De acuerdo al cálculo de Jesse Corn, ya estaban casi en la mina.
—Nos faltan cinco minutos —dijo a Sachs. Luego la miró dos veces y después de pensarlo otras dos dijo—: ¿Sabes?, quería preguntarte… Cuando sacaste tu arma, cuando salió ese pavo salvaje de los matorrales… bueno, y también cuando en Blackwater Landing, Rich Culbeau nos sorprendió… eso fue… extraordinario. Sabes cómo clavar un clavo, sin duda.
Ella conocía, por Roland Bell, esa expresión sureña que significaba «tirar».
—Es uno de mis pasatiempos favoritos —dijo.
—¡No bromees!
—Es más fácil que correr —dijo Sachs—. Y más barato que anotarse en un gimnasio.
—¿Has estado en competiciones?
Sachs asintió.
—En el Club de Pistola North Shore de Long Island.
—¿Qué me dices? —exclamó Jesse con entusiasmo desbordante—. ¿En los torneos Bullseye de la NRA[4]?
—Sí.
—¡Es mi deporte favorito también! Bueno, tiro al pichón y tiro al vuelo, por supuesto. Pero mi especialidad son las armas de cinto.
La de Sachs también, pero pensó que sería mejor no encontrar demasiadas cosas en común con su adorador.
—¿Recargas con tu propia munición? —preguntó Jesse.
—Sí. Bueno, con los 38 y los 45. No con los cartuchos, por supuesto. El problema mayor consiste en sacar las burbujas de los proyectiles.
—¡Guau! ¿No me digas que fundes tus propias balas?
—Lo hago —admitió Sachs, recordando cuando en las mañanas de domingo los apartamentos de todo su edificio olían a waffles y bacon y el suyo a menudo estaba impregnado del atractivo aroma del plomo fundido.
—Yo no lo hago —dijo Jesse, como disculpándose—. Compro los cartuchos con el fulminante.
Caminaron unos pocos minutos en silencio, todos con los ojos fijos en el suelo, alertas ante las trampas mortales.
—Bien —dijo Jesse Corn, con una tímida sonrisa y apartando el rubio cabello de su húmeda frente—. Te mostraré mi… —Sachs lo miró inquisitivamente y él continuó—. Quiero decir, ¿cuál es tu mejor puntuación? ¿En el circuito Bullseye? —Como ella vacilara, él la alentó—: Vamos, me lo puedes decir. Es sólo un deporte… Y, bueno, yo he estado compitiendo durante diez años. Te saco un poco de ventaja.
—Dos mil setecientos —dijo Sachs.
Jesse asintió.
—Sí, ése es el torneo a que me refiero, el de la rotación con tres pistolas, con un máximo de novecientos puntos para cada una. ¿Cuál es tu mejor puntuación?
—La que te he dicho —contestó Sachs, con una mueca de dolor, pues la artritis se dejaba sentir en sus rígidas piernas—. Dos mil setecientos.
Jesse se volvió hacia ella, buscando señales que le confirmaran que se trataba de una broma. Cuando vio que ella no reía, lanzó una carcajada.
—Pero esa es una puntuación perfecta.
—No creas que la consigo en todos los torneos. Pero me preguntaste por la mejor.
—Pero… —Sus ojos estaban muy abiertos—. Nunca había conocido a nadie que disparara y obtuviera dos mil setecientos.
—Bueno, ahora ya lo has conocido —dijo Ned, riéndose con ganas—. Y no te sientas mal, Jess, sólo es un deporte.
—Dos mil… —el joven policía movió la cabeza.
Sachs decidió que tendría que haber mentido. Con esta información acerca de sus proezas balísticas, parecía que el amor de Jesse Corn por ella estaba sellado.
—Di, cuando esto acabe… —dijo Jesse tímidamente—, si tienes tiempo libre, quizá tú y yo podamos ir al campo de tiro y gastar algunas municiones.
Y Sachs pensó: mejor una caja de balas Winchester del 38 que un vaso de cerveza Starbucks acompañado de la información de lo difícil que es encontrar mujeres en Tanner's Corner.
—Veremos cómo salen las cosas.
—Es una cita —dijo él, utilizando la palabra que ella tenía la esperanza de que no surgiera.
—Allí —dijo Lucy—. Mirad.
Se detuvieron al borde del bosque y vieron la mina frente a ellos.
Sachs hizo que se agacharan. Mierda, cómo duele. Todos los días tomaba unos medicamentos a base de condroitina y glucosamina, pero con la humedad y el calor de Carolina del Norte sus articulaciones sufrían una barbaridad. Observó el enorme pozo de casi doscientos metros de anchura y treinta de profundidad. Los muros eran amarillos, como huesos viejos, y descendían abruptamente. En el fondo había agua verde y salobre que olía a ácido. La vegetación en veinte metros a la redonda había desaparecido de forma trágica.
