Siguieron el sendero a través del bosque, rodeados por el aceitoso olor de los pinos y la dulce fragancia de una planta que encontraron y que Lucy Kerr identificó como una variedad de enredadera.
Mientras miraba el sendero que recorrían, con un ojo en las trampas, Lucy se dio cuenta de repente, de que no habían visto ninguna huella de Garrett o de Lydia durante mucho tiempo. Aplastó lo que creyó un bicho en su cuello y que resultó ser sólo un hilillo de sudor, escociéndole mientras bajaba por su piel. Aquel día Lucy se sentía sucia. En otros momentos, por las noches o en sus días libres, le gustaba estar afuera, en su jardín. Tan pronto como llegaba de la oficina del sheriff a su casa, se vestía con pantalones cortos gastados, una camiseta y zapatillas de correr azules abiertas en las costuras y se iba a trabajar en uno de los tres lados que rodeaban su casa colonial de color verde pálido. El hogar que Bud le había cedido ansiosamente como parte del divorcio, mortificado por la culpa. Allí Lucy cuidaba sus violetas, diversas variedades de orquídeas y lirios. Sacaba las malas hierbas, colocaba las plantas en espalderas, les echaba agua y les murmuraba palabras de aliento como si estuviera hablando con los niños que ella pensó que tendría con Buddy algún día.
A veces, al realizar alguna tarea que la llevaba al interior del Estado, para entregar una citación o preguntar por qué el Honda o Toyota escondido en el garaje de alguien estaba inscrito como propiedad de otro, Lucy observaba una planta joven y una vez terminada la actividad policial, la extraía y llevaba a su casa como si fuera un huérfano. De esta forma adoptó a su orquídea Solomon's Seal, también a una planta tuckahoe y a un hermoso arbusto azulado, que con sus cuidados había crecido hasta medir dos metros.
Ahora sus ojos se dirigían a las plantas que pasaban de largo en esa imperiosa búsqueda: un saúco, un acebo de montaña, unos penachos. Pasaron una hermosa prímula nocturna, luego unas espadañas y plantas de arroz salvaje, más altas que cualquiera de los integrantes de la patrulla, con hojas tan filosas como cuchillos. Lucy conocía incluso el nombre de las malas hierbas.
El sendero llevaba a una colina empinada, una serie de rocas de seis metros de alto. Lucy escaló la cuesta con facilidad pero se detuvo en la cima. Pensó: «No, hay algo que anda mal».
A su lado, Amelia Sachs subió hasta la meseta e hizo una pausa. Un momento más tarde aparecieron Jesse y Ned. Jesse respiraba con esfuerzo pero para Ned, que nadaba y hacía deportes, la marcha resultaba liviana.
—¿Qué pasa? —preguntó Amelia a Lucy, viéndole el entrecejo fruncido.
—Esto no tiene sentido. Que Garrett venga por aquí.
—Hemos estado siguiendo el sendero, como nos dijo el señor Rhyme —dijo Jesse—. Es el único conjunto de pinos con el que nos hemos encontrado. Las huellas de Garrett indicaban este camino.
—Lo hacían. Pero hace un rato largo que no las vemos.
—¿Por qué piensas que no ha venido por aquí? —preguntó Amelia.
—Mirad lo que crece por aquí —señaló—. Más y más plantas de pantano. Y ahora que estamos sobre esta pendiente podemos ver mejor el suelo: mirad cuan pantanoso se está tornando. Vamos, piensa en ello, Jesse. ¿Adonde va Garrett por aquí? Nos dirigimos derechos al Great Dismal.
—¿Qué es eso? —le preguntó Amelia—. ¿El Great Dismal?
—Un enorme pantano, uno de los mayores de la Costa Este —explicó Ned.
Lucy continuó:
—No hay refugio aquí, no hay casas ni caminos. Lo mejor que podría hacer por este camino es seguir andando con dificultad hasta Virginia, pero le llevaría días.
Ned Spoto agregó:
—Y en esta época del año no se fabrica el repelente de insectos necesario para evitar que te coman vivo. Sin mencionar a las víboras.
—¿No hay ningún lugar en el que se pudiera esconder? ¿Grutas? ¿Casas? —Sachs miró a su alrededor.
