Hobbs Wentworth no salía de Canton Falls muy a menudo.
Vestido de conserje, con un carrito en donde llevaba escobas, fregonas y sus «aparejos de pesca» (es decir, su fusil de asalto Cok AR-15 semiautomático), Hobbs Wentworth se dio cuenta de que la vida en la gran ciudad había cambiado bastante en los últimos veinte años que hacía que no había estado allí.
Y advirtió que todo lo que había oído sobre el lento cáncer que iba devorando a la raza blanca era verdad.
¡Señor que cuidas de nuestros campos, mira qué espectáculo!: había más japoneses, o chinos o lo que fueran (¿qué diferencia había?), que en Tokio. Y los hispanos estaban en todas partes en esa zona de Nueva York, como mosquitos. Y también los del turbante: no comprendía por qué no hacían una redada y los mataban a todos después de lo de las Torres Gemelas. Vio a una mujer vestida con uno de esos trajes musulmanes, toda cubierta hasta los ojos, cruzando la calle. Sintió unos deseos irresistibles de matarla, ya que tal vez ella conociera a alguien que conocía a alguien que había atentado contra su país.
También indios y paquistaníes, a quienes deberían enviar de vuelta a su casa, porque él no entendía qué coño decían, y eso sin contar que no eran cristianos.
Hobbs estaba furioso con lo que había hecho el Gobierno: abrir las fronteras y permitir que entraran todos esos animales, esquilmar el país y obligar a las personas decentes a concentrarse en pequeñas islas de seguridad, en lugares como Canton Falls, que cada día se hacían más y más pequeños.
Pero Dios le había guiñado un ojo a Hobbs Wentworth, un tipo listo, y le había concedido la bendita misión de luchar por la libertad. Porque Jeddy Barnes y sus amigos sabían que Hobbs tenía otra cualidad, aparte de enseñar la Biblia a los niños a base de historias. Él mataba a la gente. Y lo hacía muy pero que muy bien. Había veces en que su aparejo de pesca era un cuchillo Ka-Bar; otras en las que era un instrumento de hierro para estrangular; otras, la dulce Colt y otras el arco compuesto. La docena aproximadamente de misiones que había cumplido en los últimos años habían salido a la perfección. Un hispano en Massachusetts, un político izquierdista en Albany, un negro en Burlington y un médico asesino de niños en Pennsylvania.
Y ahora añadiría a la lista un fiscal adjunto.
Iba empujando el carrito por un aparcamiento subterráneo casi vacío en Centre Street, y se quedó parado en una de las puertas, esperando. Parecía un empleado desganado ante la perspectiva de comenzar su turno de noche como conserje. Pasados unos minutos, la puerta se abrió y él saludó amablemente a una mujer que salía del vestíbulo inferior, una mujer madura que llevaba un maletín y vestía vaqueros y blusa blanca. Ella le sonrió, pero cerró la puerta tras de sí con decisión y le dijo que lo sentía pero que no le podía dejar pasar, que tal y como estaba la cuestión de la seguridad debía de entenderlo.
Él dijo que desde luego, que lo entendía, y le devolvió la sonrisa.
Un minuto después, Hobbs echaba el cuerpo de la mujer, que daba sacudidas, en el carro y le quitaba la tarjeta de identificación que llevaba colgada del cuello. La pasó por el lector electrónico y la puerta se abrió.
Tomó el ascensor hasta la tercera planta, empujando el carrito delante de él, con el cuerpo de la mujer medio oculto entre bolsas de basura. Hobbs encontró la oficina que, según decidió el señor Weir, era la mejor que podían usar. Ofrecía una buena vista de la calle y, puesto que pertenecía al Departamento de Estadística sobre Autovías, no era muy probable que hubiera emergencias que precisaran la presencia de empleados en ella un domingo por la noche. La puerta estaba cerrada, pero el hombretón no tuvo más que darle una patada para entrar (el señor Weir había dicho que no había tiempo para enseñarle cómo forzar la cerradura).
Ya en el interior, Hobbs cogió el arma del carro, montó la mira y apuntó hacia la calle que había debajo. Un tiro fácil perfecto. No podía fallar.
