El Camaro de Amelia Sachs alcanzó los ciento cincuenta kilómetros por hora en la carretera del West Side hacia Central Park.
A diferencia de la autovía FDR, de vía rápida y acceso controlado, esta ruta estaba salpicada de semáforos y, en la calle Catorce, hacía un giro brusco que hizo derrapar peligrosamente el destartalado Chevrolet, lo que acabó en un beso chispeante entre su plancha de acero y el hormigón de la valla protectora.
Así que el asesino les había vuelto a engañar con otro toque genial. El objetivo de Weir no era ni la muerte de Charles Grady ni la fuga de Andrew Constable: no habían sido más que las desorientaciones finales. El asesino perseguía hacer lo que ellos habían descartado el día anterior por ser demasiado obvio: el Cirque Fantastique.
Mientras Sachs estaba a punto de dar una patada a la puerta de uno de los últimos sitios en los que podía haberse ocultado Weir en el sótano del Centro de Detenciones, con la Glock en alto, Rhyme la había llamado para informarla de la situación. Lon Sellitto y Roland Bell se dirigían al circo, y Mel Cooper iba a acercarse hasta allí para echar una mano. También iban de camino Bo Haumann y varios equipos de emergencia. Se necesitaban todas las manos y Rhyme quería las de ella cuanto antes.
—Voy para allá —dijo, y apagó el teléfono. Se dio la vuelta y comenzó a correr por el sótano hacia la salida. Pero de repente se paró, volvió a la puerta que había estado a punto de derribar y le dio una patada.
Sólo por si acaso.
El cuarto estaba completamente vacío, completamente silencioso, salvo por el sonido de la risa burlona del asesino que ella oía resonar en su imaginación.
Cinco minutos más tarde estaba en el Camaro, pisando a fondo el acelerador.
El semáforo de la Veintitrés estaba en rojo, pero el tráfico no era muy denso, así que se lo saltó con rapidez, confiando más en el volante que en los frenos o en la conciencia de los ciudadanos para ceder el paso a la parpadeante luz azul.
Una vez atravesado el cruce, una rápida reducción de marcha, el pedal pisado a fondo y el traqueteante motor la llevaron a toda velocidad hasta la Ochenta. Cogió el Motorola y llamó a Rhyme para informarle de dónde se encontraba y saber qué era exactamente lo que quería que hiciese.
*****
Malerick salió caminando lentamente del parque, empujado por las personas que corrían en dirección opuesta, hacia el incendio.
—¿Pero, qué es lo que pasa?
—¡Dios bendito!
—La policía…, ¿ha avisado alguien a la policía?
—¿Oyes los gritos? ¿Los oyes?
En la esquina de Central Park West con una de las calles transversales, se chocó con una joven asiática que miraba preocupada en dirección al parque. Le preguntó:
—¿Sabe usted qué ha pasado?
Malerick pensó: «Sí, desde luego que lo sé: el hombre y el circo que destrozaron mi vida se están muriendo». Pero frunció el ceño y le dijo con gravedad:
—No lo sé, pero parece bastante serio.
Continuó en dirección oeste y comenzó lo que iba a ser un tortuoso camino de vuelta a su apartamento, de una media hora, en el transcurso de la cual se cambió varias veces de atuendo y aspecto, y se cercioró de que no le seguía nadie.
Sus planes eran permanecer en su apartamento esa noche, y por la mañana, partir hacia Europa donde, tras varios meses de práctica, volvería a actuar con su nuevo nombre. Aparte de su Venerado Público, nadie conocía a «Malerick», y así se llamaría a partir de entonces para el mundo. Había algo que lamentaba: que no podría representar su número preferido, «El espejo ardiente»; mucha gente lo asociaría con él. De hecho, tendría que recortar gran parte del material. Renunciaría a la ventriloquia, al mentalismo y a muchos de los trucos de cerca que había hecho. Tener un repertorio tan amplio podría, como había pasado ese fin de semana, desvelar su auténtica identidad.
Malerick prosiguió hacia Broadway y luego volvió sobre sus pasos para llegar a su apartamento. No dejaba de inspeccionar las calles que iba dejando atrás y las que le rodeaban. No vio a nadie que le siguiera.
Entró al portal y se quedó allí cinco minutos estudiando la calle. Vio a un viejecito, a quien reconoció como vecino del edificio de enfrente, que paseaba a su caniche. Vio a un chaval con patines. A dos adolescentes con helados. Y a nadie más. La calle estaba desierta: el día siguiente era lunes, día de trabajo y de escuela. La gente estaba en sus casas planchando, ayudando a sus hijos con los deberes… y pegados al televisor viendo el informativo de la CNN sobre la terrible tragedia de Central Park.
Subió deprisa al apartamento y apagó todas las luces.
Y ahora, Venerado Público, el espectáculo llega a su fin, como sucede siempre.
Pero la naturaleza de nuestro arte es que lo que resulta manido para los espectadores de hoy será nuevo e ingenioso para otros que lo presencien en otros lugares, mañana y pasado mañana.
¿Sabían, amigos míos, que cuando el artista sale al escenario una vez concluida la actuación no es para recibir el agradecimiento de los asistentes, sino para tener la oportunidad de darle las gracias a su público, esas personas que tuvieron la amabilidad de prestarle atención mientras actuaba?
Así que permítanme que yo les aplauda ahora por haberme honrado con su presencia durante estos modestos números. Espero haberles proporcionado emoción y alegría. Espero haber llevado el asombro a sus corazones mientras me han acompañado en este mundo infernal donde la vida se transforma en muerte, la muerte en vida y lo real en irreal.
Me inclino ante ustedes, Venerado Público…
Encendió una vela y se sentó en el sofá. No quitaba los ojos de la llama. Aquella noche, sabía que la llama oscilaría, que él recibiría un mensaje.
Sentado, inclinado hacia adelante, inmerso en la satisfacción de la venganza cumplida, meciéndose atrás y adelante de forma hipnótica, respirando con lentitud.
La llama osciló. ¡Sí!
Háblame.
Oscila otra vez…
Y, en efecto, un instante después volvió a hacerlo.
Pero la oscilación no era un mensaje del espíritu sobrenatural de una persona amada desaparecida hacía ya tiempo, sino que lo había producido una ráfaga del frío viento vespertino de abril que llenó la habitación cuando media docena de policías antidisturbios derribaron la puerta con un ariete. Tiraron al jadeante ilusionista al suelo, y uno de ellos, la oficial pelirroja que recordaba del apartamento de Lincoln Rhyme, le colocó una pistola contra la nuca y le fue enumerando sus derechos como una letanía.