Capítulo 37

Según avanzaba con cautela por el sótano del Centro de Detención de Manhattan, Malerick iba reflexionando sobre su fuga mientras ofrecía un monólogo silencioso a su venerado público.

Permítanme compartir con ustedes un truco de los ilusionistas.

Para engañar de verdad a la gente no basta con desorientarles durante el truco. El motivo estriba en que, ante un fenómeno que desafía a la lógica, el cerebro humano sigue representando la escena posteriormente para tratar de comprender lo sucedido. Nosotros, los ilusionistas, lo llamamos «reconstrucción», y salvo que efectuemos el truco de manera inteligente, un público listo y suspicaz resultará engañado sólo por un tiempo; una vez finalizada la función, descubrirá el método que hemos empleado.

Así pues, ¿cómo engañamos a públicos de ese tipo?

Utilizamos el método más inverosímil posible, además de ridículamente sencillo o abrumadoramente complejo.

He aquí un ejemplo: un famoso ilusionista simula que traspasa un pañuelo con una pluma de pavo real entera. Es raro que el público pueda imaginar qué tipo de sortilegio realiza el artista para que parezca verdad lo que hace. ¿Cuál es el método?

Que en realidad traspasa el pañuelo. ¡El pañuelo tiene un agujero! El público piensa en esta posibilidad en un principio, pero invariablemente decide que es demasiado simple para un mago tan extraordinario. Tiende a pensar que lo que está haciendo es mucho más complicado.

Otro: un ilusionista está cenando con unos amigos en un restaurante y alguien le pide que les haga algunos trucos. Al principio se niega pero luego accede. Coge un mantel, lo extiende delante de una mesa cercana, cubriendo a una pareja de novios que había cenando y, en un segundo, hace que desaparezcan la pareja y la mesa. Los amigos se quedan atónitos. ¿Cómo lo ha hecho? Nunca se les ocurrió que, en previsión de que se le pidiera que actuara, el ilusionista había acordado con el maître que hubiera preparada una mesa plegable, y además contrató a dos actores para que hicieran el papel de pareja. Cuando el ilusionista levantó el mantel, ellos acababan de desaparecer en ese preciso instante.

Al reconstruir lo que acababan de ver, los comensales rechazaron la respuesta verdadera por demasiado improbable para una actuación tan aparentemente improvisada como ésta.

Y esto es lo que ha ocurrido con el acto de ilusionismo que acaban de presenciar, lo que yo llamo «El prisionero disparado».

Reconstrucción. Muchos ilusionistas pasan por alto este proceso psicológico. Pero a Malerick no se le olvidaba nunca, y lo tuvo en cuenta minuciosamente al planear su huida del Centro de Detención. Los oficiales que le escoltaban por el pasillo que conducía al calabozo creyeron ver que el detenido se liberaba de las esposas, se hacía con un arma y acababa recibiendo un disparo que terminaba con su vida justo delante de ellos.

Hubo sorpresa, hubo consternación, hubo horror.

Pero incluso en momentos clave como esos, la mente hace lo que debe hacer, y antes de que el humo se desvaneciera, los oficiales ya estaban analizando los acontecimientos, considerando las diferentes opciones y medidas que debían adoptarse. Como cualquier otro público, se entregaron a la reconstrucción y, como sabían que Erick Weir era un experto ilusionista, se preguntaron sin duda si el disparo había sido falso.

Pero ellos habían oído con sus propios oídos que una pistola de verdad disparaba una bala de verdad.

Y habían visto con sus propios ojos que la cabeza explotaba con el impacto y, un momento después, un cuerpo inerte y sin vida, sangre, cerebro, hueso y unos ojos vidriosos.

La reconstrucción les hizo llegar a la conclusión de que era demasiado inverosímil que un hombre llegara tan lejos para fingir un disparo. Así que, confiados en que estaba muerto, le dejaron solo y sin esposar en el pasillo mientras ellos se iban frenéticos a hacer sus llamadas por radio o por teléfono.

¿Y mi método, Venerado Público?

Conforme avanzaban por el pasillo, Malerick se quitó la tirita que llevaba en la cadera y sacó una llave universal para esposas de un pequeño corte que se había hecho en la piel. Una vez liberado de las esposas, golpeó a la oficial en la cara y a su compañero en la garganta, y sacó el arma de la funda. Un forcejeo… y, finalmente, él apuntó con el arma detrás de su cabeza y apretó el gatillo. Al mismo tiempo, dio un golpecito en el circuito de activación de un petardo diminuto que se había pegado con cinta adhesiva al cuero cabelludo y que quedaba oculto por el pelo, y que hizo que explotara una pequeña bolsa con sangre falsa, trocitos de goma gris y fragmentos de hueso de ternera. Para aumentar la credibilidad del número, había usado una hoja de navaja de afeitar, oculta en la cadera con la llave, para cortarse el cuero cabelludo, una zona del cuerpo que sangra profusamente sin causar mucho dolor.

