—Voy puerta por puerta, Rhyme. La última ala del sótano.
—Que se ocupe de ello la Unidad de Servicios de Emergencia. —Se dio cuenta de repente de que mientras hablaba ante el micrófono, tenía el cuello tenso, estirado hacia adelante.
—Necesitamos a todo el mundo —susurró Sachs—. Es un edificio condenadamente grande —se hallaba en ese momento en Las Tumbas, avanzando por los pasillos—. Y fantasmagórico, como la Escuela de música.
Cada vez es más misterioso…
—Algún día deberías añadir un capítulo a tu libro que trate sobre la investigación de Escenas del Crimen en lugares fantasmagóricos —bromeó, aunque estaba demasiado nerviosa para bromas—. Bueno, Rhyme, ahora voy a avanzar en silencio. Te llamaré luego.
Rhyme y Cooper volvieron a las pruebas. En el pasillo que conducía a Admisión, en Las Tumbas, Sachs había recuperado la hoja de la navaja de afeitar y algunos fragmentos de hueso de ternera y de esponja gris —que simulaban trozos de cráneo y masa cerebral—, así como muestras de la sangre falsa: sirope y colorante rojo utilizado para guisar. Weir había empleado su chaqueta o su camisa para limpiar todo lo que pudo los restos de su sangre auténtica que había en el suelo y en las esposas, pero Sachs había examinado la escena de manera tan metódica como solía hacerlo, así que había recuperado una cantidad suficiente como muestra para análisis. Weir se había llevado la llave o la ganzúa que utilizó para abrir las esposas. En la escena del pasillo no hallaron ninguna otra prueba de utilidad.
En el cuarto del conserje del piso inferior, el que Weir usó para cambiarse de ropa, se encontraron más pruebas: una bolsa de papel en la que había escondido el petardo ensangrentado, la bolsa para la sangre falsa y la ropa que llevaba puesta cuando lo atraparon en el apartamento de Grady, es decir, un traje gris, la camisa blanca con la que limpió su sangre y un par de zapatos de vestir con cordones. Cooper había encontrado suficientes pistas en tales artículos: más látex y maquillaje, trocitos de cera adhesiva de mago, rayas de tinta similares a las halladas previamente, fibras gruesas de nylon y manchas secas de sangre falsa.
Las fibras resultaron ser moqueta gris marengo. La sangre falsa era pintura. Las bases de datos a las que ellos tenían acceso no ofrecieron información sobre ninguno de los dos materiales, así que envió el análisis de la composición química y las fotografías al FBI, con una solicitud de prioridad.
Entonces, a Rhyme se le ocurrió una idea.
—Kara —llamó a la muchacha, que estaba sentada al lado de Cooper, deslizando por sus dedos una moneda de cuarto de dólar mientras miraba la imagen de una fibra en la pantalla del ordenador—. ¿Puedes ayudarnos en una cosa?
—Claro.
—¿Podrías acercarte al Cirque Fantastique y buscar a Kadesky? Cuéntale lo de la huida y pregúntale si recuerda algo más de Weir. Si había algún truco que le gustara en particular, personajes o disfraces que utilizara con más frecuencia o si repetía unos números más que otros… Cualquier cosa que nos dé una idea de qué aspecto puede tener ahora.
—Quizá tenga algunos recortes de prensa o fotografías antiguas de Weir disfrazado —propuso Kara mientras se ponía en bandolera el bolso blanco y negro.
Rhyme le dijo que era una buena idea y volvió a mirar la pizarra con las pruebas, que continuaba siendo un testimonio de las conclusiones a las que había ido llegando: cuanto más tenían, menos sabían.
*****
EL PRESTIDIGITADOR
Escena del crimen en Escuela de Música
Escena del crimen en el East Village
Rio Hudson y Escenas del Crimen relacionadas
Escena del crimen en la casa de Lincoln Rhyme
Escenas de la fuga del Centro de Detención
Perfil como ilusionista
*****
El Cirque Fantastique estaba empezando a bullir a esa hora, una antes de que comenzara la función.
Kara pasó por delante de la bandera de Arlequín y advirtió que había un coche de policía que, siguiendo órdenes de Lincoln Rhyme, permanecía allí tras los acontecimientos de esa misma tarde. Como había estado desempeñando un papel en el caso, se sintió como una camarada de los policías, así que sonrió y saludó con la mano a los agentes que, a su vez, le devolvieron el saludo a pesar de que no la conocían.
Como no había nadie aún sacando entradas, Kara deambuló por el interior y se dirigió después a los bastidores. Vio a un joven que transportaba una especie de pizarra. En el cinturón llevaba un pase de empleado, en la misma posición que el arma de Amelia.
—Disculpe —dijo Kara.
—Dígame —contestó él con un fuerte acento francés, de Francia o de Canadá.
—Estoy buscando al señor Kadesky.
—No está aquí. Yo soy uno de sus ayudantes.
—¿Dónde está?
—Aquí no. ¿Quién es usted?
—Estoy trabajando con la policía. El señor Kadesky ya ha estado con ellos antes. Quieren hacerle más preguntas.
