La cárcel de Tanner's Corner era una estructura que quedaba a doscientos metros largos del Departamento del sheriff.
Sachs y Bell caminaron hacia el lugar a lo largo de la acera abrasadora. Ella se sintió nuevamente afectada por la cualidad de ciudad fantasma de Tanner's Corner. Los borrachos que habían visto cuando llegaron por primera vez aún estaban en el centro de la ciudad, sentados en un banco, silenciosos. Una mujer huesuda y bien peinada aparcó su Mercedes en una hilera de lugares vacíos, salió del coche y caminó hacia el salón de manicura. El coche reluciente parecía por completo fuera de lugar en la pequeña ciudad. No había nadie más en la calle. Sachs notó que media docena de tiendas habían quebrado. Una de ellas había sido una juguetería. En el escaparate se podía ver el maniquí de un bebé que tenía puesto un body desteñido por el sol. ¿Dónde, pensó otra vez, están todos los niños?
Miró entonces al otro lado de la calle y vio un rostro que la observaba desde las oscuras profundidades del bar de Eddie. Entrecerró los ojos.
—¿Esos tres tipos? —dijo, señalando con la cabeza.
Bell miró.
—¿Culbeau y sus compinches?
—Sí. Son conflictivos. Me quitaron el arma —dijo Sachs—. Uno de ellos. O'Sarian.
El sheriff frunció el ceño.
—¿Qué sucedió?
—La recuperé —contestó ella, lacónica.
—¿Quieres que lo haga arrestar?
—No. Sólo pensé que deberías saberlo: están molestos porque perdieron la recompensa. Si me lo preguntas, sin embargo, te diré que es algo más que eso. Están a la caza del chico.
—Ellos y el resto del pueblo.
Sachs dijo:
—Pero el resto del pueblo no lleva armas cargadas.
Bell rió y dijo:
—Bueno, no todos, por supuesto.
—También tengo cierta curiosidad por saber cómo aparecieron en el molino.
El sheriff pensó un momento.
—¿Estás pensando en Mason?
—Sí —dijo Sachs.
—Quiero que se vaya de vacaciones esta semana. Pero no hay posibilidad de que ello suceda. Bueno, ya llegamos. No es una cárcel muy grande. Pero funciona.
Entraron al edificio de una planta, construido con bloques livianos de hormigón. Por suerte, el ruidoso acondicionador de aire mantenía los cuartos frescos. Bell dijo a Sachs que colocara su pistola en un cajón. Él también lo hizo y ambos se dirigieron al cuarto de interrogatorios. Bell cerró la puerta.
Con un mono azul, cortesía del Estado, Garrett Hanlon estaba sentado frente a una mesa, frente a Jesse Corn. El policía sonrió a Sachs y ella contestó con una sonrisa más pequeña. Luego miró al chico y le impresionó su expresión de tristeza y desesperación.
Estoy asustado. ¡Haz que se detenga!
En su cara y en sus manos había ronchas que no estaban allí antes. Sachs preguntó:
—¿Qué le pasa a tu piel?
Él se miró el brazo y se lo frotó tímidamente.
—Hiedra venenosa —musitó.
Con una voz amable, Bell le dijo:
—¿Te leyeron tus derechos, verdad? ¿Te los leyó la policía Kerr?
—Sí.
—¿Y los comprendes?
—Creo que sí.
—Hay un abogado en camino. El señor Fredericks. Viene de una reunión en Elizabeth City y llegará enseguida. No tienes que decir nada hasta que esté aquí. ¿Lo entiendes?
El chico asintió.
Sachs miró al espejo que permite ver sin ser visto. Se preguntó quién estaría del otro lado, manipulando la cámara de vídeo.
—Pero esperamos que hables con nosotros, Garrett —siguió Bell—. Tenemos cosas realmente importantes que preguntarte. Primero de todo, ¿es verdad? ¿Mary Beth está viva?
—Seguro que lo está.
—¿La violaste?
—Pero, nunca lo haría —dijo el muchacho y el sentimiento dio paso momentáneamente a la indignación.
—Pero tú la secuestraste —dijo Bell.
—Realmente no.
—¿Realmente no?
—Ella, digamos, no comprendía que Blackwater Landing es peligroso. Tuve que sacarla de allí o no estaría segura. Eso es todo. La salvé. Digamos que a veces uno tiene que hacer que alguien haga cosas que no quiere hacer. Por su propio bien. Y… ¿sabe?, luego lo entienden.
