Thom hizo pasar a Lon Sellitto al pasillo, donde estaba Lincoln Rhyme sentado en su silla, de un rojo como el de las manzanas de caramelo, refunfuñando ante los albañiles para que tuvieran cuidado con la carpintería mientras transportaban escaleras abajo escombros procedentes de las reparaciones que estaban haciendo en el dormitorio dañado por el fuego.
De camino a la cocina para preparar el almuerzo, Thom contestó a sus gruñidos:
—Déjales en paz, Lincoln. A ti no te importa en absoluto el estado de la carpintería.
—Es una cuestión de principios —replicó el criminalista, tenso—. Las puertas son mías, y la torpeza suya.
—Siempre se pone así cuando acaba un caso —le dijo el ayudante a Sellitto—. ¿No tendrías para él algún robo o asesinato realmente peliagudo? ¿Una especie de chupete que le calme de verdad?
—No necesito un chupete —soltó Rhyme mientras el ayudante desaparecía—. ¡Lo que necesito es que la gente tenga cuidado con las paredes!
—Oye, Linc —dijo Sellitto—. Tenemos que hablar.
El criminalista advirtió el tono de voz y la mirada que había en los ojos de su colega. Llevaban años trabajando juntos y podía leer todas las emociones que expresaba el poli, sobre todo cuando había algo que le preocupaba. ¿Y ahora, qué pasará?, se preguntaba.
—Acabo de tener noticias del jefe de Patrullas. Se trata de Amelia. —Sellitto carraspeó.
El corazón de Rhyme dio un inconfundible redoble en su pecho. Él nunca lo notaba, desde luego, aunque sí una oleada de sangre en el cuello, la cabeza y la cara.
Sus pensamientos: bala, accidente de coche.
Sin alterarse, dijo en voz baja:
—Dime.
—Ha suspendido. El examen para sargento.
—¿Cómo?
—Sí.
El intenso alivio se convirtió al instante en un sincero pesar por ella.
—Todavía no es oficial —continuó el detective—. Pero lo sé.
—¿Dónde lo has oído?
—Por el radar de la policía…, me lo ha dicho un pajarito…, yo qué sé. Sachs es una estrella. Cuando pasa algo así, sobran las palabras…
—¿Y la nota que sacó?
—A pesar de la nota que sacó.
Rhyme acercó la silla al laboratorio. El detective, que estaba especialmente arrugado ese día, le siguió.
Resultó que la causa era Sachs y nada más que Sachs. Había mandado que alguien saliera de la escena de un crimen que se estaba investigando y, como no obedeció, le esposó.
—¡Mala suerte, porque resulta que el tipo en cuestión era Víctor Ramos!
—El congresista. —Lincoln Rhyme apenas sentía interés por la política local, pero conocía a Ramos: un tipo oportunista que había tenido abandonados a sus electores latinos en el Harlem hispano hasta hacía poco tiempo, cuando el clima de corrección política, y el volumen del electorado, significaban que si se ganaba sus simpatías podría hacerle optar por Albany o por un escaño en Washington.
—¿Pueden suspenderla?
—¡Vamos, Linc! Esos cabrones pueden hacer lo que quieran. Incluso están hablando de suspenderla de empleo y sueldo.
—Puede luchar. Ella luchará contra eso.
—Ya sabes lo que les pasa a los polis de a pie que se enfrentan a los de arriba… Las probabilidades son que, incluso si gana ella, la envíen al este de Nueva York. Qué coño, incluso peor, la pondrán detrás de un escritorio en el este de Nueva York.
—¡Joder! —soltó el criminalista.
Sellitto caminaba de un lado a otro de la habitación, saltando por encima de los cables y echando miradas a las pizarras del caso de El Prestidigitador. El detective acabó por sentarse en una silla, que crujió bajo su peso. Se masajeó un michelín que se le formó debajo de la cintura; aquél último caso había afectado seriamente a su régimen.
—Una cosa… —empezó a decir en un tono suave y con cierto aire de conspiración.
—¿Sí?
—Hay un tipo; ese tipo que yo conozco…, el que acabó con la corrupción de la Dieciocho.
