Fuera de la ventana había un gran nido de avispas.
Apoyando la cabeza contra el grasiento cristal de su prisión, una exhausta Mary Beth lo miraba fijamente.
Más que cualquier otra cosa de ese lugar terrible, el nido, gris y húmedo y repugnante, le producía una sensación de desesperanza.
Más que los barrotes que Garrett había soldado con tanto cuidado fuera de las ventanas. Más que la gruesa puerta de roble, bien cerrada con tres grandes cerrojos. Más que el recuerdo de la terrible marcha desde Blackwater Landing en compañía del Muchacho Insecto.
El nido de las avispas tenía la forma de cono, con su vértice hacia el suelo. Se apoyaba sobre la bifurcación de una rama que Garrett había apuntalado cerca de la ventana. El nido debía de ser el hogar de cientos de insectos lustrosos y de color negro y amarillo que salían y entraban del agujero que estaba en su parte inferior.
Garrett ya se había ido cuando ella despertó esa mañana y después de quedarse en la cama cerca de una hora, atontada y con náuseas por el golpe brutal que recibiera en la cabeza la noche anterior, Mary Beth se irguió sobre sus inseguras piernas y miró por la ventana.
La primera cosa que vio fue el nido fuera de la ventana del fondo, cerca del dormitorio.
Las avispas no habían hecho su nido allí; era Garrett quien lo había colocado fuera de la ventana. Al principio, ella no podía imaginar la causa. Pero después, con una sensación de desesperación, lo comprendió: su captor lo había dejado como un estandarte de victoria.
Mary Beth había aprendido bien sus lecciones de historia. Sabía acerca de guerras, de ejércitos que conquistaban otros ejércitos. La razón por la que llevaban banderas y estandartes no consistía sólo en identificar a los bandos; también consistía en recordar a los vencidos quién los controlaba ahora.
Y Garrett había vencido.
Bueno, había ganado la batalla; todavía estaba por verse el resultado de la guerra.
Mary Beth se tocó la herida de la cabeza. Había sido un golpe terrible en la sien, que le había arrancado unos trozos de piel. Se preguntó si se infectaría.
Encontró una banda elástica en su mochila y ató su largo pelo castaño en una coleta. El sudor goteaba por su cuello y sintió una aguda necesidad de beber. Estaba sin aliento a causa del calor asfixiante de los cuartos cerrados. Pensó en quitarse su gruesa camisa de denim, preocupada por las víboras y las arañas, siempre llevaba mangas largas cuando iba a cavar alrededor de matorrales o de pastos crecidos. Pero ahora, a pesar del calor, decidió dejarse la camisa. No sabía cuando retornaría su captor y llevaba sólo un sujetador de encaje rosa bajo la camisa. Garrett Hanlon de seguro no necesitaba ningún aliciente en ese sentido.
Con una última mirada al nido, Mary Beth se alejó de la ventana. Luego caminó una vez más por los tres ambientes de la choza, buscando inútilmente una brecha en el lugar. Se trataba de un edificio sólido y muy antiguo, con gruesas paredes, una combinación de troncos cortados a mano y pesadas tablas unidas entre sí por clavos. Por la ventana de enfrente se veía un gran campo con altos pastos que terminaba en una hilera de árboles a cien metros de la casa. La propia cabaña se encontraba en otro grupo de gruesos árboles. Mirando por la ventana de atrás, la del nido de avispas, apenas si podía ver a través de los troncos la superficie brillante del estanque que habían rodeado el día anterior para llegar a la casa.
