No tenía mucho aspecto de escenario.
Cuando David Balzac se jubiló de los círculos de magia hacía diez años y compró Smoke & Mirrors, tiró la parte trasera del establecimiento para instalar allí un pequeño teatro. Balzac no disponía de licencia, por lo que no podía cobrar por la entrada, pero aun así seguía ofreciendo actuaciones todos los domingos por la tarde y los jueves por la noche para que sus alumnos pudieran subirse a un escenario y sentir lo que era actuar.
Y lo diferente que era.
Kara sabía que de practicar en casa a actuar en un escenario mediaba una distancia como de la noche al día. Cuando uno se ponía delante de la gente sucedía algo inexplicable. Trucos imposibles en los que se fallaba una y otra vez en casa salían perfectos en escena, debido a alguna misteriosa adrenalina espiritual que se apoderaba de las manos y proclamaba: «Éste no lo vas a joder».
En cambio, en el escenario se podía echar a perder un truco de segunda, como el del torniquete, un pase tan sencillo que a uno ni siquiera se le ocurría tener una alternativa preparada por si salía mal.
El teatro estaba separado de la parte comercial del establecimiento por una cortina negra, alta y ancha. De cuando en cuando la mecía la corriente originada por la apertura o el cierre de la puerta principal, a lo que seguía el ligero «mic-mic» de Correcaminos producido por la alarma que había a un lado del umbral.
Se acercaban las cuatro de la tarde del domingo, la gente entraba en el teatro y se acomodaba en sus asientos, comenzando siempre por la fila de atrás (en las actuaciones de magia e ilusionismo nadie quiere sentarse en la primera fila, pues temen que les pidan que salgan al escenario como «voluntarios»).
Kara miraba el escenario desde detrás de un telón de fondo. En las monótonas paredes negras se veían raspaduras y chorretones, y el suelo de roble, arqueado, estaba cubierto de docenas de fragmentos de cinta adhesiva protectora, utilizada por los artistas para fijar sus movimientos durante los ensayos. El telón de fondo no era más que un raído mantón color burdeos. Y la plataforma en su conjunto era pequeña: tres por cuatro metros, aproximadamente.
Aun así, a Kara le parecía el Carnegie Hall o el mismísimo MGM Grand, y estaba dispuesta a ofrecer a su público todo lo que tenía.
Como los artistas de vodevil o los magos de salón, la mayoría de los ilusionistas se limitan a ofrecer una serie de números uno tras otro. Podían ir dosificando los trucos cuidadosamente de manera que converjan en un final emocionante, pero en opinión de Kara, esa forma de actuar era como asistir a un espectáculo de fuegos artificiales: cada estampido puede resultar más o menos espectacular, pero, en conjunto, le deja a uno insatisfecho porque no hay un tema, una continuidad que ligue entre sí las explosiones de luz. Para ella, la actuación de un ilusionista tenía que narrar una historia; todos los trucos debían tener un vínculo y ser continuación uno del otro. Y en el acto final deberían recuperarse uno o más de los trucos anteriores para ofrecer al público ese golpe certero que le dejara sin aliento; al menos eso era lo que Kara esperaba.
En ese momento iba aumentando el número de personas que acudían al teatro. Kara se preguntaba si habría mucha gente en la velada, aunque en realidad a ella no le importaba. Le encantaba una historia que se contaba de Robert Houdin: una noche salió al escenario y vio que sólo había tres personas en la sala. Les ofreció el mismo espectáculo que si hubiera habido lleno total, salvo que varió ligeramente el final: una vez concluida la función, invitó al público a cenar a su casa.
Kara se sentía segura de su actuación: el señor Balzac la obligaba a ensayar durante semanas incluso para aquellas funciones pequeñas. Y en ese preciso instante, cuando sólo faltaban unos minutos para que se levantara el telón, no pensaba en los trucos, sino en que estaba mirando al público y disfrutando de un instante de paz mental. Suponía que no debería sentirse así de contenta, y tenía muchas razones para no estarlo: el empeoramiento de la salud de su madre; los cada vez más acuciantes problemas monetarios; su lenta evolución a ojos del señor Balzac; el tipo con el que había tomado el brunch en la cama, ese día hacía ya tres semanas, y que se había marchado prometiéndole que la llamaría. Seguro. Te lo prometo.
Pero el truco de «El novio desaparecido», como el de «El dinero evaporado» o el de «La madre deteriorada» no la afectaban en el lugar donde se encontraba en ese momento.
No cuando estaba en el escenario.
No le importaba nada, salvo el reto de conseguir que apareciera una cierta expresión en el rostro de los miembros del público. Kara lo podía ver con toda claridad: una ligera sonrisa, los ojos abiertos por la sorpresa, las cejas estrechándose, y, dibujada en ellas, la pregunta más imperiosa en toda actuación de ilusionismo: ¿Cómo han hecho esto?
