Capítulo 52

El homicidio era, en efecto, enigmático.

Un doble asesinato en una zona desierta de Roosevelt Island, esa franja estrecha de apartamentos, hospitales y ruinas fantasmales en el East River. Ya que el tranvía deja a los residentes cerca del edificio de Naciones Unidas en Manhattan, muchos diplomáticos y empleados de la ONU vivían en esa isla.

Y fue a dos de esos vecinos, dos subdelegados de los Balcanes, a los que se encontró asesinados, con dos disparos cada uno en la nuca y las manos atadas.

Había unas cuantas cosas curiosas que Amelia Sachs había localizado al investigar la Escena del Crimen. Había encontrado ceniza procedente de un tipo de cigarrillo que no figuraba en las bases de datos de tabaco, ni federales ni estatales; restos de una planta que no pertenecía a la flora autóctona, y huellas de una maleta pesada que, según los indicios, habían colocado y abierto junto a las víctimas, después de haberles disparado.

Y lo más extraño de todo era el hecho de que a cada uno de ellos le faltaba el zapato derecho. No los pudieron encontrar por ninguna parte.

—El zapato derecho a ambos, Sachs —dijo Rhyme mirando a la pizarra con las pruebas, frente a la cual se hallaban, él sentado y ella paseando de un lado a otro de la habitación—. ¿Qué conclusión podemos sacar de eso?

Pero la pregunta se quedó en el aire, ya que el móvil de Sachs comenzó a sonar. Era la secretaria del capitán Marlow, que preguntaba si Sachs podía acudir a una reunión. Ya habían transcurrido varios días desde que cerraron el caso del Prestidigitador, y otros cuantos desde que se había enterado de las acciones que había emprendido Víctor Ramos contra ella. No había tenido ninguna otra noticia sobre su suspensión de empleo y sueldo.

—¿Cuándo? —preguntó Sachs.

—Bueno, pues ahora —respondió la mujer.

Sachs desconectó y, lanzando una mirada y una sonrisa hermética a Rhyme, dijo:

—Aquí está. Tengo que ir.

Se quedaron mirándose el uno al otro unos instantes; luego, Rhyme le hizo un gesto con la cabeza y ella se dirigió a la puerta.

Media hora después, Sachs estaba en el despacho del capitán Gerald Marlow, sentada al otro lado de la mesa, mientras él leía uno de sus expedientes escritos en papel Manila.

—Un segundo, oficial. —Continuó revisando fuera lo que fuese que tanto le absorbía, haciendo de vez en cuando alguna anotación.

Sachs comenzó a sentirse inquieta. Se hurgaba las cutículas, las uñas… Transcurrieron dos minutos interminables. Oh, por Dios bendito, pensó ella, y acto seguido dijo al fin:

—Bueno, señor, ¿qué ha pasado con él? ¿Se ha echado para atrás?

Marlow hizo una marca en la hoja que estaba leyendo y levantó la vista.

—¿Quién?

—Ramos. Me refiero al examen para sargento.

Y también a ese otro gilipollas vengativo, al poli libidinoso del ejercicio de valoración.

—¿Echarse para atrás? —preguntó Marlow. Le sorprendió la ingenuidad de Sachs—. Bueno, oficial, eso no ha estado nunca entre las posibilidades.

En cuyo caso, sólo había un motivo para aquel encuentro cara a cara, y Sachs lo comprendió de pronto con la cruda claridad del primer disparo de pistola en un campo de tiro al aire libre. Ese primer tiro… antes de que los disparos repetidos entumezcan los músculos, las orejas y la piel. Sólo había una razón para que la hubieran convocado. Marlow iba a reclamar a Sachs el arma y la placa. Ya estaba suspendida.

Mierdamierdamierda…

Se mordió la parte interior del labio.

Cerrando la carpeta con cuidado, Marlow lanzó a Sachs una mirada paternal que la incomodó; era como si el castigo que le habían impuesto fuera tan severo que era necesario amortiguarlo con un poco de amabilidad.

—A las personas como Ramos, oficial, no se les vence. No en su territorio. Usted ganó la batalla al esposarle en la Escena del Crimen. Pero él ha ganado la guerra. La gente así siempre gana la guerra.