Los cuartos en sí mismos eran pequeños pero sorprendentemente limpios. En la sala había un largo canapé marrón y dorado, varias sillas viejas alrededor de una mesa de comedor barata y una segunda mesa donde se encontraban una docena de botellas de zumo cubiertas con malla de red y llenas de los insectos que el chico coleccionaba. Un segundo cuarto contenía un colchón y una cómoda. Un tercer cuarto estaba vacío, excepto por varios botes medio llenos de pintura marrón, ubicados en un rincón; parecía que Garrett había pintado recientemente el exterior de la cabaña. El color era oscuro y deprimente y no podía imaginar por qué lo había elegido así, hasta que se dio cuenta de que tenía el mismo tono que la corteza de los árboles que rodeaban la cabaña. Camuflaje. Se le ocurrió nuevamente algo que ya había pensado antes, que el chico era mucho más cauteloso, y más peligroso de lo que había imaginado.
En la sala había pilas de alimentos: comida basura e hileras de frutas y vegetales enlatados de la marca Farmer John. Desde el rótulo un impasible granjero le sonreía, una imagen tan obsoleta como la Betty Crocker de los años cincuenta. Examinó desesperadamente la cabaña para encontrar agua o gaseosas, algo para beber, pero no encontró nada. Las frutas y vegetales envasados estarían llenos de zumo pero no había ningún abrelatas ni ninguna clase de herramienta o utensilio para abrirlos. Tenía su mochila con ella, pero había dejado sus herramientas de arqueología en Blackwater Landing. Trató de abrir un bote golpeándolo contra un costado de la mesa, pero el metal no cedió.
Escaleras abajo se encontraba un sótano o depósito subterráneo, al que se llegaba por una puerta que estaba en el suelo de la habitación principal de la choza. La miró una vez y se estremeció de repugnancia, sintió que su piel se erizaba. La noche anterior, después de que pasara un tiempo desde que se fuera Garrett, Mary Beth había reunido todo su valor y había descendido los endebles escalones, llegando a un sótano de techo bajo, donde buscó una salida de la horrible cabaña. Pero no había salida, sólo docenas de cajas, botes y bolsas viejas.
No había oído el regreso de Garrett y de repente el chico corrió escaleras abajo hacia ella. Mary Beth gritó y trató de huir, pero lo único que recordaba era que yacía en el suelo sucio, con su pecho salpicado de la sangre que también se pegaba en sus cabellos, y Garrett, que olía a adolescente sin bañar, y caminaba lentamente hacia ella, la rodeaba con sus brazos, con los ojos fijos en sus pechos. La levantó y ella sintió su pene rígido mientras la llevaba lentamente hacia la planta superior, sordo a sus protestas…
¡No!, se dijo. No pienses en eso.
O en el dolor. O en el miedo.
¿Y dónde estaba Garrett ahora?
Tan asustada como se había sentido ayer, con él dando vueltas alrededor de la cabaña, ahora casi se sentía igual, temiendo que la hubiera olvidado. O se hubiera matado en un accidente, o le hubieran disparado los policías que la buscaban. Y se moriría de sed en aquel lugar. Mary Beth recordaba un proyecto en el que se había implicado junto a su tutor universitario: el desenterramiento, patrocinado por la Sociedad Histórica de Carolina del Norte, de una tumba, para realizar análisis de ADN en el cuerpo de un cadáver y verificar si correspondía a un descendiente de Sir Francis Drake, como afirmaba una leyenda local. Para su horror, cuando se quitó la tapa del ataúd, los huesos del brazo del cadáver estaban levantados y había rasguños en el interior de la tapa. El hombre había sido enterrado vivo.
Esta cabaña sería su ataúd. Y nadie…
¿Qué era eso? Mirando por la ventana del frente, creyó ver movimientos justo en el límite del bosque. A través de los matorrales y las hojas le pareció que podía ser un hombre. Sus ropas y su sombrero de ala ancha eran oscuros, y había algo que inspiraba confianza en su postura y modo de andar, pensó: parece un misionero en la selva.
Pero espera… ¿Había realmente alguien allí? ¿O se trataba solamente de la luz en los árboles? No lo podía discernir.