En la magia de cerca hay pases conocidos como de «quitar y poner». El mago crea el efecto de que convierte un objeto en otro «quitando» sutilmente el original y «poniendo» otro en su lugar, aunque lo que ve el público es que un objeto se transforma en otro. Y ésa era precisamente la filosofía de Kara con respecto a la actuación: quitar la tristeza, el aburrimiento o el enojo y poner en su lugar la felicidad, la fascinación y la serenidad, transformando a su público en personas con euforia en sus corazones, aunque fuera momentánea.
Casi era la hora de dar comienzo a la función. Se asomó por la cortina otra vez.
Estaban prácticamente todos los asientos ocupados, lo cual le sorprendió. En días tan hermosos como aquél solía acudir muy poco público. Se alegró al ver que había venido Jaynene, la enfermera de la residencia, que bloqueó por unos momentos con su enorme figura la entrada trasera. Venía acompañada de algunas otras enfermeras de Stuyvesant Manor. Entraron y se acomodaron en sus asientos. También habían acudido unos cuantos amigos de Kara, de la revista y del bloque de apartamentos de Greenwich Street.
Justo después de dar las cuatro, el telón del fondo se levantó y entró un rezagado del público, alguien que Kara no hubiera imaginado ni por asomo que acudiría a ver su actuación.
*****
—El acceso es cómodo —comentó Lincoln Rhyme con ironía mientras conducía su silla Storm Arrow por el pasillo de Smoke & Mirrors y la aparcaba más o menos hacia la mitad—. Hoy no hará falta invocar la Ley de Protección a los Discapacitados.
Hacía una hora que el criminalista había sorprendido a Sachs y a Thom con la propuesta de ir a la tienda de magia en su furgoneta, una Rollx provista de rampa, para ver la actuación de Kara.
Luego, añadió:
—Aunque es una lástima desperdiciar una hermosa tarde primaveral como ésta en un sitio cerrado.
Al ver que se quedaban mirándole —incluso antes del accidente era raro que pasara una hermosa tarde primaveral al aire libre—, les dijo:
—Es broma. ¿Puedes traer la furgoneta, Thom, por favor?
—¡Un «por favor», nada menos! —se admiró el ayudante.
Al recorrer con la mirada el destartalado teatro, notó que se fijaba en él una mujer negra fornida. La mujer se levantó y fue a sentarse al lado de Sachs, a quien estrechó la mano, al tiempo que saludaba con la cabeza a Rhyme. Le preguntó si eran ellos los oficiales de policía de los que le había hablado Kara. Él dijo que sí y procedieron a las presentaciones.
Resultó que se llamaba Jaynene y que era una enfermera que trabajaba en la residencia para la tercera edad donde vivía la madre de Kara.
La mujer miró con complicidad a Rhyme, quien le había echado una mirada llena de ironía cuando ella le dio esa denominación. Dijo:
—¡Uf! ¿Lo he llamado así? Lo que quería decir es «hogar de ancianos».
—Pues yo estoy licenciado en un CAET —dijo el criminalista.
La mujer frunció el ceño y, después, movió la cabeza en sentido negativo.
—No conozco ese sitio.
—Centro de Alivio de Episodios Traumáticos —dijo Thom.
—Yo lo llamo «La posada de los cojos» —dijo Rhyme.
—Porque es un provocador nato —añadió Thom.
—Yo he trabajado en unidades de espina dorsal. Y los pacientes que más nos gustaban eran los que nos daban caña; los tranquilitos y joviales nos daban miedo.
Y eso era así, reflexionó Rhyme, porque tenían amigos que les echaban a hurtadillas una dosis generosa de barbitúricos en el vaso. O los que, si tenían movilidad en una mano, vertían agua en los hornillos de la cocina y abrían el gas a toda marcha.
Se llamaba «muerte de los cuatro quemadores».
—¿Lo tuyo es un C4? —le preguntó Jaynene a Rhyme.
—Exacto.
—¡Y sin pulmón artificial, qué suerte!
—¿Ha venido la madre de Kara? —preguntó Sachs mirando a su alrededor.
Jaynene frunció ligeramente el ceño y dijo:
—Estooo…, no.
—¿Viene a verla alguna vez?
—Su madre no sigue muy de cerca su carrera —dijo la enfermera con prudencia.
—Kara me dijo que estaba enferma. ¿Va mejor? —preguntó Rhyme.
—Un poco, sí.
Rhyme se dio cuenta de que había una historia detrás de sus palabras, pero el tono de la enfermera revelaba que no iba a aventurarse a hacer confidencias a extraños.
Entonces comenzaron a apagarse las luces y el público guardó silencio.
Subió al escenario un hombre de pelo cano. A pesar de la edad y de las señales de haber llevado una vida dura —nariz de bebedor y barba teñida por el tabaco— su mirada era aguda; su postura, erguida y tendía a colocarse en el centro del escenario, con esa presencia propia de los artistas. Se colocó cerca del único accesorio que había en la plataforma: una falsa columna romana de madera. Aunque el decorado era pobre, el hombre iba bien vestido, como si siguiera una norma no escrita en virtud de la cual siempre que uno se subiera a un escenario debía presentarse ante el público con el mejor de los aspectos.
