Gerald Marlow, un hombre de pelo abundante y crespo, era el jefe de la División de Servicios de Patrulla del NYPD. Su actitud resuelta la había forjado durante sus veinte años de rondas, y la había templado durante otros quince en los que desempeñó otro puesto, mucho más arriesgado: supervisar a los agentes que hacían rondas parecidas.
En ese momento, la mañana del lunes, Amelia Sachs estaba más o menos firme ante él, deseando que sus rodillas no advirtieran las navajas afiladas que les clavaba la artritis. Estaban en el amplio despacho de Marlow, en uno de los pisos altos del Gran Edificio del número uno de Police Plaza, en el sur de la ciudad.
Marlow levantó la vista del informe que había leído y observó el impecable planchado del uniforme azul marino que vestía Sachs.
—Ah, siéntese, oficial. Discúlpeme. Tome asiento… Así que… hija de Herman Sachs…
Sentada, notó cierta vacilación en las últimas palabras de la frase. ¿Había sustituido en el último momento la palabra «chica»?
—Exacto.
—Yo estuve en el entierro.
—Lo recuerdo.
—Fue un buen entierro.
Si los entierros pueden serlo.
Con los ojos clavados en ella y una postura erguida, Marlow continuó:
—Muy bien, oficial, vayamos al grano: tiene algunos problemas.
Sachs sintió esas palabras como si fueran un puñetazo.
—Disculpe, señor…
—Una Escena del Crimen el sábado, cerca del río Harlem. El coche que se metió en el agua. ¿Se encargó usted de eso?
Allí fue donde el Mazda de El Prestidigitador se llevó por delante la chabola de Carlos antes de ir a darse un baño.
—Sí, exacto.
—Arrestó a alguien en esa escena —dijo Marlow.
—¡Ah!, es eso. No fue en realidad un arresto. Ese tipo se coló en la zona acordonada y se puso a cavar. Hice que lo escoltaran y que lo detuvieran.
—Detenido, arrestado…, el asunto es que estuvo bajo custodia durante algún tiempo.
—Claro. Necesitaba que no me molestara. La escena estaba aún en curso.
Sachs estaba empezando a recuperarse. Ese detestable ciudadano había puesto una denuncia. Sucedía todos los días. Nadie prestaba atención a ese tipo de sandeces. Así que empezó a relajarse.
—Bueno, pues el tipo era Víctor Ramos.
—Sí, creo que me lo dijo.
—Víctor Ramos, miembro del Congreso.
La relajación se esfumó.
El capitán abrió un ejemplar del Daily News de New York.
—Veamos…, veamos…, ah, aquí. Levantó el periódico y mostró las páginas centrales, en las que aparecía una gran fotografía del hombre en cuestión esposado en la escena del crimen. El titular decía: «Víctor, detenido».
—¿Les dijo a los agentes de la escena que le detuvieran?
—Él estaba…
—¿Lo hizo?
—Creo que sí, señor, sí.
—Él alega que estaba buscando supervivientes —comentó Marlow.
—¿Supervivientes? —exclamó ella soltando una carcajada—. Era una chabola de tres metros cuadrados, ocupada ilegalmente, contra la que chocó el coche del asesino de camino al río. Parte de un muro se derrumbó y…
—Me parece que se está acalorando un poco usted, oficial.
—… y creo que una bolsa de envases vacíos se rajó… Ésos fueron los únicos daños. Los del equipo médico desalojaron la chabola y yo la cerré. Los únicos seres vivos que había dentro dignos de rescate eran los piojos.
—Ahá —dijo Marlow sin alterarse, incómodo por el genio que mostraba ella—. Ramos dijo que sólo estaba comprobando que todos los que vivían allí estaban a salvo.
—Los propietarios de la vivienda —dijo ella con incontrolada ironía— salieron por su propio pie. No hubo heridos, aunque creo que uno de ellos se hizo después un cardenal en la mejilla cuando ofreció resistencia al arresto.
