—¡Tendrías que haberlo visto, mamá! Creo que les volví locos.
Kara estaba sentada en el borde de la silla, meciendo la taza tibia de Starbucks entre las manos: el calor del cartón se correspondía perfectamente con la temperatura de la piel humana, la de su madre, por ejemplo, aún rosada, aún tersa.
—El escenario fue sólo mío durante cuarenta y cinco minutos, ¿qué te parece?
—¿Qué…?
Esa palabra no formaba parte de un diálogo imaginario. La mujer estaba despierta y había hecho la pregunta con una voz firme.
Qué.
Aunque Kara no tenía ni idea de lo que su madre quería decir.
Podía ser: ¿Qué acabas de decir?
O bien: ¿Qué haces aquí tú? ¿Por qué has entrado en mi habitación y estás ahí sentada como si nos conociéramos?
O bien: Oí la palabra «qué» una vez, pero no sé lo que significa y no me atrevo a preguntar. Es importante, ya lo sé, pero no me acuerdo. Qué, qué, qué…
Entonces, su madre miró por la ventana, a la hiedra trepadora, y dijo:
—Todo ha salido de maravilla. Nos salió muy bien.
Kara sabía que sería frustrante intentar mantener una conversación con ella cuando estaba en ese estado mental. Ninguna frase tendría conexión con la anterior. Había veces que incluso perdía el hilo en mitad de una frase y su voz se perdía en un silencio de confusión.
Así que Kara se limitó a divagar sobre la actuación de Las metamorfosis que acababa de ofrecer. Y, a continuación, con mayor entusiasmo incluso, le contó a su madre que había ayudado a la policía a atrapar a un asesino.
Por un momento la madre arqueó la ceja, como si hubiera comprendido, y a Kara se le aceleró el corazón. Se inclinó hacia adelante y dijo:
—He encontrado la lata. Pensé que nunca la encontraría.
La cabeza volvió a la almohada.
Kara cerró los puños con fuerza, comenzó a respirar más deprisa.
—Soy yo, mamá, yo, «Su Real Descendiente». ¿No me ves?
—¿Qué…?
¡Maldita sea!, dijo para sí Kara, enfurecida, dirigiéndose al demonio que había poseído a la pobre mujer, tapándole el alma. ¡Déjala en paz!, ¡devuélvemela!
—¡Eh, hola! —dijo desde la puerta una voz de mujer que sobresaltó a Kara. Antes de volver la cabeza se limpió varias lágrimas de la mejilla, tan sutilmente como si estuviera realizando un pase de torniquete.
—¡Hola! —le dijo a Amelia Sachs—. Me has encontrado.
—Soy poli; a eso nos dedicamos. —Entró en la habitación con dos tazas de Starbucks. Vio la que Kara tenía en la mano—. Lo siento: un regalo repetido.
Kara apartó bruscamente la que tenía en la mano (tirándola casi) y cogió la que le ofrecía Sachs con un gesto de gratitud.
—La cafeína nunca se desperdicia si yo ando cerca. —Comenzó a dar sorbos—. Gracias. ¿Os habéis divertido?
—Desde luego. Esa mujer, Jaynene, es graciosísima. Thom se ha enamorado de ella. Y consiguió hacer reír a Lincoln.
—Tiene ese don con la gente. Y es una persona estupenda.
—Balzac se apoderó de ti rápidamente al acabar el espectáculo. Yo quería haberte dado las gracias otra vez y decirte que deberías pasarnos una factura por el tiempo que nos has dedicado.
—Ni hablar. Gracias a vosotros, ahora conozco el café cubano. Eso ya salda todas las cuentas.
—No, cóbranos algo. Envíame la factura a mí y yo te garantizo que la pasaré a la Central.
—He desempeñado un papel en el caso —dijo Kara—. Ya tengo algo que contarles a mis nietos… ¡Oye!, tengo libre el resto de la noche. El señor Balzac se ha marchado con su amigo. Y pensaba ir a reunirme con algunos amigos al Soho, ¿te vienes?
—Claro —dijo la agente—. Podríamos… —Levantó la vista por encima del hombro de Kara—. ¡Hola!
Kara volvió la cabeza y vio a su madre, que miraba con curiosidad a la oficial. Analizó esa mirada y dijo:
—Ahora mismo no está realmente con nosotras.
—Fue en el verano —dijo la anciana—. En junio, estoy prácticamente segura. —Cerró los ojos y se recostó.
