En un susurro, la oficial de policía dijo:
—Es que yo… No sé cómo lo hizo.
—Ella manipuló las pruebas, nos mintió, dejó pistas falsas… —le explicó Rhyme a Bell—. Roland, acércate a las pizarras, te enseñaré algo.
—¿Que Kara dejó pruebas? —preguntó Sachs, atónita.
—¡Ah!, ya lo creo. Y lo hizo muy bien, además. Desde la primera escena, antes incluso de que la conocieras. Me dijiste que ella te hizo una seña para que os encontrarais en la cafetería. Estaba todo pensado desde el principio.
Bell estaba junto a las pizarras y, conforme señalaba aspectos de las pruebas, Rhyme iba explicando cómo las había manipulado Kara.
Momentos después se oyó la voz de Thom desde lejos:
—Ha venido un oficial.
—Hazle pasar —dijo Rhyme.
En la puerta apareció una oficial de policía, que se unió a Sachs, Bell y Kadesky, y les observó a través de unas elegantes gafas, con expresión de curiosidad. Saludó con un gesto a Rhyme y, con acento hispano, le preguntó a Bell:
—¿Ha solicitado usted el traslado de un preso, detective?
Bell señaló con la cabeza hacia el rincón de la habitación.
—Ahí está. Ya le he leído sus derechos.
La mujer miró hacia la esquina, donde se hallaba Kara boca abajo, y dijo:
—Muy bien, pues me la llevo. —Dudó un instante—. Pero antes me gustaría hacer una pregunta.
—¿Una pregunta? —dijo Rhyme frunciendo el ceño.
—¿Pero qué dice, oficial? —preguntó Bell.
Haciendo caso omiso del detective, la oficial examinó a Kadesky.
—¿Podría enseñarme algún documento de identificación, señor?
—¿Yo? —preguntó el empresario circense.
—Sí, señor. Necesito ver su permiso de conducir.
—¿Quiere mi carné otra vez? Ya se lo enseñé el otro día.
—Señor, se lo ruego…
De mala gana, el hombre se echó mano al bolsillo y sacó la cartera.
Pero esa cartera no era la suya.
Kadesky se quedó mirando la gastada billetera de piel de cebra.
—Un momento, yo…, yo no sé qué es esto.
—¿No es suya? —le preguntó la agente.
—No —dijo él, preocupado. Empezó a palparse los bolsillos—. No sé…
—¿Ve? Eso es lo que me temía —dijo la agente—. Lo siento, señor. Queda arrestado por carterista. Tiene derecho a permanecer en silencio…
—¡Menuda gilipollez! —dijo Kadesky entre dientes—. Debe de haber algún error. —Abrió la billetera y se quedó mirándola unos instantes. Acto seguido soltó una carcajada de asombro y mostró a todos el carné de conducir: era el de Kara.
En el interior había una nota manuscrita. Se cayó al suelo. La recogió.
—Dice «Has caído en la trampa» —leyó Kadesky, entornando los ojos y estudiando atentamente a la agente primero, y después el permiso de conducir.
—Espere un poco; ¿no es ésta?
La «oficial» se rió y se quitó las gafas. A continuación, la gorra de policía y la peluca morena que llevaba debajo, dejando al descubierto de nuevo el pelo rojizo y corto. Con una toalla que le ofreció Roland Bell —que ahora se reía abiertamente—, la joven se limpió el maquillaje de color moreno, se quitó las pobladas cejas y las uñas rojas postizas que tapaban las suyas, de un negro brillante. Le quitó al atónito Kadesky su cartera y le devolvió la suya, que había cogido cuando se abrió paso entre él y Sachs en su «huida» hacia la puerta.
Sachs negaba con la cabeza, demasiado sorprendida para reaccionar. Tanto ella como Kadesky tenían la mirada fija en el cuerpo que había tendido en el suelo.
La joven ilusionista se acercó al rincón y levantó «el cuerpo»: un armazón ligero con la forma de una persona tendida boca abajo. La parte de la cabeza estaba cubierta por pelo corto de color rojizo-púrpura, y la parte del tronco tenía ropa parecida a los vaqueros y la cazadora que vestía Kara cuando Bell la había esposado. Los brazos del atuendo terminaban en lo que resultaron ser unas manos de látex, unidas por las esposas de Bell, de las que Kara había sacado sus propias manos para luego sustituirlas por otras falsas.
