Capítulo 48

El asesino suspiró, se reclinó en la silla, apoyándola sobre una de las patas, y cerró los ojos.

—¿Que no es Weir? —preguntó Sellitto.

—Sobre eso giraba todo lo que ha hecho este fin de semana —continuó Rhyme—. Él quería vengarse de Kadesky y del circo Hasbro, que es ahora el Cirque Fantastique. Y nada más fácil que vengarse cuando a uno no le preocupa la huida. Pero —un gesto hacia El Prestidigitador—; él quería irse: no ir a la cárcel, sino seguir actuando. Así que hizo un número de transformismo de identidad. Se convirtió en Erick Weir, se dejó arrestar esta tarde, le tomaron las huellas dactilares y luego se escapó.

—Ya —asintió Sellitto—. Entonces, después de matar a Kadesky y de prender fuego al circo, todo el mundo buscaría a Weir y no a quien es él realmente —frunció el ceño—. ¿Y quién demonios es?

—Arthur Loesser, el protegido de Weir.

El asesino dio un grito ahogado y lento al ver desvanecerse la última brizna de anonimato, y de esperanza de escapar.

—Pero si Loesser nos llamó —señaló Sellitto—. Estaba en el Oeste, en Nevada.

—No, no estaba en Nevada. Comprobé las llamadas telefónicas. En mi teléfono, la suya figuraba como «Número desconocido», ya que la realizó a través de una cuenta de pago por adelantado de conferencias. Llamaba desde una cabina de la calle Ochenta y siete oeste. No está casado. El mensaje de su buzón de voz en Las Vegas era falso.

—Y lo mismo hizo con el otro ayudante al que telefoneó, el tal Keating, haciéndose pasar por Weir, ¿no? —preguntó Sellitto.

—Eso es, preguntando por el incendio de Ohio con un tono misterioso y amenazante. Lo cual respalda lo que nosotros pensamos: que Weir estaba en Nueva York para vengarse de Kadesky. Tenía que dejar huellas de que Weir había resurgido; como encargar unas esposas Darby a su nombre, o, también, el arma que compró.

Rhyme examinó al asesino.

—¿Qué tal va esa voz? —le preguntó, sardónico—. ¿Ya están mejor los pulmones?

—Sabe que están bien —le espetó Loesser. Los sonidos sibilantes y la voz baja habían desaparecido. No tenía nada en los pulmones. Sólo había sido otra estratagema para hacerles creer que era Weir.

Rhyme señaló con la cabeza el dormitorio.

—He visto algunos dibujos para carteles publicitarios ahí. Supongo que los has mandado hacer tú. El nombre que figura en ellos es «Malerick». ¿Eres tú, no?

El asesino asintió.

—Lo que le he dicho antes es verdad. Yo odiaba mi nombre anterior, odio cualquier cosa mía de la época anterior al incendio. Era demasiado duro el recuerdo de esos tiempos. Como me veo ahora es como Malerick… ¿Cómo lo averiguó?

—Después de que acordonaran el pasillo del Centro de Detención, usaste tu camisa para limpiar el suelo y las esposas —explicó Rhyme—. Pero, cuando me detuve a pensarlo, no comprendí el motivo. ¿Para limpiar la sangre? Eso no tenía ningún sentido. No. La única respuesta que se me ocurrió fue que querías deshacerte de tus huellas digitales. Pero te las acababan de tomar, así que, ¿por qué te preocupaba dejarlas en el pasillo? —Rhyme se encogió de hombros, con lo que daba a entender que la respuesta era bastante clara—. Porque tus huellas verdaderas eran diferentes de las que habían quedado recogidas en la ficha del Centro.

—¿Y cómo coño se las arregló? —preguntó Sellitto.