—¿Se encuentra bien?
—Es algo pasajero. Volverá pronto. La mente se le vuelve un poco rara a veces —Kara le acarició el brazo a su madre y luego le preguntó a Sachs—: ¿Y tus padres?
—Te resultará familiar, presiento. Mi padre murió. Mi madre vive cerca de mi casa, en Brooklyn. Peligrosamente cerca, pero hemos llegado a un… acuerdo.
Kara sabía que esos acuerdos entre madre e hija podrían ser tan complejos como un tratado internacional, así que no le pidió a Amelia que entrara en detalles, al menos por el momento. Ya tendrían tiempo en el futuro.
Un pitido penetrante inundó la habitación, y ambas mujeres se echaron mano al cinturón para coger sus buscas. Ganó Amelia.
—Apagué el móvil al entrar aquí porque había un letrero en la entrada que decía que no se pueden usar. ¿Te importa? —señaló con un gesto al teléfono que había sobre la mesa.
—No, adelante.
Cogió el auricular y marcó. Kara se levantó para estirar las mantas de la cama de su madre.
—¿Te acuerdas de la pensión en la que nos quedamos en Warwick, mamá?, ¿cerca del castillo?
¿Te acuerdas? ¡Dime que te acuerdas!
—¿Rhyme? Soy yo —se oyó decir a Amelia.
Kara interrumpió su monólogo unos segundos más tarde, cuando oyó que la oficial preguntaba secamente:
—¿Qué? ¿Cuándo?
Kara frunció el ceño y se volvió hacia la agente. Amelia estaba mirándola y hacía un gesto negativo con la cabeza.
—Iré enseguida para allá… Estoy con ella ahora. Se lo diré. —Colgó el teléfono.
—¿Qué pasa? —preguntó Kara.
—Creo que no podré ir a conocer a tus amigos… Debimos olvidarnos de una ganzúa o una llave. Weir se soltó de las esposas en el Centro de Detención e intentó hacerse con el arma de un agente. Lo han matado.
—¡Oh, Dios mío!
Amelia se dirigió a la puerta.
—Tengo que hacerme cargo de esa escena. —Se detuvo y miró a Kara—. ¿Sabes?, a mí me preocupaba tenerlo bajo custodia durante el proceso. Era un hombre demasiado escurridizo. Pero supongo que a veces se hace justicia. ¡Ah!, y respecto a la factura, lo que pensaras cargar, ponle el doble.
*****
—Constable tiene cierta información —dijo con resolución una voz de hombre.
—Ha estado jugando a los detectives, ¿no? —le preguntó Charles Grady al abogado irónicamente.
Irónicamente, no sarcásticamente. El fiscal adjunto no tenía nada contra Joseph Roth que, aunque representaba a la escoria, era un abogado defensor que se las arreglaba para pasar por encima del rastro cenagoso que dejaban sus clientes y que trataba a los fiscales y a los policías con franqueza y respeto. Grady le correspondía.
—Sí, sí que ha estado. Ha hecho algunas llamadas a Canton Falls y ha asustado a un par de tipos de la Unión Patriótica. Hicieron comprobaciones, y parece que algunos de los antiguos miembros se han vuelto unos granujas.
—¿Quiénes? ¿Barnes? ¿Stemple?
—No hemos profundizado. Lo único que sé es que él está muy disgustado. No hacía más que decir: «Judas, Judas, Judas», una y otra vez.
Lo cual no logró despertar mucha compasión en Grady. Como decía el refrán, dos que duermen en el mismo colchón… Le dijo al abogado:
—Él sabe que yo no voy a permitir que salga impune.
—Y lo comprende, Charles.
—¿Sabes que Weir ha muerto?
—Sí… Debo decirte que Andrew se alegró al enterarse. Yo creo realmente que él no tuvo nada que ver en el intento de matarte, Charles.
Grady no estaba interesado en absoluto en las opiniones de los abogados defensores, ni siquiera en las de los honestos, como Roth.
—¿Y tiene información fiable?
—La tiene, sí.
Grady le creyó. Roth era un hombre a quien no se podía engañar fácilmente; si él pensaba que Constable iba a delatar a algunos de los suyos, es que iba a pasar. El éxito que fuera a tener el caso al final era otra cosa, desde luego. Pero si Constable proporcionaba información relevante, y si los federales hacían un trabajo medianamente decente con la investigación y el arresto, él estaba seguro de que encerraría a los malhechores. Grady se aseguraría también de que la investigación forense la supervisara Rhyme.