Ned dijo:
—No hay cavernas. Quizá unos pocos edificios viejos. Pero lo que pasa es que el curso de las aguas ha cambiado. El pantano viene hacia aquí y muchas de las casas y cabañas viejas están sumergidas. Si Garrett viniese por aquí, estaría en un callejón sin salida.
Lucy dijo:
—Creo que debemos dar la vuelta.
Pensó que Amelia sufriría un ataque al oír esta propuesta, pero la joven se limitó a tomar su teléfono celular y hacer una llamada. Dijo en el teléfono:
—Estamos en el bosque de pinos, Rhyme. Hay un sendero pero no podemos encontrar ningún indicio de que Garrett haya pasado por aquí. Lucy dice que no tiene ningún sentido que él tome este camino, que la mayor parte del terreno es pantanoso al nordeste. No tiene dónde ir.
Lucy se explicó:
—Estoy pensando que puede haber ido hacia el oeste. O hacia el sur y cruzar el río otra vez.
—De esa forma podría llegar a Millerton —sugirió Jesse.
Lucy asintió:
—Un par de grandes fábricas de ese lugar cerraron cuando las empresas se fueron a México. Los bancos ejecutaron un montón de propiedades. Hay docenas de casas abandonadas donde se podría esconder.
—O al sudeste —sugirió Jesse—. Allí iría yo. Seguiría la ruta 112 o la línea férrea. Hay un montón de casas y graneros viejos también por allí.
Amelia le repitió todo a Rhyme.
Mientras Lucy Kerr pensaba: «qué hombre extraño es, con una discapacidad tan terrible y una confianza en sí mismo tan acentuada».
La policía de Nueva York escuchó y luego cortó la comunicación.
—Lincoln dice que sigamos marchando. Las evidencias no sugieren que haya ido en otra dirección.
—No es que no haya pinos al oeste o al sur —soltó Lucy.
Pero la pelirroja negó con la cabeza.
—Podría ser lógico, pero no es lo que muestran las evidencias. Seguimos por aquí.
Ned y Jesse miraban a una mujer y a otra. Lucy observó la cara de Jesse y captó su ridículo arrobamiento; obviamente, no la iba a apoyar. Insistió:
—No. Pienso que deberíamos regresar y ver si podemos encontrar dónde abandonaron del camino.
Amelia bajó la cabeza y miró directamente a Lucy a los ojos:
—Te diré algo… Podemos llamar a Jim Bell si quieres.
Un recordatorio de que Jim había declarado que el maldito Lincoln Rhyme dirigía la operación y que él había puesto a Amelia al mando de la patrulla de rescate. Era una locura, un hombre y una mujer que probablemente no habían estado nunca antes en el estado de Carolina del Norte, dos personas que no conocían nada de la gente o la geografía de la zona y que indicaban a los que habían nacido allí cómo hacer su trabajo.
Pero Lucy Kerr sabía que había firmado para hacer una tarea donde, como en el ejército, se seguía la cadena de mando.
—Muy bien —murmuró con enojo—. Pero quiero dejar sentado que estoy en contra de ir por este camino. No tiene ningún sentido —se volvió y comenzó a caminar por el sendero, dejando atrás a los otros. Sus pisadas se silenciaron de repente, cuando pisó una espesa capa de agujas de pino que cubría el sendero.
El teléfono de Amelia sonó y ella se detuvo para coger la llamada.
Lucy caminó con rapidez delante de Amelia, sobre la espesa capa de agujas, tratando de controlar su ira. Garrett no podría, en absoluto, haber tomado ese camino. Era una pérdida de tiempo. Tendrían que tener perros. Tendrían que llamar a Elizabeth City y hacer que vinieran los helicópteros de la policía estatal.
Luego el mundo se convirtió en algo difuso y se sintió caer hacia delante, con un pequeño grito. Apoyó sus manos para amortiguar la caída.
—¡Jesús!
Lucy cayó fuertemente y el golpe la dejó sin aliento. Las agujas de pino se incrustaron en sus palmas.
—No te muevas —dijo Amelia Sachs, poniéndose de pie después de haber empujado a Lucy.
—¿Por qué demonios lo hiciste? —jadeó Lucy. Sus manos le ardían por el impacto contra el suelo.
—¡No te muevas! Ned y Jesse, vosotros tampoco.
Ned y Jesse quedaron paralizados, las manos en sus armas, mirando alrededor, sin saber lo que pasaba.