—«Es un artificio» —anunció Rhyme a los presentes, señalando con la cabeza al armazón—. Una falsa Kara.
Cuando Sachs y los demás habían vuelto la cabeza para mirar la pizarra, obedeciendo a la desorientación de Rhyme, Kara había aprovechado para liberarse de las esposas, desplegar la estructura en forma de cuerpo humano, deslizarse en silencio hacia la puerta y disfrazarse a toda velocidad en el pasillo.
Kara empezó a plegar la muñeca, que quedaba reducida a un paquete del tamaño de una almohada pequeña (cuando llegó lo llevaba escondido debajo de la chaqueta). El artificio no hubiera pasado un examen de cerca, pero en la penumbra y con un público que no sospechaba nada y al que habían desorientado, nadie se dio cuenta de que no era en realidad la joven.
Kadesky estaba haciendo gestos negativos con la cabeza.
—¿Has hecho todo el número de escapismo y de transformismo en menos de un minuto?
—En cuarenta segundos.
—¿Cómo?
—El efecto ya lo ha visto —le dijo Kara—. Creo que me guardaré el método para mí.
—Entonces, supongo que todo este montaje se debe a que quieres que te haga una prueba —dijo Kadesky con cinismo.
Kara dudó unos instantes y Rhyme lanzó a la joven una mirada punzante.
—No. Todo este montaje ha sido la prueba. Quiero un empleo.
Kadesky la estudió con atención.
—Esto sólo ha sido un truco. ¿Tienes más?
—Muchos.
—¿Cuántas veces te has llegado a cambiar en una sola función?
—Cuarenta y dos. Treinta personajes. Durante un número de treinta minutos.
—¿Cuarenta y dos en media hora? —preguntó el productor, las cejas arqueadas.
—Así es.
Kadesky deliberó sólo unos cuantos segundos.
—Ven a verme la próxima semana. No pienso acortar las actuaciones de los artistas que están trabajando ahora. Pero sí podrían utilizar una ayudante y suplente. Y tal vez puedas hacer algunas actuaciones en nuestro campamento de invierno en Florida.
Rhyme y Kara intercambiaron miradas. Él hizo un enérgico gesto afirmativo con la cabeza.
—De acuerdo —le dijo la joven a Kadesky. Le estrechó la mano.
Kadesky miró la silueta de resortes y alambres que les había engañado.
—¿La has hecho tú?
—Sí.
—Seguro que querrás patentarla…
—No se me ha ocurrido, gracias. Lo pensaré.
Kadesky volvió a examinarla.
—Cuarenta y dos en treinta minutos…
Hizo un gesto de despedida con la cabeza y salió de la habitación. Parecía que tanto él como Kara hubieran comprado un bonito coche deportivo a muy bajo precio. Sachs soltó una carcajada.
—¡Maldita sea! Me has tomado el pelo. —Miró a Rhyme—. Los dos.
—¡Eh, un momentito! —intervino Bell fingiéndose dolido—. Yo también he participado. Yo soy el que la ató de pies y manos.
Sachs volvió a sacudir la cabeza, sorprendida.
—¿Y cuándo planeasteis todo esto?
Todo había empezado la noche anterior, según explicó Rhyme, mientras él estaba tendido en la cama escuchando la música que llegaba del Cirque Fantastique, la voz apagada del maestro de ceremonias, los aplausos y las risas del público. Sus pensamientos habían girado hacia Kara, hacia su excelente actuación en Smoke & Mirrors. Recordó la falta de confianza en sí misma de la que adolecía la joven y el influjo que ejercía sobre ella Balzac.
Recordó también lo que Sachs le había contado sobre el avanzado estado de senilidad de la madre de Kara, lo que le movió a invitar a Jaynene la mañana siguiente.
«Voy a hacerte otra pregunta», le había dicho Rhyme a la enfermera. «Piensa en ella antes de responder. Y necesito que seas totalmente sincera».
La pregunta era: ¿hay alguna posibilidad de que la madre de Kara recupere su estado normal alguna vez?
Jaynene había dicho:
«¿Que si recobrará la razón, es eso lo que quiere decir?».
«Exacto. ¿Se recuperará?».
«No».
«¿Así que Kara no se la va llevar a Inglaterra?».
«No, no, no», había dicho con una risa triste. «Esa mujer no va a ir a ningún sitio».
«Kara dijo que no podía dejar el trabajo porque necesita el dinero para que su madre siga en la residencia».
