—Lo diré otra vez: puedes contratar a un abogado; necesitas uno.
—Lo comprendo —masculló Erick Weir con un susurro sibilante.
Se encontraban en la oficina que tenía Lon Sellitto en el número uno de Police Plaza. Era una habitación pequeña, gris en su mayor parte, decorada, como un detective lo habría escrito en un informe, con «foto de bebé, foto de niño, foto de mujer adulta, foto de un paisaje con lago en localización indeterminada, una planta (muerta)».
Sellitto había interrogado a cientos de sospechosos en su vida. La única diferencia entre éstos y el que tenía delante en ese momento era que Weir estaba sujeto con una cadena doble a la silla, y a su espalda había un agente de patrulla armado.
—¿Lo has entendido?
—Ya he dicho que sí —dijo Weir.
Y así comenzó el interrogatorio.
A diferencia de Rhyme, que estaba especializado en investigación forense, el detective de primer grado Lon Sellitto era un policía que cubría todos los servicios. Era un detective en el verdadero sentido de la palabra: «detectaba» la verdad utilizando todos los recursos que ofrecían el NYPD y el resto de agencias oficiales, además de su propia experiencia callejera y su tenacidad. Era el mejor empleo del mundo, solía decir. Aquel trabajo le exigía ser actor, político, ajedrecista y, a veces, pistolero y tacle[25].
Y una de las mejores partes era el juego del interrogatorio, hacer que los sospechosos confesaran o revelaran los nombres de sus compinches y el lugar donde se encontraba el botín o los cuerpos de las víctimas.
Pero estaba claro desde el principio que aquel gilipollas no iba a soltar gran cosa.
—Vamos a ver, Erick, ¿qué sabes de la Unión Patriótica?
—Como ya he dicho, sólo lo que he leído sobre ellos —respondió Weir, rascándose la barbilla con el hombro lo mejor que podía—. ¿Querría quitarme las esposas un momento?
—No, no querría. Así que, sólo has leído cosas de la Unión Patriótica.
—Exacto —Weir tosió.
—¿Dónde?
—En la revista Time, creo.
—Tú eres una persona educada, hablas bien… No me cabe en la cabeza que estés de acuerdo con su filosofía…
—Desde luego que no —dijo, respirando con dificultad—. Para mí son fanáticos rabiosos.
—Bueno, pues si no crees en su política, la única razón para matar a Charles Grady para ellos es por dinero. Lo cual admitiste en casa de Rhyme. Así que me gustaría saber quién te contrató exactamente.
—Pero si yo no iba a matarle —susurró el detenido—. Me entendieron mal.
—¿Y qué es lo que entendimos mal exactamente? Entraste en su apartamento con un arma cargada.
—Mire, a mí me gustan los retos, ver si consigo entrar en sitios en los que nadie más puede. Yo nunca he hecho daño a nadie —lanzó aquella afirmación en parte para Sellitto y en parte para una maltrecha cámara de vídeo enfocada hacia su cara.
—Bueno, ¿y cómo estaba la carne mechada? ¿O lo que tú tomaste fue pavo asado?
—¿El qué?
—En Bedford Junction, en el Riverside Inn. Yo diría que tú pediste el pavo, y el filete y el menú especial lo tomaron los chicos de Constable. ¿Qué tomó Jeddy?
—¿Quién? Ah, ¿ese hombre sobre el que me preguntaron? Barnes. ¿Se refiere a la factura, no? —dijo Weir respirando con dificultad—. La verdad es que me la encontré. Necesitaba un papel para anotar algo y cogí ese trozo de papel.
¿La verdad?, reflexionó Sellitto. Bueno…
—Necesitabas anotar algo…
Esforzándose por respirar, Weir asintió con la cabeza.
—¿Y dónde estabas cuando necesitaste el papel? —insistió un Lon Sellitto cada vez más aburrido.
—No lo sé. En un Starbucks.
—¿En cuál?
Weir entrecerró los ojos.
—No me acuerdo.
