Detrás de Garrett, un trozo de tierra saltó en el aire; él se llevó la mano a la oreja, donde, como Sachs, había sentido pasar la trayectoria de la bala.
Un instante después, el sonido estruendoso del rifle llenó el claro.
Sachs se dio vuelta. De la demora entre el ruido de la bala y el del rifle dedujo que el tiro no había partido de Lucy ni de Jesse, que estaban a unos cien metros. Los policías también miraron hacia atrás, con las armas levantadas, tratando de detectar al tirador.
Agachada, Sachs miró la cara de Garrett y vio sus ojos, llenos de terror y confusión. Por un momento, apenas un instante, no era el asesino que había aplastado el cráneo de un muchacho ni el violador que había ensangrentado a Mary Beth McConnell e invadido su cuerpo. Era un niño pequeño asustado, gimoteando:
—¡No, no!
—¿Quién es? —gritó Lucy Kerr—. ¿Culbeau? —se ocultaron tras unos matorrales.
—Cúbrete, Amelia —exclamó Jesse—. No sabemos a quién disparan. Podría ser un amigo de Garrett, que nos toma de blanco.
Pero Sachs no lo creía. La bala estaba destinada a Garrett. Escudriñó las cimas de las colinas cercanas, buscando señales del francotirador.
Otro bala silbó. Todavía más lejos de su objetivo.
—Santa María —dijo Jesse Corn, emitiendo con dificultad este juramento aparentemente desacostumbrada en él—. Mirad, allá arriba, ¡es Mason! Y Nathan Groomer. En ese alto.
—¿Es Germain? —preguntó Lucy con amargura, entrecerrando los ojos. Furiosamente apretó el botón de transmisión de su Handi-Talkie y rugió—: Mason, ¿qué diablos estás haciendo? ¿Estás allí? ¿Me recibes?… Central. Vamos, Central. Maldición, no tengo recepción.
Sachs sacó su teléfono celular y llamó a Rhyme, que le contestó un segundo después. Ella escuchó su voz, apagada, a través del altavoz.
—Sachs, ¿has…?
—Lo tenemos, Rhyme. Pero ese policía, Mason Germain, está en una colina cercana, disparando contra el muchacho. No podemos comunicarnos con él por radio.
—¡No, no, no! No puede matarlo. Controlé la degradación de la sangre en el pañuelo de papel. ¡Mary Beth estaba viva anoche! Si Garrett muere nunca la encontraremos.
Sachs dio a gritos esta información a Lucy pero todavía la policía no podía llegar a Mason con la radio.
Otro disparo. Una roca se hizo añicos y los roció con polvo.
—¡Detenedlo! —Sollozó Garrett—. No, no… Tengo miedo. ¡Haced que se detenga!
Sachs le dijo a Rhyme:
—Pregunta a Bell si Mason tiene un teléfono celular y haz que lo llame y le diga que deje de disparar.
—Está bien, Sachs…
Rhyme colgó.
Si Garrett muere nunca la encontraremos…
Amelia Sachs tomó una rápida decisión y arrojó su arma al suelo. Luego caminó hacia delante, enfrentando a Garrett, a sólo medio metro del chico, poniéndose directamente entre él y el rifle de Mason. Pensó: en el tiempo que tarde en moverme, Mason podría apretar el gatillo y la bala, precediendo la ola de sonido del disparo, podría dirigirse en línea recta a mi espalda.
Dejó de respirar. Se imaginó que podía sentir el proyectil penetrando en su cuerpo.
Pasaron unos segundos. No hubo más disparos.
—Garrett, tienes que dejar esa navaja.
—¡Tratasteis de matarme! ¡Me engañasteis!
Ella se preguntó si le clavaría el cuchillo, con ira o pánico.
—No. No tenemos nada que ver con eso. Mira, estoy frente a ti. Te protejo. No volverá a disparar.
Garrett estudió detenidamente el rostro de Sachs con sus ojos crispados.
Ella se preguntó si Mason estaba esperando que se moviera hacia un costado lo suficiente como para apuntar a Garrett. A todas luces Mason era un mal tirador e imaginó que una bala destrozaba su espina dorsal.
Ah, Rhyme, pensó, estás aquí para operarte a fin de ser más como yo, quizá hoy yo me vuelva más como tú…
Jesse Corn corría colina arriba a través de los matorrales. Movía sus brazos y gritaba:
—¡Mason, deja de disparar! ¡Deja de disparar!
Garrett seguía examinando a Sachs de cerca. Luego tiró la navaja a un costado y empezó compulsivamente a hacer ruido con las uñas una y otra vez.