—¿Se refiere a los estúpidos? ¿A los mezquinos? ¿A los codiciosos?

De nuevo, la experiencia acumulada como oficial de carrera le impidió siquiera darse por enterado de la pregunta.

—Mire este escritorio —dijo, mirándolo él mismo. Estaba rebosante de papeles. Pilas y montones de carpetas e informes—. Recuerdo que yo solía quejarme de todo el papeleo cuando era un agente de patrulla. —Revolvió entre una de las pilas, buscando algo, al parecer. Renunció. Lo intentó con otra. Al final sacó varios documentos, que tampoco eran los que quería y, con toda parsimonia, se puso a organizados de nuevo, tras lo cual reanudó la búsqueda.

Ay, papá, nunca pensé que la suspensión saliera adelante.

Acto seguido, el pesar y la desilusión que sentía por dentro formaron una roca. Y pensó: «Vale, así es como quieren jugar, ¿no? Tal vez yo salga malparada, pero ellos lo van a pasar mal. Ramos y todos esos gilipollas como él van a lamerse la sangre».

Hora de apretar los puños…

—Aquí está —dijo el capitán, finalmente, cuando encontró lo que buscaba: un sobre grande al que había grapado un trozo de papel. Lo leyó rápidamente. Consultó un reloj en forma de timón—. ¡Caray, qué tarde es! A ver si acabamos con esto, oficial. Déjeme su placa.

Abatida, se buscó en el bolsillo.

—¿Cuánto tiempo?

—Un año, oficial —dijo Marlow—. Lo siento.

¡Un año de suspensión!, pensó desesperada. Ella había imaginado que serían tres meses como máximo.

—Es lo mínimo que he podido conseguir. Un año. La placa, le decía. —Marlow negó con la cabeza—. Discúlpeme por las prisas, pero tengo otra reunión ahora. ¡Reuniones!…, me vuelven loco. Ésta va a ser sobre seguros. La gente se cree que sólo nos dedicamos a atrapar malhechores. Incluso peor, piensan que lo que hacemos es no atrapar a los malhechores. ¡Puf! La mitad del trabajo no es más que llenar el tiempo. ¿Sabe usted cómo llamaba mi padre a los negocios? Ocupabobos. Estuvo treinta y nueve años trabajando para la American Standard. Representante de ventas. Ocupado en bobadas. Pues eso también puede decirse de nuestra profesión. —Extendió la mano hacia Sachs.

La desolación la rodeaba, la invadía. Le dio la gastada funda de cuero en la que guardaba la placa de plata y la tarjeta de identificación.

Placa número Cinco Ocho Ocho Cinco…

¿Qué podría hacer? ¿Convertirse en una maldita guarda jurado?

Sonó el teléfono que había a espaldas del capitán, quien se volvió para cogerlo.

—Aquí Marlow… Sí, señor… Ya hemos tomado las medidas de seguridad para eso. —Y, mientras seguía hablando sobre, al parecer, el juicio de Andrew Constable, el capitán dejó el sobre en su regazo. Sujetó el auricular entre el mentón y el hombro, se volvió de cara a Sachs y continuó su conversación mientras desataba el cordón rojo que había enroscado a los cierres que mantenían el sobre sellado.

Y hablaba y hablaba sobre el juicio, sobre los nuevos cargos contra Constable y otros miembros de la Unión Patriótica, sobre las redadas en Canton Fails. Sachs advirtió el tono perfectamente matizado y respetuoso que empleaba el capitán, lo bien que le bailaba el agua a su interlocutor. Tal vez estaba hablando con el alcalde o con el gobernador.

Tal vez con el miembro del Congreso Ramos.

Bailar el agua, jugar a la política…, ¿era eso lo que significaba ser policía? Estaba tan lejos de su carácter, que se preguntó si le merecía la pena tener tal ocupación.

Ocupabobos.

Ese pensamiento la desgarró. Ay, Rhyme, ¿qué vamos a hacer?

Lo superaremos, diría él. Pero la vida no es cuestión de superaciones. Superar es perder.