Los sentimientos del fiscal respecto a la muerte de Weir eran confusos. Mientras que en público había expresado su preocupación porque le hubieran disparado y había prometido que se llevaría a cabo una investigación oficial, en privado estaba encantado de que hubieran liquidado a ese cabrón. Aún estaba sorprendido y furioso porque un asesino hubiera entrado al apartamento donde vivían su mujer y su hija, y porque hubiese intentado matarlas, además.
Grady miró la botella de vino golosamente, pero se dijo que una de las consecuencias de esa llamada telefónica era que el alcohol quedaba excluido por el momento. El caso Constable era tan importante que necesitaba estar con los cinco sentidos alerta.
—Quiere reunirse contigo cara a cara —le dijo Roth.
El vino era un Grgich Hills Cabernet Sauvignon. Nada menos que un 1997. Un gran viñedo y una gran cosecha.
—¿Cuánto tardarías en llegar al Centro de Detención? —continuó Roth.
—Media hora. Me voy ya.
Grady colgó y le dijo a su mujer:
—La buena noticia es que no habrá juicio.
Luis, el guardaespaldas de mirada serena, dijo:
—Voy con usted.
Tras la muerte de Weir, Lon Sellitto había reducido la escolta a un oficial.
—No, tú quédate aquí con mi familia, Luis. Yo me quedo más tranquilo.
Su mujer preguntó con prudencia:
—Si ésa es la buena noticia, cariño, ¿cuál es la mala?
—Que no vendré a cenar —dijo el fiscal adjunto llevándose un puñado de galletitas a la boga y regándolas con un trago muy largo de un vino muy bueno. Al carajo, ¿por qué no celebrarlo?, pensó.
*****
El Camaro SS amarillo de Sachs, que parecía que había sobrevivido a varias guerras, se detuvo frente al número 100 de Centre Street. Arrojó la placa del NYPD al salpicadero y salió. Saludó con un gesto al equipo de la escena del crimen, que estaba junto a su Vehículo de Respuesta Rápida.
—¿Dónde está la escena?
—Primera planta, al final. Por el pasillo de Admisión.
—¿Está sellada?
—Sí.
—¿De quién era el arma?
—De Linda Welles, oficial del Departamento de Correctivos. Está muy afectada. El cabrón le ha roto la nariz.
Sachs cogió uno de los maletines y lo colocó en un carrito, dirigiéndose después a la puerta principal del edificio del Juzgado de lo Penal. El resto de los técnicos de Escena del Crimen hizo lo mismo y se fueron detrás de ella.
Aquella escena tenía unas características muy especiales, desde luego. ¿Un disparo accidental por parte de una oficial y un sospechoso que intentaba escaparse?
Mero trámite. Aun así, se trataba de un homicidio, lo que exigía un informe completo de la escena del crimen para la Junta constituida para el caso y cualesquiera investigaciones y pleitos posteriores. Amelia Sachs se esmeraría con esa escena tanto como con cualquier otra.
Tras comprobar las tarjetas de identificación, un guardia les condujo por una serie de pasillos que conducían al sótano. Por fin llegaron a una puerta cerrada y atravesada por la cinta amarilla de la línea policial. Había un detective que hablaba con una oficial de uniforme con la nariz llena de pañuelos de papel y vendas.
Sachs se presentó y explicó que ella era la encargada de recopilar información de la escena. El detective se apartó y Sachs le preguntó a Linda Welles por lo sucedido.
Con una voz titubeante y nasal, la oficial le explicó que en el recorrido que hicieron desde que le tomaron las huellas dactilares hasta el puesto de Admisión, el sospechoso se las había arreglado de alguna forma para liberarse de las esposas.
—Tardaría unos dos o tres segundos. Esposas y grilletes. Así, sin más: abiertos. Y no cogió mi llave. —Se señaló el bolsillo de la blusa donde se suponía que estaba—. Tenía una ganzúa o una llave o algo en la cadera.
—¿En el bolsillo? —preguntó Sachs con un gesto de incredulidad. Recordó que le habían registrado meticulosamente.
—No, en la pierna. Ya lo verás. —Señaló con la cabeza hacia el pasillo donde estaba el cuerpo de Weir—. Tiene un corte en la piel, cubierto por una tirita. ¡Todo ha sucedido tan deprisa!