Mientras Lucy se apresuraba a poner las esposas a Garrett, Sachs se volvió hacia la colina desde donde Mason había disparado. Lo vio de pie, hablando por teléfono. Pareció mirarla directamente, luego guardó el teléfono en el bolsillo y empezó a bajar la colina.
*****
—¿En qué demonios estabas pensando? —rugió Sachs al ver a Mason. Caminó en línea recta hacia él. Se detuvieron a medio metro uno del otro; ella lo sobrepasaba en treinta centímetros.
—Estaba salvándote el culo, señorita —replicó Mason groseramente—. ¿No te diste cuenta de que el chico tenía un arma?
—Mason… —Jesse Corn intentó suavizar la situación—, ella trataba de poner un poco de calma, es todo. Hizo que el chico se entregara.
Pero Amelia Sachs no necesitaba hermanos mayores. Dijo:
—He estado realizando arrestos durante años. No me iba a atacar. La única amenaza provenía de ti. Podrías haber herido a alguno de nosotros.
—Tonterías —Mason se inclinó hacia ella y Sachs pudo oler su loción para después de afeitar, que parecía usar en cantidad.
Se alejó de la nube de perfume y dijo:
—Y si hubieras matado a Garrett, Mary Beth probablemente habría muerto de hambre o asfixia.
—Ella está muerta —soltó Mason—. Esa chica yace en una tumba en algún lugar y nunca encontraremos su cuerpo.
—Lincoln tiene un informe sobre su sangre —respondió Sachs—. Estaba viva anoche.
Mason hizo una pausa. Murmuró:
—Anoche no es ahora.
—Vamos, Mason —dijo Jesse—. Todo salió bien.
Pero Mason no se calmaba. Levantó los brazos y se golpeó los muslos. Miró a Sachs a los ojos y dijo:
—De todos modos, no sé para qué mierda te necesitamos aquí.
—Mason —irrumpió Lucy Kerr—, déjalo ya. No hubiéramos encontrado a Lydia de no ser por el señor Rhyme y Amelia. Les estamos agradecidos. Termina ya.
—Ella es la que no termina.
—Cuando alguien me coloca en la línea de fuego es mejor que tenga una muy buena razón para ello —dijo Sachs con calma—. Y que estés a la caza de ese chico porque no has sido capaz de sustentar un caso contra él, no es ninguna razón.
—No te metas en mi forma de hacer el trabajo. Yo…
—Bien, esto se tiene que terminar aquí —dijo Lucy— tenemos que volver a la oficina. Todavía trabajamos en la presunción de que Mary Beth no está muerta y tenemos que encontrarla.
—Eh —llamó Jesse Corn—. Aquí está el helicóptero.
Un helicóptero del centro médico aterrizó en un claro cerca del molino de donde los médicos sacaron a Lydia en una camilla; padecía una leve insolación y tenía un tobillo en malas condiciones. Le había dado un ataque de histeria cuando Garrett se le había acercado con un cuchillo y aunque resultó que lo que quería era cortar un trozo de tela adhesiva para ponerle en la boca, todavía estaba muy conmocionada. Logró calmarse lo suficiente para contar que Mary Beth no estaba en ningún lugar cerca del molino. Garrett la había escondido cerca del mar en alguna parte, en los Outer Banks. No sabía dónde exactamente. Lucy y Mason habían tratado de que Garrett hablara, pero siguió mudo y se sentó, con las manos esposadas en la espalda, mirando el suelo con mal humor.
Lucy dijo a Mason:
—Tú, Nathan y Jesse id con Garrett hasta la Easedale Road. Haré que Jim os mande un coche. En el desvío Possum Creek. Amelia quiere examinar el molino. Yo la ayudaré. Enviad otro coche a Easedale en media hora aproximadamente para buscarnos.
Sachs se sintió feliz manteniendo por largo tiempo los ojos fijos en los de Mason, desafiante. Pero él volcó su atención hacia Garrett. Miró al chico asustado como un guardián que vigilara a un prisionero en el corredor de la muerte. Mason hizo una señal con la cabeza a Nathan.
—Vayámonos. ¿Las esposas están bien puestas?
—Sí, lo están —contestó Jesse.
Sachs estaba contenta de que Jesse fuera con ellos para mantener a Mason bajo control. Había oído historias de prisioneros «fugados» a los que los oficiales que los transportaban habían apaleado. En ocasiones terminaban muertos.
Mason cogió a Garrett fuertemente del brazo y le obligó a levantarse. El chico lanzó una mirada desesperanzada hacia Sachs. Luego Mason lo llevó por el sendero.
Sachs le dijo a Jesse Corn:
—Mantén un ojo en Mason. Necesitaremos la cooperación de Garrett para encontrar a Mary Beth. Si está demasiado asustado o furioso no le sacarás nada.