—¡Aquí! —gritó. Pero la ventana estaba cerrada con clavos y aun si hubiera estado abierta, dudaba que la pudieran oír a esa distancia, ya que su voz estaba muy débil a causa de la sequedad de su garganta.
Agarró su mochila, esperando que todavía tuviera el silbato que su paranoide madre había comprado para protegerla. Mary Beth se había reído de la idea, ¿un silbato contra las violaciones en Tanner's Corner?, pero ahora lo buscó desesperadamente.
Pero el silbato no estaba. Quizá Garrett lo hubiera encontrado y cogido cuando ella se desmayó en el colchón ensangrentado. Bueno, de todos modos gritaría para conseguir ayuda, gritaría tan fuerte como pudiera, a pesar de su garganta reseca. Mary Beth tomó uno de los botes de insectos, con la intención de romperlo contra la ventana. Lo elevó hacia atrás como un lanzador de béisbol a punto de arrojar la última pelota de un partido. Luego su mano descendió. ¡No! El Misionero se había ido. Donde había estado veía ahora un oscuro tronco de sauce, pasto y un laurel, moviéndose con el viento cálido.
Quizá eso era todo lo que había visto.
Quizá él no hubiera estado allí en absoluto.
Para Mary Beth McConnell, acalorada, asustada, torturada por la sed, la verdad y la ficción se mezclaban y todas las leyendas que había estudiado sobre ese terrible territorio de Carolina del Norte parecían tornarse reales. Quizá el Misionero fuera uno más del elenco de personajes imaginarios, como la Dama del lago Drummond.
Como los otros fantasmas del Great Dismal Swamp.
Como la Cierva Blanca de la leyenda india, una historia que se parecía en forma alarmante a la suya propia.
Con la cabeza a punto de estallar, mareada por el calor, Mary Beth se acostó en el canapé con olor a moho y cerró los ojos, mientras las avispas volaban cerca, para luego entrar al nido gris, el estandarte de la victoria de su captor.
*****
Lydia sintió el fondo del arroyo bajo sus pies y dio un salto hacia la superficie.
Ahogada y escupiendo agua, se encontró en un charco pantanoso cerca de 15 metros aguas abajo del molino. Con las manos todavía atadas a su espalda, movió las piernas con fuerza para enderezarse e hizo una mueca de dolor. Tenía un esguince o se había roto el tobillo al chocar con la paleta de madera de la rueda hidráulica cuando saltó al canal. Pero en aquel punto el agua tenía dos metros de profundidad y si no pataleaba se ahogaría.
El dolor de su tobillo era tremendo, pero Lydia consiguió remontar a la superficie. Descubrió que al llenar los pulmones y descansar sobre la espalda podía flotar y mantener su rostro sobre la superficie, mientras daba patadas con su pierna sana dirigiéndose a la orilla.
Había avanzado un metro y medio cuando sintió algo frío y resbaladizo en la nuca, que se enrollaba alrededor de su cabeza y oreja, en búsqueda de su cara. ¡Una víbora! Se percató con pánico. Recordó un caso del mes anterior en la sala de urgencias: un hombre que trajeron con la picadura de una víbora de agua, su brazo hinchado casi al doble de su tamaño. Estaba loco de dolor. Lydia dio una vuelta completa y la musculosa víbora se deslizó ante su boca. Gritó. Pero con los pulmones vacíos y sin poder flotar, se hundió bajo la superficie y comenzó a ahogarse. Perdió de vista a la víbora. ¿Dónde está? ¿Dónde? pensó ansiosamente. Una picadura en la cara podría dejarla ciega. En la yugular o la carótida, moriría.
¿Dónde? ¿Estaba encima? ¿Dispuesta a picar?
Por favor, por favor, ayúdame, suplicó a su ángel guardián.