Sachs supuso que él mismo se había hecho el corte para tener un sitio donde esconder cosas. Un pensamiento repugnante.
—Entonces me agarró el arma y comenzamos a forcejear. Y se disparó, sencillamente. Yo no quería apretar el gatillo, y no lo hice, de verdad, pero… Intenté mantener el control pero no pude. Sencillamente, se disparó.
Control…, se disparó. Los términos, jerga policial, eran tal vez un intento de desligarla del sentimiento de culpa. Eso no tenía nada que ver con el hecho de que había muerto un asesino, ni con que la vida de ella hubiera estado en peligro, ni con que el sujeto hubiera engañado a una docena más de agentes; no, con lo que tenía que ver era con que esa mujer había tenido un tropiezo. Para las mujeres del NYPD el listón estaba muy alto, y las caídas eran siempre más duras que para los hombres.
—Nosotros le arrestamos y le registramos allí mismo —dijo Sachs con amabilidad—. Y tampoco vimos la llave.
—Sí —dijo la oficial entre dientes—. Pero acabará saliendo.
Al investigar el incidente de los disparos, quería decir. Y, en efecto, saldría.
Bien, pues Sachs se emplearía a fondo en su informe para dar a aquella oficial el mayor respaldo posible.
Welles se tocó la nariz con mucha delicadeza.
—¡Ay!, cómo me duele. —Le caían lágrimas por las mejillas—. ¿Qué van a decir mis hijos? Siempre me están preguntando si hago cosas peligrosas, y yo les digo que no. Pues mira esto…
Sachs se puso los guantes de látex y pidió la Glock a la oficial. La cogió, bajó el bloqueo y sacó el cañón de la cámara. Lo metió todo en una bolsa de plástico para pruebas.
Adoptando el papel de sargento, Sachs le dijo a Welles:
—Puedes tomarte un permiso, ¿sabes?
Welles ni siquiera la oyó.
—Simplemente, se disparó —decía la mujer con voz apagada—. Yo no quería. Yo no quería matar a nadie.
—Linda —la llamó Sachs—. Puedes tomarte un permiso, de una semana o diez días.
—¿Puedo?
—Habla con tu superior.
—Claro, sí. Podría tomármelo. —Welles se levantó y se dirigió, medio aturdida, hasta el médico que estaba atendiendo a su colega, quien se había hecho un horrible cardenal en el cuello, aunque al parecer no pasaba de eso.
El equipo de Escena del Crimen se estableció fuera de la puerta que daba al pasillo donde se había producido el disparo. Abrieron los maletines y colocaron todos los equipos de recopilación de pruebas, los dispositivos para las crestas papilares de las huellas y las cámaras de vídeo y de fotografía fija. Sachs se puso el mono de tyvek y las bandas de goma en los pies.
Se colocó el micrófono de diadema y solicitó una conexión de comunicación por radio con el teléfono de Rhyme. Mientras arrancaba la cinta policial y abría la puerta, pensó: ¿un corte en la piel para esconder ganzúas y llaves para esposas? De todos los malhechores a los que se habían enfrentado Lincoln y ella, El Prestidigitador era…
—¡Oh, maldita sea! —soltó.
—Hola a ti también, Sachs —dijo Lincoln, mordaz, por el auricular—. Al menos creo que eres tú, porque hay muchas interferencias.
—¡Estoy que no me lo creo, Rhyme! Los de la Unidad Médica se han llevado el cuerpo antes de que yo pudiera procesarlo. —Sachs estaba mirando hacia el pasillo, ensangrentado y vacío.
—¿Cómo? ¿Quién lo ha autorizado?
Las normas en una Escena del Crimen dictaban que el personal de emergencias médicas podía entrar en una escena para salvar a los heridos, pero, en caso de homicidio, el cadáver tenía que permanecer intacto, ni siquiera el médico de guardia de la oficina de Exámenes Médicos podía tocarlo antes de que alguien del Departamento Forense procesara el cadáver. Era una labor policial fundamental, y la carrera del que hubiera autorizado levantar el cadáver de El Prestidigitador estaba en peligro.
—¿Hay algún problema, Amelia? —gritó uno de los técnicos desde la puerta.
—Mira —dijo, enojada, señalando hacia el pasillo—. El equipo médico se ha llevado el cuerpo antes de que lo procesáramos. ¿Cómo es eso?