Amelia, con un gesto de dolor, se levantó, pisó cautelosamente fuera de las agujas de pino y buscó un palo largo en el bosque. Se movió hacia delante lentamente, tocando el suelo con el palo.
A medio metro de Lucy, donde había estado a punto de pisar, el palo desapareció bajo un montón de ramas de pino.
—Es una trampa.
—Pero no hay un hilo sobre el sendero —dijo Lucy—. Me estaba fijando.
Cuidadosamente Amelia sacó las ramas y las agujas. Descansaban sobre una red de hilo de pescar y cubrían un pozo de medio metro de profundidad.
—El hilo de pescar no era para hacer una trampa de tropezar —dijo Ned—. Era para hacer eso, un pozo mortal. Lucy, casi caíste dentro.
—¿Y en el fondo? ¿Hay una bomba? —preguntó Jesse.
Amelia dijo:
—Permíteme tu linterna —él se la entregó. Ella iluminó con su luz el pozo y luego retrocedió con rapidez.
—¿Qué es? —preguntó Lucy.
—No es una bomba —respondió Amelia—. Es un nido de avispas.
Ned miró.
—Cristo, qué bastardo…
Amelia levantó cuidadosamente el resto de las ramas, exponiendo el agujero y el nido, que tenía el tamaño aproximado de una pelota de fútbol.
—Joder —musitó Ned, cerrando los ojos, considerando sin duda lo que hubiera sido encontrarse con cien avispas que le picaran alrededor de los muslos y la cintura.
Lucy se restregó las manos que le escocían por la caída. Se puso de pie.
—¿Cómo lo sabías?
—No lo sabía. Quien llamó fue Lincoln. Estaba leyendo los libros de Garrett. Encontró un pasaje subrayado acerca de un insecto llamado hormiga león. Cava un pozo y pica a su enemigo mortalmente cuando cae en él. Garrett lo había rodeado con un círculo y la tinta sólo tenía unos días. Rhyme recordó las agujas de pino cortadas y el hilo de pescar. Se imaginó que el chico podría cavar una trampa y me pidió que buscara una cama de ramas de pino sobre el sendero.
—Quememos el nido —propuso Jesse.
—No —dijo Amelia.
—Pero es peligroso…
Lucy estuvo de acuerdo con Amelia.
—Un fuego descubriría nuestra posición y Garrett sabría donde estamos. Limitémonos a dejarlo a descubierto de manera que la gente pueda verlo. Volveremos después y lo destruiremos. De todas formas es muy difícil que alguien venga por aquí.
Amelia asintió. Hizo una llamada con su teléfono.
—Lo encontramos, Rhyme. Nadie se lastimó. No había una bomba. Puso dentro un nido de avispas… Bien. Tendremos cuidado… Sigue leyendo ese libro. Avísanos si encuentras algo más.
Otra vez empezaron a caminar por el sendero y cubrieron un cuatrocientos metros antes de que Lucy encontrara fuerzas para decir:
—Gracias. Tenías razón en pensar que Garrett vendría por aquí. Yo estaba equivocada —vaciló un largo momento y luego agregó—: Jim hizo una buena elección cuando os trajo de Nueva York para esto. No estaba muy entusiasmada con la idea al principio pero los resultados cantan.
Amelia frunció el ceño.
—¿Nos trajo? ¿Qué quieres decir?
—Para ayudarnos.
—Jim no lo hizo.
—¿Cómo? —preguntó Lucy.
—No, no. Estábamos en el centro médico de Avery, donde Lincoln será sometido a una operación. Jim oyó que estaríamos allí, así que se acercó esa mañana para preguntar si examinaríamos unas pruebas.
Una larga pausa. Luego Lucy rió a medida que el alivio se apoderaba de ella.
—Pensé que había gorroneado dinero del condado para traeros por avión a todos vosotros después del secuestro de ayer.
Amelia negó con la cabeza.
—La operación no se hace hasta pasado mañana. Teníamos tiempo libre. Eso es todo.
—Ese muchacho, Jim. Nunca nos dijo una palabra acerca de ello. Puede ser muy callado a veces.
—¿Estabas preocupada porque creías que Jim pensaba que no podíais resolver el caso?
—Eso es exactamente lo que creí.
—El primo de Jim trabaja con nosotros en Nueva York. Le dijo a Jim que vendríamos por un par de semanas.