Luego, se quedó tendido como un muñeco de trapo, respirando lo más superficialmente que pudo. Mantenía los ojos abiertos, ya que se había echado un colirio muy viscoso que producía un aspecto lechoso y le ayudaba no parpadear.

¡Maldita sea mi estampa! ¿Qué he hecho? ¡Joder…! ¡Ayúdenle, que venga alguien a ayudarle!

¡Ah, oficial Welles!, ya era demasiado tarde para ayudarme.

Estaba tan muerto como un gato en mitad de una autopista.

En ese momento avanzaba por los sinuosos pasillos de los sótanos interconectados de los edificios gubernamentales, hasta que llegó al almacén de suministros, en el que había escondido hacía unos cuantos días un nuevo disfraz. En el interior del cuartito se quitó la ropa y escondió detrás de unas cajas el vendaje, la ropa que acababa de quitarse y los zapatos. Se puso el disfraz y se maquilló, de forma que en menos de diez segundos ya estaba en su nuevo papel.

Un vistazo antes de salir del cuarto. El pasillo estaba vacío. Salió y fue apresuradamente hacia la escalera. Ya casi era la hora de la apoteosis final.

*****

—Fue una escapatoria —dijo Kara.

Hacía unos minutos que se habían llevado rápidamente a la joven otra vez a la casa de Rhyme desde Stuyvesant Manor.

—¿Una escapatoria? —preguntó el criminalista—. ¿En qué sentido?

—Es un plan alternativo. Todos los buenos ilusionistas tienen uno o dos actos de reserva para cada número. Si metes la pata o el público te descubre, tienes que tener preparado un plan de escapatoria para salvar el truco. Él debió de pensar que cabía la posibilidad de que le cogieran, así que pergeñó una escapatoria que le permitiera huir.

—¿Cómo lo hizo?

—Tenía un petardo escondido en el pelo, debajo de una bolsa con sangre. ¿El disparo? Pudo ser un arma falsa —sugirió—. Se emplean en la mayoría de los trucos con bala. Tienen un segundo cañón. O son armas de verdad cargadas con balas de fogueo. Debió de intercambiar las pistolas entre él y la oficial que le llevó a la celda.

—Lo dudo —dijo Rhyme mirando a Sellitto.

—Sí —aceptó el arrugado detective—. Yo tampoco creo que pudiera cambiar una pipa reglamentaria. Ni descargarla y volver a cargarla con balas de mentira.

—Bueno, pudo fingir que se disparaba a sí mismo —admitió Kara—. Haber jugado con el ángulo visual.

—¿Y qué pasa con los ojos? —preguntó Rhyme—. Los testigos afirman que los tenía abiertos, que no parpadeaba. Y parecían vidriosos.

—Hay docenas de artilugios para que un hombre finja estar muerto. Pudo haber empleado un colirio que lubrica la superficie. Te permite mantener los ojos abiertos durante diez o quince minutos. Y hay también lentillas autolubricantes. Dan a los ojos un aspecto vidrioso y uno parece un zombie.

Zombies y sangre falsa… ¡Cielo santo!, vaya lío.

—¿Y cómo logró pasar por el maldito detector de metales?

—Aún no estaban en la zona de seguridad —explicó Sellitto—. Iban de camino hacia allí.

Rhyme suspiró y luego soltó:

—¿Dónde demonios están las pruebas? —Recorrió la mirada desde la puerta hasta Mel Cooper, como si el delgado técnico pudiera hacer aparecer a su antojo el paquete del Centro de Detención. Resultó que había dos Escenas del Crimen: una era el pasillo donde había tenido lugar el falso disparo. La otra estaba en el sótano del Tribunal: en el cuarto del conserje. Uno de los equipos de investigación había encontrado allí, escondido en una bolsa, el esparadrapo, la ropa y algunas otras cosas.

Se oyó el timbre de la puerta y Thom acudió a abrirla. Un momento después entraba apresuradamente al laboratorio Roland Bell.

—No puedo creérmelo —dijo, sin aliento; una mata de pelo sudoroso le caía por la frente—. ¿Está confirmado? ¿Se ha escapado?