—¿Donde desaparecían continuamente crack y caballo del armario de las pruebas, hace unos pocos años?
—Sí, ése. Tiene grandes contactos en todo el Gran Edificio. El inspector le escuchará a él, y él me escuchará a mí. Está en deuda conmigo. —Hizo un gesto despectivo con el brazo dirigido a las pizarras con las pruebas—. ¡Y mira lo que acabamos de hacer, joder! Hemos atrapado a un asesino de primera. Déjame que le llame, que toque algunos resortes para ayudarla.
Los ojos de Rhyme recorrieron también las pizarras, los equipos, las mesas de examen, los libros, todo dedicado a la ciencia de analizar las pruebas que Sachs había logrado conseguir, a base de ingenio o de fuerza física, de Escenas de Crímenes a lo largo de los últimos años en que habían estado juntos.
—No sé —dijo Rhyme.
—¿Qué pasa?
—Si se convirtiera en sargento por esos medios, no sería gracias a su propio esfuerzo.
—Tú sabes lo que significa para ella esta promoción, Linc.
Sí, lo sabía.
—Mira, lo que estamos haciendo es jugar según las reglas de Ramos. Lo que quiere es asegurarse de que nosotros hagamos lo mismo. Que equilibremos la partida, vaya. —A Sellitto le agradó su idea—. Amelia no se enterará nunca. Yo le diré al tipo que mantenga el pico cerrado. Y lo hará.
Tú sabes lo que significa para ella esta promoción…
—Entonces, ¿qué piensas? —preguntó el detective.
Rhyme guardó silencio un momento. Buscaba la respuesta en los callados equipos de investigación forense que le rodeaban y, después, en la neblina verde de los brotes primaverales que coronaban los árboles de Central Park.
*****
Habían reparado todas las rozaduras de la carpintería y habían «escamoteado» todos los rastros del fuego, según lo expresó Thom (con mucho ingenio, en opinión de Rhyme). Aún quedaba cierto olor a humo, pero eso le recordaba al criminalista a un buen whisky escocés y, por tanto, no suponía problema alguno.
En ese momento, medianoche, con la habitación a oscuras, Rhyme estaba tendido en su cama Flexicair mirando por la ventana. Afuera se oyó el revoloteo de un halcón, una de las más elegantes criaturas de Dios, que se posó en la cornisa. En función de la luz y de su grado de alerta, los pájaros parecían encoger o aumentar de tamaño. Esa noche parecían más grandes que durante el día, con unas formas espléndidas. Aunque también amenazadoras: no les gustaba el ruido que llegaba del Cirque Fantastique de Central Park.
Bueno, tampoco puede decirse que Rhyme estuviera muy contento al respecto. Hacía diez minutos que se había quedado dormido y un estallido de aplausos procedente de la carpa le había despertado.
—Deberían imponer un toque de queda para eso —se quejó Rhyme a Sachs, tendida junto a él en la cama.
—Yo podría disparar al generador —respondió con una voz nítida. Al parecer, ella no se había dormido. Tenía la cabeza sobre la almohada, junto a la de él; los labios rozándole el cuello, en el que Rhyme sentía el ligero cosquilleo de su pelo y la fresca y tersa suavidad de su piel. Y más cosas: los pechos de ella contra el pecho de él, el vientre contra la cadera, la pierna sobre la pierna. Rhyme lo sabía sólo porque lo veía, por supuesto; no tenía una prueba sensorial del contacto. Pero saboreaba igual esa proximidad.
Sachs obedecía siempre la regla de Rhyme en virtud de la cual los encargados de recorrer una cuadrícula no llevaran perfume, ya que podían pasar por alto pruebas olfativas de la escena. Pero en ese momento no estaba de servicio, y él detectó en su piel un agradable y complejo olor que asoció con el jazmín, las gardenias y el aceite sintético de motor.
Estaban solos en el apartamento. Habían mandado a Thom al cine con su amigo Peter, y habían pasado la noche con unos CD nuevos, cien gramos de caviar sevruga, galletitas Ritz y abundante Móet, a pesar de la dificultad que le suponía beber champán con pajita. En ese momento, en la oscuridad, Rhyme pensaba de nuevo en la música, en cómo un sistema tan puramente mecánico de tonos y ritmo podía arrebatarle a uno por completo. Era algo que le fascinaba. Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que la cuestión no debía de ser tan misteriosa como parecía. La música estaba, después de todo, fuertemente enraizada en su mundo: ciencia, lógica y matemáticas.