El joven le miró el pecho, suponía (aunque no con seguridad) que para ver si llevaba alguna identificación.
—Ahá, ya veo. La policía. Bueno, pues el señor Kadesky se ha ido a cenar. No tardará en volver.
—¿Sabe dónde está cenando?
—No. Tendrá que marcharse. No puede estar aquí.
—Sólo quiero verle…
—¿Tiene entrada?
—No. Yo…
—Entonces, no puede esperar aquí. Debe irse. Él no ha dejado nada dicho sobre la policía.
—Bien, pues yo necesito verle, de verdad —insistió con decisión al apuesto joven galo de maneras frías.
—De verdad, debe irse. Puede esperarle fuera.
—Puede que no le vea entrar.
—Tendré que llamar a un agente —la amenazó con su fuerte acento—. Y lo haré…
—Voy a comprar una entrada.
—Están agotadas. E incluso si comprara una, no podría volver aquí. La acompañaré afuera.
La condujo hasta la salida principal, en la que ya estaban los porteros. Una vez fuera, Kara se detuvo y señaló a una caravana con un letrero donde se leía: «TAQUILLA».
—¿Es ahí donde se compran las entradas?
El joven hizo un gesto un poco burlón.
—Una taquilla es para eso, pero, como le he dicho, no quedan entradas. Si necesita preguntar algo al señor Kadesky, puede usted llamar a la compañía.
El joven se marchó, y Kara esperó uno o dos minutos antes de proceder a rodear la carpa y dirigirse a la entrada posterior. Sonrió al vigilante y él le devolvió la sonrisa, mirándole sólo de soslayo el cinturón, de donde en ese momento colgaba el pase del empleado francocanadiense, que ella le había birlado con la mayor facilidad mientras señalaba la taquilla y le hacía la pregunta estúpida, pero muy desorientadora, sobre las entradas.
Y ahora hay una regla que no debes olvidar, reflexionó Kara para sí: nunca folles con nadie que sepa hacer juegos de manos.
En la parte de la carpa donde estaban los bastidores, se metió el pase en un bolsillo y encontró a una empleada un poco más simpática. La mujer, Katherine Tunney, asentía amablemente mientras Kara le explicaba a qué había ido allí: le contó que se había identificado a un antiguo ilusionista perseguido por asesinato como alguien que había trabajado para el señor Kadesky hacía ya mucho tiempo. La mujer había oído hablar de los asesinatos e invitó a Kara a que esperara hasta que el productor volviera de cenar. Katherine le dio un pase para que se sentara en uno de los palcos de honor, y se fue a hacer un recado, aunque le prometió que informaría a los vigilantes para que le dijeran al señor Kadesky que fuera a verla nada más volver.
De camino hacia el palco le sonó el busca. El pitido era de urgencia.
Al ver el número no pudo evitar un grito ahogado. Se dirigió apresuradamente al grupo de cabinas de teléfono y, con mano temblorosa, marcó el número.
—Stuyvesant Manor —se oyó la voz.
—Jaynene Williams, por favor.
Una larga espera.
—¿Sí?
—Soy yo, Kara. ¿Está bien mamá?
—Sí, está bien, chiquilla. Sólo quería decirte una cosa; aunque… no te hagas ilusiones. Puede que no sea nada, pero hace unos minutos se ha despertado y ha preguntado por ti. Sabe que es domingo por la tarde y recuerda que tú sueles llegar antes.
—Pero ¿ese «por mí» se refiere a mí de verdad?
—Sí, ha dicho tu nombre auténtico. Luego, ha fruncido un poco el ceño y ha dicho: «A menos que sólo responda a ese nombre artístico absurdo que se ha puesto: Kara».
—Dios mío… ¿es posible que haya vuelto?
—A mí me reconocía y preguntó dónde estabas. Dijo que quería decirte algo.
El corazón de Kara se aceleró.
Decirme algo…
—Será mejor que te vengas por aquí pronto, cielo. Puede que dure, pero puede que no. Ya sabes cómo son estas cosas.
—Ahora mismo estoy en mitad de un asunto, Jaynene. Pero iré en cuanto pueda.
Colgaron, y Kara, desesperada, volvió a su asiento. La tensión era insoportable. En ese preciso instante tal vez su madre estuviera preguntando dónde estaba su hija. Con el ceño fruncido y decepcionada porque la muchacha no estuviera allí.
¡Por favor!, rezó sin quitarle ojo a la puerta por si entraba Kadesky.
Nada.
Hubiera deseado tener una varita mágica y poder dar un golpecito con ella en la desgastada barandilla que tenía enfrente, señalar hacia la puerta de entrada y que apareciera allí el productor.
¡Por favor!, volvió a pensar, dirigiendo la varita imaginaria hacia la puerta. Por favor…
Nada durante unos momentos. Después entraron varias figuras. Aunque ninguna de ellas era la de Kadesky.
Eran tres mujeres vestidas con trajes medievales y con unas máscaras de expresiones tristes que no se correspondían con el optimismo y el brío con el que andaban las actrices, a punto de comenzar su actuación de esa tarde.