Últimamente, los criminales habían empezado a citar mucho Starbucks al presentar coartadas. Sellitto decidió que se debía a que había tantos establecimientos de esa firma, y tan parecidos entre sí, que los delincuentes podían justificar su confusión sobre en cuál de ellos habían estado en un momento determinado.
—¿Y por qué estaba en blanco? —continuó Sellitto.
—¿Qué estaba en blanco?
—El dorso de la factura. Si lo cogiste para escribir en él, ¿por qué no había nada escrito?
—¡Ah! Me parece que no pude encontrar un bolígrafo.
—En Starbucks tienen bolígrafos. La gente utiliza mucho la tarjeta de crédito para pagar allí. Y se necesita un bolígrafo para firmar los recibos.
—La camarera estaba muy ocupada; no quería molestarla.
—¿Y qué era lo que querías escribir?
—Estoooo… —se oyó el silbido de su respiración—, los horarios de una película.
—¿Dónde está el cuerpo de Larry Burke?
—¿Quién?
—El oficial de policía que te arrestó en la calle Ochenta y ocho. Anoche le dijiste a Lincoln Rhyme que tú le habías matado y que el cuerpo estaba en algún lugar del West Side.
—Yo sólo estaba intentando hacerle creer que iba a atentar contra el circo, despistarle, darle información falsa.
—Y cuando admitiste haber matado a las otras víctimas, ¿eso también era información falsa?
—Exacto. Yo no he matado a nadie. Lo ha hecho otra persona que quiere cargarme a mí el muerto.
¡Ah, la excusa más antigua para defenderse! Y la más pobre. La más embarazosa.
Aunque, por supuesto, de vez en cuando funcionaba, como bien sabía Sellitto: dependía de la credulidad del jurado.
—¿Quién querría incriminarte?
—No lo sé. Pero alguien que me conoce, está claro.
—Porque tiene acceso a tu ropa, a tus fibras, a pelos y cosas para colocarlas en las escenas del crimen…
—Exactamente.
—Bien, entonces la lista será corta. Dame algunos nombres.
Weir cerró los ojos.
—No me acuerdo de ninguno —dejó caer la cabeza—. Es realmente frustrante.
Sellitto no habría podido encontrar otras palabras que lo definieran con mayor exactitud.
Pasaron media hora más entretenidos con este juego. Al final, el detective renunció. Estaba enfadado; pensaba que él no tardaría en volver a casa, con su novia, que estaba preparando la cena: pavo, ¡qué ironía!, igual que el menú del Riverside Inn de Bedford Junction, mientras que el oficial Larry Burke jamás volvería a casa con su mujer. Abandonó la actitud de interrogador amable aunque persistente y masculló entre dientes:
—Lárgate de mi vista.
Sellitto y el resto de los oficiales se llevaron al detenido dos manzanas más allá, al Centro de Detención de Manhattan, donde le ficharon por todos los cargos posibles: asesinato, intento de asesinato, agresión e incendio. El detective advirtió a los oficiales del Centro de las habilidades que tenía el detenido para escaparse, y ellos le garantizaron que llevarían a Weir a Detenciones Especiales, un edificio del que era prácticamente imposible escapar.
—¡Ah, detective Sellito…! —le llamó Weir en un susurro gutural.
El detective se volvió.
—Le juro por Dios que yo no lo hice —dijo entrecortadamente con una voz que reflejaba lo que parecía arrepentimiento sincero—. Tal vez cuando descanse un poco pueda recordar algunas cosas que le ayudarán a encontrar al verdadero asesino. Yo quiero ayudar, de veras.
*****
Abajo, en Las Tumbas, los dos oficiales que llevaban al detenido fuertemente agarrado por los brazos, dejaron que fuera arrastrando los pies hasta el puesto de registro.
A mí no me parece tan peligroso, pensó Linda Welles, oficial del Departamento de Correctivos. Sí que estaba fuerte, según veía, pero no como algunas de esas bestias que procesaban allí, esos chavales de Alphabet City o Harlem con unos cuerpos perfectos que ni siquiera habían conseguido estropear las enormes cantidades de crack, caballo y licor de malta que se metían.