¿Cómo se acometería la composición de una melodía? Si la terapia de ejercicios que estaba realizando surtiera efecto al final…, ¿podría apretar los dedos contra un teclado? Mientras pensaba esto, advirtió que Sachs levantaba los ojos y le miraba a la cara en la penumbra.
—¿Te has enterado de lo del examen para sargento?
Un instante de duda.
—Sí —respondió. Toda la noche había evitado escrupulosamente sacar el tema; ya se encargaría Sachs de ello cuando estuviera preparada. Hasta entonces, la cuestión no se había suscitado.
—¿Sabes lo que pasó?
—Todos los detalles, no. Supongo que pertenece a la categoría de «funcionario del Estado casi corrupto y que actúa por interés propio contra poli encargada de Escena del Crimen, heroica y que trabaja demasiadas horas». ¿Algo así?
Una carcajada.
—Muy parecido.
—Yo también he estado en esa situación, Sachs.
La música procedente del circo continuaba con su sonido machacón, y producía respuestas dispares. Por una parte, uno sentía que debería estar irritado, pero por otra era inevitable disfrutar del ritmo.
—¿Te habló Lon de tocar algunas teclas para ayudarme? ¿De hacer algunas llamadas al Ayuntamiento? —le preguntó Sachs.
Amelia no se enterará nunca. Yo le diré al tipo que mantenga el pico cerrado…
Rhyme se rió entre dientes.
—Sí, lo hizo. Ya conoces a Lon.
La música cesó y los aplausos llenaron la noche. A continuación se oyó la voz, lejana y evocadora, del maestro de ceremonias.
—He oído que él podría conseguir que todo esto se quedara en agua de borrajas, saltándose a Ramos.
—Es probable. Tiene buenas agarraderas.
—¿Y tú qué opinas de eso?
—¿Tú qué crees?
—Soy yo la que pregunta.
—Yo diría que no. No le dejaría hacerlo.
—¿No?
—No. Le dije que tú te harías con el cargo por ti misma; si no, no.
—¡Maldita sea! —farfulló.
Rhyme la miró, alarmado por un instante. ¿La habría juzgado mal?
—Me revienta incluso que se le haya pasado por la cabeza.
—Él lo hacía con buena intención.
Le pareció que el brazo que ella tenía rodeándole el pecho le estrechaba aún más.
—Lo que tú le has dicho, Rhyme, para mí significa más que cualquier otra cosa.
—Lo sé.
—La cosa puede ponerse fea. Ramos quiere la suspensión. Doce meses sin empleo ni sueldo. No sé qué haré.
—Asesorar. Conmigo.
—Un civil no puede recorrer la cuadrícula, Rhyme. Tendría que quedarme sentadita…, me volveré loca.
Si te mueves no pueden cogerte…
—Lo superaremos.
—Te quiero —susurró ella. La respuesta que él le dio fue inhalar su perfume Quaker State y decirle que él también la quería.
—Tío, hay demasiada luz. —Sachs miró hacia la ventana, invadida por el resplandor de los focos del circo—. ¿Dónde están las persianas?
—Se quemaron, ¿recuerdas?
—Creí que Thom había encargado otras.
—Iba a hacerlo, pero armaba demasiado lío tomando medidas y todo eso. Le eché y le dije que lo hiciera más tarde.
Sachs se bajó de la cama, buscó una sábana y la colocó sobre la ventana, lo que redujo la luz considerablemente. Volvió a la cama, se enroscó en el cuerpo de él y no tardó en quedarse dormida.
No así Lincoln Rhyme. Mientras escuchaba tendido la música y la críptica voz del maestro de ceremonias, comenzaron a formarse algunas ideas en su mente, y las oportunidades que le daba al sueño iban y venían. Pronto estuvo completamente despierto, perdido en sus pensamientos.