—Espera, ¿te refieres a Roland? —preguntó Lucy—. Claro que lo conozco. Conocí también a su mujer, antes de que falleciera. Sus hijos son encantadores.
—Estuvieron en casa en una barbacoa no hace mucho —dijo Amelia.
Lucy rió otra vez.
—Creo que estaba paranoica… ¿De manera que estuvisteis en Avery? ¿En el centro médico?
—Así es.
—Allí es donde trabaja Lydia Johansson. Sabes, es enfermera allí.
—No lo sabía.
Una docena de recuerdos destellaron en la mente de Lucy Kerr. Algunos la emocionaron cálidamente, otros los habría evitado gustosamente como al enjambre de avispas que casi se puso en movimiento en la trampa de Garrett. No sabía si estaba dispuesta o no a comentarlos con Amelia Sachs. Se contentó con añadir:
—Es la razón por la cual estoy tan empeñada en salvarla. Tuve ciertos problemas médicos hace algunos años y Lydia fue una de mis enfermeras. Es una buena persona. La mejor.
—La salvaremos —dijo Amelia, con un tono que a veces, no siempre, pero a veces, Lucy escuchaba en su propia voz. Un tono que no dejaba ninguna duda.
Ahora caminaban con más lentitud. La trampa los había asustado a todos y el calor los abrumaba.
Lucy preguntó a Amelia:
—¿Esa operación a la que se someterá tu amigo… es por su estado?
—Sí.
—¿Por qué pones esa cara? —preguntó Lucy, percibiendo una sombra en el rostro de la mujer.
—Probablemente no tenga resultados positivos.
—¿Entonces por qué se opera?
Amelia le explicó:
—Hay una probabilidad de que salga bien. Una pequeña probabilidad. Es cirugía experimental. Nadie que tenga el tipo de lesión que padece Lincoln, tan seria, ha mejorado nunca.
—¿Y tú no quieres que él se opere?
—No quiero, no.
—¿Por qué no?
Amelia vaciló.
—Porque podría matarlo. O dejarlo aún peor.
—¿Le hablaste de ello?
—Sí.
—Pero no dio resultado —dijo Lucy.
—Ninguno.
Lucy asintió.
—Me imagino que es un hombre algo obstinado.
Amelia dijo:
—Te quedas corta.
Un chasquido sonó cerca de ellas, en el matorral, y para cuando Lucy había encontrado su pistola, Amelia ya había apuntado con precisión al pecho de un pavo salvaje. Los cuatro miembros de la patrulla de rescate sonrieron, pero la diversión duró un instante y fue reemplazada por nerviosismo cuando la adrenalina se descargó en sus corazones.
Con las pistolas nuevamente en sus fundas, con sus ojos escudriñando el sendero, siguieron adelante, dejando de lado las conversaciones.
*****
Existían varias categorías en las que se dividían las personas cuando se trataba de la lesión de Rhyme.
Algunas tomaban la actitud bromista y franca. Chistes sobre inválidos, no dejaban títere con cabeza.
Otras, como Henry Davett, ignoraban por completo su estado.
La mayoría hacía como Ben: trataban de simular que Rhyme no existía y rezaban para poder escapar lo antes posible.
Era esta actitud la que Rhyme más odiaba. Constituía el recordatorio más evidente de lo diferente que era. Pero no tenía tiempo para reflexionar sobre la actitud de su ayudante sustituto. Garrett estaba llevando a Lydia a una zona cada vez más deshabitada. Y Mary Beth Connell podría estar muriendo de asfixia, de deshidratación o por una herida.
Jim Bell entró al cuarto.
—Quizá haya buenas noticias del hospital. Ed Schaeffer dijo algo a una de las enfermeras. Enseguida quedó nuevamente inconsciente, pero lo tomo como una buena señal.
—¿Qué dijo? —preguntó Rhyme—. ¿Algo que vio en ese mapa?
—La enfermera dice que sonó como «importante». Luego «oliva» —Bell caminó hacia el mapa. Señaló un punto al sudeste de Tanner's Corner—. Hay una zona residencial por aquí. Pusieron a las calles nombres de plantas, frutas y esas cosas. Una de ellas se llama Oliva. Pero eso queda mucho más al sur de Stone Creek. ¿Les digo a Lucy y Amelia que lo verifiquen? Pienso que deberíamos hacerlo.