—Me aseguraré de que no sea así, Amelia —la miró con calor—. Se necesitan agallas para hacer lo que hiciste. Ponerte delante del chico. Yo no lo habría hecho.
—Bueno —Amelia no estaba en condiciones de soportar más admiración—. A veces te limitas a actuar y no piensas.
Él asintió con entusiasmo, como si agregara esta reflexión a su repertorio.
—Oh, ejem… te quería preguntar, ¿tienes un apodo?
—Ninguno.
—Bien. Me gusta «Amelia» tal como suena.
Por un momento ridículo ella pensó que él la besaría para celebrar la captura. Entonces Jesse empezó a caminar detrás de Mason, Nathan y Garrett.
Vaya, pensó una exasperada Amelia Sachs, mirando como Jesse se volvía para saludarla alegremente con la mano: uno de los policías quiere matarme de un disparo y otro está deseando reservar turno en la iglesia y preparar el banquete de bodas.
*****
Sachs recorrió la cuadrícula cuidadosamente dentro del molino, concentrándose en el cuarto en el que Garrett había mantenido a Lydia. Caminó hacia atrás y hacia delante, un paso cada vez.
Sabía que habría algunas pistas que podrían acercarles a donde estaba oculta Mary Beth McConnell. Sin embargo, a veces la conexión entre un criminal y una localización determinada era tan sutil que existía sólo microscópicamente y aunque Sachs trabajó meticulosamente en el cuarto no encontró nada útil. Solo polvo, restos de quincalla y madera quemada proveniente de los muros que se habían caído durante el incendio del molino, comida, agua, envoltorios vacíos y la cinta adhesiva que Garrett había traído (todo sin etiquetas identificadoras). Encontró el mapa que el pobre Ed Schaeffer había vislumbrado. Mostraba la ruta de Garrett hacia el molino, pero no estaba marcada ninguna otra localización final.
Con todo, investigó dos veces. Luego otra más. Parte de ello se debía a las enseñanzas de Rhyme, parte también a la propia naturaleza de Sachs. (¿Y también sería, se preguntó, una táctica inconsciente de dilación? ¿Para posponer lo más posible la cita de Rhyme con la doctora Weaver?).
Luego oyó la voz de Lucy:
—Tengo algo.
Sachs había sugerido que la policía investigara el cuarto de molienda. Allí era donde Lydia les había dicho que había tratado de escapar de Garrett y Sachs razonó de que si había habido una lucha algo podría haber caído de los bolsillos de Garrett. Le había impartido a la policía un curso rápido de cómo caminar por la cuadrícula, le había dicho qué buscar y cómo manipular adecuadamente las pruebas.
—Mira —dijo Lucy con entusiasmo mientras le entregaba a Sachs una caja de cartón—. La encontré oculta detrás de la rueda del molino.
Dentro había un par de zapatos, una chaqueta impermeable, una brújula y un mapa de la costa de Carolina del Norte. Sachs también notó el manto de fina arena que cubría los zapatos y su presencia en los dobleces del mapa.
Lucy empezó a abrir el mapa.
—No —dijo Sachs—. Podría haber alguna pista dentro. Espera hasta que estemos con Lincoln.
—Pero podría haber marcado el lugar donde tiene a Mary Beth.
—Podría haberlo hecho. Pero seguirá marcado cuando lleguemos al laboratorio. Si perdemos un indicio ahora, lo perdemos para siempre. Sigue buscando adentro —añadió—. Yo quiero examinar el sendero por donde iba el chico cuando lo detuvimos. Lleva al agua. Quizá haya escondido un bote por allí. Podría haber otro mapa o algo.
Sachs abandonó el molino y marchó hacia el arroyo. Mientras pasaba la altura desde donde había disparado Mason, dobló una curva y se encontró con dos hombres que la miraban. Llevaban rifles.
Oh, no. Ellos no.
—Bueno —dijo Rich Culbeau. Alejó con la mano una mosca que había aterrizado en su frente tostada. Movió la cabeza y su trenza gruesa y brillante osciló como la cola de un caballo.
—Gracias mil, señora —le dijo el otro con un leve sarcasmo.
Sachs recordó su nombre: Harris Tomel, el que se parecía a un empresario sureño tanto como Culbeau parecía un ciclista.
—Nos quedamos sin recompensa —continuó Tomel—. Y estuvimos afuera todo el día bajo el sol caliente.
Culbeau dijo:
—¿Les dijo el chico donde está Mary Beth?
—Deberéis hablar con el sheriff Bell de ello —respondió Sachs.
—Sólo pensé que lo podría haber dicho.