—Amelia encontró restos de tinta fresca en la escena. Procedían de esta noche, cuando le tomaron las huellas. No eran pruebas importantes por sí mismas, pero lo que sí era significativo era que coincidían con la tinta que encontramos en la bolsa de deporte en el caso de Marston. Eso significaba que ha estado en contacto con tinta para huellas dactilares antes de hoy. Supongo que robó una ficha en blanco y estampó las huellas verdaderas de Erick Weir en casa. Y se la escondió en el forro de la chaqueta, utilizando esa cera adhesiva —nosotros buscábamos armas o llaves, no trozos de cartón— y, después, una vez que le hubieron tomado las huellas, distrajo a los técnicos e intercambió las fichas. De las nuevas, seguramente, se deshizo tirándolas en alguna parte o arrojándolas por el retrete.

Loesser hizo una mueca de enojo, lo que confirmaba la deducción de Rhyme.

—El Departamento de Correctivos envió la ficha que tenían ellos, y Mel la ha procesado. Las huellas eran las de Weir, pero las impresiones latentes eran las de Loesser. Lo tenían en la base del AFIS de la época en que le arrestaron con Weir por esos cargos de imprudencia temeraria que le imputaron en Nueva Jersey. También comprobamos la Glock de la oficial del Departamento de Correctivos, quien se quedó con el arma, lo que no le permitió a Loesser limpiarla. Esas huellas coincidían también con las de Loesser. ¡Ah!, y tenemos una huella parcial de la hoja de la navaja de afeitar. —Rhyme miró a la pequeña venda que llevaba Loesser en la sien—. Te olvidaste de llevártela.

—¡No la encontraba! —estalló el asesino—. No tenía tiempo de ponerme a buscar.

—Pero sería más joven que Weir —le hizo notar Sellitto a Rhyme.

—Y lo es; es más joven que Weir —señaló con la cabeza la cara de Loesser—. Las arrugas están hechas con látex. Al igual que las cicatrices: todas falsas. Weir nació en 1950. Loesser es veinte años más joven, así que tenía que aparentar ser mayor —y añadió entre dientes—: ¡Ah!, ésa se me ha pasado. Debí pensarlo mejor. ¿Y respecto a los trocitos de látex cubiertos de maquillaje que encontró Amelia en las escenas? Yo supuse que eran de los dedos falsos que llevaba, pero no tenía sentido. Nadie lleva maquillaje en los dedos, se desprendería. No, procedía de los otros postizos. —Rhyme examinó las mejillas y la frente del asesino—. El látex no debe de resultar muy cómodo.

—Uno se acostumbra…

—Sachs, veamos qué aspecto tiene en realidad.

Con cierta dificultad, Amelia le quitó la barba y las zonas de arrugas que llevaba en torno a los ojos y la barbilla. El rostro que había debajo, aunque manchado de pegamento, era claramente mucho más joven. Y la estructura de la cara era diferente también. No se parecía en absoluto al hombre que había sido.

—No es como las máscaras de Misión imposible, ¿eh?, que se las quitan y se las ponen con toda facilidad.

—No. Los postizos auténticos no son ni parecidos.

—También los dedos. —Rhyme señaló con un gesto a la mano izquierda del asesino.

Para hacer creíble la unión de los dedos, se los había atado con un vendaje y después los había cubierto con una gruesa capa de látex. Así, ambos dedos estaban arrugados, fláccidos y casi blancos, pero, por lo demás, eran dedos normales. Sachs los examinó.

—Le estaba preguntando precisamente a Rhyme por qué no se los destapó en la feria de artesanía, ya que estábamos buscando a un hombre con la mano izquierda deformada. Pero los dos dedos tenían su propia apariencia de deformidad y le habrían descubierto.

Rhyme examinó al asesino y dijo:

—Muy cerca del crimen perfecto: un criminal que se asegura de que culparán a otra persona. Sabríamos que Weir era culpable, tendríamos la identidad con certeza. Pero entonces desaparecería. Loesser seguiría viviendo su vida, y el fugitivo, Weir, habría desaparecido para siempre. El hombre evanescente.

Y aunque Loesser había escogido a sus víctimas el día anterior no para satisfacer una necesidad psicológica profunda, sino para desorientar a la policía, el diagnóstico final de Terry Dobyns encajaba a la perfección: venganza por el fuego que había destruido al ser amado. La diferencia estaba en que la tragedia no había supuesto el fin de la carrera profesional de Weir y la muerte de su esposa, sino la pérdida para Loesser de su mentor, el propio Weir.