Y quizá el ángel la escuchó. Porque cuando apareció nuevamente en la superficie no había señales de la víbora. Finalmente tocó la suciedad del fondo del arroyo con sus pies cubiertos por las medias. Había perdido los zapatos en la zambullida. Hizo una pausa, recobrando el aliento, tratando de calmarse. Con lentitud se dirigió a la orilla, subió por el empinado terraplén de barro y palos resbaladizos que le hacían descender un paso por cada dos que conseguía subir a tropezones. Cuidado con la arcilla de Carolina, se dijo; puede tragarte como arenas movedizas.
Justo cuando lograba salir del agua, un disparo, muy cercano, hendió el aire.
¡Jesús! ¡Garrett tiene un arma! ¡Está disparando!
Se tiró nuevamente al agua y se hundió bajo la superficie. Permaneció tanto como pudo, pero al final tuvo que salir. Luchando por recobrar el aliento, subió a tierra firme en el momento en que un castor golpeaba nuevamente con la cola, haciendo un nuevo estruendo. El animal desapareció rumbo a su dique, grande, de 60 metros de largo. Sintió que una risa histérica se apoderaba de ella a causa de la falsa alarma, pero pudo controlarse.
Luego caminó con dificultad hacia los carrizos y el barro y se recostó, jadeando y escupiendo agua. Después de cinco minutos recuperó el aliento. Se sentó y miró a su alrededor.
Ni señales de Garrett. Se esforzó por ponerse de pie. Trató de liberar sus manos, pero la cinta adhesiva se mantenía firme, a pesar de haberse empapado. Desde allí podía ver la chimenea quemada del molino. Se orientó y decidió qué dirección tomar para encontrar el sendero que la llevaría al sur del Paquo, a casa. No estaba muy lejos de él; su trayecto por el arroyo no la había conducido muy lejos del molino.
Pero Lydia no tenía la voluntad suficiente para moverse.
Se sentía paralizada por el miedo, por la desesperanza.
Entonces pensó en su serie de televisión favorita, Touched by an Ángel, y cuando pensaba en el programa tuvo otro recuerdo, de la última vez que la había visto. Justo cuando terminó y empezó la publicidad, la puerta de su casa en la ciudad se abrió y apareció su novio con un paquete con seis botellas. Era poco común que le hiciera una visita sorpresa y Lydia se quedó encantada.
Pasaron juntos dos horas gloriosas. Decidió que su ángel le había proporcionado ese recuerdo en ese momento como una señal de que había esperanzas cuando menos las esperaba…
Asiéndose a ese pensamiento con firmeza, rodó con dificultad y se puso de pie. Comenzó a andar por los juncos y los pastos del pantano. De un lugar cercano le llegó un sonido gutural. Un leve gruñido. Sabía que había linces por ahí, al norte del río. También osos y jabalíes. Pero aun cuando cojeaba y sentía mucho dolor, se encaminó con tanta confianza hacia el sendero como si estuviera haciendo las rondas en su trabajo, distribuyendo píldoras y chismorreos, levantando el ánimo a los pacientes bajo su cuidado.
*****
Jesse Corn encontró una bolsa.
—¡Aquí! Mirad aquí. Tengo algo. Una talega.
Sachs bajó por una ladera rocosa hacia donde estaba el policía, señalando algo en un saliente calizo, que había quedado plana por una explosión. Podía ver las ranuras donde los taladros habían horadado la piedra para colocar la dinamita. No era de extrañar que Rhyme hubiera encontrado tanto nitrato; aquel lugar era un gran campo de demoliciones.
Se acercó a Jesse. Estaba de pie frente a una vieja bolsa de tela.
—Rhyme, ¿puedes oírme? —dijo Sachs por su teléfono.
—Adelante. Hay mucho ruido de estática pero te puedo oír.
—Encontramos una bolsa por aquí —le contó ella. Luego le preguntó a Jesse—. ¿Cómo la llamáis?
—Talega. Lo que en otros lugares llaman bolsa de arpillera.
Sachs le dijo a Rhyme:
—Es una vieja bolsa de arpillera. Parece que hay algo en ella.