Entonces ella se preguntó cómo habrían encontrado el molino. Podrían haber seguido la patrulla de rescate, pero también podrían haber recibido un aviso confidencial, quizá de Mason, que esperaba un poco de apoyo a su operativo con el francotirador.
—Yo tenía razón —continuó Culbeau.
—¿En qué? —preguntó Sachs.
—Sue McConnell elevó la recompensa a dos mil dólares —dijo, y se encogió de hombros.
Tomel agregó:
—Tan cerca y sin embargo tan lejos.
—Si me disculpan, tengo trabajo que hacer. —Sachs pasó a su lado, preguntándose dónde estaría el otro de esta banda, el delgaducho.
Oyó un ruido fuerte a su espalda y notó inmediatamente que la pistola salía de la funda. Se dio la vuelta de inmediato y se agachó, mientras el arma desaparecía en la mano del flacucho y pecoso Sean O'Sarian, que se alejó de ella con rapidez, sonriendo como el travieso de la clase.
Culbeau sacudió la cabeza:
—Sean, vamos.
Ella alargó la mano.
—Quiero que me la devuelvas.
—Sólo miraba. Buen arma. Harris colecciona armas. Esta es buena, ¿no te parece, Harris?
Tomel no dijo nada, se limitó a suspirar y se enjugó el sudor de la frente.
—Te estás metiendo en problemas —dijo Sachs.
Culbeau dijo:
—Devuélvesela, Sean. Está demasiado enfadada por tu travesura.
Sean simuló entregársela, con la culata hacia delante, luego sonrió y alejó la mano.
—Oye, cariño, ¿de dónde eres exactamente? Oí que de Nueva York. ¿Cómo es por allí? Apostaría que es un lugar desenfrenado.
—Deja de jugar con la maldita arma —musitó Culbeau—. Perdimos el dinero. Hagámonos a la idea y volvamos a la ciudad.
—Dame el arma ahora —masculló Sachs.
Pero O'Sarian daba vueltas, apuntando a los árboles como si fuera un niño de diez años jugando a policías y ladrones.
—Pum, pum…
—Bien, olvídalo —Sachs se encogió de hombros—. De todos modos no es mía. Cuando te canses de jugar, llévala de vuelta al departamento del sheriff —dio la vuelta alejándose de O'Sarian.
—Eh —dijo él, con el ceño fruncido por el disgusto que le provocaba que ella no quisiera jugar más—. Tú no…
Sachs se escabulló a la derecha de Sean, se agachó y apareció detrás del hombre velozmente, aferrándolo por la nuca con una llave. En medio segundo, la navaja automática estaba fuera del bolsillo de Sachs, la hoja abierta y la punta haciendo manchitas rojas en la parte inferior del mentón de O'Sarian.
—¿Qué demonios estás haciendo? —soltó el hombre; entonces se dio cuenta de que al hablar su garganta presionaba contra el filo del cuchillo. Se calló.
—Está bien, está bien —dijo Culbeau, levantando las manos—. No…
—Dejad caer vuestras armas al suelo —dijo Sachs—. Todos vosotros.
—Yo no hice nada —protestó Culbeau.
—Escuche, señorita —dijo Tomel tratando de parecer razonable—, no queremos problemas. Nuestro amigo es…
La punta de la navaja se incrustó en el mentón barbudo de Sean.
—Ahh, ¡hacedlo, hacedlo! —dijo desesperado, O'Sarian, con los dientes apretados—. Poned en el suelo las jodidas armas.
Culbeau bajó su rifle y lo dejó en el suelo. Tomel también.
Asqueada por el olor a suciedad de O'Sarian, Sachs deslizó la mano por el brazo del hombre y cogió su pistola. Él la soltó. Sachs retrocedió, empujó a O'Sarian y le apuntó.
—Sólo estaba jugando —dijo O'Sarian—. Lo suelo hacer. Me hago el tonto. No significa nada. Decidle que hago el tonto…
—¿Qué pasa aquí? —dijo Lucy Kerr, caminando sendero abajo, la mano en la culata de su pistola.
Culbeau movió la cabeza.
—Sean hacía el imbécil.
—Lo que le matará algún día —dijo Lucy.
Sachs cerró la navaja automática con una mano y se la puso de nuevo en el bolsillo.
—Mirad, estoy herido. Mirad, ¡sangre! —O'Sarian mostró un dedo manchado.
—Maldición —dijo Tomel respetuosamente, si bien Sachs no tenía ni idea de a qué se refería.
Lucy miró a Sachs.
—¿Quieres hacer algo respecto a todo esto?
—Tomar una ducha —respondió.
Culbeau rió.
Sachs añadió:
—No tenemos tiempo que perder con ellos.
La policía señaló a los hombres con la cabeza.