Que se perdían, no es de extrañar, en el circo.
Al día siguiente, ya avanzada la mañana, Thom entró en el dormitorio y se encontró con que Rhyme tenía visita.
—¡Hola! —le dijo a Jaynene Williams, que estaba sentada junto a la cama en una de las butacas nuevas.
—Thom. —Le estrechó la mano.
El ayudante, que venía de hacer unas compras, estaba verdaderamente sorprendido de encontrar a alguien allí. Gracias al ordenador, las unidades de control ambiental y el circuito cerrado de televisión, Rhyme era muy capaz, desde luego, de llamar a alguien, invitarle a la casa y dejarle pasar.
—No es necesario que te muestres tan conmocionado —dijo Rhyme con mordacidad—. No es la primera vez que invito a alguien, ¿sabes?
—De pascuas a ramos.
—Tal vez contrate a Jaynene para que te sustituya.
—¿Por qué no la contratas a ella también? Seríamos dos personas para compartir tus groserías —una sonrisa a Jaynene—: aunque yo no sería capaz de hacerte eso.
—Me he visto en casos peores.
—¿Eres mujer de café o mujer de té?
—Lo siento —dijo Rhyme—. ¿Qué fue de mi educación? Debería tener ya el agua hirviendo.
—Tomaré un café.
—Para mí un escocés —dijo Rhyme. Cuando Thom miró al reloj, el criminalista añadió—: Sólo un traguito terapéutico…
—Café para todos —dijo el ayudante, tras lo cual desapareció.
Una vez que se quedaron solos, Rhyme y Jaynene hablaron de generalidades sobre los pacientes con lesiones espinales y de los ejercicios que él hacía con todo su ahínco. De repente, tan impaciente como siempre, Rhyme decidió que ya había hecho el papel de anfitrión educado el tiempo suficiente y bajó la voz para decirle:
—Hay un problema, algo que me preocupa. Creo que puedes ayudarme. Espero que puedas.
Ella le miró, cautelosa.
—Tal vez.
—¿Podrías cerrar?
La mujerona miró hacia la puerta, se levantó e hizo lo que le había indicado. Volvió a su butaca.
—¿Hace cuánto tiempo que conoces a Kara? —le preguntó.
—¿A Kara? Poco más de un año. Desde que su madre llegó a Stuyvesant.
—¿Ese sitio es caro, no?
—Carísimo. Es horroroso lo que cobran allí. Pero en todos los sitios de ese estilo cobran más o menos lo mismo.
—¿La madre tiene un seguro?
—Sólo Medicare[29]. Kara paga la mayor parte —añadió—. Como buenamente puede. Ahora está al día, pero suele retrasarse en el pago.
Rhyme asintió lentamente.
—Voy a hacerte otra pregunta. Piensa en ella antes de responder. Y necesito que seas totalmente sincera.
—Bueno… —dijo la enfermera con aire vacilante mirando hacia el suelo recién barnizado—. Haré todo lo que pueda.
*****
Esa tarde, Roland Bell se hallaba en el cuarto de estar de Rhyme. El delicado piano de jazz de Dave Brubeck sonaba como música de fondo de la conversación que mantenían sobre las pruebas del caso Andrew Constable.
Charles Grady y el propio Fiscal General del Estado habían decidido retrasar el juicio para poder incluir otros cargos contra ese fanático: tentativa de asesinato de su propio abogado, conspiración de asesinato y delito mayor. Relacionar a Constable con Barnes y los otros conspiradores de la Unión Patriótica no sería fácil, pero si había alguien que podía conseguir que le condenaran ése era Grady. Iba también a por la pena de muerte para Arthur Loesser por el asesinato del oficial de patrulla Larry Burke, cuyo cuerpo se encontró en un callejón del Upper West Side. Lon Sellitto se encontraba en ese momento en el solemne entierro que habían dado al oficial en Queens.
Amelia Sachs entró por la puerta con aspecto de agotamiento, tras pasar todo el día reunida con los abogados que le habían asignado en la Asociación Benéfica de Policías de Patrulla para tratar de su posible suspensión. Se suponía que tenía que haber estado de vuelta hacía ya algunas horas y, por lo que Rhyme pudo advertir en su expresión, los resultados de la sesión no debían de ser muy buenos.