Aunque, a decir verdad, estaba nervioso.
En realidad, lo que le preocupaba no era matar a Grady; para él ése sería un trofeo fácil, sin problemas. Lo que le preocupaba más bien era cómo escapar después. Le gustaba la vida que llevaba en Canton Falls, le gustaba contarles las historias de la Biblia a los críos, le gustaba cazar, pescar y reunirse con sus amigos, que tenían ideas afines a las suyas. Incluso se lo pasaba bien con Cindy algunas noches, siempre que hubiera la iluminación adecuada y un poco de alcohol por medio.
Pero el plan de Weir, El Hombre Mágico, había previsto su escapatoria.
Cuando Grady apareciera, Hobbs le dispararía cinco veces, una inmediatamente después de la otra, desde la ventana cerrada. La primera bala haría añicos el cristal, y tal vez se desviara, pero las demás acabarían con la vida del fiscal adjunto. A continuación, había explicado el señor Weir, Hobbs debía abrir una puerta de incendios, aunque no saldría por ella. Eso «desorientaría» a la policía, que pensaría que ésa había sido la vía de escape. En cambio, lo que debía hacer era volver al aparcamiento, poner la vieja Dodge en una plaza reservada para discapacitados y meterse en el maletero. En algún momento, seguramente esa misma noche, aunque era más probable que fuera al día siguiente, la grúa se llevaría el vehículo al depósito municipal.
A los equipos de las grúas les estaba prohibido abrir las puertas cerradas o los maleteros de los coches que retiraban, de manera que se llevarían el vehículo al depósito, pasando por las barreras correspondientes, sin advertir que en el interior iba un pasajero. Cuando resultara seguro, Hobbs abriría el maletero desde dentro y volvería a Canton Falls. En el maletero había suficiente agua y comida, además de un bote vacío por si quería orinar.
Era un plan inteligente.
Y Hobbs, como tipo listo a quien Dios había guiñado un ojo, intentaría hacerlo lo mejor posible para que tuviera éxito.
Poniendo en el punto de mira a transeúntes al azar para ir acostumbrándose al campo de matanza, Hobbs pensaba que el señor Weir debía de ofrecer unos espectáculos de magia estupendos. Se preguntaba si, una vez que todo eso hubiera pasado, podría volver a Canton Falls a ofrecer una función en la escuela dominical.
En cualquier caso, Hobbs decidió que, como mínimo, él inventaría algunas historias en las que Jesús sería un mago que utilizaba sus trucos para hacer desaparecer a los romanos y a los paganos.
*****
Sudor.
Escalofríos producidos por el sudor frío que le bajaba a Amelia Sachs por los costados y la espalda.
Escalofríos producidos también por el miedo.
Investiga a fondo…
Avanzaba por otro pasillo oscuro del edificio del Tribunal de lo Penal con la mano en el arma.
… pero cúbrete las espaldas.
Lo procuraré, Rhyme, lo procuraré. Me encantaría. Pero ¿cúbretelas de quién? ¿De un hombre de cara delgada y unos cincuenta años, que puede llevar barba o no? ¿De una ancianita con el uniforme de una camarera de una cafetería? ¿De un obrero, un guardia del Departamento de Correctivos, un conserje poli, médico, un cocinero, un bombero, una enfermera? Cualquiera de las docenas de personas que estaban allí legítimamente en domingo.
¿Quién, quién, quién?
Oyó que su radio se activaba. Era Sellitto.
—Estoy en la tercera planta, Amelia. Nada.
—Yo estoy en el sótano. He visto a una docena de personas y todas las tarjetas de identificación coincidían, pero, joder, quién sabe si ha estado semanas planeando esto y lleva una placa falsa.
—Voy a subir a la cuarta.
Finalizaron la transmisión y ella prosiguió la búsqueda. Más pasillos. Docenas de puertas. Todas cerradas.