—Pero hay un problema —señaló Sellitto—. Lo único que hizo al intercambiar las fichas con las huellas era garantizar que iríamos tras el verdadero Weir. ¿Por qué iba a hacerle eso a su maestro?

—¿Por qué crees que he hecho que esos dos robustos oficiales me subieran por las escaleras hasta este lugar de acceso tan difícil, Lon? —dijo Rhyme, mirando a su alrededor—. Quería recorrer la cuadrícula yo mismo. ¡Ah!, perdón, debería decir «ir en silla por la cuadrícula». —Avanzó por la habitación manejando con mano maestra la silla de ruedas con el controlador táctil. Se detuvo junto a la chimenea y miró hacia arriba.

—Creo que he encontrado a nuestro malhechor, Lon. —Miró a la repisa, en la que había una caja de madera taraceada y una vela—. Ése es Erick Weir, ¿no? Sus cenizas.

—Correcto —dijo Loesser con suavidad—. Él sabía que no le quedaba mucho tiempo. Quería salir de la unidad de quemados de Ohio y volver a Las Vegas antes de morir. Yo le saqué de allí una noche y le llevé a su casa. Vivió unas cuantas semanas más. Soborné a un empleado del turno de noche en el depósito para que le incinerara.

—¿Y las huellas? —preguntó Rhyme—. ¿Le tomaste las huellas después de muerto para poder falsificar con ellas la ficha?

Gesto de asentimiento.

—Entonces, ¿llevas años planeando esto?

—¡Sí! —dijo Loesser con pasión—. La muerte de Weir… es como una quemadura que no deja de doler.

—¿Y has arriesgado todo por venganza? ¿Por tu jefe? —preguntó Bell.

—¿Jefe? Él era más que mi jefe —escupió Loesser enloquecido—. No lo entienden. Yo pienso en mi padre un par de veces al año, y eso que aún está vivo. Pero en el señor Weir pienso todas las horas del día. Desde el día en que entró en la tienda de Las Vegas en la que yo estaba actuando…, Houdini el Joven, ése era yo…, tenía catorce años entonces. ¡Qué día aquél! Me dijo que me daría la amplitud de miras para llegar a ser grande. El día en que cumplí quince años me escapé de casa para irme con él —la voz se le quebró ligeramente y se calló. Pasados unos momentos continuó—: Puede que el señor Weir me pegara, me gritara y me amargara la vida a veces, pero vio lo que había dentro de mí. Me cuidó. Me enseñó a ser ilusionista… —La cara se le ensombreció—. Y entonces se lo llevaron. Por culpa de Kadesky. Él y su maldito negocio mataron al señor Weir… Y a mí también. Arthur Loesser murió en ese incendio. —Miró a la caja de madera, y en su cara había una expresión de pesar y de esperanza, y de un amor tan extraño que Rhyme sintió un escalofrío que le fue bajando por el cuello hasta que se perdió en la insensibilidad de su cuerpo.

Loesser se volvió hacia Rhyme y soltó una carcajada fría.

—Bueno, puede que me haya atrapado, pero el señor Weir y yo hemos ganado. No nos ha parado usted a tiempo. Ya no hay circo, ya no hay Kadesky. Y si no se ha muerto, su carrera sí que lo ha hecho.

—Ah, sí, el Cirque Fantastique, el incendio. —Rhyme hizo un gesto negativo con la cabeza—. Aún así…

Loesser hizo un gesto de extrañeza, recorrió la habitación con la mirada, en un intento de entender lo que el criminalista quería decir.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir?

—Retrocede un poco en el tiempo y piensa. Vuelve atrás esta misma noche. Estás en Central Park, mirando las llamas, el humo, la destrucción, escuchando los gritos… Piensas que será mejor irse de allí, pues no tardaremos en ir a buscarte. Y vuelves a casa. Por el camino, alguien —una joven, una mujer asiática con un chándal— se choca contigo. Intercambiáis algunas palabras sobre lo que está pasando. Y luego cada uno se va por su lado.