—Esta es la escena de un crimen. Vosotros, muchachos, perdisteis la recompensa —señaló los rifles—. Si queréis cazar, hacedlo en otra parte.
—Oh, como si estuviéramos en temporada —observó O'Sarian con sarcasmo, burlándose de Lucy por la estupidez de su comentario—. Quiero decir, demonios.
—Entonces volved a la ciudad, antes de que compliquéis vuestras vidas más de lo que lo habéis hecho hasta ahora.
Los hombres levantaron sus rifles. Culbeau bajó la cabeza y dijo algo al oído de O'Sarian. Éste se encogió de hombros y sonrió. Por un momento Sachs pensó que Culbeau lo iba a golpear. Pero entonces el hombre se calmó y se dirigió a Lucy.
—¿Encontraron a Mary Beth?
—Todavía no. Pero tenemos a Garrett y él nos dirá dónde está.
Culbeau dijo:
—Me gustaría haber ganado la recompensa pero me alegro de que lo hayáis cogido. Ese chico es conflictivo.
Cuando se fueron, Sachs preguntó:
—¿Encontraste algo más en el molino?
—No. Pensé que sería mejor venir aquí para ayudarte a encontrar el bote.
Mientras seguían andando por el sendero, Sachs dijo:
—Una cosa que olvidé. Debemos enviar a alguien a esa trampa, el nido de avispas, para que las mate y tape el pozo.
—Oh, Jim envió a Trey Williams, uno de nuestros policías, que fue allí con un bote de líquido para rociar las avispas y una pala. Pero no había avispas. Era un nido viejo.
—¿Vacío?
—Así es.
De manera que al final no era una trampa, sólo una treta para demorar su marcha. Sachs reflexionó también en que la botella de amoniaco tampoco tenía el fin de lastimar a alguien. Garrett podía haberla preparado para que se derramara sobre sus perseguidores, dejándolos ciegos. Pero la había colgado al costado de un pequeño risco. Si no hubieran encontrado el hilo de pescar y hubieran tropezado con él, la botella hubiera caído sobre rocas que estaban a tres metros por debajo del sendero, advirtiendo a Garrett por el olor del amoniaco, pero sin herir a nadie.
Una vez más se le presentó la imagen de los ojos abiertos y asustados de Garrett.
Estoy asustado. ¡Haz que se detenga!
Sachs se dio cuenta de que Lucy le hablaba.
—¿Perdona?
La policía dijo:
—¿Dónde aprendiste a usar ese arpón para sapos? ¿Es tuyo ese cuchillo?
—Entrenamiento en la selva.
—¿En la selva? ¿Dónde?
—Un lugar llamado Brooklyn —respondió Sachs.
*****
Esperar.
Mary Beth McConnell estaba de pie al lado de la sucia ventana. Se encontraba nerviosa y mareada por el asfixiante calor de su prisión y la torturante sed. No había encontrado en toda la casa ni una gota de líquido para beber. Mirando a través de la ventana posterior de la cabaña, más allá del nido de avispas, podía ver botellas de agua vacías en un montón de basura. Se burlaban de ella y su vista la hacía sentirse aún más sedienta, si cabe. Sabía que con ese calor no podía durar más de uno o dos días sin nada que beber.
¿Dónde estás? ¿Dónde? Le habló silenciosamente al Misionero.
Si hubiera estado un hombre allí, y no fuera sólo una creación de su imaginación desesperada y enloquecida por la sed.
Se inclinó contra el muro caliente de la cabaña. Se preguntó si se desmayaría. Trató de tragar pero no había ni una gota de humedad en su boca. El aire envolvía su rostro, asfixiándola como lana caliente.
Luego pensó con ira: Oh, Garrett… Sabía que traerías problemas. Recordó el viejo dicho: Ninguna buena obra queda sin castigo.
Nunca tendría que haberle ayudado… Pero ¿cómo no hacerlo? ¿Cómo no salvarlo de esos compañeros de instituto? Recordó haber visto a cuatro de ellos, observando a Garrett después de que el año pasado se desmayara en Maple Street. Un muchacho alto y despreciativo, amigo de Billy Stail, del equipo de fútbol, se bajó la cremallera de sus pantalones Guess y sacó su pene dispuesto a orinar sobre él. Ella se acercó corriendo, le gritó de todo y cogió el teléfono celular del muchacho para llamar una ambulancia para Garrett.
Lo tenía que hacer, por supuesto.
Pero cuando lo salvé, fui suya…
Al principio, después de este incidente, a Mary Beth le divertía que él la siguiera como un tímido admirador. La llamaba a su casa para contarle cosas que había escuchado en las noticias, le dejaba regalos (pero qué regalos: una lustrosa cucaracha verde en una pequeña jaula; torpes dibujos de arañas y ciempiés; una libélula en un hilo, ¡viva!).