—Manteneos lejos del agua —les advirtió Lucy en un susurro—. Es mala. Había chicos que solían nadar aquí, no mucho después de que cerraran la mina. Mi sobrino vino una vez, el hermano pequeño de Ben. Pero yo me limité a mostrarle la foto del forense, cuando pescaron a Kevin Dobbs después de que se ahogara y pasara en el agua una semana. Nunca más volvió.
—Creo que el doctor Spock da el mismo consejo —dijo Sachs. Lucy se rió.
Sachs, pensando nuevamente en niños.
Ahora no, ahora no…
Su teléfono vibró. A medida que se acercaban a su presa, había quitado el sonido. Contestó. La voz de Rhyme crepitó:
—Sachs, ¿dónde estás?
—Al borde de la mina —murmuró.
—¿Alguna señal del chico?
—Acabamos de llegar. No hay nada todavía. Vamos a empezar a buscar. Todos los edificios han sido demolidos y no veo ningún lugar donde pueda esconderse. Pero hay una docena de lugares en que podría haber dejado una trampa.
—Sachs…
—¿Qué pasa, Rhyme? —Su tono solemne la dejó helada.
—Hay algo que debo decirte. Acabo de recibir del centro médico los resultados del análisis del ADN y serológico. Del kleenex que encontraste en la escena esta mañana.
—¿Y?
—Es el semen de Garrett, sí. Y la sangre… es de Mary Beth.
—La violó —murmuró Sachs.
—Ten cuidado, Sachs, pero muévete rápido. No creo que a Lydia le quede mucho tiempo.
*****
Se escondió en un depósito sucio y oscuro que hacía un tiempo solía usarse para guardar el grano.
Con las manos atadas atrás, todavía mareada por el calor y la deshidratación, Lydia Johansson había atravesado a tropezones el luminoso pasillo, alejándose de donde Garrett yacía retorciéndose Había encontrado ese lugar donde ocultarse, en la planta de abajo del cuarto de molienda. Cuando entró y cerró la puerta, una docena de ratones corrieron sobre sus pies y tuvo que esforzarse para controlarse y no gritar.
Ahora prestaba atención para oír las pisadas de Garrett sobre el sonido de la rueda del molino que estaba cerca.
El pánico la inundaba y comenzaba a lamentar su huida desafiante. Pero no había vuelta atrás, decidió. Había lastimado a Garrett y ahora él se vengaría si la encontraba. Quizá le haría algo peor. Su única oportunidad era tratar de escapar.
No, decidió, esa no era la forma correcta de pensar. Uno de sus libros de ángeles decía que no existe algo como «tratar». Algo se hacía o no se hacía. Ella no iba a tratar de huir. Ella iba a huir. Sólo necesitaba tener fe.
Lydia miró a través de una rendija en la puerta del depósito, escuchó cuidadosamente. Le oyó en uno de los cuartos cercanos, hablando despacio consigo mismo y abriendo brutalmente las puertas de los depósitos y los armarios. Esperaba que él pensara que había salido corriendo por el pasillo quemado, pero era obvio, por su búsqueda metódica, que sabía que ella todavía estaba allí. No podía quedarse más en el depósito. La encontraría. Miró a través de la rendija de la puerta y como no lo veía, se deslizó fuera del cuarto y corrió a otro adyacente, moviéndose silenciosamente con sus zapatos blancos. La única salida de ese cuarto era una escalera que llevaba a la segunda planta. Subió con dificultad, con las manos, al no poder mantener el equilibrio, chocando con las paredes y con la barandilla de hierro forjado.
Escuchó resonar su voz por el pasillo.
—¡Hiciste que me picara! —gritó—. Me duele, me duele.
«Ojalá te hubiera picado en un ojo o en la entrepierna», pensó Lydia y se empeñó en subir la escalera. «¡Jódete, jódete, jódete!».
Lo escuchó abrir con violencia las puertas de los armarios de la planta inferior. Escuchó sus lamentos guturales. Imaginó que podía oír el sonido de sus uñas.
Tembló de pánico otra vez. Las náuseas aumentaban.
El cuarto al final de la escalera era amplio y tenía una cantidad de ventanas que daban a la parte quemada del molino. Había una puerta, que al estar sin cerrojo, abrió de un empujón. Entró en la misma zona de molienda: dos grandes ruedas de molino se encontraban en el centro. El mecanismo de madera estaba podrido; el sonido que había oído no se debía a las muelas sino a la rueda hidráulica, movida por el arroyo desviado.
