Capítulo 43

—Los casos cambian de color.

Charles Grady estaba sentado en una silla de plástico naranja de la sala de espera del centro de urgencias, encorvado y con la mirada fija en el linóleo verde arañado por miles de pies desesperados.

—Me refiero a los casos criminales.

Roland Bell estaba sentado a su lado. La silueta vigilante de Luis se recortaba en el umbral de una de las puertas y, cerca de allí, en la entrada a un pasillo lleno de gente, se encontraba Graham Wilson, otro de los oficiales del SWAT de Bell, un detective guapo, duro, de mirada aguda y severa, y con un talento especial para detectar a personas con armas, como si tuviera rayos X en los ojos.

La mujer de Grady había pasado con Chrissy a que la examinaran, acompañadas de dos miembros de la escolta.

—Yo tuve un profesor en la facultad de Derecho —continuó Grady, tieso como una estaca— que fue fiscal y después juez. Una vez nos dijo en clase que en todos sus años de ejercicio de la profesión nunca se le había presentado un caso en que todo fuera blanco y negro nada más verlo. Todos tenían diferentes tonos de gris. Había grises bastante oscuros y grises bastante claros, pero no dejaban de ser todos grises.

Bell miró hacia el pasillo, a la improvisada sala de espera que la enfermera de turno había organizado para los heridos que llegaban por accidentes de bicicleta o monopatín. Tal y como había insistido Bell, esa zona del hospital había sido desalojada.

—Pero, luego, una vez que te metías en el caso, cambiaba de color. Se volvía blanco y negro. Tanto si eras el abogado de la defensa como el de la acusación, los grises desaparecían. El lado en el que tú estabas era bueno en un cien por cien. El otro, cien por cien malo. Correcto o equivocado. Mi profesor decía que había que guardarse de eso. Que uno no debe dejar de recordarse a sí mismo que los casos son grises en realidad.

Bell vio a un camillero. El joven latino parecía inofensivo, pero el detective hizo una señal a Wilson, que le paró y comprobó su identificación. Le hizo un gesto a Bell de que todo estaba en orden.

Chrissy llevaba quince minutos en un quirófano. ¿Por qué no podía venir alguien a informar de cómo iba todo?

—Pero ¿sabes una cosa, Roland? —Continuó Grady—. Todos estos meses que han pasado desde que averiguamos que había una conspiración en Canton Falls, yo he seguido viendo el caso de Constable tan blanco y negro como al principio. Nunca lo he visto gris. Yo fui a por él con todo lo que tenía. —Soltó una risa triste. Volvió a mirar hacia el pasillo otra vez; la sonrisa se le iba desdibujando de la cara—. ¿Cuándo demonios va a venir el médico?

Volvió a bajar la cabeza.

—Pero tal vez si hubiera visto más grises, quizá si no hubiera ido a por él con toda la artillería, si me hubiera comprometido más…, puede que no hubiera contratado a Weir. Puede que no hubier… —Hizo un gesto en dirección al lugar en el que se encontraba su hija en ese momento. Se atragantó y lloró en silencio unos instantes.

—Yo creo que tu profesor estaba equivocado, Charles —dijo Bell—. Al menos, con gente como Constable. Cualquiera que haga lo que él ha hecho…, bueno, no hay gris que valga con gente así.

Grady se limpió la cara.

—Roland, ¿tus hijos… han estado en el hospital alguna vez?

Lo primero que pensó el detective fue: «le hicieron una visita a su madre cuando ya estaba en las últimas», pero no dijo nada sobre el asunto.

—Algunas veces, pero nada grave: sólo por las heridas que puede hacer una pelota en la frente o en el meñique, o las que te pueda hacer un defensa que se abalanza sobre ti armado con una de esas pelotas.

—¡Uf!, pues es algo que quita el aliento —dijo Grady. Otra mirada al pasillo desierto—. Te lo quita del todo.

