Capítulo 15

Lydia había visto cien veces esa mirada en los ojos de los hombres.

Una necesidad. Un deseo. Un apetito.

A veces, una urgencia sin sentido. A veces, una inepta expresión de amor.

Esta muchacha grandota, con pelo grasoso, que en su adolescencia tuvo granitos y luego el rostro como picado de viruelas, creía que tenía poco que ofrecer a los hombres. Pero sabía también que le pedirían, al menos durante algunos años, una cosa y hacía tiempo que había decidido que para pasarlo bien tendría que explotar el poco poder que poseía; por ello, Lydia Johansson se encontraba ahora en un terreno de juego que le era muy familiar.

Estaban de regreso en el molino, nuevamente en la oscura oficina. Garrett estaba de pie a su lado y su cuero cabelludo relucía por el sudor a través de su pelo corto e irregular. Su erección era muy evidente a través de los pantalones.

Sus ojos se deslizaron por el pecho de Lydia, donde el uniforme empapado y translúcido se había desgarrado en su caída al canal (¿o lo había hecho él cuando la cogió en la senda?), el tirante de su sostén estaba roto (¿lo había roto Garrett?).

Lydia se alejó un poco, con una mueca de dolor por su lesión en el tobillo. Apretándose contra la pared, sentada, con las piernas extendidas, estudió esa mirada en los ojos del muchacho. Sintió una repulsión fría, como ante una araña.

Y sin embargo, pensó: ¿Debería permitirle?

Él era joven. Se correría en un instante y todo acabaría. Quizá después se durmiera y Lydia podría encontrar su cuchillo y liberarse las manos. Luego le daría un golpe y lo ataría a él.

Pero esas manos rojas y huesudas, la cara llena de granos próxima a la mejilla, el repugnante aliento y el hedor de su cuerpo… ¿Cómo podría soportarlos? Lydia cerró los ojos un instante. Rezó una plegaria tan insustancial como su sombra de ojos Blue Sunset. ¿Sí o no?

Pero si había ángeles cerca se mantuvieron en silencio sobre esta decisión particular.

Todo lo que tendría que hacer sería sonreírle. Estaría dentro de ella en un minuto. O ella podría tomarlo en su boca… No significaría nada.

Fóllame rápido y luego veamos una película… Una broma entre su novio y ella. Lo recibía en la puerta, con el conjunto rojo que había comprado en Sears por correo. Le echaba los brazos alrededor de los hombros y le susurraba esas palabras.

Si lo haces, pensó, podrías escapar.

¡Pero no puedo!

Los ojos de Garrett estaban fijos en ella. Recorrían su cuerpo. Su pene no la podía violar con más plenitud de lo que la violaban sus ojos en aquellos momentos. Jesús, no era sólo un insecto, el chico era una mutación de uno de los libros de terror de Lydia, algo que podrían haber imaginado Dean Koontz o Stephen King.

Sus uñas hacían ruido.

Ahora estaba examinando sus piernas, redondas y suaves, su mejor parte, creía Lydia.

Garrett rugió:

—¿Por qué estás llorando? Fue culpa tuya que te hicieras daño. No deberías haberte escapado. Déjame ver. —Señaló el tobillo hinchado—. Unos imbéciles de la escuela me empujaron colina abajo detrás de la estación Mobile el año pasado —dijo—. Me torcí el tobillo. Tenía ese mismo aspecto. Dolía como la gran puta.

Termina con todo esto, se dijo Lydia. Estarás mucho más cerca de casa.

Fóllame rápido…

¡No!

Pero no se alejó cuando Garrett se sentó frente a ella. Tomó su pierna. Sus largos dedos, Dios, qué grandes, la sujetaron por la pantorrilla y luego rodearon el tobillo. Temblaba. Miró los agujeros de sus medias blancas, por donde sobresalía su carne rosada. Estudió su pie.

—No hay una herida. Pero está todo negro. ¿Por qué?

—Puede ser una fractura.

El chico no respondió, tampoco parecía condolido. Era como si el dolor no tuviera sentido para él. Como si no pudiera entender que un ser humano podía estar sufriendo. Su interés constituía sólo una excusa para tocarla.

Ella extendió un poco más la pierna y los músculos palpitaron con el esfuerzo de levantarla. Su pie tocó el cuerpo de Garrett cerca de la ingle.

Los párpados del chico bajaron. Su respiración se hizo más rápida.

Lydia tragó saliva.