—¿Ella está en algún lugar cerca de la playa, no? ¿En los Outer Banks, verdad?
El chico parpadeó al oír esto y sus ojos rojos se estrecharon. Se estaría dando cuenta de que habían encontrado el mapa y hablado con Lydia. Bajó los ojos a la mesa. No dijo nada más.
—¿Dónde está exactamente, Garrett?
—No puedo decírselo.
—Hijo, estás en una situación difícil. Tienes por delante una posible condena por asesinato.
—Yo no maté a Billy.
—¿Cómo sabes que es Billy de quién te estoy hablando? —preguntó rápidamente Bell. Jesse Corn levantó una ceja mirando a Sachs, impresionado por el ingenio de su jefe.
Las uñas de Garrett sonaron.
—Todo el mundo sabe que mataron a Billy —sus ojos veloces abarcaron el cuarto. Se detuvieron inevitablemente en Amelia Sachs. Ella pudo soportar la mirada suplicante sólo durante un instante, luego tuvo que mirar a otro lado.
—Tenemos tus huellas dactilares en la pala que lo mató.
—¿La pala? ¿Que lo mató?
—Sí.
El chico pareció pensar en lo que había sucedido.
—Recuerdo haberla visto tirada sobre el suelo. Quizá la levanté.
—¿Por qué?
—No lo sé. No pensaba en lo que hacía. Me sentía muy raro al ver a Billy tirado allí, todo ensangrentado.
—Bueno, ¿tienes idea de quién mató a Billy?
—Ese hombre. Mary Beth me dijo que estaba, digamos, haciendo este proyecto para la universidad allí, cerca del río y Billy se detuvo para hablar con ella. Entonces apareció ese hombre. Había estado siguiendo a Billy, comenzaron a discutir, a pelear y ese tipo tomó la pala y lo mató. Entonces llegué yo y se escapó.
—¿Lo viste?
—Sí, señor.
—¿Por qué estaban discutiendo? —preguntó Bell, con escepticismo.
—Por drogas o algo así, dijo Mary Beth. Sonaba como que Billy les estaba vendiendo drogas a los chicos del equipo de fútbol. Digamos, ¿esos esteroides?
—Sí —dijo Jesse Corn, con una risa irónica.
—Garrett —dijo Bell—. Billy no andaba en la droga. Lo conocí bien y nunca tuvimos información acerca de esteroides en el instituto.
—Sabemos que Billy te molestaba mucho —dijo Jesse—. Billy y un par de otros muchachos del equipo.
Sachs pensó que no era correcto que dos policías adultos se asociaran para hacerlo hablar.
—Se burlaban de ti. Te llamaban Chico Bicho. Una vez le diste un golpe a Billy y él y sus amigos te dieron una paliza.
—No recuerdo.
—El director Gilmore nos lo contó —dijo Bell—. Tuvieron que llamar a los de seguridad.
—Quizá. Pero no lo maté.
—Ed Schaeffer murió, sabes. Lo picaron esas avispas que estaban en el refugio y murió.
—Lamento que haya sucedido. No fue culpa mía. Yo no puse allí ese nido.
—¿No era una trampa?
—No, se encontraba allí, en el refugio de caza. Yo iba allí muchas veces, hasta dormía ahí, y no me molestaban. Las avispas de chaqueta amarilla sólo pican cuando temen que hagas daño a su familia.
—Bueno, cuéntanos de ese hombre que dices que mató a Billy —dijo el sheriff—. ¿Lo has visto antes por los alrededores?
—Sí, señor. Dos o tres veces en los últimos dos años. Caminaba a través de los bosques que circundan Blackwater Landing. Una vez lo vi cerca de la escuela.
—¿Blanco, negro?
—Blanco y era alto. Quizá de la edad del señor Babbage…
—¿Alrededor de los cuarenta años?
—Sí, creo. Tenía el pelo rubio; usaba un mono de color marrón y una camisa blanca.
—Pero sólo encontramos tus huellas dactilares y las de Billy en la pala —señaló Bell—. Las de nadie más.
Garrett dijo:
—Ya. Creo que llevaba guantes.
—¿Por qué llevaría guantes en esta época del año? —preguntó Jesse.
—Probablemente para no dejar huellas digitales —respondió Garrett.