Todavía daba vueltas lentamente. El agua de color herrumbre caía en cascada hacia un pozo profundo y angosto, como un aljibe. Lydia no podía ver el fondo. El agua debe de haber drenado y retornado al arroyo por alguna parte bajo la superficie.
—¡Detente! —gritó Garrett.
Saltó asustada al oír el sonido de su voz enojada. Él estaba en la puerta. Sus ojos rojos estaban muy abiertos. Se apretaba el brazo en el que había un enorme moretón negro y amarillo.
—Hiciste que me picara —murmuró, mirándola con odio—. Está muerto. ¡Tú me hiciste matarlo! ¡Yo no quería pero tú me obligaste! Ahora mueve el culo y baja. Tengo que atarte las piernas también.
Se movió hacia delante.
Ella miró su huesuda cara, sus cejas unidas, sus grandes manos, sus ojos furiosos. En su mente irrumpieron diversas imágenes: un paciente de cáncer que se moría lentamente; Mary Beth McConnell encerrada en algún lugar; el chico devorando las patatas fritas; el ciempiés mientras corría; las uñas que sonaban. El mundo exterior. Sus largas noches sola, esperando, desesperadamente, una breve llamada telefónica de su novio. Llevar las flores a Blackwater Landing, aun cuando realmente no quería hacerlo…
Era demasiado para ella.
—Espera —dijo Lydia, serenamente.
Él pestañeó. Dejó de caminar.
Ella le sonrió, de la forma que sonreiría a un enfermo terminal, y enviando una oración de despedida a su novio, con las manos todavía atadas a la espalda, se zambulló de cabeza en el estrecho pozo de aguas oscuras.
*****
Las líneas del retículo de la mira telescópica Hitech se posaron en los hombros de la policía pelirroja.
Ése es un cabello bonito, pensó Mason Germain.
Él y Nathan Groomer estaban en una loma desde la que se divisaba la antigua mina de Anderson Rock Products, a unos cien metros de la patrulla de rescate.
Nathan manifestó finalmente la conclusión a la que había llegado hacía media hora.
—Esto no tiene nada que ver con Rich Culbeau.
—No, no tiene que ver. No exactamente.
—¿Qué significa «no exactamente»?
—Culbeau anda por aquí. Con Sean O'Sarian.
—Ese muchacho mete más miedo que dos Culbeaus.
—No te lo discuto —dijo Mason—. Y Harris Tomel también. Pero eso no es lo que estamos haciendo.
Nathan volvió a mirar a los policías y a la pelirroja.
—Me imagino que no. ¿Por qué estás apuntando a Lucy Kerr con mi rifle?
Después de un momento, Mason le devolvió el Ruger M77 y dijo:
—Porque no traje mis jodidos binoculares. Y no era a Lucy a quien miraba.
Caminaron por la saliente. Mason iba pensando en la pelirroja. Pensando en la bonita Mary Beth McConnell. Y en Lydia. Pensando también cómo a veces la vida no trascurre de la forma en que uno desea. Mason Germain sabía, por ejemplo, que él ya debería haber ascendido a un rango superior. Sabía que debería haber solicitado la promoción de otra forma. De la misma manera en que debería haber manejado las cosas de otra manera, cuando Kelley lo dejó por ese camionero cinco años antes y, ya puestos, haber manejado también de forma diferente todo su matrimonio antes de que ella lo dejara.
Y debería haber manejado el primer caso de Garrett Hanlon de forma muy diferente también. El caso en el que Meg Blanchard se despertó de la siesta y encontró las avispas amontonadas en su pecho, rostro y manos… Ciento treinta y siete picaduras y una terrible muerte lenta.
Ahora estaba pagando por esas malas decisiones. Su vida consistía en una serie de días tranquilos, en los que se preocupaba, sentado en su porche y bebía demasiado, sin encontrar siquiera la energía para sacar su bote al Pasquo y salir a pescar. Trataba desesperadamente de solucionar lo que quizá no tenía arreglo.
—¿Entonces, me vas a decir lo que estamos haciendo? —preguntó Nathan.
—Estamos buscando a Culbeau.
—Pero acabas de decir… —la voz de Nathan se extinguió. Como Mason no dijo nada más, el policía suspiró ruidosamente—. La casa de Culbeau, o donde se supone que está, se encuentra a diez o doce kilómetros de distancia y aquí estamos al norte del Paquo, yo con mi rifle para ciervos y tú con tu boca cerrada.
—Lo estoy diciendo por si Jim pregunta. Estábamos por aquí buscando a Culbeau —dijo Mason.
—¿Y lo que estamos haciendo realmente es…?