«Ella necesita cuidados, desde luego, pero no en nuestro centro. Kara paga rehabilitación, actividades de recreo y atención médica. Cuidados a corto plazo. La madre de Kara ni siquiera sabe en qué año vive. Podría estar en cualquier otro sitio. Lamento decirlo así, pero lo único que ella necesita en este momento es mantenimiento».
«¿Qué pasará si va a una residencia para una estancia a largo plazo?».
«Que iría empeorando hasta que le llegara la hora. Lo mismo que si se quedara con nosotros, sólo que no arruinaría a Kara».
Después de la conversación, Jaynene y Thom se habían ido a comer juntos, y, por supuesto, a compartir batallitas sobre las personas que cuidaban. Luego, Rhyme había llamado a Kara. Ella había acudido a verle y habían hablado. La conversación fue incómoda: a él nunca se le habían dado bien las cuestiones personales. Enfrentarse a un asesino sin corazón era fácil en comparación con inmiscuirse en la delicada alma de la vida de una persona.
«Yo no conozco muy bien tu profesión», le había dicho Rhyme. «Pero cuando te vi actuar en la tienda el domingo, me quedé impresionado. Y no me impresiono con facilidad. Lo hiciste condenadamente bien».
«Para ser una estudiante…», le había respondido, quitándose importancia.
«No», dijo Rhyme con firmeza. «Para ser una artista. Deberías actuar en un escenario».
«Todavía no estoy preparada. Ya llegará».
«El problema de esa actitud», dijo Rhyme tras un espeso silencio, «es que a veces no llega». Bajó los ojos hacia su propio cuerpo. «A veces, las cosas… intervienen. Y ahí está…, se aplaza algo importante y uno se lo pierde para siempre».
«Pero el señor Balzac…».
«… te tiene sometida. Está claro».
«Él sólo piensa en lo que más me conviene».
«No, no es cierto. Yo no sé en qué piensa, pero desde luego no es en ti. Fíjate en Weir y Loesser. Y en Keating. Los mentores pueden hechizarte. Agradécele a Balzac lo que ha hecho, conserva su amistad, envíale entradas de palco de tu primera actuación en el Carnegie Hall. Pero apártate de él ahora; ahora, ahora que puedes».
«Yo no estoy hechizada», dijo Kara riendo.
Rhyme no había contestado, y se dio cuenta de que ella estaba pensando hasta qué punto la tenía dominada.
«Hemos conseguido contactar con Kadesky», prosiguió Rhyme, «nos debe una, después de todo lo que hemos hecho. Amelia me ha contado lo mucho que te gusta el Cirque Fantastique. Creo que deberías solicitar que te hicieran una prueba».
«Aunque lo hiciera, mi situación personal…, mi…».
«Madre», le interrumpió Rhyme.
«Exacto».
«He estado hablando con Jaynene».
La joven se quedó callada.
«Déjame que te cuente una historia», dijo Rhyme.
«¿Una historia?».
«Yo fui el jefe del Departamento de Investigaciones Forenses de Nueva York. El trabajo tenía una parte que era la típica mierda administrativa, ya puedes figurarte. Pero a mí lo que más me gustaba, lo que mejor se me daba, era encargarme de las Escenas de Crímenes, y por eso, incluso después de ascender de categoría, yo seguía acudiendo a los trabajos sobre el terreno siempre que me era posible. Bueno, pues hace unos años tuvimos un violador en serie que actuaba en el Bronx. No voy a entrar en detalles, pero la situación era bastante fea y yo quería atrapar a ese hombre. Lo deseaba desesperadamente. Me llamó una patrulla para informarme de que se acababa de producir otra agresión, hacía apenas media hora, y al parecer las pruebas eran buenas. Me fui allí a encargarme personalmente de la escena.
»Nada más llegar me encontré con que a mi subordinado, y buen amigo mío, le había dado un infarto. Y uno de los fuertes. Una impresión tremenda. Era un tipo joven, que se mantenía en forma. En todo caso, estaba preguntando por mí. —Rhyme espantó un recuerdo duro, y luego continuó—. Pero me quedé allí para investigar la escena, rellené las fichas para la cadena de custodia y luego me fui al hospital. Fui tan rápido como pude, pero llegué demasiado tarde. Había muerto hacía media hora. No me sentí orgulloso de eso; todavía me duele después de todos estos años. Pero volvería a hacer lo mismo».