Él mismo tenía algunas novedades —su reunión con Jaynene y lo que había sucedido después de la misma—, por lo que había intentado localizarla, aunque sin éxito. Pero en ese momento no había tiempo para informarla porque apareció otra visita.
Thom hizo pasar a la habitación a Edward Kadesky.
—Señor Rhyme —le dijo acompañando sus palabras con una inclinación de la cabeza. No recordaba el nombre de Sachs, pero la saludó también con otra inclinación. A Roland Bell le estrechó la mano—. Recibí su mensaje. Decía que había novedades respecto al caso.
Rhyme hizo un gesto con la cabeza.
—Esta mañana he estado recabando información y estudiando algunos cabos sueltos.
—¿Qué cabos sueltos? —preguntó Sachs.
—Cabos que yo no sabía que estaban sueltos. Cabos sueltos desconocidos.
Sachs frunció el ceño. La preocupación también se reflejó en el rostro del empresario circense.
—El ayudante de Weir…, Loesser…, ¡no se habrá escapado!, ¿verdad?
—No, no, está todavía en el Centro de Detención.
Se oyó el timbre. Thom salió y, un momento después, apareció Kara en la puerta. Miró a su alrededor, revolviéndose con la mano su pelo corto, que había perdido el brillo púrpura y era ahora rojizo como una peca.
—¿Qué hay? —dijo dirigiéndose al grupo; la sorpresa de ver a Kadesky la hizo parpadear.
—¿A alguien le apetece tomar algo? —preguntó Thom.
—Si no te importara dejarnos un momento, Thom. Por favor.
El ayudante miró a Rhyme y, advirtiendo el tono firme y preocupado que tenía su voz, asintió con la cabeza y abandonó la habitación. El criminalista le dijo a Kara:
—Gracias por venir. Necesito investigar unas cuantas cosas sobre el caso.
—Claro —dijo ella.
Cabos sueltos…
—Quiero que me des más detalles —le explicó Rhyme— sobre la noche en que El Prestidigitador metió la ambulancia en el circo.
La joven asintió, frotándose las uñas negras.
—Si puedo ayudar en lo que sea, estaré encantada de hacerlo.
—Se suponía que el espectáculo empezaba a las ocho, ¿verdad? —le preguntó Rhyme a Kadesky.
—Exacto.
—Cuando Loesser aparcó la ambulancia en la puerta, usted no había regresado aún de la cena y la entrevista en la radio, ¿no?
—No, no había regresado.
Rhyme se volvió hacia Kara.
—¿Y tú estabas allí?
—Sí. Vi cómo entraba la ambulancia. En ese momento no le di importancia.
—¿Dónde aparcó Loesser exactamente?
—Debajo del andamiaje de los asientos de palco —dijo ella.
—¿Pero no debajo de las localidades más caras, verdad? —le preguntó Rhyme a Kadesky.
—No —dijo el productor.
—Así que estaba cerca de la salida principal de incendios, la que usaría la mayoría de la gente en caso de siniestro.
—Exacto.
—Lincoln, ¿adónde quieres llegar con todo esto? —le preguntó Bell.
—A donde quiero llegar es a que Loesser aparcó la ambulancia de forma que causara el mayor daño, aunque dando la oportunidad de escapar a unas cuantas personas que ocupaban las localidades de palco. ¿Cómo sabía él dónde tenía que aparcar exactamente?
—No lo sé —respondió Kadesky—. Es probable que lo verificara con anterioridad y llegara a la conclusión de que ése era el mejor lugar…, es decir, el mejor desde su punto de vista; el peor desde el nuestro.
—Pudo haberlo verificado con anterioridad —caviló Rhyme—. Pero tampoco desearía que le vieran merodeando por el circo, ya que teníamos oficiales apostados allí.
—Cierto.
—Entonces, ¿no sería posible que alguien de dentro le hubiera dicho que aparcara allí?
—¿De dentro? —preguntó Kadesky con extrañeza—. ¿Quiere decir que alguien le estaba ayudando? No, ninguno de mis empleados haría algo así.
