaron fría. Su contacto con la vida silvestre se reducía a ratas, palomas y ardillas de la ciudad, sólo en la medida en que resultaban útiles para su trabajo forense y el de Rhyme.
—¡Mira allí! —gritó el muchacho.
—¿Qué?
Garrett señalaba algo que ella no podía ver. El chico miró fijamente un punto cerca de la orilla, ensimismado en algún drama minúsculo que se representaba en el agua. Todo lo que Sachs podía ver era un bicho que se deslizaba por la superficie del agua.
—Zapatero —le informó Garrett, volviéndose a sentar cuando hubieron pasado. Su rostro se puso serio—. Los insectos son, cómo diríamos, mucho más importantes que nosotros. Quiero decir, en lo que se refiere a que nuestro planeta siga viviendo. Mira, leí en algún lugar que, si toda la gente de la tierra desapareciera mañana, el mundo seguiría andando muy bien. Pero si los insectos desaparecieran, entonces, también la vida desaparecería rápidamente, digamos, en una generación. Morirían las plantas, luego los animales y la tierra se convertiría de nuevo en la gran roca que fue un día.
A pesar de su lenguaje adolescente, Garrett hablaba con la autoridad de un profesor universitario y el entusiasmo de un predicador. Continuó:
—Sí, algunos insectos son un grano en el culo. Pero eso pasa con pocos, más o menos el uno o dos por ciento —su cara se animó y dijo con orgullo—: … y los que comen las cosechas y cosas parecidas, bueno, pero yo tengo esta idea, ¡es estupenda! Quiero criar una clase especial de crisopa dorada, para controlar los insectos dañinos, para reemplazar a los insecticidas, de manera que los insectos buenos y demás animales no mueran. La crisopa es el mejor. Nadie lo ha hecho todavía…
—¿Piensas que lo puedes hacer, Garrett?
—Aún no sé cómo exactamente. Pero aprenderé.
Sachs recordó lo que había leído en el libro del chico, el término de E. O. Wilson, biofilia: afecto que la gente siente por otros tipos de vida en el planeta. A medida que lo escuchaba contar todos estos detalles, todos prueba de amor por la naturaleza y la sabiduría, lo primero que se le ocurría era que nadie que estuviera tan fascinado por las criaturas vivientes como este chico y que en su particular y extraña manera las amara, podía ser un violador y un asesino en manera alguna.
Amelia se aferró a este pensamiento, que la sostuvo mientras navegaban por el Paquenoke, escapando de Lucy Kerr, del misterioso hombre del mono marrón y de la simple y conflictiva ciudad de Tanner's Corner.
Escapando también de Lincoln Rhyme. De su inminente operación y las terribles consecuencias que podría tener para los dos.
El angosto bote pasaba camuflado por los afluentes, que ya no tenían aguas negras sino doradas, reflejando la luz del sol que se ocultaba, de la misma forma que el grillo francés del que Garrett le había hablado. Finalmente el chico salió de las aguas secundarias y enfiló por el canal principal del río, bordeando la orilla. Sachs miró hacia atrás, hacia el este, para ver si los seguían barcos de la policía. No vio nada excepto una de las grandes barcas de Industrias Davett, que se dirigía río arriba, se alejaba de ellos. Garrett dio marcha atrás al motor y condujo hacia una cala pequeña. Escudriñó a través de la rama pendiente de un sauce y miró hacia el oeste, hacia un puente que cruzaba el Paquenoke.
—Tenemos que pasar por debajo —dijo—. No podemos rodearlo —estudió su extensión—. ¿Ves a alguien?
Sachs miró. Vio unos cuantos destellos de luz.
—Quizá. No lo puedo decir. Hay demasiado resplandor.
—Ese es el lugar donde esos imbéciles nos deberían esperar —dijo Garrett, nervioso—. Siempre me preocupa el puente. Te pueden ver.
¿Siempre?
Garrett varó el bote y apagó el motor. Desembarcó y desenroscó una tuerca que sostenía el motor fuera de borda, lo sacó y lo escondió en la hierba, junto al tanque de combustible.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Sachs.
—No podemos correr el riesgo de que nos localicen.