Sachs volvió a pensar en las huellas de fricción encontradas en la pala. Ni ella ni Rhyme las habían tomado personalmente. A veces es posible obtener imágenes de huellas de fibras en guantes de cuero. Las huellas de guantes de lana o algodón eran mucho menos detectables, si bien las fibras de tela se pueden desprender y quedar atrapadas en las minúsculas astillas de una superficie de madera como el mango de una herramienta.
—Bueno, lo que dices puede haber sucedido, Garrett —dijo Bell—. Pero a nadie le parece que sea la verdad.
—¡Billy estaba muerto! Yo sólo levanté la pala y la miré. Lo que no debería haber hecho. Pero lo hice. Eso es todo lo que pasó. Sabía que Mary Beth estaba en peligro, así que me la llevé para que estuviera segura —dijo, lanzando a Sachs una mirada suplicante.
—Volvamos a ella —dijo Bell—. ¿Por qué estaba en peligro?
—Porque estaba en Blackwater Landing —hizo sonar de nuevo sus uñas. Es una costumbre diferente a la mía, reflexionó Sachs. Yo me hinco las uñas en la carne, el las hace sonar. ¿Cuál es peor? Se preguntó. La mía, decidió, es más destructiva.
El chico volvió sus ojos húmedos y encendidos hacia Sachs. ¡Para! ¡No puedo aguantar esa mirada! pensó ella, mirando hacia otro lado.
—¿Y Todd Wilkes? ¿El chico que se colgó? ¿Lo amenazaste?
—¡No!
—Su hermano te vio gritándole la semana pasada.
—Estaba arrojando cerillas encendidas en un hormiguero. Eso es malo y mezquino y le dije que parara.
—¿Qué pasó con Lydia? —Dijo Bell—. ¿La secuestraste?
—Estaba preocupado por ella también.
—¿Porque estaba en Blackwater Landing?
—Correcto.
—Ibas a violarla, ¿no?
—¡No! —Garrett comenzó a llorar—. No le iba a hacer daño. ¡Ni a nadie! ¡Y no maté a Billy! ¡Todos tratan de hacerme decir que hice algo que no hice!
Bell consiguió un kleenex y se lo alcanzó al muchacho.
La puerta se abrió de repente y entró Mason Germain. Probablemente era la persona que observaba a través del espejo simulado y por el aspecto de su rostro era obvio que había perdido la paciencia. Sachs olió su colonia barata; había llegado a detestar aquel perfume persistente.
—Mason… —comenzó Bell.
—Escúchame, muchacho, ¡dinos donde está esa chica y dínoslo rápido! Porque si no lo haces te vas a Lancaster y te quedarás allí hasta que te rompan el culo… ¿Has oído hablar de Lancaster, no? Porque en caso de que no lo hayas hecho, déjame decirte…
—Muy bien, ya es suficiente —ordenó una voz aguda.
Un hombre pequeño, pero de aspecto combativo entró en el cuarto. Era más bajo que Mason, con el pelo cortado a navaja y perfectamente peinado. Vestía un traje gris, con todos los botones abrochados, una camisa azul bebé y una corbata a rayas. Llevaba zapatos con tacones de seis centímetros.
—No digas una palabra más —le indicó a Garrett.
—Hola Cal —dijo Bell, poco complacido por la presencia del visitante. El sheriff presentó a Sachs y a Calvin Fredericks, el abogado de Garrett.
—¿Qué demonios estáis haciendo interrogando a mi cliente sin estar yo presente? —Señaló a Mason con la cabeza—. ¿Y qué demonios es toda esa charla sobre Lancaster? Tendría que hacer que tú fueras detenido por hablar así a mi cliente.
—Él sabe dónde está la chica, Cal —murmuró Mason—. No lo quiere decir. Le leyeron sus derechos…
—¿Un muchacho de dieciséis años? Bueno, me inclino a desechar por completo este caso, así llegaré a casa temprano para la cena. —Se volvió hacia Garrett—. ¿Qué tal, jovencito, cómo te va?
—Me pica la cara.
—¿Te han rociado con Mace[8]?
—No señor, me pasa así, sin más.
—Haremos que te lo miren, que te pongan alguna crema o algo. Bien, seré tu abogado. El Estado me designó. No tienes que pagarme. ¿Te leyeron tus derechos? ¿Te dijeron que no tienes que decir nada?
—Sí, señor. Pero el sheriff Bell quería hacerme unas preguntas.
El abogado le dijo a Bell:
—Oh, esto es muy interesante, Jim. ¿En qué estabas pensando? ¿Cuatro policías en el cuarto?