No; la verdad es que no se explicaba por qué estaban montando tanto alboroto con este tipo viejo y flaco, Weir, Erick A.
«No le sueltes, no le pierdas de vista las manos, no le quites los grilletes», habían sido las advertencias del detective Sellitto. Pero la única impresión que causaba el sospechoso era la de tristeza y cansancio; además, respiraba con dificultad. Se preguntó qué le habría pasado en la mano y en el cuello, las cicatrices. Un incendio o aceite hirviendo. Sólo de pensar en el dolor la oficial se estremeció.
Welles recordó lo que Weir le dijo al detective Sellitto en la puerta de Admisión: «Yo quiero ayudar, de veras». Tenía el aspecto de un escolar que hubiera decepcionado a sus padres.
A pesar de la preocupación que había mostrado Sellitto, el proceso de toma de huellas dactilares y las fotos para el archivo policial transcurrieron sin incidentes, y no tardaron en volver a ponerle las dobles esposas y grilletes. Welles y Hank Gersham, un corpulento oficial del Departamento de Correctivos, le cogieron de un brazo cada uno y se dirigieron por el largo pasillo hacia el puesto de admisión.
Welles había llevado hasta allí a miles de criminales y pensaba que era inmune a sus ruegos, protestas y lágrimas. Pero había algo en la triste promesa que le hizo Weir al detective Sellitto que la conmovía. Tal vez fuera verdad que era inocente. No tenía aspecto de asesino.
Weir hizo un gesto de dolor, y Welles aflojó ligeramente los dedos, que tenía agarrados al brazo como tenazas.
Un momento después, el detenido emitió un gemido y se desplomó hacia el lado de la oficial. Tenía la cara contraída de dolor.
—¿Qué pasa? —le preguntó Hank.
—Un calambre —dijo Weir, jadeante—. Me duele… ¡Aaayyy, Dios mío! —dio un grito ahogado—. ¡Los grilletes!
Tenía la pierna izquierda rígida, temblorosa, dura como una roca.
—¿Se los quito? —le preguntó el oficial a Welles.
Welles se quedó dubitativa unos instantes y, a continuación, dijo:
—No. Weir: ponte de lado, yo lo arreglaré.
Como corredora, Welles sabía qué hacer en caso de calambres. Seguramente no era fingido, ya que parecía que el dolor era auténtico y el músculo estaba durísimo.
—¡Ay, Dios! —gritó Weir lleno de dolor—. ¡Los grilletes!
—Tenemos que quitárselos —le dijo Hank a su compañera.
—No —repitió con decisión Welles—. Colócale en el suelo, yo me encargaré.
Colocaron con cuidado a Weir en el suelo y Welles comenzó a masajearle la pierna rígida. Hank se quedó de pie, mirando cómo lo hacía. Mientras se ocupaba de la pierna, hubo un momento en que Welles dirigió la mirada hacia arriba y vio que las manos esposadas de Weir, aún a la espalda, se habían deslizado hacia un lado, y que tenía los pantalones unos centímetros más abajo.
Se acercó para mirar más de cerca. Vio que a Weir se le había desprendido una tirita en la cadera. ¿Qué demonios era eso? Se dio cuenta de que era un corte en la piel.
Fue entonces cuando él le sacudió con la palma de la mano un golpe que le dio de lleno en la nariz y le rompió el cartílago. Su cara reflejó un dolor inmenso, que le cortó la respiración.
¡Una llave! ¡Llevaba una llave o una ganzúa escondida en el pequeño corte en la piel debajo del esparadrapo!
Su compañero alargó el brazo enseguida, pero Weir se levantó con mayor rapidez y le dio un codazo en la garganta. El oficial cayó al suelo, jadeando y rodeándose el cuello con la mano, tosiendo e intentando recobrar la respiración. Weir trató de sacar, con una mano, la pistola de Welles de la funda, pero ella se resistía, sujetándola con ambas manos y con todas sus fuerzas. La oficial intentó gritar, pero la sangre que le salía de la nariz se le iba a la garganta y comenzó a atragantarse.