Garrett sacó del bote la nevera portátil y los botellones de agua y ató los remos a los asientos con dos trozos de cuerda grasienta. Derramó el agua de media docena de botellones y les puso nuevamente la tapa, luego los dejó a un lado. Señaló las botellas con la cabeza:
—Lástima de agua. Mary Beth no tiene nada. Necesitará algo para beber. Pero puedo conseguírsela del estanque que está cerca de la cabaña —luego anduvo con dificultad por el río y cogió al bote por un costado—. Ayúdame —le dijo— tenemos que volcarlo.
—¿Vamos a hundirlo?
—No. Sólo le daremos la vuelta. Pondremos los botellones dentro. Flotará muy bien.
—¿La vuelta?
—Seguro…
Sachs se dio cuenta de lo que Garrett pensaba hacer. Se pondrían debajo del bote y pasarían el puente flotando. El oscuro casco, al pasar por debajo, sería casi imposible de ver desde el puente. Una vez que hubieran pasado, podrían darle vuelta otra vez y remar hasta donde estaba Mary Beth.
Garrett abrió la nevera y encontró una bolsa plástica.
—Podemos poner nuestras cosas en ella de manera que no se mojen.
Colocó dentro su libro, The Miniature World. Sachs echó su cartera y el arma. Se puso la camiseta por dentro de los pantalones y deslizó la bolsa en la parte anterior.
Garrett dijo:
—¿Me puedes quitar las esposas? —acercó sus manos.
Sachs vaciló.
—No quiero ahogarme —dijo el chico con ojos suplicantes.
Tengo miedo. ¡Dile que se detenga!
—No haré nada malo. Lo prometo.
De mala gana, Sachs buscó la llave en su bolsillo y abrió las esposas.
*****
Los indios Weapemeoc, nativos de lo que es ahora Carolina del Norte, pertenecían, por su lenguaje, a la nación algonquina y estaban relacionados con los Powhatans, los Chowans y las tribus Pamlico de la región mesoatlántica de Estados Unidos.
Eran granjeros excelentes, y los demás nativos norteamericanos los envidiaban por sus proezas en el arte de la pesca. Eran extremadamente pacíficos y mostraban poco interés por las armas. Trescientos años atrás, el científico británico Thomas Harriot escribió: «Las armas que poseen son sólo arcos hechos con madera de castaño y flechas de caña; tampoco tienen mucho con que defenderse, excepto escudos realizados con corteza de árbol, y algunas armaduras hechas de varas unidas por hilo».
Los colonizadores británicos se encargaron de tornarlos belicosos y lo hicieron con mucha eficacia al usar varios métodos simultáneos: los amenazaron con la ira de Dios si no se convertían de inmediato, diezmaron la población al importar la gripe y la viruela, exigieron alimentos y vivienda, porque eran demasiado holgazanes para buscarlos por sí mismos y asesinaron a uno de los jefes más respetados de la tribu, Wingina, pues los colonizadores estaban convencidos de que preparaba un ataque contra los asentamientos británicos, lo que resultó completamente erróneo como se demostró después.
Ante la sorpresa indignada de los colonizadores, los indios prefirieron jurar lealtad a sus propias deidades, unos espíritus llamados Manitús, a aceptar a Jesucristo en sus corazones; luego hicieron la guerra contra los británicos. La primera acción de esta contienda, de acuerdo a la historia escrita por la joven Mary Beth McConnell, fue el ataque contra los colonos perdidos de la isla Roanoke.
Después de que huyeran los colonizadores, la tribu, previendo refuerzos británicos, tomó una postura distinta frente a las armas: comenzó a utilizar el cobre en la manufactura de sus propias armas. Hasta entonces sólo lo usaban para la decoración. Las puntas de flecha de metal eran mucho más agudas que el pedernal y más fáciles de hacer. Sin embargo, al contrario de lo que pasa en las películas, una flecha arrojada por un arco, que tiene poca fuerza, no penetra mucho en la piel y raramente es mortal. Por ello, para liquidar a su adversario el guerrero Weapemeoc le asestaba un coup de grace, golpe en la cabeza con un garrote llamado, adecuadamente, un «palo mortal», que la tribu sabía construir con mucha habilidad.