Pero, por supuesto, esas sencillas cerraduras no significaban nada para él. Podía abrir una cualquiera en pocos segundos y esconderse en un almacén oscuro. Podía colarse en el despacho de un juez y quedarse allí escondido hasta el lunes. Podía deslizarse por una de las rejillas con candado que conducían a los túneles por donde iban las conducciones de gas, electricidad y demás servicios, que además le darían acceso a la mitad de los edificios del centro de Manhattan, así como al metro.
Dobló un recodo y siguió avanzando por otro oscuro pasillo. Iba comprobando los pomos de las puertas por las que pasaba, y encontró una abierta.
Si él estaba en ese cuarto, la habría oído, por el clic del picaporte más que por las pisadas, así que lo mejor sería entrar lo más rápidamente posible. Empujó la puerta, que se abría hacia adentro, y alumbró con la linterna, lista para saltar hacia su izquierda si veía un arma que apuntara hacia ella (recordaba que los tiradores diestros tienden a desviar el arma hacia la izquierda en el caos de un tiroteo, lo cual envía la bala hacia la derecha del blanco).
Con las rodillas artríticas gritando por la postura que mantenía, ligeramente acuclillada, Sachs recorrió el cuarto con el rayo de luz halógena. Unas cuantas cajas y archivadores. Nada más. Pero, según se volvía para marcharse, recordó que él se había escondido empleando simplemente un trapo negro. Volvió a mirar el cuarto con más detenimiento, explorando con la linterna.
Conforme lo hacía, sintió que le tocaban en el cuello.
Un grito ahogado y se dio la vuelta de inmediato, con el arma bien alta, apuntando al centro de la telaraña llena de polvo que le había acariciado la piel.
De vuelta al pasillo.
Más puertas cerradas. Más callejones sin salida.
Pasos que se acercaban. Se cruzó con un hombre calvo, de unos sesenta años, vestido con el uniforme de guardia y con su correspondiente tarjeta de identificación. La saludó con un gesto al pasar. Era más alto que Weir, así que le dejó pasar, apenas devolviéndole la mirada.
Pero acto seguido pensó que debería de haber algún modo de que un transformista cambiara de estatura.
Se volvió con toda rapidez.
El hombre ya no estaba; sólo vio el pasillo vacío. O un pasillo en apariencia vacío. Recordó de nuevo la seda bajo la que se había escondido El Prestidigitador para matar a Svetlana Rasnikov, el espejo para matar a Tony Calvert. Con el cuerpo hecho un nudo por la tensión, desenfundó el arma y se dirigió hacia donde el guardia —el guardia en apariencia— había desaparecido.
*****
¿Dónde? ¿Dónde estaba Weir?
Avanzando deprisa por Centre Street, Roland Bell estudiaba el paisaje que tenía delante. Coches, camiones, vendedores de perritos calientes ante las humeantes planchas metálicas de sus carros, jóvenes que habían estado trabajando en sus oficinas de asesoría jurídica o sus bancos de inversión, otros un poco alegres ya por las jarras de cerveza que se estaban tomando en South Street Seaport, personas paseando a sus perros, gente de compras, docenas de ciudadanos de Manhattan que se echaban a la calle en días hermosos y en días grises, simplemente porque la energía de la ciudad les arrastraba a salir.
¿Dónde?
Bell solía pensar a menudo que la vida era como «clavar un clavo» (tirar, en su lengua vernácula). El había crecido en la zona de Albemarle Sound, en Carolina del Norte, donde las armas eran una necesidad, no un fetiche, y a él le habían enseñado a respetarlas. Eso requería, en parte, concentración. Incluso los disparos sencillos, como a un blanco de papel, a una serpiente o víbora, o a un ciervo, podían desviarse y resultar peligrosos si uno no estaba centrado en el objetivo.
Bueno; así era la vida. Y Bell sabía que fuera lo que fuera lo que estuviese pasando en ese momento en Las Tumbas, él tenía que mantenerse centrado en una sola tarea: proteger a Charles Grady.