Marlow, que todavía sujetaba el auricular entre el cuello y la oreja, seguía divagando sin cesar con la jerga oficial. Por fin abrió el sobre y echó la placa de Sachs en su interior.

A continuación introdujo la mano y sacó algo que estaba envuelto en papel de seda.

—… No tengo tiempo para una ceremonia. Ya haremos algo más adelante. —Este último mensaje lo dijo en un susurro, y a Sachs le pareció que se estaba dirigiendo a ella.

¿Ceremonia?

Una mirada hacia Sachs. Otra vez en voz baja, con la mano tapando el auricular.

—Estos líos con los seguros…, ¿quién los entiende? Tengo que conocer al dedillo todo lo referente a índices de mortalidad, anualidades, dobles indemnizaciones…

Marlow retiró el papel de seda bajo el cual había una placa de oro del NYPD.

Volvió a su voz normal mientras decía delante del auricular:

—Sí, señor; mantendremos la situación controlada… También tenemos efectivos en Bedford Junction. Y en Harrisonburg, un poco más arriba. Nos adelantamos por completo a los acontecimientos.

—Le he mantenido el mismo número, oficial —dijo dirigiéndose de nuevo a ella en voz baja y enseñándole la placa, de un amarillo brillante que deslumbraba. Los números eran los mismos que los de su placa de agente de patrulla: 5885. Marlow introdujo la placa en la funda de cuero y después buscó otra cosa en el sobre amarillo: una tarjeta de identificación provisional, que también metió en la funda. Luego se la devolvió a Sachs.

La tarjeta la identificaba como Amelia Sachs, detective de tercer grado.

—Sí, señor, ya nos hemos enterado, y nuestra evaluación sobre la amenaza es que la situación se puede manejar… Bien, señor. —Marlow colgó y negó con la cabeza—. Prefiero mil veces el juicio de un fanático que mantener reuniones sobre seguros. Bueno, oficial, pues tendrá que hacerse una fotografía para la tarjeta definitiva. —Se quedó pensando algo, y luego añadió cautelosamente—: Lo que voy a decirle no es un comentario machista, así que no se lo tome a mal, pero prefieren a las mujeres que llevan el pelo recogido hacia atrás. No suelto y todo eso, ya sabe; bueno, suelto. Supongo que así el aspecto es más duro. ¿Tiene usted algún inconveniente con eso?

—Pero ¿no me habían suspendido?

—¿Suspendida? No, aprobó para detective. ¿No la llamaron? Se supone que tenía que hacerlo O'Connor. O su ayudante o no sé quién.

Dan O'Connor, el jefe de la Agencia de Detectives.

—No me ha llamado nadie, salvo su secretaria.

—Ah, bien, pues se supone que tendrían que haberlo hecho.

—¿Qué pasó?

—Ya le dije que haría todo lo que pudiera. Y lo he hecho. Es decir, digamos las cosas claras: yo no iba a consentir que le suspendieran de empleo y sueldo. No puedo permitirme perderla. —Dudó por un instante, miró a la serie de archivos—. Eso sin contar que habría sido una pesadilla ir en su contra en un pleito o arbitraje con la Asociación Benéfica de Policías de Patrulla. Hubiera estado muy feo.

Pensaba: ¡Oh!, sí señor, sí que lo habría estado. Muy, muy feo.

—Entonces, ¿el año? Usted ha dicho algo de un año…

—Me refería al examen para sargento. No puede presentarse de nuevo hasta el próximo mes de abril. Son funcionarios y no he podido hacer nada al respecto. Pero reasignarla a la Agencia de Detectives, eso es discrecional. Ramos no pudo pararlo. Su superior será Lon Sellitto.

Sachs se quedó mirando la placa dorada.

—No sé qué decir.

—Puede decir: «Muchas gracias, capitán Marlow. Ha sido un placer para mí trabajar con usted en los Servicios de Patrulla todos estos años. Y lamento que no volveré a dedicarme a eso».