Unos minutos después, el detective notó cierto movimiento en el pasillo. Un médico con una bata verde divisó a Grady y se encaminó lentamente hacia ellos.

—Charles —dijo el detective con suavidad.

Pero, aunque tenía la cabeza agachada, Grady ya estaba mirando al hombre que se acercaba.

—Blanco y negro —susurró—. ¡Dios mío! —Se levantó para recibir al médico.

*****

Lincoln Rhyme estaba mirando el cielo del atardecer por la ventana cuando sonó el teléfono.

—Mando. Contestar teléfono.

Clic.

—¿Sí?

—¿Lincoln? Soy Roland.

Mel Cooper se volvió con gravedad y le miró. Sabían que Bell estaba en el hospital con Christine Grady y su familia.

—Dilo.

—La niña está bien.

Cooper cerró los ojos un instante: si alguna vez un protestante ha estado a punto de bendecirse a sí mismo, fue en ese momento. También Rhyme sintió un profundo alivio.

—¿No había veneno?

—Nada. Sólo era caramelo. Ni una pizca de productos tóxicos.

—Entonces, eso también era una desorientación —caviló el criminalista.

—Eso parece.

—Pero ¿qué demonios significa? —dijo Rhyme en una voz apenas audible; una pregunta que, más que a Bell, iba dirigida a sí mismo.

—Para mí —propuso el detective—, que Weir nos esté señalando a Grady significa que aún va a intentar hacer algo más para ayudar a Constable a fugarse de la comisaría. Debe de estar en algún sitio en el Tribunal.

—¿Estás de camino hacia la nueva casa de los Grady?

—Sí. Toda la familia. Nos quedaremos allí hasta que atrapéis a ese tipo.

¿Hasta?

¿Qué me dices de «si»?

Después de colgar, Rhyme se alejó de la ventana y se acercó en la silla hasta la pizarra con las pruebas.

La mano es más rápida que el ojo.

Sólo que no lo es.

¿Qué tenía en mente el maestro del ilusionismo ErickWeir?

Sentía los músculos del cuello al borde de la contractura. Miró hacia la ventana otra vez mientras reflexionaba sobre el enigma al que se enfrentaban.

Hobbs Wentworth, el asesino a sueldo, estaba muerto, y Grady y su familia se encontraban a salvo. Estaba claro que Constable se había estado preparando para escapar de la sala de interrogatorios de Las Tumbas, aunque no había habido un intento manifiesto por parte de Weir para liberarle. De modo que daba la impresión de que los planes de Weir se estaban descabalando.

Pero Rhyme no podía aceptar una conclusión tan obvia. Con el supuesto atentado contra Christine Grady, Weir había hecho que apartaran su atención de las dependencias policiales, así que Rhyme se inclinaba ahora hacia la conclusión de Bell de que no tardaría en producirse otro intento de rescatar a Constable.

¿O había más cosas: tal vez un atentado para matar a Constable y evitar así que testificara?

Le consumía la frustración. Rhyme había aceptado ya hacía tiempo que en sus condiciones él nunca sería capaz de capturar a un malhechor. La contrapartida era la fortaleza de una mente inteligente. Aun así, sentado e inmóvil, desde la silla o la cama, podía al menos adelantarse a los pensamientos de los criminales a los que perseguía.

Salvo con Erick Weir, El Prestidigitador, con quien no podía. Era un hombre que había consagrado su alma al engaño.

Rhyme pensó si quedaba algo por hacer para encontrar respuestas a las preguntas imposibles que planteaba el caso.

Sachs, Sellitto y los de la Unidad de Servicios de Emergencia estaban registrando de arriba abajo el Centro de Detención y los Tribunales. Kara estaba en el Cirque Fantastique esperando a Kadesky. Thom estaba llamando a Keating y Loesser, los antiguos ayudantes del asesino, para averiguar si éste se había puesto en contacto con ellos el día anterior, o para ver si recordaban alguna información adicional que pudiera ayudarles. Un Equipo de Respuesta a Pruebas Físicas, prestado por el FBI, estaba investigando la escena del edificio de oficinas en el que Hobbs Wentworth se había pegado un tiro y, en Washington, los técnicos seguían analizando las fibras y la pintura que simulaba sangre que había encontrado Sachs en el Centro de Detención.