Pero luego ella empezó a notar que él se encontraba cerca con demasiada frecuencia. Solía escuchar sus pisadas a sus espaldas cuando caminaba desde el coche para dirigirse a su casa, tarde por la noche. Veía una figura en los árboles, cerca de su casa en Blackwater Landing. Escuchaba su voz aguda y misteriosa musitando palabras que no podía entender, hablando o cantando para sí. Él se hacía el encontradizo en Main Street y se dirigía a ella en línea recta, dándole charla, ocupando su valioso tiempo, haciéndola sentirse más y más nerviosa. Observando, tan avergonzado como deseoso, sus pechos, piernas y pelo.
Mary Beth, Mary Beth… ¿Sabes que si se extendiera, por decirlo así, una tela de araña alrededor del mundo, pesaría menos de 30 gramos…? Oye, Mary Beth, ¿sabes que una tela de araña es algo casi cinco veces más resistente que el acero? ¿Y que es mucho más elástica que el nylon? Algunas telas son realmente cómodas, son como hamacas. Las moscas se acuestan sobre ellas y nunca vuelven a despertar.
Debería haberse dado cuenta, reflexionó ahora, de que muchas de sus conversaciones se referían a arañas e insectos que cazan sus presas.
Así recordó otros momentos: para evitar encontrarse con él encontró nuevas tiendas donde comprar, distintos caminos a su casa, diferentes senderos por donde andar con su bicicleta de montaña.
Pero luego pasó algo que anuló todos los esfuerzos por distanciarse de Garrett Hanlon: Mary Beth había hecho un descubrimiento. Sucedió a orillas del río Paquenoke, justo en el corazón de Blackwater Landing, un lugar que el muchacho consideraba su reino particular. Sin embargo, era un descubrimiento tan importante que ni siquiera una banda de destiladores de licor ilegal y mucho menos un muchacho huesudo, obsesionado con los insectos, hubieran podido apartarla del lugar.
Mary Beth no sabía por qué la historia le gustaba tanto. Pero siempre había sido así. Recordó cuando fue al Williamsburg colonial siendo pequeña. Se trataba de un trayecto de sólo dos horas desde Tanner's Corner, un lugar donde la familia iba a menudo. Mary Beth memorizó las rutas de acceso a la ciudad para saber cuándo habían casi llegado a destino. Entonces, cerraba los ojos y después de que su padre aparcaba el Buick, hacía que su madre la llevara de la mano al parque, de manera que pudiera abrir los ojos y jugar a que estaba verdaderamente de regreso en la América colonial.
Sintió este mismo alborozo, sólo que cien veces mayor, cuando andaba caminando por las orillas del Paquenoke en Blackwell Landing la semana anterior, con los ojos en el suelo. Notó algo medio enterrado en la tierra barrosa. Cayó de rodillas y comenzó a apartar la tierra con el cuidado de un cirujano al exponer un corazón enfermo. Y, sí, allí estaban: viejos vestigios, la evidencia que una asombrada Mary Beth McConnell, de veintitrés años, había estado buscando con desesperación. Evidencias que podrían confirmar su teoría, con las que rescribiría la historia americana.
Como todos los de Carolina del Norte, y la mayoría de los escolares de América, Mary Beth McConnell había estudiado sobre la Colonia Perdida de Roanoke en la clase de historia: a fines del siglo XVI, un asentamiento de colonos ingleses llegó a la isla Roanoke, entre la tierra firme de Carolina del Norte y los Outer Banks. Después de contactos mayormente armoniosos entre los colonos y nativos del lugar, las relaciones se deterioraron. Como el invierno se acercaba y las provisiones escaseaban, el gobernador John White, que había fundado la colonia, se embarcó hacia Inglaterra en búsqueda de auxilio. Pero cuando regresó a Roanoke, los colonos, más de cien hombres, mujeres y niños, habían desaparecido.
La única pista sobre lo que había sucedido era la palabra «Crotoan» tallada en la corteza de un roble cercano a la colonia. Se trataba del nombre indio de Harteras, unos ochenta kilómetros al sur de Roanoke. La mayoría de los historiadores sostenían que los colonos murieron en el mar camino a Harteras, o que fueron asesinados al llegar, si bien no existían registros de que alguna vez hubieran desembarcado allí.