—¿De qué coño habla? —soltó Loesser.

—Mírate el dorso de la correa del reloj —dijo Rhyme.

Giró la muñeca, haciendo un ruido metálico con las esposas, y vio que en la correa había un pequeño disco negro. Sachs se lo quitó.

—Un rastreador GPS. Lo usamos para seguirte hasta aquí. ¿No te sorprendió que nos presentáramos de repente?

—Pero… ¿quién…? ¡Un momento! Era la ilusionista, esa chica… ¡Kara! No la reconocí.

—Bueno, eso es precisamente la ilusión, ¿no? —dijo Rhyme con ironía—. Te vimos en el parque, pero temíamos que te escaparas. Porque tienes tendencia a hacerlo, ¿sabes? Y supusimos que volverías a tu casa dando un complicado rodeo, así que le pedí a Kara que hiciera un pequeño disfraz. ¡Qué buena es, esa chica! Casi no la reconocía ni yo mismo. Cuando se tropezó contigo, te colocó el sensor en el reloj.

—Tal vez podríamos haberle atrapado en la calle —continuó Sachs—, pero ha demostrado ser bastante bueno para las escapadas. De todas maneras, queríamos encontrar su escondrijo.

—¡Pero eso significa que ustedes lo sabían antes del incendio!

—¡Oh! —dijo Rhyme con desdén—, ¿la ambulancia? La Brigada de Explosivos dio con ella y la desactivó en cuestión de sesenta segundos. Se la llevaron de allí y la sustituyeron por otra, para que no pensaras que lo habíamos descubierto. Sabíamos que querrías contemplar el incendio. Enviamos al parque a todos los agentes de la policía secreta que pudimos para que buscaran a un hombre de tu constitución que estuviera mirando el fuego, pero que no tardara en irse al poco de comenzar éste. Un par de agentes te vieron y mandamos a Kara a que te pusiera el chip. Y… ¡magia potagia! —Rhyme se rió por las palabras escogidas—, aquí estamos.

—Pero el fuego… ¡yo lo vi!

—¿Ves lo que siempre digo yo sobre las pruebas y los testigos? —le dijo Rhyme a Sachs—. Él vio el fuego, así que tenía que ser real —se dirigió a continuación a Loesser—. Pero no lo era, ¿ves?

—Lo que vio —dijo Sachs— era el humo que salía de un par de granadas de la Guardia Nacional que habíamos montado en lo alto de la carpa con una grúa. ¿Las llamas? Ah, sí: procedían de un quemador de propano que había en la puerta donde se hallaba la ambulancia. Y también encendieron un par de quemadores más en la pista de manera que las sombras de las llamas se proyectaran sobre el lateral de la carpa.

—Y oí gritos… —dijo Loesser en un susurro.

—¿Los gritos? Fue idea de Kara. Pensó que podíamos decir a Kadesky que informara al público de que iba a haber un descanso para que un estudio cinematográfico rodara una escena en la carpa, precisamente una escena sobre el incendio de un circo. E hizo que todo el público gritara en el momento oportuno. Estaban encantados, de repente eran extras en una peli.

—No —murmuró El Prestidigitador—. Fue…

—… una ilusión —le dijo Rhyme—. Fue una ilusión.

Algunos pases mentales realizados por «El hombre inmovilizado».

—Será mejor que me encargue de esta escena —dijo Sachs, señalando con la cabeza la habitación y frunciendo el ceño.

—Claro, claro, Sachs. ¿En qué estaría yo pensando? Aquí estamos, sentaditos, charlando y contaminando una escena del crimen…

Con sus múltiples esposas y grilletes, y con un agente a cada lado, el asesino fue conducido fuera de la habitación, mucho menos insolente que la última vez que le llevaron al Centro de Detención.

Y en el momento en que dos oficiales de los Servicios de Emergencia estaban a punto de transportar de nuevo a Rhyme, sonó el teléfono de Lon Sellitto.

—Aquí la tengo… —miró a Sachs—. ¿Quieres hablar con ella? —Le hizo un gesto negativo a Sachs con la cabeza y siguió escuchando con un gesto serio en la cara—. De acuerdo, se lo digo ahora. —Colgó el teléfono—. Era Marlow —le informó.