Un «palo mortal» no era nada más que una piedra grande y redondeada, unida al extremo hendido de un palo y atada con una tira de cuero. Era un arma muy eficaz, y la que Mary Beth estaba fabricando, basada en su conocimiento de la arqueología de los nativos americanos, era de seguro tan letal como las que, según su teoría, habían aplastado los cráneos y quebrado las espinas dorsales de los colonos de Roanoke cuando pelearon en su última batalla a las orillas del Paquenoke, en lo que ahora se llamaba Blackwater Landing.
Había hecho el arma con dos varas curvas de la antigua silla de comedor de la cabaña. La piedra era la que Tom, el amigo del Misionero, le había arrojado. La montó entre las dos varas y la ató con largas tiras de tela desgarradas de la parte posterior de su camisa. El arma era pesada, tres o cuatro kilos, pero no demasiado para ella, que por lo general levantaba rocas de quince o veinte kilos en sus excavaciones arqueológicas.
Ahora se levantó de la cama y blandió el arma varias veces, complacida por el poder que el garrote le proporcionaba. A su oído llegó un zumbido, los insectos en los botes. Le hizo recordar el desagradable hábito de Garrett de hacer sonar sus uñas. Tembló de rabia y levantó el palo para descargarlo sobre el bote más cercano.
Pero entonces se detuvo. Odiaba a los insectos, sí, pero su cólera no estaba dirigida contra ellos. Era con Garrett con quien estaba furiosa. Dejó de preocuparse de los botes y caminó hacia la puerta, luego la golpeó con el garrote varias veces, cerca de la cerradura. La puerta ni se movió. Bueno, no había esperado que lo hiciera. Pero lo importante era que había atado la piedra al extremo de las varas muy firmemente. No se soltó.
Naturalmente, si el Misionero y Tom volvían con un arma de fuego, el garrote no serviría de mucho, pero había decidido que si entraban, mantendría el garrote escondido detrás de ella y el primero que la tocara saldría con el cráneo destrozado. El otro podría matarla pero se llevaría uno con ella. Se imaginaba que así había muerto Virginia Dare.
La chica se sentó y miró por la ventana, al sol que se ponía y a la hilera de árboles donde vio por primera vez al Misionero.
¿Qué sentimiento la dominaba? Supuso que el miedo.
Pero determinó que no se trataba en absoluto de miedo, sino de impaciencia. Quería que sus enemigos volvieran.
Levantó el palo y lo puso en la falda.
Prepárate, le había dicho Tom.
Bueno, se había preparado.
*****
—Hay un bote.
Lucy se inclinó hacia delante a través de las hojas de un punzante laurel, en la orilla cercana al puente Holbeth. Su mano estaba sobre su arma.
—¿Dónde? —le preguntó a Jesse Corn.
—Allí —señaló río arriba.
Lucy pudo ver vagamente una leve oscuridad sobre el agua, a media milla. Se movía con la corriente.
—¿Qué quieres decir con que hay un bote? —preguntó—. Yo no veo…
—No, mira. Está dado vuelta.
—Apenas lo puedo ver —dijo Lucy—. Tienes buena vista.
—¿Son ellos? —preguntó Trey.
—¿Qué pasó? ¿Se dio la vuelta?
Pero Jesse Corn dijo:
—No, están debajo.
Lucy frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Sólo tengo un presentimiento —dijo Jesse.
—¿Hay suficiente aire ahí abajo? —preguntó Trey.
Jesse dijo:
—Seguro. Está bastante alto sobre el agua. Solíamos hacer lo mismo con canoas en el lago Bambert. Cuando éramos niños. Jugábamos al submarino.
Lucy dijo:
—¿Qué hacemos? Necesitamos un bote o algo para llegar hasta ellos —comentó, mirando a su alrededor.
Ned se quitó su cinto y se lo entregó a Jesse Corn.
—Diablos, me acercaré y lo empujaré hasta la orilla.
—¿Puedes nadar por aquí? —le preguntó Lucy.
El hombre se quitó las botas.
—He nadado por este río un millón de veces.
—Te cubriremos —dijo Lucy.
—Están bajo el agua —seguía diciendo Jesse—. No creo que vayan a dispararle a nadie.