Ah, el eterno conflicto, reflexionó Rhyme: ¿confiar en la evidencia o confiar en los testigos? Si elegía mal, Lydia o Mary Beth podrían morir.
—Deben permanecer donde están, al norte del río.
—¿Está seguro? —preguntó Bell dudando.
—Sí.
—Bien —dijo Bell.
El teléfono sonó y con la firme presión de su dedo anular izquierdo, Rhyme contestó.
La voz de Sachs resonó en sus cascos.
—Estamos en un punto muerto, Rhyme. Hay cuatro o cinco senderos aquí, que van en diferentes direcciones y no tenemos ni una pista de cuál ha tomado Garrett.
—No tengo nada más que decirte, Sachs. Estamos tratando de identificar más indicios.
—¿Nada más en los libros?
—Nada específico. Pero resultan fascinantes. Constituyen una lectura muy seria para un chico de dieciséis años. Es más inteligente de lo que me imaginé. ¿Dónde estás exactamente, Sachs? —Rhyme levantó la vista—. ¡Ben! Ve al mapa, por favor.
Ben se dirigió con toda su corpulencia hacia el muro y se ubicó al lado del mapa.
Sachs consultó con alguien más de la patrulla. Luego dijo:
—Cerca de seis kilómetros al norte de donde cruzamos Stone Creek, en una línea bastante recta.
Rhyme se lo repitió a Ben, que puso su mano en una parte del mapa. Localización J-7.
Cerca del dedo gordo de Ben había una disposición en forma de L, no identificada.
—Ben, ¿tienes idea de qué hay en ese lugar?
—Pienso que es la antigua mina.
—Oh, Dios mío —musitó Rhyme, moviendo su cabeza con frustración.
—¿Qué? —peguntó Ben, alarmado pensando que había hecho algo incorrecto.
—¿Por qué demonios nadie me dijo que había una mina por allí?
La cara redonda de Ben parecía más inflada que nunca. Se tomó la acusación como algo personal.
—Yo no…
Pero Rhyme ni siquiera escuchaba. No había nadie a quien culpar salvo a sí mismo por esa omisión. Alguien le había hablado de la mina, Henry Davett, cuando explicó que la caliza había sido explotada en gran escala en la zona unos años atrás. ¿De qué otra forma producen las empresas caliza industrial? Rhyme debería haber preguntado por una mina tan pronto como lo escuchó. Y los nitratos no eran de bombas en absoluto, sino de explosivos para romper las rocas, ese tipo de residuo puede durar años.
Dijo al teléfono:
—Hay una mina abandonada no lejos de vosotros. Al sudeste.
Una pausa. Palabras lejanas. Ella dijo:
—Jesse la conoce.
—Garrett estuvo allí. No sé si todavía está. De manera que tened cuidado. Y recordad que puede no estar poniendo bombas, pero deja trampas. Llámame cuando encontréis algo.
*****
Ahora que Lydia se había alejado del mundo exterior y no se sentía descompuesta por el calor y la fatiga, se dio cuenta de que tenía que luchar con el mundo interior y de que resultaba ser igualmente terrible.
Su captor iba y venía por momentos, miraba por la ventana, luego se acuclillaba haciendo sonar las uñas, miraba el cuerpo de Lydia y volvía a pasearse. Una vez, Garrett observó el suelo del molino y cogió algo. Se lo puso en la boca y masticó con apetito. Ella se preguntó si sería un insecto y el pensamiento casi la hizo vomitar.
Estaban en lo que debería de haber sido la oficina del molino. Desde donde estaba, podía ver un pasillo, parcialmente quemado por el fuego, que llevaba a otra serie de cuartos, probablemente donde se depositaba el grano y donde se molía. A través de los muros y el techo quemado del corredor brillaba la luz de la tarde.
Algo naranja le llamó la atención. Frunció los ojos y vio bolsas de Doritos. También de patatas fritas Cape Cod y galletas. Y más mantequilla de cacahuete Planters y paquetes de crackers de queso como los que el chico tenía en la mina. Gaseosas y agua Deer Park. No había visto todo eso cuando llegaron al molino.
¿Para qué toda esta comida? ¿Cuánto tiempo permanecerían allí? Garrett dijo que sólo durante esa noche pero había suficientes provisiones para quedarse un mes. ¿La mantendría aquí por más tiempo del que había dicho en un principio?