El movió el pie de Lydia. Frotó su pene a través de la ropa mojada. Estaba tan rígido como la paleta de madera de la rueda hidráulica con la que la chica se había golpeado tratando de escapar.

Garrett deslizó la mano hacia arriba de la pierna. Lydia sintió que las uñas rasgaban su panty.

No…

Sí…

Entonces el chico se paralizó.

Su cabeza se echó hacia atrás y se dilataron las ventanas de su nariz. Inhaló profundamente. Dos veces.

Lydia también olisqueó el aire. Tenía un olor agrio. Pasó un momento hasta que lo reconoció. Amoniaco.

—Mierda —murmuró el chico, con los ojos muy abiertos de horror—. ¿Cómo han llegado tan rápido?

—¿Qué? —preguntó ella.

Él saltó.

—¡La trampa! ¡La pisaron! ¡Estarán aquí en diez minutos! ¿Cómo diablos pueden haber llegado tan pronto? —Se inclinó hacia la cara de Lydia. Ella nunca vio tanta furia y odio en los ojos de alguien—. ¿Dejaste algo en la senda? ¿Les enviaste un mensaje?

Lydia se encogió, segura de que estaba a punto de matarla. Parecía completamente fuera de control.

—¡No! ¡Lo juro! Lo prometo.

Garrett se le acercó. Lydia trató de huir pero él pasó a su lado rápidamente. Estaba frenético; rasgó la tela cuando se quitó la camisa y los pantalones, la ropa interior, los calcetines. Ella observó su cuerpo delgado, la erección que sólo había disminuido un poco. Desnudo, corrió a un rincón del cuarto. Había otras ropas dobladas sobre el suelo. El chico se las puso. Zapatos también.

Lydia levantó la cabeza y miró por la ventana, a través de la cual llegaba un fuerte olor a amoniaco. De manera que su trampa no había sido una bomba, había usado el amoniaco como un arma en sí mismo; había llovido sobre la patrulla de rescate, quemándolos y dejándolos ciegos.

Garrett siguió, hablando casi en un susurro:

—Tengo que llegar adonde está Mary Beth.

—No puedo caminar —dijo Lydia sollozando—. ¿Qué vas a hacer conmigo?

Él sacó la navaja del bolsillo de sus pantalones. La abrió con un fuerte chasquido. Se volvió hacia ella.

—No, no, por favor…

—Estás lesionada. No hay manera que puedas seguirme.

Lydia miró la hoja de la navaja. Estaba manchada y mellada. Su aliento era entrecortado.

Garrett se le acercó. Lydia comenzó a gritar.

*****

¿Cómo habían llegado tan pronto? Garrett Hanlon se lo preguntó otra vez, mientras corría desde la parte delantera del molino hacia el arroyo, el pánico que sentía tan a menudo invadía su corazón de la forma en que el veneno del cedro había lastimado su cara.

Sus enemigos habían cubierto el territorio desde Blackwater Landing hasta el molino en unas pocas horas. Estaba asombrado; había pensado que encontrar su rastro les llevaría al menos un día, probablemente dos. El chico miró hacia el sendero que venía de la mina. Ni señal de ellos. Se volvió hacia la dirección opuesta y comenzó a caminar lentamente por otro sendero que llevaba más allá de la mina, río abajo desde el molino.

Hizo sonar las uñas mientras se preguntaba: «¿Cómo, cómo, cómo?».

«Relájate», se dijo. «Hay mucho tiempo». Después de que la botella de amoniaco se hiciera pedazos contra las rocas, los policías se moverían tan despacio como escarabajos peloteros empujando bolas de estiércol, preocupados por la existencia de otras trampas. En unos minutos él estaría en las ciénagas y no podrían seguirlo. Ni siquiera con perros. Estaría con Maty Beth en ocho horas.

Entonces Garrett se detuvo.

A un costado de la senda había una botella plástica de agua, vacía. Parecía que alguien acabase de arrojarla. El chico husmeó el aire, tomó la botella, olió dentro. ¡Amoniaco!

Una imagen atravesó su mente: una mosca atrapada en la tela de una araña. Pensó: ¡Mierda! ¡Me engañaron!

Una voz de mujer ladró:

—Quieto ahí, Garrett —una linda pelirroja en vaqueros y camiseta negra salió de los matorrales. Tenía una pistola en la mano y apuntaba directamente a su pecho. Sus ojos se dirigieron al cuchillo del chico y luego a su cara.