¿Qué más podía hacer Rhyme para saber qué tenía en mente Weir?

Sólo una cosa.

Decidió intentar algo que llevaba años sin hacer.

Rhyme comenzó a recorrer por sí mismo algunas cuadrículas. Empezó la investigación por la sangrienta escena de fuga del Centro de Detención, donde recorrió pasillos en zigzag, iluminados con luces fluorescentes color verde alga; dobló recodos desgastados por los años de roce con los carros de suministro y los pallets; entró en cuartos de servicio y de calderas… en un intento de seguir los pasos, y desentrañar los pensamientos de Erick Weir. El recorrido lo hizo, desde luego, con los ojos cerrados, y tuvo lugar exclusivamente en su mente. Aun así, no resultaba del todo extraño que participara en una persecución en vivo totalmente imaginaria, puesto que la presa a la que perseguía era un hombre «evanescente».

*****

El semáforo cambió a verde y Malerick aceleró poco a poco.

Iba pensando en Andrew Constable, un «conjurador» por derecho propio, en palabras de Jeddy Barnes. Como si fuera un mentalista, Constable podía evaluar a un hombre en cuestión de segundos y componer un semblante que le colocaba al instante en una situación cómoda y relajada, en la que era capaz de humor, inteligencia y comprensión, y de adoptar posiciones racionales y cordiales.

Hacía que los crédulos se tragaran el anzuelo.

Y había muchos, por supuesto. Se suele considerar que la gente se da cuenta de lo que lanzan en realidad grupos como la Unión Patriótica. Pero, como ya advirtió el gran empresario del gremio de Malerick, P. T. Barnum, cada minuto nace un imbécil.

Conforme avanzaba cuidadosamente entre el tráfico de la tarde del domingo, Malerick se divertía pensando en el total desconcierto que debía de estar sintiendo Constable en ese momento. Parte del plan de fuga exigía que Constable incapacitara a su abogado. Jeddy Barnes le había dicho hacía dos semanas, en el restaurante de Bedford Junction: «Bueno, señor Weir, la cosa es que Roth es judío. Andrew disfrutará mucho haciéndole daño».

«A mí me da lo mismo», había contestado Malerick. «Que lo mate, si quiere. Eso no afecta a mis planes. Lo único que yo quiero es que se ocupe de él, que le quite de en medio».

Asintiendo, Barnes había dicho: «Sospecho que van a ser buenas noticias para el señor Constable».

Se imaginaba la consternación y el miedo que irían apoderándose de Constable, allí sentado junto al cuerpo cada vez más frío de su abogado, mientras esperaba a que apareciera Weir con armas y disfraces para sacarle del edificio, algo que, por supuesto, no iba a pasar.

La puerta de la prisión se abriría y una docena de guardias se echarían sobre él y lo llevarían de nuevo a su celda. El juicio continuaría, y Andrew Constable, tan confundido como Barnes, Wentworth y todos los demás miembros de esa tribu de neandertales del norte del Estado de Nueva York, nunca sabrían cómo les habían utilizado.

Parado en otro semáforo, Malerick se preguntaba cómo se estaría desarrollando la otra desorientación que les había hecho seguir. El número de «La niña envenenada» (Malerick lo consideró melodramático, casi un tópico evidente, pero sus años de profesión le habían enseñado que el público responde a lo obvio). Desde luego, no había sido la mejor desorientación del mundo: no estaba seguro siquiera de si ya habían descubierto la jeringuilla en el Lanham. Tampoco tenía la certeza de si la niña o cualquier otra persona se habría comido el caramelo. Pero Rhyme y su gente eran tan buenos que cabía la posibilidad, suponía, de que llegaran directamente a la terrible conclusión de que se trataba de otro atentado contra la vida del fiscal y su familia. Y después averiguarían que, al final, no había veneno alguno en el caramelo.