Lydia preguntó:
—¿Está bien Mary Beth? ¿Le hiciste daño?
—Oh, sí, como si la fuera a lastimar —dijo el chico sarcásticamente—. No lo creo.
Lydia se dio la vuelta y estudió los rayos de luz que perforaban los restos del pasillo. De afuera llegaba un sonido chirriante, la piedra giratoria del molino, supuso.
Garrett continuó, condescendiente:
—La única razón por la que la llevé es para asegurarme de que está bien. Quería salir de Tanner's Corner. Le gusta la playa. Quiero decir, ¿a quién no? Mejor que esa porquería de Tanner's Corner. —Hizo sonar sus uñas con más rapidez, con más estruendo. Estaba agitado y nervioso. Con sus enormes manos rasgó una de las bolsas de patatas. Comió varios puñados, los masticó con descuido y de su boca cayeron algunos trocitos. Enseguida bebió un bote entero de Coca Cola. Comió más patatas—. Este lugar se quemó hace dos años. No sé quién lo hizo. ¿Te gusta ese sonido? ¿La rueda hidráulica? Es muy tranquilizante. La rueda da vueltas y más vueltas. Me recuerda a una canción que mi padre solía cantar por casa, todo el tiempo. «Gran rueda, sigue dando vueltas…». —Se atiborró de comida y siguió hablando. Por un momento, ella no pudo entender. El chico tragó—… Mucho por aquí. Te sientas por la noche y escuchas las cigarras y las ranas. Si me dirijo al mar, como ahora, paso la noche aquí. Te gustará por la noche. —Dejó de hablar y de repente se inclinó hacia ella. Demasiado asustada para mirarlo directamente, mantuvo la vista baja pero se dio cuenta de que él la estudiaba al detalle. Luego, en un instante, el muchacho se alejó de un salto y se acuclilló a su lado.
Lydia hizo un gesto de disgusto cuando percibió su olor corporal. Esperó que sus manos se deslizarán sobre su pecho y entre las piernas.
Pero parecía que él no estaba interesado en ella. Garrett desplazó una roca y levantó algo que encontró debajo.
—Un ciempiés —sonrió. El insecto era largo y amarillo verdoso. A ella le dieron náuseas—. Son limpios. Me gustan. —Dejó que subiera por su mano y su muñeca—. No son insectos —peroró—. Son como primos. Son peligrosos si tratas de lastimarlos. Su picadura es muy mala. Los indios de por aquí solían machacarlos y poner el veneno en la punta de sus flechas. Cuando un ciempiés está asustado emite veneno y luego escapa. Su enemigo se desliza por el gas y muere. Es muy salvaje, ¿no?
Garrett se quedó callado y estudió el ciempiés con atención, del modo en que la propia Lydia miraba a su sobrina y su sobrino: con afecto, divertido, casi con amor.
Lydia sintió que se iba llenando de horror en su interior. Sabía que debía mantenerse en calma, que no tenía que discutir con Garrett sino seguirle la corriente. Pero al ver ese bicho repugnante caminar por su brazo, al escuchar el sonido de sus uñas, al observar su piel manchada, sus ojos húmedos, los pedazos de comida en su mentón, sintió un espasmo de pánico.
Mientras el asco y el miedo hervían en su interior, Lydia imaginó que una voz suave la impulsaba. «¡Sí, sí, sí!». Una voz que sólo podía pertenecer a su ángel guardián.
¡Sí, sí, sí!
Se echó hacia atrás. Garrett levantó la vista, sonriendo por la sensación del insecto sobre su piel, curioso por lo que la chica estaba haciendo. Lydia lo golpeó tan fuerte como pudo con ambos pies. Tenía piernas vigorosas, acostumbradas a llevar su gran cuerpo durante turnos de ocho horas en el hospital; el golpe hizo que él cayera hacia atrás. Golpeó la cabeza contra el muro con un sonido sordo y quedó tendido en el suelo, atontado. De repente gritó, soltó un alarido salvaje y se apretó el brazo; el ciempiés debía de haberle picado.
¡Sí! Pensó Lydia triunfante mientras se levantaba. Se puso de pie y corrió ciegamente hacia el cuarto de molienda, al final del pasillo.