—Lo cogimos —le contó Rhyme a Jim Bell y a su cuñado, el policía Steve Farr—, Amelia y yo. Ése era el trato. Ahora debemos volver a Avery.
—Bueno, Lincoln —comenzó Bell con delicadeza—, lo que sucede es que Garrett no dice nada. No nos dice nada acerca de dónde está Mary Beth.
Ben Kerr permanecía cerca, al lado de la línea quebrada que aparecía en la pantalla del ordenador conectada al cromatógrafo, y parecía inseguro. Su vacilación inicial había desaparecido y ahora parecía lamentar el final de la tarea. Amelia Sachs estaba en el laboratorio también. Mason Germain no, lo que era positivo, Rhyme estaba furioso con él, porque con el tiroteo del molino puso en peligro la vida de Sachs. Bell había ordenado airadamente al policía que, de momento, se mantuviera fuera del caso.
—Sí, lo reconozco —dijo Rhyme, respondiendo a la tácita solicitud de más ayuda de Bell y rechazando la idea—. Pero la chica no está en peligro inmediato —Lydia había informado que Mary Beth estaba viva y les había indicado en líneas generales dónde podía estar. Una búsqueda bien dirigida en los Outer Banks probablemente daría con ella en unos días. Rhyme ahora estaba listo para la operación. Se aferraba a un extraño amuleto de buena suerte, el recuerdo de la agria discusión con Henry Davett, el hombre de la mirada de acero templado. La imagen del empresario lo impulsaba a regresar al hospital para terminar con los análisis y someterse al bisturí. Estaba a punto de indicarle a Ben cómo empaquetar el equipo forense cuando Sachs asumió la causa de Bell.
—Encontramos algunas evidencias en el molino, Rhyme. En realidad, Lucy lo hizo. Buenas evidencias.
Rhyme dijo con acritud:
—Si son buenas entonces otra persona será capaz de descubrir adonde conducen.
—Mira, Lincoln —comenzó Bell con su razonable acento de Carolina—, no deseo presionarte pero tú eres el único de aquí que tiene experiencia en delitos graves como éste. Estaríamos perdidos si tratáramos de entender lo que eso nos dice, por ejemplo —señaló con la cabeza el cromatógrafo—. O si este montón de tierra o esa huella significan algo.
Rhyme restregó la cabeza contra el mullido cabecero de la Storm Arrow y miró la cara suplicante de Sachs. Con un suspiro, preguntó finalmente:
—¿Garrett no dice nada?
—Ha hablado —dijo Farr, tocando una de sus inmensas orejas—. Pero niega haber matado a Billy y dice que sacó a Mary Beth de Blackwater Landing por su propio bien. Eso es todo. No dice una palabra acerca de dónde se encuentra.
Sachs dijo:
—Con este calor, Rhyme, podría morir de sed.
—O de inanición —señaló Farr.
Oh, por Dios santo…
—Thom —gruñó Rhyme—, llama a la doctora Weaver. Dile que estaré aquí un tiempo más. Recalca que será poco.
—Es todo lo que te estamos pidiendo, Lincoln —dijo Bell con el alivio reflejado en su cara arrugada—. Una hora o dos. Te aseguro que lo valoramos, te haremos ciudadano honorario de Tanner's Corner —bromeó el sheriff—. Te daremos la llave de la ciudad. .
Lo que me hará abrir la puerta con más velocidad y salir corriendo de aquí, pensó cínicamente Rhyme. Le preguntó a Bell:
—¿Dónde está Lydia?
—En el hospital.
—¿Está bien?
—Nada serio. La mantendrán en observación un día.
—¿Qué dijo exactamente? —preguntó Rhyme.
Sachs dijo:
—Que Garrett le contó que tiene a Mary Beth al este de aquí, cerca del mar. En los Outer Banks. También dijo que no la secuestró realmente. Se fue con él por su propia voluntad. Él la andaba buscando y ella se sintió feliz de estar donde estaba. También me dijo que cogimos a Garrett completamente desprevenido. Él nunca pensó que llegáramos tan rápido al molino. Cuando olió el amoniaco entró en pánico, se cambió la ropa, la amordazó y salió por la puerta.