—Desde luego —respondió Rhyme sombríamente—. La Unidad de Servicios de Emergencia está barriendo la zona. Amelia está allí también. Pero no han encontrado ninguna pista.

—Puede que esté ya en el quinto pino —masculló Bell con su acento característico—, pero pienso que ya es hora de que nos llevemos a Charles y a su familia a un lugar seguro hasta que sepamos a qué atenernos.

—Completamente de acuerdo —dijo Sellitto.

El detective sacó su teléfono móvil e hizo una llamada.

—¿Luis? Soy Roland. Escucha, Weir se ha escapado… No, no, no estaba muerto en absoluto. Fue todo una farsa. Quiero que lleves a Grady y a su familia a un piso franco hasta que hayamos atrapado al tipo. Voy a enviar un… ¿Cómo?

Al oír esta palabra de sorpresa la atención de todo el mundo se dirigió hacia Bell.

—¿Y quién está con él?… ¿Solo? ¿Pero qué me estás diciendo?

Rhyme estaba mirando la cara de Bell, con un gesto oscuro y críptico en su semblante, de natural displicente. De nuevo, como había pasado en aquel caso con bastante frecuencia, Rhyme tuvo la sensación de que nuevos acontecimientos que parecían imprevisibles, aunque habían sido planeados hacía tiempo, estaban empezando a salir a la luz.

Bell se volvió hacia Sellitto.

—Luis dice que tú has llamado y dado orden de que le retiren la escolta.

—¿Llamado a quién?

—A la casa de Grady. Que tú le has dicho a Luis que se quede él pero que mande a los demás a casa.

—¿Y por qué iba a hacer yo eso? —preguntó Sellitto—. ¡Joder, lo ha vuelto a hacer! Como con los guardias del circo, que también los mandó para casa.

—Esto se está poniendo peor —dijo Bell dirigiéndose a todo el equipo—. Grady está de camino al Centro, y va solo. Allí se va a reunir con Constable para no sé qué negociación entre el fiscal y la defensa —le explicó después, dirigiéndose al teléfono, dijo—: Luis, procura que todos los miembros de la familia estén juntos. Y llama al resto de los escoltas y diles que vuelvan de inmediato. No permitas que nadie entre en el apartamento, a menos que le conozcas. Intentaré localizar a Charles. —Colgó y marcó otro número. Se quedó escuchando un buen rato—. No contestan. —Dejó un mensaje—. Charles, soy Roland. Weir se ha escapado y no sabemos dónde está ni lo que está tramando. En cuando oigas esto, busca un oficial armado al que conozcas personalmente y no te separes de él, y luego llámame.

Le dio el número y acto seguido hizo otra llamada, esta vez a Bo Haumann, jefe de los Servicios de Emergencia. Le avisó de que Grady se dirigía hacia el Centro de Detención sin protección alguna.

El hombre con dos pistolas colgó y negó con la cabeza.

—Ésta sí que se me ha escapado —se quedó mirando la pizarra de las pruebas—. Entonces, ¿qué estará tramando nuestro hombre?

—Lo que sí sé es que no se ha ido de la ciudad, que se lo está pasando bien aquí —dijo Rhyme.

Lo único que ha significado algo para mí en la vida es actuar. El ilusionismo, la magia…

*****

—Gracias señor, gracias.

El guardia se quedó algo confuso ante las delicadas palabras que le dirigía el hombre —Andrew Constable— al que estaba conduciendo a la sala de interrogatorios, por encima de Las Tumbas, en el sur de Manhattan.

El detenido sonreía como lo haría un predicador al agradecer las limosnas a sus feligreses.

Constable venía con las manos esposadas a la espalda, y el guardia se las cambió al frente.

—¿Ha venido ya el señor Roth, señor?

—Siéntese y cállese.

—No tema… —Constable se sentó.

—Cállese.

Eso también lo hizo.

El guardia salió y, solo en el cuarto, el detenido miró la ciudad por la grasienta ventana. Aunque era un hombre del campo hasta la médula, sabía apreciar Nueva York. El once de septiembre le dejó atónito e iracundo hasta decir basta. Si a él y a la Unión Patriótica les hubieran dejado actuar a su albedrío, aquel suceso no habría ocurrido nunca, ya que la gente que deseaba acabar con el estilo de vida americano habría sido arrancada de raíz y desenmascarada.

Preguntas comprometidas…

Un momento después se abrió la pesada puerta de metal y el guardia dejó pasar a Joseph Roth.

—¿Qué hay, Joe? ¿Ha accedido Grady a la negociación?