Mason dijo:
—Estábamos pensando en Mary Beth McConnell. La chica que secuestró.
—Supuestamente.
—Y violó —murmuró Mason.
—¡No lo hice! —gritó Garrett.
—Tenemos un maldito pañuelo de papel con su semen en él —gruñó Mason.
—¡No, no! —Dijo el chico y su cara se puso roja como un tomate—. Mary Beth se lastimó. Eso es lo que pasó. Se golpeó la cabeza y yo, digamos, le limpié la sangre con un kleenex que tenía en el bolsillo. Y acerca de lo demás… a veces yo, sabéis, me toco… Sé que no debo. Sé que está mal. Pero no puedo evitarlo.
—Shhh, Garrett —dijo Fredericks— no le tienes que explicar nada a nadie. Ahora, este interrogatorio terminó —le dijo a Bell—. Llevadlo de vuelta a su celda.
Mientras Jesse Corn lo conducía hacia la puerta, Garrett se detuvo de repente y miró a Sachs.
—Por favor, tienes que hacer algo por mí. ¡Por favor! En mi cuarto en casa, tengo unos botes.
—Vamos, Jesse —ordenó Bell—. Llévatelo.
Pero Sachs se encontró diciendo:
—Espera. ¿Los botes? ¿Con tus insectos?
El chico asintió.
—¿Les pondrás agua? O al menos déjalos salir. Para que tengan una posibilidad. El señor y la señora Babbage no harán nada para mantenerlos con vida. Por favor…
Sachs vaciló, sintiendo sobre ella los ojos de todos. Luego asintió.
—Lo haré. Te lo prometo.
Garrett le sonrió débilmente.
Bell le lanzó a Sachs una un mirada inquisitiva, luego señaló la puerta y Jesse se llevó al muchacho. El abogado iba a ir tras ellos, pero Bell le incrustó un dedo en el pecho.
—Tú no vas a ningún lado, Cal. Nos sentamos aquí hasta que aparezca McGuire.
—No me toques, Bell —murmuró. Pero se sentó como le indicaron—. Señor Jesús, qué es todo este follón, vosotros hablando con un adolescente de dieciséis años sin…
—Joder, Cal, cállate. No estaba induciendo a una confesión, que de todos modos no nos dio, y aunque lo hubiera hecho no la usaría. Tenemos más pruebas de las necesarias para encerrarlo de por vida. Todo lo que me importa es encontrar a Mary Beth. Está en algún lugar de los Outer Banks y ese territorio constituye un pajar muy grande para encontrar una aguja sin ayuda.
—De ninguna manera. No dirá otra palabra.
—Podría morir de sed, Cal, de inanición. De insolación, enfermar…
Como el abogado no le contestó, el sheriff dijo:
—Cal, ese chico es una amenaza. Hay gran cantidad de informes de denuncias contra él…
—Que mi secretaria me leyó cuando veníamos hacia aquí. Demonios, la mayoría son por vagancia. Oh, y por fisgonear, lo que resulta cómico, ya que ni siquiera estaba en la propiedad del demandante, sólo holgazaneando en la acera.
—El nido de avispas hace unos años —dijo Mason con ira—. Meg Blanchard.
—Vosotros lo dejasteis libre —señaló contento el abogado—. Ni siquiera se le acusó de ello.
Bell dijo:
—Esta vez es diferente, Cal. Tenemos testigos, tenemos evidencias incontrastables y ahora Ed Schaeffer está muerto. Podemos hacerle a este chico todo lo que queramos.
Un hombre delgado, con traje azul de lino, entró en el cuarto de interrogatorios. Tenía el pelo gris y ralo, la cara arrugada de un hombre de cincuenta y cinco años. Saludó a Amelia con un leve movimiento de cabeza y a Federicks con expresión sombría.
—He escuchado lo suficiente como para pensar que se trata de uno de los casos más fáciles de asesinato en primer grado, secuestro y ataque sexual que he tenido en años.
Bell le presentó a Sachs a Bryan McGuire, el fiscal del condado de Paquenoke.
—Tiene dieciséis años —dijo Fredericks.
Con una voz firme, el fiscal del distrito dijo:
—Si no fuera esta jurisdicción lo juzgarían como un adulto y le darían doscientos años de cárcel.
—Dese prisa McGuire —dijo Fredericks con impaciencia—. Usted quiere lograr un trato. Conozco ese tono.