Sin soltar el arma de Welles, el preso alargó la mano izquierda hacia abajo y, en cuestión de segundos, se quitó los grilletes de las piernas. Acto seguido, empezó a tirar, con ambas manos, de la Glock de Welles.
—¡Socorro! —gritó, tosiendo sangre—. ¡Que alguien me ayude!
Weir consiguió finalmente sacar el arma de la funda, pero Welles, pensando en sus hijos, le agarró con fuerza de la muñeca. El cañón de la pistola se quedó apuntando hacia el pasillo vacío, tras pasar por las manos y piernas de Hank, que luchaba por recobrar el aliento entre múltiples arcadas.
—¡Socorro! ¡Oficial herido! ¡Ayuda! —gritó Welles.
Vio que algo se movía al final del pasillo: se había abierto una puerta y alguien se acercaba corriendo. Pero parecía que aquel corredor tenía kilómetros de largo y Weir se estaba haciendo con la pistola. Los dos cayeron rodando al suelo: la desesperación de los ojos de Weir, a sólo centímetros de los ojos de ella; el cañón de la pistola volviéndose poco a poco en dirección a Welles acabó entre medias de ambos. Jadeante, Weir intentó introducir el índice en el gatillo.
—¡No, por favor, no, no! —gimoteó ella. El detenido sonrió con crueldad al verla mirar fijamente el ojo negro del arma, a unos centímetros de su cara, a la espera de que disparara en cualquier momento.
Veía a sus hijos, a su madre.
No hay escapatoria, ¡joder!, pensó Welles, furiosa. Puso el pie contra la pared y empujó con fuerza. Weir se cayó de espaldas y ella acabó cayendo encima de él.
El arma se disparó, produciendo una enorme explosión que la ensordeció, y recibió un fuerte culatazo en la muñeca.
La pared quedó salpicada de sangre.
¡No, no, no!
Por favor, que Hank esté bien, rezaba.
Welles vio entonces que su compañero estaba intentando ponerse de pie. No estaba herido. Entonces se dio cuenta de que ya no luchaba por recuperar el arma, sobre la que sólo estaba su mano, no la de Weir. Temblorosa, se puso en pie de un salto y retrocedió, alejándose de él.
¡Oh, Dios mío!…
La bala le había dado al detenido directamente en un lado de la cabeza y había dejado una herida horrorosa. La pared que había junto a él estaba salpicada de sangre, masa cerebral y trozos de hueso. Weir estaba tendido de espaldas, con los ojos vidriosos dirigidos al techo, la sangre goteando al suelo desde la sien.
Temblando, Welles aulló:
—¡Maldita sea mi estampa! ¿Qué he hecho? ¡Joder…! ¡Ayúdenle, que venga alguien a ayudarle!
Cuando llegaron a la escena una docena de oficiales más, Welles se volvió para mirarlos y vio que se quedaban inmóviles un instante y se ponían a la defensiva contra ella.
Welles dio un grito ahogado. ¿Habría otro criminal detrás de ella? Se dio la vuelta y vio que el pasillo estaba vacío. Volvió la cabeza y vio que los otros agentes seguían a la defensiva, agachados y apuntando con sus armas. Gritaban, pero el disparo la había dejado sorda y no entendía lo que decían.
Por fin logró entender algo:
—¡Por Dios, Linda, el arma! Métela en la funda y mira adonde apuntas.
Se dio cuenta de que, presa del pánico, había estado moviendo su Glock de un lado para otro y apuntando al techo, al suelo, a los oficiales…, como un niño con una pistola de juguete.
Soltó una risa frenética por su descuido. Al introducir la pistola en la funda, sintió algo duro en el cinturón y tiró de ello. Examinó el trozo de hueso sanguinolento del cráneo de Weir. «Oh», dijo, lo tiró y se rió como se reía su hija en una buena sesión de cosquillas. Se escupió en la mano y empezó a limpiarse la palma contra el pantalón. Fue restregándose cada vez con más desesperación hasta que la risa cesó de repente y cayó de rodillas, devorada por un llanto desgarrador.