Trey comentó:
—Un poco de grasa en los cartuchos y aguantan semanas bajo el agua.
—Amelia no va a disparar —dijo Jesse, el defensor de Judas.
—Pero no vamos a correr riesgos —agregó Lucy. Luego se dirigió a Ned—: No lo des vuelta. Limítate a nadar hasta el bote y tráelo para aquí. Trey, tu vas al otro lado, cerca del sauce, con la escopeta de perdigones. Jesse y yo estaremos aquí en la orilla. Los atraparemos en un fuego cruzado si pasa algo.
Ned, descalzo y sin camisa, caminó con brío por el embarcadero pedregoso hasta la playa barrosa. Miró a su alrededor con cuidado, Lucy supuso que por las víboras, y entró en el agua. Nadó con grandes brazadas hacia el bote, en silencio, manteniendo la cabeza fuera del agua. Lucy sacó su Smith & Wesson de la cartuchera. Montó el percutor. Miró a Jesse Corn, que echó una mirada al arma, nervioso. Trey estaba de pie junto a un árbol, con la escopeta en las manos y el cañón levantado. Vio el arma cargada de Lucy y metió un cartucho en la recámara del Remington.
El bote estaba a diez metros, cerca de la mitad de la corriente.
Ned era un buen nadador y cubría la distancia con rapidez. Estaría allí en…
El disparo sonó fuerte y cercano. Lucy brincó cuando un espumarajo de agua saltó al aire a unos centímetros de Ned.
—¡Oh, no! —gritó Lucy, levantando el arma y buscando al tirador.
—¿Dónde, dónde? —gritó Trey, agachándose y cogiendo con firmeza su escopeta.
Ned se zambulló bajo la superficie.
Otro disparo. El agua saltó al aire. Trey bajó la escopeta y comenzó a disparar contra el bote. Disparos de pánico. El arma calibre doce no tenía más que siete cartuchos. El policía los disparó en segundos, acertando los siete en el bote, las astillas de la madera y el agua volaban por doquier.
—¡No! —Gritó Jesse—. ¡Hay gente allí abajo!
—¿Desde dónde están disparando? —Exclamó Lucy—. ¿De debajo del bote? ¿Del otro lado? No lo puedo entender. ¿Dónde están Amelia y Garrett?
—¿Dónde está Ned? —Preguntó Trey—. ¿Le dieron? ¿Dónde está Ned?
—No lo sé —gritó Lucy con la voz ronca por el pánico—. No lo puedo ver…
Trey volvió a cargar y apuntó al bote una vez más.
—¡No! —Ordenó Lucy—. No dispares. ¡Cúbreme!
Corrió por el embarcadero y entró con dificultad en el agua. De repente, cerca de la orilla, escuchó un jadeo como de ahogo y Ned apareció en la superficie.
—¡Ayúdame! —estaba aterrorizado y miró hacia atrás antes de salir del agua.
Jesse y Trey apuntaron sus armas a la orilla opuesta y caminaron lentamente por la pendiente hacia el río. Los ojos consternados de Jesse estaban fijos en el bote acribillado, en los terribles e irregulares agujeros del casco.
Lucy entró en el agua, guardó su pistola y tomó a Ned por un brazo, lo arrastró a la orilla. Había estado bajo el agua tanto tiempo como se pudo, se encontraba pálido y débil por la falta de oxígeno.
—¿Dónde están? —se empeñó en preguntar, ahogándose.
—No lo sabemos —contestó Lucy y lo llevó hacia un montón de arbustos. Ned se dejó caer a su lado, escupiendo y tosiendo. Lucy lo examinó cuidadosamente. No estaba herido.
Se les unieron Trey y Jesse, ambos en cuclillas y con los ojos fijos en el río, en busca de sus atacantes.
Ned se ahogaba todavía.
—Maldita agua. Sabe a mierda.
El bote se dirigía lentamente hacia ellos, ahora casi sumergido.
—Están muertos —murmuró Jesse Corn, mirando el bote—. Tienen que estarlo.
El bote se acercó. Jesse se sacó el cinto y caminó hacia él.
—No —dijo Lucy, sus ojos en la lejana orilla—. Deja que venga a nosotros.