McGuire movió la cabeza hacia Bell y Sachs dedujo que el sheriff y el fiscal de distrito ya habían tenido, con anterioridad, una conversación a este respecto.
—Por supuesto que queremos un trato —siguió Bell—. Hay una buena posibilidad de que la chica esté viva y queremos encontrarla antes que pase algo irreparable.
McGuire dijo:
—Cal, tenemos tantos cargos contra este chico, que te asombrarás de lo flexibles que podemos ser.
—Asómbreme —dijo el gallito abogado defensor.
—Podría conformarme con dos cargos de detención ilegal y violencia y dos cargos de homicidio involuntario en primer grado, uno por Billy Stail y otro por el policía que murió. Sí, señor, estoy dispuesto a hacerlo. Todo condicionado a que se encuentre viva a la chica.
—Ed Schaeffer —contraatacó el abogado—. Eso fue accidental.
Mason exclamó con furia:
—Fue una jodida trampa que preparó el muchacho.
—Te daré homicidio involuntario en primer grado por Billy —ofreció McGuire— y homicidio por negligencia por el policía.
Fredericks reflexionó un momento sobre la oferta.
—Dejadme ver qué puedo hacer —haciendo ruido con los tacones, el abogado desapareció en dirección a las celdas para consultar con su cliente. Volvió cinco minutos después. No estaba contento.
—¿Qué pasó? —preguntó Bell, desalentado al ver la expresión del abogado.
—No hubo suerte.
—¿Se opone rotundamente?
—Por completo.
Bell musitó:
—Si sabes algo y no nos lo dices, Cal… No me interesa un rábano el secreto entre abogado y cliente.
—No, no, Jim, de verdad. Dice que está protegiendo a la chica, que está contenta donde está y que deberíais ir a buscar a ese otro tipo de mono marrón y camisa blanca.
Bell dijo:
—Ni siquiera tiene una buena descripción y si nos da una la cambiará mañana porque la está inventando.
McGuire atusó su ya bien alisado cabello. La defensa usa Aqua Net, podía oler Sachs. La acusación, Brylcreem.
—Escucha, Cal, es tu problema. Yo te ofrezco lo que te ofrezco. Nos dices el paradero de la chica; si ella está viva, yo mantengo los cargos reducidos. Si no lo consigues, lo llevaré a juicio y pediré la luna. Ese muchacho nunca volverá a ver el exterior de una prisión. Ambos lo sabemos.
Silencio por un momento.
Fredericks dijo:
—Tengo una idea.
—¿Qué? —dijo McGuire con escepticismo.
—No, escuchad… tuve un caso en Albemarle hace un tiempo, una mujer afirmaba que su hijo había huido del hogar. Pero parecía sospechoso.
—¿El caso Williams? —Preguntó McGuire—. ¿Esa mujer negra?
—Ese mismo.
—Oí hablar de él. ¿Tú la representaste?
—Exacto. Nos contaba unas historias muy extrañas y tenía un historial de problemas mentales. Yo contraté a ese psicólogo de Avery, esperando que me pudiera ayudar a demostrar que estaba enajenada. Le hizo unos tests. Durante uno de ellos se quebró y nos contó lo que había pasado.
—Hipnosis, ¿esa tontería sobre la recuperación de la memoria? —preguntó McGuire.
—No, es otra cosa. El psicólogo la llama la terapia de la silla vacía. No sé exactamente cómo funciona, pero realmente la hizo hablar. Como si todo lo que necesitara fuera un empujón. Dejadme hacerle una llamada a este tipo y que venga a hablar con Garrett. El chico puede ser más razonable… Pero —el abogado defensor incrustó un dedo en el pecho de Bell—, todo lo que hablen es secreto y no te pongas impaciente, pues primero lo tenemos que decidir el tutor ad litem y yo.
Bell miró a McGuire y asintió. El fiscal dijo:
—Llámelo.
—Bien —Fredericks se dirigió al teléfono que estaba en el rincón del cuarto de interrogatorios.
Sachs dijo:
—Disculpe.
El abogado se volvió hacia ella.
—Ese caso en el que lo ayudó el psicólogo, el caso Williams…
—¿Sí?
—¿Qué pasó con el chico? ¿Huyó?
—No, la madre lo mató. Lo envolvió en alambre de gallinero, le puso un peso y lo ahogó en un estanque que tenía detrás de la casa. Eh, Jim, ¿qué hay que marcar para llamar fuera?