Recibió una llamada de Amelia Sachs, quien le informó de que estaba comprobando a todo ser humano con el que se encontraba en el edificio del Tribunal de lo Penal, de cualquier edad, raza o estatura (acababa de encontrarse con un guardia, al que había solicitado la tarjeta de identificación, calvo, mucho más alto que Weir y con un aspecto completamente distinto al del asesino, y que había logrado pasar la inspección sólo porque resultaba que había conocido al padre de Amelia). Sachs había terminado un ala del sótano y se disponía a empezar con la otra.
Los equipos, a las órdenes de Sellitto y Bo Haumann, estaban registrando aún las plantas superiores del edificio. Por extraño que pareciera, a la búsqueda se había unido nada menos que el mismísimo Andrew Constable, que estaba intentando descubrir pistas que le condujeran a Weir en el norte del Estado de Nueva York. Eso sí que sería una buena, pensó Bell…, que resultara que el hombre acusado de intento de asesinato, para empezar, fuera el que averiguara el paradero del sospechoso verdadero.
Iba mirando el interior de los coches por los que pasaba, miraba los camiones que había en la calzada, los callejones…, con las armas listas, aunque sin desenfundar. Bell había decidido que lo más lógico para ellos sería atacar a Grady antes de que entrara en el edificio, en la calle, donde las posibilidades de escapar con vida eran mayores. Dudaba de que fueran tipos suicidas: no se ajustaba al perfil. El asesino dispararía a Grady en el recorrido que éste hiciera desde que aparcara y saliera de su coche hasta que pasara bajo las puertas inmensas del mugriento edificio del Tribunal de lo Penal. Un disparo fácil, ya que era casi imposible cubrirse en esa zona.
¿Dónde estaba Weir?
E, igualmente importante, ¿dónde estaba Grady?
Su mujer dijo que se había llevado el coche particular, no el oficial. Bell había dispuesto un localizador de vehículos de emergencia para encontrar el Volvo del ayudante del fiscal, pero nadie había dado con él.
Bell se volvió lentamente, analizando la escena, dando vueltas como un faro. Levantó la vista hacia el edificio de la acera de enfrente, un edificio oficial, nuevo, con docenas de ventanas que daban a Centre Street. Bell había participado en un episodio breve con rehenes en ese mismo edificio, y sabía que a aquellas horas de un domingo estaría prácticamente desierto. Un lugar perfecto para esconderse y esperar a Grady.
Pero también la calle era una excelente posición estratégica, por ejemplo, para aproximarse a él en otro coche.
¿Dónde?, ¿dónde?
Roland Bell recordó una ocasión en que se había ido de caza con su padre a un pantano en Carolina del Sur, el Great Dismal Swamp. Un oso se abalanzó sobre ellos y el disparo de su padre no logró más que rozar al animal, que desapareció en la espesura. Su padre suspiró y dijo: «Tenemos que ir por él. Nunca dejes a un animal herido».
«Pero él ha intentado atacarnos», había protestado el chaval.
«Bueno, hijo, pero somos nosotros los que hemos entrado en su mundo. Él no se ha metido en el nuestro. Pero no se trata de aquí o allá; no es cuestión de que sea justo o no, sino de que tenemos que encontrarle aunque nos lleve todo el día. No está bien dejarlo así, no es humano, y ahora es el doble de peligroso si se cruza con alguien».
Mirando a su alrededor, hacia la maraña de matorrales, juncos, hierbas pantanosas y pinos, que se extendía kilómetros y kilómetros, el joven Roland dijo: «Pero puede haberse ido a cualquier sitio, papá».
Su padre se rió con tristeza. «Ah, no te preocupes sobre si le encontraremos o no. Él nos encontrará. No despegues el pulgar del seguro, hijo. Puede que tengas que disparar de repente. ¿Qué te parece, te gusta?».
«Sí, señor, me gusta».
Bell volvió a recorrer con la mirada las furgonetas, los callejones cercanos, los edificios próximos al del Tribunal de lo Penal, los contiguos y los que había en la acera de enfrente.
Nada.
Ni rastro de Charles Grady.
Ni rastro de Erick Weir. Y ni rastro de ninguno de los compinches del asesino.
Bell dio unos golpecitos en la culata de su arma.
Ah, no te preocupes sobre si le encontraremos o no. Él nos encontrará…