*****
Roland Bell se encontraba en uno de los «cañones» del sur de Manhattan: en Centre Street, entre el mugriento e imponente edificio del Tribunal de lo Penal, coronado por el Puente de los Suspiros, y el anodino edificio de oficinas que había en la acera de enfrente.
Ni rastro, todavía, del Volvo de Charles Grady.
El faro volvía a dar la vuelta. ¿Dónde, dónde, dónde?
Un claxon cercano, en dirección a la entrada del puente. Un grito.
Bell se dio la vuelta y se acercó apresuradamente hacia el lugar de donde venían los sonidos al tiempo que se preguntaba: ¿Será una desorientación?
Pero no, sólo se trataba de una discusión de tráfico.
Se volvió hacia la entrada del edificio del Tribunal de lo Penal y vio a Charles Grady, paseando tranquilamente por la calle a una manzana de donde estaba él. El fiscal adjunto iba con la cabeza agachada, inmerso en sus pensamientos. El detective corrió hacia él, llamándole:
—¡Charles, agáchate! ¡Weir se ha escapado!
Grady se detuvo, con el ceño fruncido.
—¡Agáchate! —gritó Bell jadeando.
El hombre, alarmado, se acuclilló en la acera entre dos coches aparcados.
—¿Qué ha pasado? —gritó—. ¡Mi familia!
—He puesto agentes con ella —dijo el detective. A continuación, dirigiéndose a los transeúntes—: ¡Eh, ustedes! ¡Policía! ¡Despejen la calle!
La gente se dispersó al instante.
—¡Mi familia! —gritó Grady desesperado—. ¿Estás seguro?
—Se encuentran bien…
—Pero Weir…
—El disparo del Centro de Detención era falso. Se ha escapado y no anda muy lejos de aquí. Está ya en camino un furgón blindado.
Se volvió otra vez y, con los ojos entrecerrados, escudriñó a su alrededor.
Roland Bell llegó por fin a donde estaba Grady y se puso de pie a su lado, con la espalda hacia las ventanas oscuras del edificio oficial que había en la acera de enfrente.
—Tú quédate dónde estás y no te muevas, Charles —dijo Bell—. Saldremos de ésta bien parados. —Sacó su transmisor del cinturón.
*****
¿Qué era eso?
Hobbs Wentworth observó su blanco, el fiscal adjunto, que estaba agachado en la acera detrás de un hombre con una cazadora, sin duda un poli.
La retícula del objetivo de Hobbs recorría la espalda del oficial buscando infructuosamente alguna zona desprotegida del cuerpo de Grady.
El fiscal adjunto estaba abajo; el policía, arriba, de pie. A Hobbs le pareció que si disparaba a través de la parte inferior de la espalda del poli, seguramente acertaría a Grady en la parte superior del pecho, ya que éste estaba acuclillado. Pero corría el riesgo de que el disparo se desviara y Grady sólo resultara herido, puesto que se metería de inmediato debajo de un coche.
Bueno; pues tenía que hacer algo cuanto antes. El poli estaba hablando por su radiotransmisor. No tardarían en llegar cientos de ellos. ¡Vamos, tipo listo!, dijo para sí, ¿qué vas a hacer?
Allí abajo, el poli seguía mirando a su alrededor y cubriendo a Grady, que estaba acuclillado como una perra perdiguera meando.
Bueno, pues lo que iba a hacer era disparar al poli en la parte superior de la pierna, en el muslo. Así, lo más probable era que el agente se cayera de espaldas, dejando al ayudante del fiscal al descubierto. La Colt era semiautomática, de modo que podía disparar cinco veces en dos segundos. No era lo ideal, pero sí lo mejor que se le ocurría a Hobbs.
Concedería al poli uno o dos segundos más para echarse a un lado o quitarse de en medio.
Ahí estaba, con los dos ojos abiertos, el derecho clavado en la mira, pintando la espalda del detective con la retícula del objetivo, y pensando que cuando volviera a Canton Falls les contaría a los niños una historia bíblica sobre esto. Jesús representaría un papel en el que iría armado con un arco compuesto muy potente, dispuesto a tenderles una emboscada a un grupo de soldados romanos que habían estado torturando a los cristianos. Julio César estaría escondido detrás de uno de los soldados, creyéndose a salvo, pero la flecha de Jesús atravesaría al soldado y mataría a ese hijo de puta.
Una buena historia. A los críos les encantaría.
El poli estaba aún acurrucado sobre el fiscal adjunto.
Bueno, ya está, pensó Hobbs, soltando el seguro de su enorme Colt. Ya no queda tiempo. Arded en azufre, romanos, asesinos de cristianos.
Centró la cruceta en la parte posterior del muslo del agente y empezó a apretar lentamente el gatillo, pensando que lo único que lamentaba era que el oficial fuese blanco, no negro.
Pero una de las cosas que Hobbs Wentworth había aprendido en la vida era que había que enfrentarse al objetivo en el que ibas a hacer blanco tal y como se presentara.