¿Qué sacarían en claro de todo aquello?

¿Habría otro caramelo envenenado?

¿O se trataba de una desorientación, para alejarles del Centro de Detención de Manhattan, en el que tal vez Malerick estuviera planeando liberar a Constable de alguna otra manera?

En resumen: la policía estaría también flotando en un mar de dudas y sin idea de lo que estaba pasando de verdad.

Bien: pues lo que ha sucedido en los dos últimos días, Venerado Público, es una actuación sublime en la que se representa una combinación perfecta de desorientación física y psicológica.

La física, que lleva a dirigir la atención de la policía tanto hacia el apartamento de Charles Grady como al Centro de Detención.

La psicológica desvía las sospechas de lo que Malerick estaba haciendo en realidad y centrándolas en un motivo muy creíble, que Lincoln Rhyme pensaba que había descubierto: la muerte de Grady por un asesino a sueldo y la organización de la fuga de Andrew Constable. Una vez que la policía dedujera estos supuestos, sus mentes dejarían de buscar cualquier otra explicación para entender qué es lo que se traía entre manos realmente.

Lo cual no tenía absolutamente nada que ver con el caso Constable. Todas las pistas que había dejado tan a la vista (las agresiones basadas en trucos de ilusionismo en las tres primeras víctimas, representantes de ciertos aspectos del mundo del circo; el zapato con pelos de perro y estiércol que conducía a Central Park; las referencias al fuego de Ohio y la conexión con el Cirque Fantastique) habían convencido a la policía de que su intención no podía ser en realidad vengarse de Kadesky, porque era, como Lincoln Rhyme le había dicho, demasiado obvio. Tenía que estar preparando algo más.

Pero no era así.

En ese momento, vestido con el uniforme de camillero, disminuyó la velocidad de la ambulancia que iba conduciendo y pasó por la entrada de servicio de la carpa que albergaba al «Famoso en el mundo entero, Anunciado internacionalmente, Aclamado por la crítica: El Cirque Fantastique».

Aparcó debajo del andamiaje de los asientos, se bajó del vehículo y cerró la puerta. Ni los tramoyistas, ni la policía ni los muchos guardias de seguridad prestaron atención ni a la ambulancia ni a él. Tras la amenaza de bomba que había habido ese mismo día, era absolutamente normal que hubiera aparcado un vehículo de emergencias en ese lugar; absolutamente natural, como señalaría un ilusionista.

Observen, Venerado Público: he aquí su ilusionista, en el centro de la pista, aunque aún es completamente invisible.

Se trata de «El hombre evanescente», presente aunque oculto.

Nadie miró siquiera el vehículo, que no era precisamente una ambulancia corriente, sino falsa. En lugar de equipos médicos lo que había en su interior era media docena de bidones de plástico, que contenían en total más de dos mil seiscientos litros de gasolina, con un sencillo dispositivo de detonación que no tardaría en hacer que el líquido cobrara vida y se convirtiera en un torrente mortal que entraría en erupción y alcanzaría las tribunas descubiertas, la lona, las más de dos mil personas que formaban el público.

Y, entre ellas, Edward Kadesky.

¿Lo ve, señor Rhyme, lo que ya hablamos? Mis palabras eran sólo cháchara. Kadesky y el Cirque Fantastique destrozaron mi vida y mi amor, y yo voy a destruirlos. La venganza es la clave de todo esto.

Sin que nadie advirtiera su presencia, el ilusionista salió en ese momento de la carpa y se adentró en Central Park. Se quitaría el uniforme de conductor de ambulancia, se pondría otro disfraz y, amparado por la oscuridad de la noche, volvería a entrar, se convertiría, para variar, en un miembro del público y contemplaría la apoteosis final de su espectáculo desde un lugar privilegiado.