*****
El grito fue tan fuerte que quemó su seca garganta como fuego; Mary Beth presintió que le dañaría para siempre las cuerdas vocales.
El Misionero, caminando por el borde de los bosques, se paró. Llevaba la mochila sobre uno de sus hombros y en la mano llevaba un tanque, como un rociador de malas hierbas. Miró a su alrededor.
Por favor, por favor, por favor, pensaba Mary Beth. Ignorando el dolor, probó otra vez:
—¡Por aquí! ¡Ayúdeme!
Él miró la cabaña. Comenzó a alejarse.
Ella tomó aliento, pensó en el sonido de las uñas de Garrett, sus ojos húmedos y la rígida erección, pensó en la muerte valiente de su padre, en Virginia Dare… Y emitió el grito más fuerte que diera nunca.
Esta vez el Misionero se detuvo, miró nuevamente hacia la cabaña. Se quitó el sombrero, dejó la mochila y el tanque en el suelo y comenzó a correr hacia ella.
Gracias… Mary Beth empezó a llorar. ¡Oh, gracias!
Era delgado y estaba muy bronceado. En la cincuentena pero en buena forma. A todas luces un hombre acostumbrado al aire libre.
—¿Qué pasa? —Gritó, jadeando, cuando estaba a quince metros, y disminuyo su velocidad—. ¿Estás bien?
—¡Por favor! —dijo con voz áspera. El dolor de su garganta era atroz. Escupió más sangre.
Él caminó con cautela hasta la ventana rota, mirando los trozos de cristal en el suelo.
—¿Necesitas ayuda?
—No puedo salir. Alguien me secuestró…
—¿Secuestró?
Mary Beth se enjugó la cara, que estaba mojada por las lágrimas de alivio y el sudor.
—Un chico del instituto de Tanner's Corner.
—Espera… Lo escuché. Estaba en las noticias. ¿Tú eres la chica que secuestró?
—Así es.
—¿Dónde está ahora?
Trató de hablar pero su garganta le dolía demasiado. Respiró profundamente y finalmente contestó:
—No lo sé. Se fue anoche. Por favor… ¿tiene agua?
—Una cantimplora, con mis cosas. La traeré.
—Y llame a la policía. ¿Tiene teléfono?
—No —negó con la cabeza e hizo una mueca—. Trabajo para el condado —señaló la mochila y el tanque—. Estamos matando marihuana, ya sabes, esas plantas que los chicos siembran por aquí. El condado nos provee de teléfonos celulares pero nunca quise tener ninguno. ¿Estas herida? —estudió su cabeza, la sangre seca.
—Estoy bien. Pero… agua… Necesito agua.
Él trotó de vuelta a los bosques y por un terrible momento Mary Beth pensó que se iría. Pero cogió una cantimplora verde oliva y corrió de regreso. La chica la tomó con manos temblorosas y se obligó a beber lentamente. El agua era tibia y olía a moho, pero nunca había bebido algo tan delicioso.
—Voy a tratar de sacarte de aquí —dijo el hombre. Caminó a la puerta delantera. Un momento después Mary Beth escuchó un ruido débil pues él intentó patear la puerta o empujarla con un hombro. Otro ruido. Dos más. Tomó una roca y golpeó contra la madera. No tuvo efecto. Volvió a la ventana—. Ni se mueve —se secó el sudor de la frente mientras examinaba los barrotes de las ventanas—. Desde luego, construyó una prisión en este lugar. Si uso una sierra tardaré horas. Bien, iré por ayuda. ¿Cuál es tu nombre?
—Mary Beth McConnell.
—Voy a llamar a la policía y después volveré y te sacaré.
—Por favor, no tarde.
—Tengo un amigo que no vive muy lejos. Llamaré al nueve-uno-uno desde su casa y volveremos. Ese chico… ¿tiene un arma?
—No sé. No vi ninguna. Pero no lo sé.
—Quédate tranquila, Mary Beth. Vas a estar bien. No suelo correr, pero hoy lo haré —se dio vuelta y corrió a campo traviesa.
—Señor… gracias…
Pero él no escuchó su agradecimiento. Corrió a través de carrizos y pastos altos, desapareciendo en el bosque sin siquiera detenerse a coger sus cosas. Mary Beth se quedó parada frente a la ventana, meciendo la cantimplora como si fuera un niño recién nacido.