El joven técnico, que llevaba el pelo cortado al rape, frunció el ceño, miró a su compañera y dijo:
—Uhmmm, bueno, el médico está ahí afuera. Era con el que estábamos hablando cuando tú llegaste, el que daba de comer a las palomas… Estaba esperando a que termináramos para trasladar el cadáver.
—¿Qué pasa? —gruñó Rhyme—. Oigo voces, Sachs.
—Hay un equipo de la oficina de Exámenes Médicos afuera, Rhyme. Parece que no son ellos los que se han llevado el cuerpo. ¿Qué…? ¡Oh, por Dios bendito, no! —El escalofrío le llegó directamente al alma—. Rhyme, no te vas a…
—¿Qué ves Sachs? —ladró—. ¿Qué aspecto tienen las salpicaduras de sangre?
Sachs fue corriendo al lugar en el que se había producido el disparo y estudió las manchas de sangre que había en la pared.
—¡Oh, no! No parecen las manchas normales de un disparo, Rhyme.
—¿Hay masa cerebral o hueso?
—Masa gris, sí. Pero tampoco tiene el aspecto habitual. Hay algunos fragmentos de hueso, aunque no muchos para haber sido un disparo desde tan cerca.
—Haz un análisis de sangre como presunta prueba, eso tendrá el carácter oficial suficiente.
Volvió corriendo a la puerta.
—¿Pero qué está pas…? —preguntó uno de los técnicos, que se calló al verla revolver frenéticamente entre los maletines.
Sachs cogió el equipo de análisis de sangre catalítico Kastle-Meyer, volvió al pasillo y tomó una muestra de la pared. La trató con fenolftaleína y, momentos después, ya tenía el resultado.
—No sé lo que es pero, definitivamente, no es sangre. —Miró las manchas rojizas que había en el suelo que, en cambio, parecían auténticas. Analizó una muestra y dio positivo. En la esquina encontró una hoja de navaja de afeitar ensangrentada—. ¡Por el amor de Dios, Rhyme, el disparo no le alcanzó de verdad, lo ha representado todo! Se cortó en alguna parte para sangrar de verdad y engañó a los guardias.
—Avisa a los de seguridad.
—Se trata de una fuga, ¡que cierren todas las salidas! —gritó Sachs.
El detective llegó en ese momento al pasillo y se quedó mirando al suelo. Linda Welles se le unió, con los ojos como platos. El alivio momentáneo que sintió por no haber participado en realidad en la muerte de un hombre se desvaneció al darse cuenta de que las implicaciones de lo que había sucedido eran mucho peores.
—¡No! Pero si estaba ahí…, con los ojos abiertos. Tenía el aspecto de estar muerto —su voz era aguda, frenética—. Pero si…, o sea…, la cabeza… estaba toda ensangrentada. Yo vi…, yo vi la herida.
Viste la ilusión de una herida, pensó Sachs con amargura.
El detective gritó:
—Han avisado a los guardias en todas las salidas. Pero, por Dios bendito, este pasillo no es una zona de alta seguridad. En cuanto cerramos las puertas aquí, él pudo haberse levantado e ido a cualquier parte. Seguramente esté robando un coche en este momento, o en el metro hacia Queens.
Amelia Sachs comenzó a dar órdenes. Cualquiera que fuera el rango del detective, estaba tan impresionado por la huida que no puso en duda la autoridad de la oficial.
—Haz un comunicado sobre la fuga y transmítelo —dijo—. A todas las agencias del área metropolitana. Federales y estatales. No olvides la Empresa Municipal de Transporte. El nombre es Erick Weir. Varón, blanco. Cincuenta y pocos años. Tienes la foto del archivo policial.
—¿Cómo va vestido? —preguntó el detective a Welles y a su compañero. Ambos se esforzaron por recordarlo y le dieron una descripción general.
Sin embargo, Sachs estaba pensando que apenas importaba, ya que en ese momento ya llevaría un atuendo diferente. Miró hacia los cinco tentáculos de pasillos oscuros que abarcaba con la vista desde esa posición y vio las siluetas de decenas de personas: guardias, conserjes, polis…
O tal vez alguna era la de El Prestidigitador disfrazado de uno de ellos.
Pero, por el momento, dejó en otras manos el asunto de la persecución y volvió a su ámbito de especialización: la escena del crimen, cuya investigación iba a ser un mero formalismo pero era ahora una cuestión de vida o muerte.