—¿Arresto?
—Intentó robarle la linterna a un bombero, y luego se orinó en él.
—Oh, cielo santo…
—Estaban ilesos, estaban drogados y eran unos capullos —masculló Sachs—. ¿Son esos los ciudadanos por los que se preocupa Ramos?
La mueca del capitán, que tenía algo de cautela y algo de afinidad con lo expresado por Amelia, se desvaneció. La emoción fue sustituida enseguida por una fachada burocrática.
—¿Sabe con certeza si Ramos destruyó pruebas que hubieran sido relevantes para atrapar al sospechoso?
—Si las había o no da completamente igual, señor. Lo que importa es el procedimiento. —Sachs luchaba por mantenerse tranquila, por suavizar el tono de voz. Después de todo, Marlow era el jefe del jefe de su jefe.
—Lo que estamos tratando de hacer aquí es arreglar las cosas, oficial Sachs —dijo con dureza. Luego, repitió—: ¿Sabe con certeza si se destruyeron pruebas?
Amelia suspiró.
—No.
—Entonces, su presencia en la escena era irrelevante.
—¿Cómo dice?
—Irrelevante…
—Señor —carraspeó—. Estábamos persiguiendo al asesino de un policía, capitán. ¿Eso cuenta para algo? —preguntó con amargura.
—Para mí, para mucha gente, sí. Para Ramos, no.
—De acuerdo. ¿Qué tipo de tormenta se me avecina?
—Había equipos de televisión, oficial. ¿Vio las noticias esa noche?
No, pensó Sachs: estaba muy ocupada intentando atrapar a un criminal. Pero optó por dar otra respuesta:
—No, señor.
—Pues dedicaron prioridad a Ramos mientras le sacaban de allí esposado.
—Usted sabe que, para empezar, el único motivo de que estuviera en la escena era que le filmaran arriesgando su vida para buscar supervivientes… Tengo curiosidad por una cosa, señor: ¿se presenta Ramos a las próximas elecciones?
Sólo confirmar rumores de ese tipo le puede costar a uno la jubilación anticipada. O la ausencia de jubilación. Marlow no dijo nada.
—Entonces, ¿qué va a…?
—¿… pasar? —Marlow apretó los labios—. Lo siento, oficial. Ha suspendido. Ramos ha hecho averiguaciones, y se enteró de lo de su examen para sargento. Ha tirado de ciertos hilos y hecho que la suspendan.
—¿Que ha hecho qué?
—Que la suspendan. Habló con los oficiales del tribunal.
—Mi examen tiene la tercera nota más alta en la historia del departamento —dijo Sachs riendo con amargura—, ¿no es verdad?
—Sí, en la parte de preguntas de respuesta alternativa y en el oral. Pero es necesario superar también el ejercicio de valoración.
—Lo hice bien.
—Los resultados preliminares eran buenos, pero en el informe final suspendió.
—Imposible. ¿Qué ha pasado?
—Uno de los oficiales no ha querido aprobarla.
—¿Que no quería? Pero si… —Se le fue apagando la voz conforme recordaba al guapo oficial que salió de detrás del contenedor con el arma. Al que dio calabazas.
Pum, pum…
El capitán leyó de una hoja de papel lo siguiente:
—Ha dicho que usted, y cito: «no demostró el debido respeto por las personas que desempeñaban una función de supervisión. Y mostró una actitud irrespetuosa con sus iguales lo que condujo a situaciones que entrañaban peligro».
—Así que Ramos dio con alguien que quería hacerme daño y le pasó esas frases. Lo siento, capitán, pero ¿usted cree de verdad que un poli habla así? ¿«Situaciones que entrañaban peligro»? ¡Hombre, por Dios!
Bueno, papá, pensó Sachs dirigiéndose a su padre, ¿qué te parece lo que hacen para sacarla a una de quicio? Se sentía abatida. Miró detenidamente a Marlow.
—¿Qué más, señor? Porque hay algo más, ¿no?