—Está aquí —gritó la mujer—. Lo tengo —luego bajó la voz y miró a Garrett a los ojos—. Haz lo que te digo y no saldrás lastimado. Quiero que dejes caer la navaja y te tumbes en el suelo, boca abajo.

Pero el muchacho no se tumbó.

Se limitó a quedarse quieto, en una postura desgarbada e incómoda, haciendo un ruido compulsivo con sus uñas. Parecía totalmente asustado y desesperado.

Amelia Sachs observó otra vez el cuchillo manchado, que el chico sostenía firmemente en la mano.

Mantuvo la mira del Smith & Wesson en el pecho de Garrett.

Los ojos le ardían por el amoniaco y el sudor. Se pasó una manga por la cara.

—Garrett… —habló con calma—. Túmbate. Nadie te va a lastimar si haces lo que te decimos.

Oyó unos gritos en la distancia.

—Tengo a Lydia —avisó Ned Spoto—. Está bien. Mary Beth no está aquí.

La voz de Lucy preguntaba, «¿Dónde estás, Amelia?».

—En el sendero hacia el arroyo —exclamó Sachs—. Tira la navaja, Garrett. Al suelo. Luego túmbate.

Él la miró con cautela, las manchas rojas en su piel y los ojos húmedos.

—Vamos, Garrett. Somos cuatro. No hay forma de escapar.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cómo me encontraron? —su voz era infantil, no parecía la de un muchacho de dieciséis años.

Amelia no le dijo que habían encontrado la trampa de amoniaco y el molino gracias a Lincoln Rhyme, por supuesto. Justo cuando habían empezado a marchar por el sendero del medio, en la encrucijada del bosque, el criminalista la había llamado. Había dicho: «Uno de los empleados de los depósitos de forraje y granos con el que habló Jim Bell dijo que por aquí no se utiliza el maíz para la alimentación de animales. Dijo que probablemente el maíz provenía de un molino y Jim conoce un molino abandonado que se quemó el año pasado. Eso explicaría las marcas de hollín».

Bell se puso al teléfono y explicó a la patrulla cómo llegar al molino. Luego Rhyme habló de nuevo y añadió: «También tengo una idea acerca del amoniaco».

Rhyme había estado leyendo los libros de Garrett y encontró un pasaje subrayado acerca del uso que hacen los insectos de los olores para comunicarse advertencias. Había decidido que como el amoniaco no se encuentra en explosivos comerciales, como el tipo utilizado en la mina, Garrett había preparado, probablemente, algo con amoniaco en una trampa con el hilo de pescar, con el propósito de que cuando los perseguidores lo desparramaran, él lo podría oler y saber que estaban cerca para escapar.

Después de que encontraron la trampa, había sido idea de Sachs llenar una de las botellas de agua de Ned con amoniaco, rodear silenciosamente el molino y verter el amoniaco en el suelo fuera del edificio, para hacer salir al chico.

Y lo hizo salir.

Pero todavía Garrett no escuchaba las instrucciones. Miró alrededor y estudió la cara de Sachs, como si tratara de decidir si ella le dispararía realmente.

Se rascó un grano de la cara y se enjugó el sudor, luego agarró el arma con más firmeza, miró a derecha y a izquierda mientras sus ojos se llenaban de desesperación y pánico.

Con temor a hacerlo correr o a que la atacara, Sachs trató de hablarle como una madre que quiere hacer dormir a su hijo.

—Garrett, haz lo que te digo. Todo saldrá bien. Sólo haz lo que te digo. Por favor.

*****

—¿Lo tienes en la mira? Dispara —estaba susurrando Mason Germain.

A cien metros de donde esa perra de Nueva York se enfrentaba con el asesino, Mason y Nathan Groomer se encontraban en la cima de una colina pelada.

Mason estaba de pie. Nathan estaba tendido boca abajo sobre el suelo caliente. Había afirmado el Ruger con bolsas de arena en un suave declive de oportunas rocas y se concentraba en el control de su respiración, de la forma en que se supone hacen los cazadores de alces, gansos y los seres humanos antes de disparar.

—Sigue —le urgió Mason—. No hay viento. Tienes una visión clara. ¡Dispara!

—Mason, el chico no está haciendo nada.

Vieron a Lucy Kerr y a Jesse Corn caminar hacia el claro, unirse a la pelirroja, sus armas también apuntaban al muchacho. Nathan continuó:

—Todos lo tienen cubierto y él sólo tiene una navaja. Una pequeña e insignificante navaja. Parece que se va a entregar.

