Capítulo 45

Hemos llegado al final de nuestro espectáculo, Venerado Público.

Ha llegado la hora de presentar nuestro más célebre, y controvertido, acto de ilusionismo. Una variante del número de infausta memoria «El espejo ardiente».

Durante nuestro espectáculo del fin de semana han presenciado números del repertorio de maestros como Harry Houdini, P T. Selbity Howard Thurston. Pero ni ellos se atreverían con un número como «El espejo ardiente».

Nuestro artista, atrapado en una suerte de infierno, rodeado de llamas que se van cerrando sobre él inexorablemente, sólo cuenta con una vía de escape: una puerta diminuta protegida por un verdadero muro de fuego.

Aunque, por supuesto, la puerta puede no ser en absoluto una vía de escape.

Tal vez sea sólo una ilusión.

Debo advertirles, Venerado Público, que la última vez que se intentó representar este truco todo acabó en tragedia.

Yo lo sé porque estaba allí.

Así que, les ruego que, por su propio bien, dediquen unos momentos a mirar la carpa y pensar qué deberían hacer si se produjera una catástrofe…

Pero, pensándolo bien…, no, es demasiado tarde para eso. Quizá lo mejor que pueden hacer es rezar, simplemente.

*****

Malerick había vuelto a Central Park y se encontraba en ese momento bajo un árbol a unos metros de la carpa blanca del Cirque Fantastique.

Lucía nuevamente un rostro barbado; se había vestido con atuendo deportivo y una camiseta de punto de cuello alto. Llevaba una gorra de la Maratón Benéfica de Manhattan, de la que sobresalían algunos mechones sudorosos. Sudor falso, de bote, que daba fe de su recién adoptado personaje: un ejecutivo financiero de segunda empleado en un banco de primera, que había salido a dar su carrerita nocturna del domingo. Se había parado a descansar y miraba distraído la carpa del circo.

Perfectamente natural.

Se sorprendió de sentirse tan tranquilo. Tal serenidad le recordó al instante que siguió al incendio del circo Hasbro en Ohio, antes de que se aclararan todas las implicaciones del desastre. Aunque debería haber estado chillando, él se sorprendió paralizado. En un coma emocional. Y ahora, en ese momento, sentía lo mismo mientras escuchaba la música, las notas bajas resaltadas por la tirante lona de la carpa. Los aplausos lejanos, las risas, los gritos ahogados por la estupefacción.

En todos sus años de profesión, raramente sintió el miedo escénico. Si uno se sabía bien el número, si había ensayado suficientes veces, ¿por qué iba a tener que estar nervioso? Eso era lo que sentía en ese momento. Todo había sido planeado con tanto esmero que sabía que su espectáculo se desarrollaría según lo previsto.

Examinando la carpa durante sus últimos minutos en la Tierra, vio a dos figuras junto a la gran puerta de servicio por la que no hacía mucho había entrado con la ambulancia. Un hombre y una joven. Hablaban entre sí, con el oído de uno cerca de la boca del otro para poder oírse a pesar del volumen de la música.

¡Sí! Una de ellas era Kadesky. Le había preocupado pensar que tal vez el productor no estuviera presente en el momento de la explosión. La otra era Kara.

Kadesky señaló algún lugar del interior de la carpa, y ambos se dirigieron hacia allí. Malerick calculó que debían de encontrarse a no más de tres metros de la ambulancia.

Una mirada al reloj. Era casi la hora.

Y ahora, amigos míos, mi Venerado Público…

A las nueve de la noche exactamente salió una lengua de fuego por la puerta de la carpa. Un instante después, la silueta de las altas llamaradas del interior se reflejaba en la brillante lona, devorando las tribunas, al público, los decorados… La música cesó de repente y en su lugar se oían gritos. Por la parte superior de la carpa comenzaron a salir espirales de humo oscuro.

Malerick se inclinó hacia adelante, cautivado por el horror de la visión que estaba contemplando.

Más humo, más gritos.

Luchando por no mostrar una sonrisa no natural, pronunció una oración de agradecimiento. No había una deidad en la que Malerick creyera, así que ofreció sus palabras de gratitud al alma de Harry Houdini, su tocayo e ídolo, además de patrón de los magos.

Jadeos y chillidos de los que pasaban corriendo junto a él por esa parte aislada del parque, para ayudar o para quedarse boquiabiertos, con la mirada fija en el espectáculo. Malerick esperó unos cuantos minutos más, pero sabía que la policía no tardaría en llenar el parque. Con cara de preocupación, con el móvil en la mano fingiendo que llamaba a los bomberos, se encaminó hacia la acera. No pudo evitar detenerse otra vez. Se volvió y vio, medio ocultas por el humo, las enormes banderas que había delante de la carpa. En una de ellas, el enmascarado Arlequín extendía los brazos y ofrecía las palmas de las manos desnudas.

Miren, Venerado Público, no tengo nada en las manos.

Salvo que, como buen prestidigitador, el personaje sí tenía algo, perfectamente oculto a la vista, en el dorso de un dedo.

Y sólo Malerick sabía lo que era.

Lo que el esquivo Arlequín tenía era la muerte.