—Bien… Ben, tenemos algunas cosas que examinar.
El zoólogo asintió, se puso los guantes de látex, una vez más, sin que Rhyme tuviera que decírselo, y esperó expectante.
Rhyme preguntó acerca de la comida y el agua encontradas en el molino. Ben se las mostró. El criminalista observó:
—No hay etiquetas de tiendas. Como en las otras cosas. Nada que nos sea útil. Mira si hay algo adherido a los lados pegajosos de la cinta adhesiva.
Sachs y Ben se inclinaron sobre el rollo y pasaron diez minutos examinándolo, lupa en mano. Sachs extrajo fragmentos de madera del lado pegajoso y Ben nuevamente sostuvo el instrumento de manera que Rhyme pudiera ver por los oculares. Pero bajo el microscopio quedaba claro que los fragmentos correspondían a la madera del molino.
—Nada —dijo Sachs.
Ben entonces buscó el mapa que mostraba el condado de Paquenoke. Estaba marcado con una equis y flechas que indicaban el camino de Garrett hacia el molino desde Blackwater Landing. Tampoco tenía una etiqueta con el precio, ni proporcionaba indicaciones de hacia dónde se había dirigido el muchacho tras abandonar el molino.
Rhyme le dijo a Bell:
—¿Tenéis un ESDA?
—¿Un qué?
—Un aparato de detección electrostática.
—Ni siquiera sé lo que es.
—Detecta las muescas que quedan cuando se ha escrito sobre un papel. Si Garrett hubiera escrito algo en un papel que estuviera sobre el mapa, el nombre de una ciudad o una dirección, podríamos verlo.
—Bueno, no tenemos uno. ¿Llamo a la policía del Estado?
—No. Ben, enciende una linterna sobre el mapa en un ángulo pequeño, casi paralelo. Fíjate si hay muescas.
Ben lo hizo y a pesar de que buscaron en cada centímetro del mapa no pudieron ver evidencias de escritura u otras marcas.
Rhyme le ordenó a Ben que examinara el otro mapa, el que Lucy había encontrado en el molino harinero.
—Veamos si hay algún vestigio en los dobleces. Es demasiado grande para que usemos tarjetas de suscripción de las revistas. Ábrelo sobre un periódico.
Salió más arena. Rhyme percibió inmediatamente que en realidad era arena marina, de la clase que podría encontrarse en los Outer Banks. Los granos eran claros y no opacos, como hubiera ocurrido si se tratase de arena del interior del territorio.
—Observa una muestra en el cromatógrafo. Veamos si hay algún otro vestigio que nos sea útil.
Ben encendió el ruidoso artefacto.
Mientas esperaban los resultados, extendió el mapa sobre la mesa. Bell, Ben y Rhyme lo examinaron cuidadosamente. Mostraba la costa este de los EE UU, desde Norfolk, en Virginia, y las rutas marítimas de Hampton Roads siguiendo hacia el sur hasta Carolina del Sur. Observaron cada centímetro pero Garrett no había rodeado con un círculo ni marcado ninguna localidad.
Por supuesto que no, pensó Rhyme, nunca es tan fácil. También usaron la linterna con este mapa. Pero no encontraron muescas de escritura.
Los resultados del cromatógrafo brillaron sobre la pantalla. Rhyme los miró rápidamente.
—No nos ayudan mucho. Cloruro de sodio, sal, junto con yodo, material orgánico… todo corresponde con el agua de mar. Pero casi no hay ningún otro vestigio. No nos ayuda a relacionar la arena con una ubicación específica. —Rhyme señaló con la cabeza las zapatillas que estaban en la caja con el mapa. Le preguntó a Ben—: ¿Algún otro vestigio en ellas?
El joven las examinó con cuidado, les quitó los cordones, justo antes de que Rhyme le pidiera que lo hiciese. Este chico posee buenas cualidades para ser criminalista, pensó. No tendría que malgastar su talento en peces neuróticos.