Marlow tuvo el loable gesto de mantenerle la mirada cuando contestó:
—Sí, oficial, lo hay. Y es peor, me temo.
Escuchemos en qué puede, exactamente, ser peor, papá.
—Ramos está intentando que la separen del cargo.
—¡Que me separen del cargo! ¡Menuda sandez!
—Quiere que se abra una investigación.
—¡Qué vengativo! —Omitió «el gilipollas» porque percibió en la mirada de Marlow que era ese tipo de actitud lo que principalmente la había metido en líos.
—Debo decirle —añadió Marlow— que está lo bastante enfadado como para… Bueno, lo que quiere es que la suspendan de empleo y sueldo. —Era un castigo que se solía aplicar a los oficiales acusados de algún delito.
—¿Por qué?
Marlow no respondió. Pero tampoco era necesario, desde luego. Sachs lo sabía: para reforzar su credibilidad, Ramos tenía que demostrar que la mujer que le había detenido y puesto en una situación tan embarazosa era una chalada.
Y la segunda razón: Ramos era un gilipollas vengativo.
—¿Cuáles serán las alegaciones?
—Insubordinación, incompetencia.
—No puedo perder mi placa, señor. —Intentaba no sonar desesperada.
—Yo no puedo hacer nada respecto a que le hayan suspendido el examen, Amelia. Eso está en manos del Consejo y ellos ya han tomado la decisión. Pero lucharé contra la suspensión de empleo y sueldo. Aunque no puedo prometer nada. Ramos tiene contactos. Por toda la ciudad.
Sachs se echó mano al cuero cabelludo y se rascó hasta hacerse daño. Bajó la mano y sintió resbalar la sangre.
—¿Puedo hablar con libertad, señor?
Marlow se dejó caer ligeramente en su butaca.
—¡Por Dios, oficial, desde luego! Sepa usted que todo esto hace que me sienta mal. Diga lo que quiera. Y no tiene que mantenerse firme. No estamos en el ejército, ¿sabe?
Sachs carraspeó.
—Si Ramos intenta la suspensión, señor, mi próximo paso serán los abogados de la ABPP. Iré por ese camino, y tan lejos como sea necesario.
Y lo haría. Aunque sabía bien que los polis sin rango que luchaban contra la discriminación o las suspensiones a través de la Asociación Benéfica de Policías de Patrulla quedaban extraoficialmente marcados. Muchos de ellos habían visto sus carreras relegadas de forma permanente, aunque consiguieron victorias técnicas.
Marlow mantuvo la mirada firme de Sachs y dijo:
—Tomo nota, oficial.
Bien, pues había llegado la hora de luchar con los puños.
Era una expresión de su padre. Sobre ser policía.
Amie, tienes que entenderlo: a veces es emocionante, a veces ves que lo que haces sirve para algo y a veces es un aburrimiento. Y otras veces, no demasiado a menudo, gracias a Dios, es cuestión de luchar con los puños. Puño contra puño. Uno está sólito y desamparado, sin nadie que le ayude. Y no me refiero sólo a los malhechores; a veces serás tú contra tu jefe. Otras será contra los jefes de tu jefe. También puede ser contra tus compañeros. Vas a ser policía…; pues bien, tienes que estar preparada para hacerlo sola. No hay más vuelta de hoja.
—Bueno, por el momento sigue usted en activo.
—Sí, señor. ¿Cuándo me lo notificarán?
—Uno o dos días.
Se dirigió a la puerta.
Se detuvo y se volvió:
—¿Señor?
Marlow levantó la mirada, como sorprendido de que aún estuviera allí.
—Ramos estaba en medio de mi escena del crimen. Si hubiera sido usted, o el alcalde o el mismísimo presidente, yo habría hecho exactamente lo mismo.
—Por eso es usted hija de su padre, oficial, y por eso él estaría orgulloso de usted. —Marlow levantó el auricular del teléfono—. Esperemos que la suerte nos acompañe.