—No se va a entregar —escupió Mason Germain, que pasó su peso liviano de un pie a otro con impaciencia—. Te lo digo, está fingiendo. Va a matar a uno de nosotros tan pronto como tengan la guardia baja. ¿No significa nada para ti que Ed Schaeffer esté muerto? —Steve Farr había llamado hacía media hora con la triste noticia.

—Vamos, Mason. Estoy tan afligido por eso como cualquiera. No tiene nada que ver con las reglas de combate. Además, mira, por favor. Lucy y Jesse están a dos metros del chico.

—¿Estas preocupado por si les das a ellos? Joder, si a esta distancia puedes acertar a una moneda, Nathan. Nadie tira mejor que tu. Dispara. Haz tu disparo.

—Yo…

Mason estaba observando la curiosa obrita de teatro que tenía lugar en el claro. La pelirroja bajó su arma y dio un paso adelante. Garrett todavía tenía la navaja. Su cabeza se movía hacia atrás y hacia delante.

La mujer dio otro paso hacia él.

Oh, eso es mucha ayuda, perra.

—¿Está en tu línea de fuego?

—No. Pero, escucha —explicó Nathan—, ni se supone siquiera que estemos aquí.

—Esa no es la cuestión —musitó Mason—. Estamos aquí. Yo autoricé un apoyo para proteger a la patrulla de rescate y te estoy ordenando que hagas un disparo. ¿Quitaste el seguro?

—Sí, lo quité.

—Entonces dispara.

Observó por la mira telescópica.

Mason vio como el cañón del Ruger se paralizaba, mientras Nathan se mimetizaba con su arma. Mason lo había visto antes, cuando cazaba con amigos que eran mucho mejores deportistas que él mismo. Era una cosa espeluznante que Mason no comprendía. Tu arma se vuelve parte de ti antes de disparar, casi por ella misma.

Mason esperó el estruendoso ruido del arma al disparar.

Ni una leve brisa. Una diana nítida. Un fondo claro.

¡Dispara, dispara, dispara! Era el mensaje silencioso de Mason.

Pero en lugar del ruido del disparo del rifle, escuchó un suspiro. Nathan bajó la cabeza.

—No puedo.

—Dame el jodido rifle.

—No, Mason. Vamos.

Pero la expresión de los ojos del policía veterano silenció al tirador, que le entregó el rifle y se puso a un lado.

—¿Cuántos proyectiles hay en el cargador? —soltó Mason.

—Yo…

—¿Cuántos proyectiles? —dijo Mason mientras se acostaba sobre el vientre y tomaba una posición idéntica a la de su colega un momento antes.

—Cinco. Pero no lo tomes como algo personal, Mason, tú no eres el mejor tirador de rifle en el mundo y hay tres inocentes en el campo de mira y si tu… —pero su voz se desvaneció. Había sólo un lugar al que podía ir esa frase y Nathan no quiso continuar.

Ciertamente, Mason sabía que no era el mejor tirador del mundo. Pero había matado cien ciervos. Y había conseguido puntuaciones altas en el campo de tiro de la policía estatal de Raleigh. Además, buen o mal tirador, Mason sabía que el Muchacho Insecto tenía que morir y tenía que morir ahora.

Él también respiró con regularidad, dobló el dedo alrededor del gatillo que tenía un reborde y descubrió que Nathan había mentido; nunca había quitado el seguro del rifle. Ahora Mason apretó el botón con enfado y empezó a controlar su respiración una vez más.

Dentro, fuera.

Enfocó la mira en la cara del muchacho.

La pelirroja se acercó más a Garrett y por un momento su hombro estuvo en la línea de fuego.

Jesús, mi Dios, lo estás poniendo difícil, señorita. Ella se ladeó y salió de su vista. Luego su nuca apareció en el centro de la mira. Osciló a la izquierda pero permaneció cerca del centro de la mira.

Respira, respira.

Mason, dejando de lado el hecho de que sus manos temblaban mucho más de lo que deberían, se concentró en la cara manchada de su diana.

Bajó la mira al pecho de Garrett.

La pelirroja se ladeó nuevamente entrando en la línea de fuego. Luego se movió y salió.

Mason sabía que tenía que apretar el gatillo con suavidad. Pero, como le ocurría tan a menudo en la vida, la cólera lo invadió y decidió por él. Apretó el gatillo con un movimiento espasmódico.