El jefe de los Servicios de Patrulla. ¿Qué pasaría?, se preguntó el criminalista mirando la cara de preocupación de Sellitto.

El arrugado detective continuó hablando con Sachs.

—Quiere que te pases mañana por allí a las diez. Es sobre tu promoción. —Sellitto puso un gesto de extrañeza—. Y ha habido otra cosa que me ha dicho que te diga, algo sobre tu nota en el examen, ¿qué era? —Movió la cabeza en sentido negativo, miró hacia el techo, con gesto de preocupación—. ¿Qué era?

Sachs lo miraba impávida, aunque Rhyme observó que una de las uñas emprendía un breve ataque a la cutícula de su pulgar.

Entonces, el detective chascó los dedos.

—¡Ah, sí!…, ya me acuerdo. Me ha dicho que has conseguido la tercera puntuación más alta en la historia del departamento. —Arrugó la cara y miró a Rhyme—. Sabes lo que eso significa, ¿verdad? ¡Que el Señor se apiade de nosotros!: ahora ya no habrá quien la aguante.

*****

Corría, sin aliento.

El pasillo tenía casi dos kilómetros de largo.

Kara iba corriendo sobre el linóleo gris con una única cosa en la mente, y no era el difunto Erick Weir, ni su psicótico ayudante Art Loesser, ni el brillante número de ilusionismo con fuego en el Cirque Fantastique. No. Ella sólo pensaba: ¿voy a llegar a tiempo?

Avanzaba por el oscuro pasillo…, las pisadas resonaban en el suelo.

Dejaba atrás puertas cerradas y puertas abiertas. Le llegaban fragmentos de programas televisivos y de música; escuchaba retazos de conversaciones de despedida de las familias, que se disponían a marcharse tras pasar allí las horas de visita del domingo.

Escuchaba sus propias pisadas huecas.

Se detuvo al llegar ante la puerta de la habitación. Respiró hondo una docena de veces para recobrar firmeza en la voz y, más nerviosa que en cualquier otra ocasión antes de salir al escenario, entró en la estancia.

Una pausa. Y luego dijo:

—¡Hola, mamá!

Su madre desvió la vista del televisor, parpadeó con sorpresa y sonrió.

—¡Oh!, mira quién ha venido. Hola, cariño.

Dios mío, pensó Kara, mirándola a sus ojos vivos. ¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto de verdad!

Se acercó a ella, la abrazó y aproximó la silla.

—¿Qué tal estás?

—Bien. Esta noche hace un poco de frío.

—Voy a cerrar la ventana —Kara se levantó y la cerró.

—Pensé que no llegarías a tiempo, cielo.

—He tenido una noche muy ajetreada. Tengo que contarte lo que me ha pasado, mamá. No te lo vas a creer.

—Soy toda oídos.

—¿Quieres un té o algo? —le preguntó Kara llena de excitación. Sentía una tremenda necesidad de contarle todo lo acaecido en su vida en los últimos seis meses, hasta el más pequeño detalle. Pero se dijo a sí misma que sería mejor calmarse; le pareció que demasiada efusión podría abrumar a su madre, que tenía un aspecto tremendamente frágil.

—No, no quiero nada, cielo… ¿Podrías apagar el televisor? Prefiero charlar contigo. No sé qué pasa con el mando, pero no consigo que funcione. A veces incluso pienso que hay alguien que entra y cambia los botones.

—Me alegro de haber venido antes de que te acostaras.

—Me hubiera quedado levantada para charlar contigo.

Kara le sonrió. Su madre dijo:

—Cielo, he estado pensando en tu tío, mi hermano.

Kara asintió. El difunto hermano de su madre había sido la oveja negra de la familia. La madre y los abuelos de Kara se habían negado a hablar de él, y estaba prohibido mencionar su nombre en las reuniones familiares. Pero, desde luego, los rumores volaban: era homosexual, era heterosexual y estaba casado, pero había tenido una aventura amorosa con una gitana rumana, había disparado a un hombre por una mujer, nunca se había casado y era un músico de jazz alcohólico…

Kara había deseado siempre saber la verdad sobre él.