Mary Beth había visitado la isla Roanoke varias veces y vio la reproducción de la tragedia representada en un pequeño teatro de la localidad. Se sintió conmovida y pasmada por la obra. Pero nunca pensó demasiado acerca del suceso histórico hasta que fue mayor y estaba estudiando en la Universidad de Carolina del Norte en Avery, donde leyó con detenimiento sobre la Colonia Perdida. Un aspecto de la historia que presentaba interrogantes sin respuesta acerca del destino de los colonos se refería a una muchacha llamada Virginia Dare y la leyenda de la Cierva Blanca.
Era una historia que Mary Beth McConnell, hija única, con algo de rebelde y empecinada, podía comprender muy bien. Virginia Dare fue la primera niña inglesa nacida en los Estados Unidos. Era la nieta del gobernador White y una de los colonos perdidos. Supuestamente, decían los libros de historia, murió con ellos en Harteras o en el camino hacia allí. Pero a medida que Mary Beth seguía con la investigación, descubrió que no mucho después de la desaparición de los colonos, cuando más británicos comenzaron a asentarse en Eastern Seaboard, empezaron a surgir leyendas locales sobre la Colonia Perdida.
Un relato contaba que los colonos no fueron asesinados directamente, sino que sobrevivieron y siguieron habitando entre las tribus locales. Virginia Dare creció y se convirtió en una hermosa joven rubia y de tez blanca, con fuerte voluntad e independencia. Un curandero se enamoró de ella, pero Virginia lo rechazó y poco después desapareció. El curandero alegó que no le había hecho daño pero que, por haberlo rechazado, la había convertido en una cierva blanca.
Nadie le creyó, por supuesto, pero pronto la gente de la región comenzó a ver a una hermosa cierva blanca que parecía ser la jefa de todos los animales de la región. La tribu, temerosa por los poderes aparentes de la cierva, organizó una partida para capturarla.
Un valiente joven logró seguir sus huellas y realizó un disparo casi imposible con una flecha con punta de plata. Penetró en el pecho de la cierva y cuando agonizaba, levantó los ojos hacia el cazador, con una mirada asombrosamente humana.
Él tartamudeó:
—¿Quién eres?…
—Virginia Dare —murmuró la cierva y murió.
Mary Beth había decidido estudiar con ahínco la historia de la Cierva Blanca. Pasó largos días y noches en los archivos académicos de la UNC en Chapel Hill y en la Universidad Duke. Leyó diarios viejos y gacetas de los siglos XVI y XVII; encontró una gran cantidad de referencias a «ciervos blancos» y misteriosas «bestias blancas» en el noreste de Carolina del Norte. Pero no se las había visto por Roanoke ni por Hatteras. Las criaturas eran vistas a lo largo de «los bancos de aguas negras del río Serpentine, que fluye al oeste del Great Swamp».
Mary Beth conocía el poder de la leyenda y también creía que hay algo de verdad hasta en los cuentos más fantasiosos. Razonó que quizá los colonos perdidos, temerosos de un ataque de las tribus locales, habían dejado escrita la palabra «Crotoan» para despistar a sus atacantes y escaparon al oeste, no al sur, donde se asentaron a lo largo del serpenteante río Paquenoke, cerca de Tanner's Corner, en lo que ahora se llamaba Blackwater Landing. Allí los colonos perdidos se hicieron más y más poderosos y los indios, asustados ante la amenaza, los atacaron y mataron. Virginia Dare, se permitió imaginar Mary Beth, interpretando la leyenda de la Cierva Blanca, podría haber sido uno de los últimos colonos vivos, luchando hasta la muerte.
Bueno, aquella era su teoría, pero no había encontrado hasta entonces ninguna prueba que la sustentara. Había pasado días rondando alrededor de Blackwater Landing con antiguos mapas, tratando de ubicar con exactitud dónde podrían haber desembarcado los colonos y dónde había estado su asentamiento. Finalmente aquella semana, caminando a lo largo de las orillas del Paquo, había hallado evidencias de la Colonia Perdida.
Recordó el horror de su madre cuando le dijo que iba a realizar un trabajo arqueológico en Blackwater Landing.
—Allí no —dijo la obesa mujer con amargura, como si ella misma estuviera en peligro—. Allí es donde el Muchacho Insecto mata a la gente. Si te encuentra, te hará daño.
—Madre —replicó Mary Beth—, eres como esos gilipollas de la escuela que lo molestan.
—Has dicho esa palabra otra vez. Te pedí que no lo hicieras. La palabra con "G".
—Mamá, por favor, pareces baptista ortodoxo sentado en el banco de los ansiosos —lo que significaba la primera fila de la iglesia, donde se sentaban los feligreses que estaban particularmente preocupados por su propio estado moral, o más posiblemente, por el ajeno.
—Hasta el mismo nombre da miedo —susurró Sue McConnell. «Blackwater»[7].