—Sí. Llegará dentro de unos diez minutos, supongo. Aunque va a necesitar que le digas algo sustancioso, Andrew.

—No te preocupes que se lo diré —suspiró—. Me he enterado de más cosas desde que hablé contigo la última vez. Te diré, Joseph, que estoy muy afectado por lo que ha ocurrido en Canton Falls. Y ha estado pasando delante de mis narices un año o así. La historia a la que Grady no hacía más que referirse, sobre matar a esos federales, ¿recuerdas…? Yo pensé que eran bobadas, pero no; había unos tipos que lo estaban planeando de verdad.

—¿Tienes nombres?

—Descuida, que los tengo. Amigos míos, buenos amigos. Al menos lo eran. ¿Y qué me dices del almuerzo en el Riverside Inn? Algunos de ellos contrataron a Weir para que matara a Grady. Tengo los nombres, las fechas, los lugares, los números de teléfono. Y voy a tener más cosas. Hay muchísimos patriotas que van a cooperar incondicionalmente, no te preocupes.

—Eso está bien —dijo Roth, que pareció aliviado ante esas palabras—. Será difícil al principio negociar con Grady. Es su estilo. Pero creo que las cosas van a salir bien.

—Gracias, Joe. —Constable miró fijamente a su abogado—. Me alegro de haberte contratado.

—Debo decirte, Andrew, que al principio me sorprendió un poco que contrataras a un abogado judío; ya sabes, por lo que se dice de ti…

—Pero luego me has conocido.

—Luego te he conocido.

—Eso me recuerda, Joe, que hay algo que he querido preguntarte… ¿cuándo es la Pascua?

—¿Cómo?

—Esa fiesta que tenéis vosotros, ¿cuándo es?

—Fue hace un mes, más o menos. ¿Te acuerdas de una noche que yo me fui pronto?

—Sí —asintió—. ¿Y qué conmemora la Pascua?

—Que cuando mataron a los primogénitos de los egipcios, Dios pasó por alto las casas de los judíos, así que perdonó a sus hijos.

—¡Ah!, pensé que era algo que tenía que ver con el paso del Mar Rojo.

—Bueno, podría ser, pero no —se rió Roth.

—De todas formas, discúlpame por no haberte felicitado la fiesta entonces.

—Te lo agradezco, Andrew. —Le miró a los ojos—. Si las cosas salen como espero que salgan, tal vez tú y tu mujer podríais venir a nuestro Seder[26] el año que viene. Es una cena, una celebración. Vienen como quince personas, no todas judías. Lo pasamos bien.

—Puedes considerar aceptada la invitación. —Los hombres se estrecharon la mano—. Un incentivo más para sacarme de aquí. Así que, pongámonos a trabajar. Infórmame otra vez sobre los cargos y sobre lo que tú crees que Grady aceptará.

Constable se estiró. Era agradable tener las manos por delante y las piernas sin grilletes. Tan bien se sentía, de hecho, que le pareció gracioso oír leer a su abogado la lista de razones por las que la gente del Estado de Nueva York consideraba que debía ser apartado de la sociedad. Pero el monólogo fue interrumpido un momento después, cuando se acercó el guardia a la puerta. Indicó a Roth con un gesto que saliera.

Al volver, la cara del abogado reflejaba preocupación.

—Se supone que tenemos que quedarnos aquí sentaditos esperando todavía un rato. Weir se ha escapado.

—¡No! ¿Está a salvo Grady?

—No lo sé. Supongo que tendrá guardaespaldas que le protejan.

El detenido suspiró, indignado.

—¿Sabes quién va a cargar con la culpa al final? Yo. Ya basta, yo estoy harto y cansado de toda esta basura. Voy a enterarme de dónde está Weir y lo que pretende.

—¿Tú?, ¿cómo?

—Pondré a toda la gente que pueda reunir en Canton Falls a seguirle la pista a Jeddy Barnes. Tal vez puedan convencerle de que nos diga dónde está Weir y lo que está haciendo.

—Espera, Andrew —dijo Roth, inquieto—. No harán nada que no sea legal, ¿eh?

—No, me aseguraré de ello.

—Seguro que Grady lo agradecerá.

—Entre tú y yo, Joe, a mí Grady me importa un bledo. Esto lo hago por mí. Si les entrego a Weir y les sirvo la cabeza de Jeddy en bandeja, tal vez todo el mundo crea que estoy intentando ir por el buen camino. Ahora, hagamos algunas llamadas de teléfono y vayamos al fondo de todo este lío.