—¿Qué pasa con el tío, mamá?

—¿Quieres saberlo?

—Oh, por supuesto; cuéntamelo —le dijo, inclinándose hacia adelante y poniendo la mano sobre el brazo de su madre.

—Bien, veamos, pues: ¿cuándo sería eso? Calculo que en mayo del setenta, tal vez del setenta y uno, no estoy segura del año —qué cabeza tengo—, pero estoy segura de que era mayo. Tu tío y algunos de sus compañeros del ejército habían vuelto de Vietnam.

—¿Fue soldado? No lo sabía.

—Oh, estaba muy guapo con el uniforme… Bueno, pues lo habían pasado fatal allí. —Su tono se hizo más serio—. Al mejor amigo de tu tío lo mataron justo a su lado; murió en sus brazos. Un tipo negro y grandote. Bien, pues a Tom y a otro soldado se les metió en la cabeza que iban a poner un negocio para ayudar a la familia de su amigo muerto; y lo que hicieron fue irse al Sur y comprar un barco. ¿Te imaginas a tu tío en un barco? Yo pensé que era la cosa más extraña del mundo. Montaron un negocio de gambas y Tom hizo una fortuna.

—Mamá —dijo Kara suavemente.

Su madre sonrió al acordarse de algo, y movió la cabeza negativamente.

—Un barco… Bien, pues la empresa marchaba de maravilla, y la gente estaba sorprendida, porque…, bueno…, porque Tom nunca había sido muy brillante. —Los ojos de la madre se iluminaron—. Pero ¿sabes lo que él solía decirles?

—¿Qué, mamá?

—Que las apariencias engañan.

—Eso está bien —susurró Kara.

—Ay, a ti te hubiera encantado ese hombre, Jenny. ¿Sabías que una vez estuvo con el presidente de los Estados Unidos? ¿Y que jugó al ping-pong en China?

Sin advertir el silencioso llanto de su hija, la anciana continuó contándole a Kara el resto de la historia de Forrest Gump, la película que acababa de ver en la televisión. El tío de Kara se llamaba Gil, pero en la fantasía de su madre era Tom, seguramente por el nombre del actor, Tom Hanks. La propia Kara se había convertido en Jenny, la novia de Forrest.

No, no, no, pensó Kara llena de desesperación. No he llegado a tiempo, después de todo.

El alma de su madre había vuelto, y se había ido otra vez, dejando sólo ilusión.

El cuento de la mujer se fue convirtiendo en un torrente embrollado que iba del barco de gambas en el Golfo a otro barco atunero en el Atlántico Norte al que sorprendió algo parecido a una «tormenta perfecta», y de ahí a un transatlántico que se hundió mientras su hermano, vestido de esmoquin, tocaba el violín en cubierta. Pensamientos, recuerdos e imágenes procedentes de una docena de películas o libros se mezclaban con los recuerdos verdaderos. Pronto, el «tío» de Kara, como cualquier otro rastro de coherencia, se desvanecieron completamente.

—Está ahí afuera —dijo la anciana con resolución—. Yo sé que está afuera —cerró los ojos.

Kara se inclinó hacia adelante en la silla, apoyando con delicadeza la mano en el suave brazo de su madre, hasta que la mujer se quedó dormida. Pensaba: «Pero hace un rato ha estado en sus cabales; si no, Jaynene no me habría llamado al busca».

Y si había sucedido una vez, pensó desafiante, podría pasar otra.

Por fin, Kara se levantó y se dirigió al oscuro pasillo, mientras pensaba en que, por mucho talento que tuviera como artista, era incapaz de hacer lo que tan desesperadamente deseaba: transportar por arte de magia a su madre a ese lugar en el que los corazones alimentados por el afecto se consumían cálidamente durante el resto de los años que Dios les tenía concedidos; en el que las mentes retienen a la perfección todos los capítulos de la rica historia familiar; en el que los abismos aparentes que separan a los seres queridos se convierten, al final, en meros efectos, en ilusiones temporales.