—Rhyme, ¿adónde quieres llegar con todo esto? —le preguntó Sachs.
Sin responder a la pregunta, se volvió hacia Kara otra vez.
—¿Cuándo te envié al circo para que buscaras al señor Kadesky?
—Calculo que serían como las siete y cuarto.
—¿Y estuviste en la zona de los palcos? —Kara asintió—. ¿Cerca de la fila próxima a la salida?
Incómoda, la joven paseó la mirada por la habitación.
—Supongo que sí. Sí. —Miró a Sachs—. ¿Por qué me pregunta todo esto? ¿Qué pasa?
—Te lo pregunto —contestó Rhyme—, porque recuerdo algo que nos contaste, Kara. Sobre las personas que participan en un acto de ilusionismo. Primero está el ayudante, es decir, la persona que sabemos que trabaja con el ilusionista; luego está el voluntario que sale entre los espectadores; y, después, hay otra persona más: el cómplice. Los cómplices son personas que trabajan con el mago, aunque no parecen tener nada que ver con él. Aparentan ser tramoyistas o voluntarios.
—Exacto, muchos magos utilizan cómplices —dijo Kadesky.
Rhyme se volvió hacia Kara y dijo con dureza:
—Y eso es lo que tú has sido todo el tiempo, ¿verdad?
—¿Qué te pasa? —le preguntó Bell, con un acento más pronunciado que de costumbre debido a la sorpresa.
La joven ahogó un grito y negó con la cabeza.
—Ella ha estado trabajando con Loesser desde el principio —le dijo Rhyme a Sachs.
—¡No! —exclamó Kadesky—. ¿Ella?
—Necesita dinero desesperadamente —continuó Rhyme—, y Loesser le pagó cincuenta mil por ayudarle.
—¡Pero si Loesser y yo ni siquiera nos habíamos conocido hasta hoy! —dijo Kara, desesperada.
—No era necesario que le vieras en persona. Balzac era el intermediario. El también está metido en esto.
—¿Kara? —dijo Sachs en un murmullo—. No. No me lo creo. ¡No sería capaz de hacer una cosa así!
—¿Que no? ¿Tú qué sabes de ella? Ni siquiera sabes su verdadero nombre.
—Yo… —Consternada, Sachs se volvió hacia la joven—. No, nunca me lo ha dicho —susurró.
Con lágrimas en los ojos, la joven negaba con la cabeza. Por fin, admitió:
—Amelia, lo siento… Pero es que tú no lo entiendes… El señor Balzac y Weir eran amigos. Pasaron años actuando juntos, y él se quedó destrozado cuando Weir murió en el incendio. Loesser le dijo al señor Balzac lo que iba a hacer y me obligaron a ayudarle. Pero, tienes que creerme, yo no sabía que iban a hacer daño a nadie. El señor Balzac dijo que sólo se trataba de una extorsión, para vengarse de Kadesky. Cuando me di cuenta de que Loesser estaba matando a la gente era ya demasiado tarde. Me dijeron que si no seguía ayudándoles me entregarían a la policía. A la cárcel de por vida. Y el señor Balzac también… —Se secó la cara—. Yo no podía hacerle eso.
—A tu venerado maestro —dijo con amargura Rhyme.
Con una mirada de pánico reflejada en sus brillantes ojos azules, la joven se abrió paso entre Sachs y Kadesky y se abalanzó hacia la puerta.
—¡Detenla, Roland! —gritó Rhyme.
Bell salió corriendo tras ella y se produjo un forcejeo. Fueron a caer en el rincón de la habitación. Ella era fuerte, pero Bell logró esposarla. Se puso en pie, jadeando por el esfuerzo, sacó su Motorola del cinturón y solicitó efectivos para trasladar a un preso al Centro de Detención.
Indignado, volvió a guardar el radiotransmisor y le leyó a Kara sus derechos.
Rhyme suspiró.
—Intenté decírtelo antes, Sachs. Pero no logré dar contigo por teléfono. Me gustaría que no fuera verdad, pero así son las cosas. Ella y Balzac han estado todo el tiempo con Loesser. Nos embaucaron como si fuéramos su público.