—Yo…

—Es una broma, oficial. Yo tengo mi sentido del humor, a pesar de lo que haya oído. Ah, tiene usted el tercer grado, no sé si se ha dado cuenta…

—Sí, señor —se esforzaba para borrar de su cara la sonrisa entrecortada—. Yo…

—Si quiere llegar hasta el primer grado y ser sargento, yo me lo pensaría dos veces antes de arrestar, o detener, a alguien en las Escenas del Crimen. Y también debe cuidar cómo habla y ante quién. Sólo es un consejo.

—Tomo nota, señor.

—Ahora, si me disculpa, oficial…, es decir, detective. Tengo unos cinco minutos para aprenderme todo lo que hay que saber sobre seguros.

Afuera, en Centre Street, Amelia Sachs dio un rodeo alrededor de su Camaro y examinó los daños producidos en el lateral y en la parte delantera a consecuencia del choque con el Mazda de Loesser en Harlem.

Volver a poner en forma al pobre vehículo precisaría una reparación en profundidad.

Los coches eran su fuerte, desde luego. Era una entendida: conocía la posición así como la forma, la longitud y el par de torsión de cada uno de los tornillos y pernos que había en el automóvil. Y era probable que en su garaje de Brooklyn tuviera los reparadores de abolladuras, los martillos redondeados, las rectificadoras y cualquier otra herramienta que le hiciera falta para reparar ella misma casi todos los daños.

Pero a Sachs no le gustaba el trabajo físico. Lo consideraba aburrido —como también había sido aburrido, de alguna manera, el trabajo como modelo o salir con policías guapos, creídos y hábiles con las armas—. No se trataba de una interpretación psicoanalítica del asunto, pero tal vez había algo en ella que la hacía desconfiar de lo aparente, de lo superficial. Para Amelia Sachs la sustancia de los coches estaba en sus corazones y en sus almas calientes: en el furioso redoble de las varillas y los pistones, en el gruñido de las correas, en el beso perfecto de los engranajes que convertían una tonelada de metal, cuero y plástico en pura velocidad.

Decidió que llevaría el coche a un taller de Astoria, en Queens. Ya había acudido a él con anterioridad: los mecánicos que trabajaban allí tenían talento, eran más o menos honrados y veneraban los coches potentes como éste.

Se acomodó en el asiento delantero y puso en marcha el motor, cuyo traqueteo atrajo la atención de media docena de policías, abogados y empresarios que andaban por allí. Conforme se alejaba de la zona policial tomó otra decisión. Hacía algunos años, después de unos arreglos de zonas oxidadas, había decidido cambiar el color negro que el coche traía de fábrica y lo había pintado de un amarillo muy vivo. La elección había obedecido a un impulso, pero ¿por qué no? ¿No debían reservarse los caprichos para las decisiones acerca del color con el que una iba a pintarse las uñas de los pies, el pelo o el coche?

Pero ahora pensó que, puesto que el taller tendría que sustituir una cuarta parte de la chapa metálica —que de todas formas habría que pintar otra vez— elegiría un tono diferente. El que se le ocurrió al instante fue un rojo como el de los coches de bomberos. Era una tonalidad que tenía un doble significado para ella. No sólo era el color que su padre siempre había pensado que era el adecuado para los coches potentes, sino que haría juego con el deportivo de Rhyme: la silla de ruedas Storm Arrow.

Era el tipo de sentimentalismo ante el que el criminalista mostraría la más absoluta indiferencia, aunque en el fondo le encantaría sobremanera.

Definitivamente, pensó Sachs, optaría por el rojo.

Pensó que iría derecha a dejar el automóvil en el taller, pero lo pensó mejor y decidió esperar. Podía llevar ese coche destartalado unos cuantos días más; era algo que había hecho frecuentemente en su adolescencia. Lo que deseaba en ese momento era volver a casa, a la casa de Lincoln Rhyme, para compartir con él la noticia de la alquimia que había convertido su placa de plateada en dorada… y ponerse a trabajar de nuevo para desentrañar los espinosos misterios que les esperaban: dos diplomáticos asesinados, vegetación foránea, unas huellas curiosas en un suelo embarrado y un par de zapatos desaparecidos.

Los dos del pie derecho.

Fin