«Entonces, lo que quiere decirme es que yo debería mandar a mi madre a una de esas residencias horribles», dijo con amargura. «Una más barata. Sólo así podré ser feliz».
«Desde luego que no. Llévala a algún sitio en el que le den lo que necesita: cuidados y compañía. No lo que tú necesitas. No a un centro de rehabilitación que te va a llevar a la ruina… ¿Lo que quiero decirte? Que si hay algo que tú sabes que tienes que hacer en la vida, eso tiene que tener prioridad con respecto a todo lo demás. Consigue un trabajo en el Cirque Fantastique. O en otro espectáculo. Pero tienes que seguir adelante».
«¿Sabe cómo son algunas de esas residencias?».
«Bueno, entonces lo que tienes que hacer es encontrar una que os satisfaga a las dos. Perdona que sea tan brusco, pero ya te he dicho que la delicadeza y yo no hacemos muy buenas migas».
Kara movió la cabeza en sentido negativo.
«Mire, Lincoln, aunque me decidiera, ¿sabe cuánta gente se moriría por un empleo en el Cirque Fantastique? Reciben cien currículos todas las semanas».
Rhyme sonrió por fin.
«Bien, pues… he estado pensando en ello. "El hombre inmovilizado" tiene una idea para un número que creo que podríamos intentar».
Rhyme acabó de contarle la historia a Sachs.
—Pensamos que llamaríamos al truco «El sospechoso se escapa» —añadió Kara—. Voy a añadirlo a mi repertorio.
Sachs se volvió hacia Rhyme.
—¿Y la razón de no habérmelo dicho antes es…?
—Lo siento. Estabas ocupada, no podía localizarte.
—Bueno; podría haber salido mejor si me lo hubieras dicho. Podrías haberme dejado un mensaje.
—Lo. Siento. Te. Digo. He pedido disculpas. No es algo que haga muy a menudo, ¿sabes? Creo que deberías saber apreciarlo. Aunque, ahora que lo mencionas, no veo cómo podría haber salido mejor. La cara que has puesto no tenía precio. Ha contribuido a darle credibilidad.
—¿Y Balzac? —Preguntó Sachs—. ¿No conocía a Weir? ¿No estaba involucrado de verdad?
Rhyme hizo un gesto con la cabeza a Kara.
—Pura ficción. Nosotros escribimos el guión, nosotros dos.
Sachs miró a la joven.
—Primero te acuchillan hasta matarte cuando se supone que estás a mi cargo. Luego te conviertes en una sospechosa de asesinato. —La oficial dio un suspiro de exasperación—. Esta amistad puede ser de las difíciles.
Kara se ofreció para salir a comprar más café cubano, ya que el otro día no les había sido posible, aunque Rhyme sospechaba que era sólo una excusa que ponía Kara para tomarse otro de los viscosos cafés del restaurante. Pero antes de que decidieran qué pedir, les interrumpió el teléfono de Rhyme.
—Comando. Contestar teléfono.
Un instante después, se escuchó en el altavoz del teléfono la voz de Sellitto.
—Linc, ¿estás ocupado?
—Depende —refunfuñó—. ¿Qué pasa?
—Los malvados no descansan… Volvemos a necesitar tu ayuda. Tenemos un homicidio enigmático.
—El último fue «incomprensible», si no recuerdo mal. Me parece que tú dices cosas así para picarme.
—No; de veras. Este no podemos descifrarlo.
—Está bien, está bien —gruñó el criminalista—. Cuéntame los detalles.
Aunque la traducción de la brusca respuesta de Lincoln Rhyme era sencillamente que estaba encantado de poder mantener el aburrimiento a raya un poco más.
*****
Kara estaba parada delante de Smoke & Mirrors observando cosas que no había advertido en el año y medio que llevaba trabajando allí. Un agujero en la esquina superior izquierda del cristal producido por un perdigón de plomo o una bola. Un pequeño trazo ondulado de un grafiti en la puerta. Un libro polvoriento de Houdini en el escaparate, abierto por la página en la que se describía el tipo de cordeles que le gustaba usar en sus números.
Vio un resplandor en el interior del establecimiento: era el señor Balzac, que se había encendido un cigarrillo.
Tomó aire. Vamos allá, pensó y empujó la puerta.