Rhyme preguntó:
—¿Garrett la dejó?
Sachs miró al suelo, donde el piso de piedra se unía a los muros.
—Se trata sin lugar a dudas de las huellas de Garrett y de Lydia. Conducen a una subida hacia el borde de la mina.
—Vayamos en su búsqueda —dijo Jesse.
—Todavía no —dijo Sachs—. Necesitamos examinar la bolsa.
—Descríbela —ordenó el criminalista.
—Arpillera. Vieja. Unos 60 por 90 centímetros. No hay mucho dentro. Está cerrada. No atada, sólo doblada.
—Ábrela con cuidado, recuerda las trampas.
Sachs bajó un costado de la bolsa y miró adentro.
—Está limpia, Rhyme.
Lucy y Ned descendieron por el sendero y los cuatro permanecieron alrededor de la bolsa como si fuera el cuerpo de un ahogado que hubieran sacado de la mina.
—¿Qué hay en ella?
Sachs se puso guantes de látex, que estaban muy blandos a causa del sol. Inmediatamente sus manos comenzaron a sudar y a escocer por el calor.
—Botellas de agua vacías. Deer Park. No tienen el precio de la tienda ni etiqueta de inventario. Envolturas de dos paquetes de mantequilla de cacahuete Planters y de crackers de queso. Tampoco se puede identificar la procedencia. ¿Quieres los códigos UPC[5] para localizar las partidas?
—Si tuviéramos una semana, quizá —murmuró Rhyme—. No, no te molestes. Más detalles de la bolsa —le ordenó.
—Hay algo impreso en ella. Pero está demasiado descolorido para que lo podamos leer. ¿Alguien quiere probar?
Nadie pudo leer la inscripción.
—¿Alguna idea de lo que contenía originalmente? —preguntó Rhyme.
Sachs tomó la bolsa y la olió.
—Rancio. Debe de haber estado guardada durante mucho tiempo. No puedo decir qué contenía. —Sachs dio vuelta a la bolsa de adentro hacia afuera y la golpeó fuertemente con la palma de la mano. Unos pocos granos de maíz, viejos y arrugados, cayeron al suelo—. Maíz, Rhyme.
—Como mi nombre[6] —rió Jesse.
Rhyme preguntó:
—¿Hay granjas por allí?
Sachs hizo la pregunta a la patrulla.
—Granjas lecheras, no de cereales —dijo Lucy, mirando a Ned y a Jesse, que asintieron.
Jesse dijo:
—Pero se les da de comer maíz a las vacas.
—Claro —dijo Ned—, diría que la bolsa proviene de algún depósito de forraje y granos. O de un almacén.
—¿Escuchaste eso, Rhyme?
—Forraje y grano. Bien. Haré que Ben y Jim Bell lo investiguen. ¿Algo más, Sachs?
Ella se miró las manos. Estaban ennegrecidas. Dio vuelta a la bolsa.
—Parece que hubiera hollín y restos de fuego en la bolsa, Rhyme. No se quemó, pero estaba apoyada en algo que ardió.
—¿Alguna idea de qué fue?
—Parecen pedazos de carbón vegetal. De manera que creo que se trata de madera.
—Bien —dijo Rhyme—. Lo pongo en la lista.
Sachs miró las huellas de Lydia y de Garrett.
—Seguimos tras sus pasos de nuevo —le dijo a Rhyme.
—Te llamaré cuando tenga más respuestas.
Sachs anunció a la patrulla de rescate:
—Volvemos arriba —sintió el dolor lacerante de sus rodillas, miró hacia arriba, al borde de la mina y murmuró—: No parecía tan alto cuando llegamos aquí.
—Oh, sí, es una norma. Las colinas son dos veces más altas al subirlas que al bajarlas —dijo Jesse Corn, quien parecía tener una reserva inagotable de aforismos, mientras cortésmente la dejaba pasar delante para subir el angosto sendero.