Nathan Groomer podía podar árboles a quinientos metros con su rifle Ruger. Podía convencer en cinco minutos a un conductor, con 0,50 de alcohol en sangre, de que descendiera de su coche. Si se quisiera molestar en tratar de hacerlo, podría tallar señuelos que se venderían por quinientos dólares a los coleccionistas. Pero su talento y cualidades no iban mucho más allá.
—Vamos a cazar a ese muchacho —dijo Mason.
—Garrett.
—Sí, Garrett. ¿Quién si no? Ellos lo harán salir para nosotros —señaló con la cabeza la pelirroja y los policías—. Y nosotros lo cazaremos.
—¿Qué quieres decir con «cazar»?
—Tú le dispararás, Nathan. Y lo dejaras muerto como una piedra.
—¿Le dispararé?
—Sí, señor.
—Espera un poco. No vas a destruir mi carrera porque te mueres de ganas de cazar a ese muchacho.
—No tienes una carrera —soltó Mason—. Tienes un empleo. Y si quieres mantenerlo harás lo que te diga. Escucha, he hablado con él, con Garrett… Durante las otras investigaciones, cuando mató a esa gente.
—¿Sí? ¿De veras? Bueno, te creo, por supuesto.
—¿Y sabes lo que me dijo?
—No. ¿Qué?
Mason estaba procurando pensar si lo que decía era verosímil. Luego, al recordar a Nathan, concentrado y terco mientras pasaba hora tras hora lijando el dorso de un pato de madera, perdido en una inconsciencia feliz, el policía veterano continuó:
—Garrett dijo que si lo necesitaba mataría a cualquier policía que tratara de detenerlo.
—¿Dijo eso? ¿Ese muchacho?
—Sí. Me miró directamente a los ojos y lo dijo. Y dijo que también le daría mucha alegría hacerlo. Que esperaba que yo fuera el primero, pero que mataría a cualquiera que tuviera a mano.
—Ese hijo de puta. ¿Se lo dijiste a Jim?
—Por supuesto. ¿Piensas que no lo haría? Pero no le prestó la más mínima atención. Me gusta Jim Bell. Sabes que es así. Pero la verdad es que está más preocupado en conservar su cómodo puesto que en ejercerlo.
El policía asentía con la cabeza; una parte de Mason estaba asombrada por la facilidad con que Nathan se dejaba convencer: ni siquiera se le ocurría que podría haber otra razón por la que estaba tan ansioso de cazar a ese muchacho.
El tirador de élite pensó un momento.
—¿Lleva Garrett un arma?
—No lo sé, Nathan. Pero dime: ¿cuan difícil es conseguir un arma en Carolina del Norte? ¿La frase «caen de los árboles», te dice algo?
—Es verdad.
—Mira, ni Lucy ni Jesse, ni siquiera Jim, aprecian a ese chico como yo.
—¿Apreciar?
—Apreciar el peligro, quiero decir —dijo Mason.
—Oh.
—Hasta ahora ha matado a tres personas, probablemente también ahorcó a Todd Wilkes. O al menos lo asustó tanto que se suicidó. Lo que es un asesinato igualmente. Y la chica murió de las picaduras. ¿Te acuerdas de Meg? ¿Viste esas fotos de su rostro después de que las avispas hicieran su trabajo? Luego piensa en Ed Schaeffer. Tú y yo estuvimos bebiendo con él la semana pasada. Ahora está en el hospital y puede que nunca despierte.
—No es que yo sea un francotirador o algo así, Mason.
Pero Mason Germain no iba a ceder ni un ápice.
—Sabes lo que harán los jueces. Tiene dieciséis años. Van a decir: «Pobre muchacho. Sus padres están muertos. Internémoslo en un reformatorio». Luego saldrá en seis meses o en un año y volverá a las andadas. Asesinará a otro futbolista destinado a Chapel Hill, a alguna otra chica de la ciudad quien nunca mató una mosca.
—Pero…
—No te preocupes, Nathan. Estás haciendo un favor a Tanner's Corner.
—Eso no es lo que iba a decir. La cosa es, que si lo matamos, perdemos toda posibilidad de encontrar a Mary Beth. Es el único que sabe donde está.
Mason rió amargamente.
—¿Mary Beth? ¿Piensas que está viva? De ninguna manera. Garrett la violó y la mató, y la enterró en alguna tumba poco profunda en algún lugar. Podemos dejar de preocuparnos por ella. Ahora nuestro deber es asegurarnos de que no le pasará lo mismo a nadie más. ¿Estás conmigo?
Nathan no dijo nada, pero el chasquido que hizo el policía al colocar los largos proyectiles cubiertos de cobre en la recámara de su rifle fue respuesta suficiente.