Las zapatillas eran unas Nike viejas, tan comunes que era imposible rastrearlas en una tienda específica donde Garrett las hubiera comprado.
—Parece que hay trozos de hojas secas. Arce y roble. Por decir algo.
Rhyme asintió.
—¿Nada más en la caja?
—Nada.
Rhyme observó los otros diagramas de evidencias. Sus ojos se detuvieron en las referencias al canfeno.
—Sachs, ¿en el molino había lámparas antiguas en los muros? ¿O faroles?
—No —contestó Sachs—. Ninguno.
—¿Estás segura —insistió con un gruñido— o sencillamente no te fijaste?
Ella se cruzó de brazos y dijo con calma:
—Los suelos eran de tablas de castaño de veinte centímetros de ancho, los muros de yeso y listones. Había un grafiti en uno de los muros, realizado en pintura en aerosol azul. Decía: «Josh y Brittany, amor perpetuo» con faltas de ortografía. Se veía una mesa estilo Shaker, agrietada en el medio, pintada de negro, tres botellas de agua Deer Park, un paquete de galletas de mantequilla de cacahuete Reese, cinco bolsas de Doritos, dos bolsas de patatas fritas Cape Cod, seis botes de Pepsi, cuatro botes de Coca Cola, ocho paquetes de mantequilla de cacahuete y galletas de queso Planters. Había dos ventanas en el cuarto. Una estaba tapada. En la otra quedaba solo un cristal entero, los demás estaban rotos, y habían robado todos los herrajes de puertas y ventanas. Había enchufes anticuados y salientes en los muros. Y, sí, estoy segura que no había lámparas antiguas.
—Ja, te pilló, Lincoln —dijo Ben riendo.
Siendo ahora uno del grupo, el joven fue recompensado con una mirada furiosa de Rhyme. El criminalista miró una vez más a las evidencias, luego sacudió la cabeza y dijo a Bell:
—Lo lamento, Jim, todo lo que puedo decirte es que Mary Beth está oculta en una casa no lejos del océano, si las hojas caídas están cerca del lugar, no cerca del agua. Porque el arce y el roble no crecen en la arena. Y es vieja, por lo de las lámparas de canfeno. Siglo XIX. Es todo lo que puedo decirte, me temo.
Bell estaba mirando al mapa de la costa este, negando con su cabeza.
—Bueno, voy a hablar con Garrett nuevamente, y veré si quiere cooperar. Si no, haré una llamada al fiscal del distrito e intentaré obtener una instancia de información. Si ocurre lo peor, organizaré una búsqueda en los Outer Banks. De verdad, Lincoln, me salvas la vida. No te lo puedo agradecer suficiente. ¿Te quedas un momento?
—Sólo el suficiente para mostrarle a Ben como guardar el equipo.
Rhyme pensó espontáneamente en su talismán, Henry Davett. Pero descubrió con sorpresa que su alivio por haber terminado la tarea se veía disminuido por su frustración porque la respuesta definitiva al enigma del paradero de Mary Beth McConnell todavía se le escapaba. Pero, como su ex mujer solía decirle cuando salía por la puerta de su piso, a la una o las dos de la madrugada para investigar la escena de un crimen, no se puede salvar a todo el mundo.
—Te deseo suerte, Jim.
Sachs le dijo a Bell:
—¿Te importa si voy contigo? ¿A ver a Garrett?
—Por supuesto que no —le contestó el sheriff. Parecía querer agregar algo, quizá sobre el encanto femenino que les podía ayudar a obtener más información del chico. Pero luego, aparente y sensatamente, reflexionó Rhyme, Bell se lo pensó mejor.
Rhyme dijo:
—Vamos a trabajar, Ben… —movió su silla hasta la mesa que sostenía los tubos de gradiente de densidad—. Ahora escucha con cuidado. Las herramientas de un criminalista son como las armas de un oficial táctico. Tienen que ser empacadas y guardadas correctamente. Debes tratarlas como si la vida de alguien dependiera de ellas porque, créeme, así será. ¿Me estás oyendo, Ben?
—Le escucho.