Mary Beth le explicó que había docenas de ríos llamados Blackwater en Carolina del Norte. Cualquier río que fluyese de las tierras pantanosas se denominaba río de aguas negras ya que estaban oscurecidas por depósitos de vegetación en descomposición. El Paquenoke era alimentado por el Great Dismal Swamp y las ciénagas circundantes.
Pero esta información no sirvió en absoluto de alivio a su madre.
—Por favor, no vayas, cariño —la mujer disparó su propia flecha con punta de plata—. Ahora que tu padre no está, si algo te sucediera a ti no tendría a nadie… Estaría sola. No sabría qué hacer. No quieres eso, ¿verdad?
Pero Mary Beth, alentada por la adrenalina que empujaba a los exploradores y científicos, había empacado sus pinceles, botes y bolsas de recolección, la pala de jardinero, y se había ido el día anterior por la mañana con el calor húmedo y amarillo a continuar con su trabajo arqueológico.
¿Y qué había pasado? Había sido atacada y secuestrada por el Muchacho Insecto. Su madre había tenido razón.
Ahora, sentada en aquella cabaña calurosa y desagradable, dolorida, mareada y casi delirando por la sed, pensó en su madre. Tras perder a su marido por culpa de un cáncer que lo consumió, la vida de esta mujer estaba destrozada. Había dejado a sus amigas, el trabajo voluntario en el hospital y cualquier semejanza con una vida de rutina y normalidad. Mary Beth se encontró asumiendo el papel de padre, mientras su madre se hundía en un mundo reducido a la televisión a todas horas y a la comida basura. Regordeta, insensata y egoísta, no era más que un niño patético.
Pero una de las cosas que su padre había enseñado a Mary Beth, a través de su vida así como de su penosa muerte, era que uno tenía que hacer lo que estaba destinado a realizar y no variar el rumbo por nadie. Ella no había dejado de estudiar y después buscó un empleo cerca de la casa, como le había rogado su madre. Equilibró la necesidad de apoyo que le pedía su progenitora con sus propios deseos, terminar la universidad primero y, cuando se graduara el año siguiente, encontrar un empleo para hacer un trabajo de campo serio en antropología americana. Si el empleo estaba cerca, bien. Pero si consistía en realizar excavaciones para estudiar a los nativos en Santa Fe o a los esquimales en Alaska, o a los afroamericanos en Manhattan, allí es donde iría. Estaría siempre presente para su madre, pero tenía su propia vida que cuidar.
Excepto que en vez de estar cavando y recogiendo más evidencias en Blackwater Landing, consultando con su tutor universitario y escribiendo propuestas, realizando análisis de los restos que había encontrado, estaba atrapada en el nido de amor de un adolescente psicótico.
Una ola de desaliento la invadió.
Sintió las lágrimas.
Pero las detuvo en seco.
¡Para!… Sé fuerte. Sé la hija de tu padre, que luchó contra su enfermedad cada minuto del día, sin descansar. No seas la hija de tu madre.
Sé Virginia Dare, que reanimó a los colonos perdidos.
Sé la Cierva Blanca, la reina de todos los animales del bosque.
Y entonces, justo cuando pensaba en una ilustración de un ciervo majestuoso que había visto en un libro de leyendas de Carolina del Norte, hubo otro atisbo de movimiento al borde del bosque. El Misionero salió de entre los árboles, con una enorme mochila sobre los hombros.
¡Era real!
Mary Beth cogió uno de los botes de Garrett, que contenía un escarabajo tan grande como un dinosaurio, y lo estrelló contra la ventana. El bote destrozó el cristal y se hizo añicos en los barrotes de hierro del exterior.
—¡Ayúdeme! —gritó con una voz que apenas se podía oír a causa de su garganta seca—. ¡Ayuda!
A cien metros el hombre hizo una pausa. Miró alrededor.
—¡Por favor! ¡Ayúdeme! —un largo gemido.
El hombre miró hacia atrás. Luego a los bosques.
Ella respiró hondo y trató de gritar otra vez pero su garganta se cerró. Comenzó a ahogarse, escupió sangre.
A través del campo, el Misionero siguió caminando hacia adentro del bosque. Un momento más tarde desapareció de su vista.
Se sentó pesadamente sobre el enmohecido canapé e inclinó la cabeza con desaliento contra el muro. De repente miró hacia arriba; sus ojos habían detectado un movimiento otra vez. Estaba cerca, en la cabaña. El escarabajo del bote, el triceratops en miniatura, había sobrevivido al trauma de perder su casa. Mary Beth lo observó subir obstinadamente hacia la cima de un cristal roto, abrir un conjunto de alas, luego extender un segundo conjunto, que revoloteó invisible y lo llevó del alféizar de la ventana a la libertad.