Balzac estaba junto al mostrador con ese amigo suyo que había estado en la ciudad el fin de semana, un ilusionista de California. Su jefe la presentó como una estudiante, y el hombre, de mediana edad, le estrechó la mano. Hablaron de generalidades: de cómo había ido su función la noche anterior, de las actuaciones que había en ese momento…, los típicos chismes por los que se interesan los artistas de cualquier parte. Por fin, el hombre recogió su maletín. Iba de camino al aeropuerto Kennedy a tomar el vuelo de regreso a casa, y se había detenido en la tienda para devolver los accesorios que había pedido prestados. Dio un abrazo a Balzac, saludó con la cabeza a Kara y se marchó.
—Llegas tarde —le dijo el mago con brusquedad. Entonces se dio cuenta de que ella no había dejado el bolso detrás del mostrador como solía hacer. Le miró las manos: no llevaba una taza de café. Eso fue, desde luego, lo que la delató.
—¿Qué? —Preguntó con un gesto de contrariedad, dando una calada al cigarrillo—. Dime.
—Me voy.
—¿Que te…?
—He hablado con Ed Kadesky. Tengo trabajo en el Cirque Fantastique.
—¿Con ellos? ¿Con Kadesky? No, no, no…, es un error por tu parte. Eso no es magia; eso es…
—Eso es lo que yo quiero hacer.
—Ya hemos comentado esto docenas de veces. Todavía no estás preparada. Eres buena, pero no excelente.
—No importa —dijo ella con firmeza—. Lo que importa es subirse a un escenario. Actuar.
—Si te apresuras…
—¿Apresurarme, David? ¿Apresurarme? ¿Cuándo estaré preparada? ¿El año que viene? ¿Dentro de cinco años? —Habitualmente a Kara le costaba mantenerle la mirada; pero aquel día no apartó la vista de sus ojos al decirle—: ¿Me dejaría marchar alguna vez?
Un silencio mientras Balzac ordenaba papeles, los arrojaba sobre el mostrador lleno de manchas y rajaduras.
—Kadesky —dijo en tono burlón—. ¿Y en qué vas a trabajar para él?
—Primero como ayudante. Luego, alguna actuación en solitario en las funciones de invierno en Florida. Y después, quién sabe…
—Es un error —le dijo tras apagar el cigarrillo—. Malgastarás el talento que tienes. A lo que él se dedica no es al tipo de ilusionismo que yo te he enseñado.
—He conseguido el trabajo gracias a lo que usted me ha enseñado.
—Kadesky —volvió a decir con desdén—. La nueva magia.
—Exacto. Pero también haré los números que me ha enseñado usted. La metamorfosis, ¿se acuerda?: lo viejo se convierte en nuevo.
Aunque Balzac no sonrió, Kara advirtió que la referencia a su número le había complacido.
—David, yo quiero seguir estudiando con usted. Cuando vuelva a la ciudad desearía que me diera clases. Le pagaré.
—No creo que eso funcione. No se pueden tener dos maestros —dijo entre dientes. Al ver que Kara permanecía en silencio, accedió a regañadientes—: Tendríamos que ver… Probablemente no tenga tiempo, es lo más seguro.
Kara se subió la correa del bolso en el hombro, que se le estaba cayendo.
—¿Y… ahora mismo? ¿Te vas ya? —le preguntó Balzac.
—Sí. Creo que es lo mejor.
Él asintió.
—Bueno, pues… —dijo Kara.
—Adiós, entonces. —Fue la despedida formal del ilusionista, que se colocó detrás del mostrador y no dio pie a nada más.
Luchando por contener las lágrimas, Kara se dirigió hacia la puerta.
—¡Espera! —le gritó cuando ya casi estaba fuera. Balzac se metió en la parte trasera de la tienda y volvió hasta donde estaba Kara. Llevaba algo en la mano y lo dejó bruscamente en las de ella. Era la caja de puros que contenía los pañuelos de seda de colores de Tarbell.
—Toma, toma esto… Me gustó cómo te salió. Fue un truco contundente.
Ella recordó la ovación que recibió. Ah…
Kara se acercó a él y le dio un abrazo rápido. Pensó que era el primer contacto físico que habían tenido desde que le estrechó la mano al conocerle, hacía dieciocho meses.
Él le contestó con un abrazo torpe y envarado, tras el que se apartó de ella.
Kara salió de la tienda, se detuvo y se volvió para decir adiós a Balzac con la mano. Pero había desaparecido en la penumbra de algún rincón del establecimiento. Metió la caja con los pañuelos en el bolso y se dirigió hacia la Sexta Avenida, que la llevaría hasta el sur, hasta su apartamento.