¡Ah!, ése debe de ser el maestro, David Balzac, dedujo Rhyme. El hombre no se identificó, pero estudió al público unos instantes, deteniéndose en Rhyme más que en el resto. Sin embargo, fuera lo que fuera lo que estaba pensando, no lo expresó y desvió la mirada.
—Hoy, señoras y señores, tengo el placer de presentarles a una de las mejores promesas entre mi alumnado. Kara lleva estudiando conmigo más de un año. Va a ofrecerles algunas de las ilusiones más esotéricas de nuestra profesión, tanto de mi repertorio como del suyo. No se sorprendan —lanzó una mirada demoníaca que pareció dirigida al propio Rhyme—, ni se espanten ante nada de lo que vean hoy. Y ahora, señoras y señores…, les presento a… Kara.
Rhyme había decidido ejercer de científico durante la hora que pasara allí. Disfrutaría del desafío de descubrir los métodos que usaba para sus trucos, averiguando cómo los hacía, cómo retenía en las manos las monedas y las cartas, y dónde escondía los disfraces para el transformismo. Kara seguía estando por delante en ese juego de «pillar el truco», al que ella sin duda no sabía que estaban jugando.
La joven salió al escenario vestida con un ajustado maillot negro que llevaba un adorno en forma de media luna en el pecho y, sobre él, una capa brillante y transparenté parecida a una toga romana translúcida. Nunca había pensado que Kara fuera atractiva, y mucho menos sexy, pero el ceñido conjunto resultaba muy sensual. Se movía como una bailarina, esbelta y con desenvoltura. Hubo una larga pausa en la que se dedicó a examinar lentamente al público. Parecía que se detenía a mirar a cada uno de los asistentes. Se empezó a crear un ambiente tenso. Por fin, con una voz teatral, dijo:
—El cambio. Ah, el cambio… cómo nos fascina. La alquimia: convertir el plomo y el estaño en oro… —Levantó una moneda de plata, la encerró en su mano y, un segundo después, la abrió para que los presentes vieran una moneda de oro, que hizo desaparecer en el aire y se transformó en una lluvia de confeti dorado.
Aplausos del público y murmullos de placer.
—La noche… —la iluminación disminuyó de repente hasta hacerse oscuridad y, un instante después, no más de unos segundos, volvió—… se convierte en día. —Kara vestía ahora un traje similar, brillante, pero esta vez dorado, y el adorno que llevaba en la frente semejaba una lluvia de estrellas. Rhyme no pudo más que reírse ante la rapidez del cambio de ropa—. La vida… —en su mano apareció una rosa roja—… se convierte en muerte… —tapó la rosa con sus manos y se transformó en una flor seca amarilla—… se convierte en vida. —Un ramo de flores frescas había sustituido al tallo muerto. Se lo arrojó a una mujer del público, que pareció estar encantada. Rhyme oyó un murmullo de sorpresa: «¡Pero si son de verdad!».
Kara bajó los brazos y recorrió con la mirada al público con una expresión seria.
—Hay un libro —dijo con una voz que llenaba la sala—, un libro escrito hace dos mil años por el escritor romano Ovidio, que se llama Las metamorfosis. En él una oruga se convierte en… —Abrió la mano y de ella salió una mariposa que desapareció por detrás del escenario.
Rhyme había estudiado latín durante cuatro años. Recordaba los esfuerzos que exigía la traducción de los libros de Ovidio. Se acordaba de que eran una serie de catorce o quince mitos cortos escritos en verso. ¿Qué pretendía Kara? Estaba dando una clase sobre literatura clásica a un público integrado por madres de abogados y niños que tenían la mente puesta en sus Xboxes y Nintendos (aunque había advertido que el vestido entallado mantenía la atención de todos los adolescentes que había entre la concurrencia).
—Las metamorfosis… —continuó— es un libro sobre los cambios, sobre las personas que se convierten en otras personas, animales, árboles, objetos inanimados. Algunas de las historias de Ovidio son trágicas, otras son fascinantes, pero todas ellas tienen algo en común. —Una pausa, y luego, en voz alta—: ¡La magia! —Una explosión de luz y una nube de humo, y Kara había desaparecido.
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos Kara cautivó al público con una serie de trucos y juegos de manos basados en unos cuantos poemas del libro. En cuanto a su intento de averiguar el secreto de los trucos, Rhyme renunció por completo. En efecto, enseguida se entregó al aspecto dramático de las historias que ella contaba. Ni siquiera cuando intentó recuperarse del hechizo de Kara y concentrarse en sus manos, fue capaz de descubrir el método ni una sola vez. Tras una larga ovación y un bis, durante el cual se transformó en una viejecita y luego volvió a recuperar su aspecto anterior («Lo joven en viejo…, lo viejo en joven»), Kara salió del escenario. Transcurridos cinco minutos, volvió a salir vestida con unos vaqueros y una camisa blanca y se dirigió a la zona del público para saludar a los amigos.
Un dependiente de la tienda preparó una mesa con jarras de vino, café, refrescos y galletas.
—¿No hay whisky? —preguntó Rhyme echando una mirada a los baratos productos que se ofrecían.
—Lo siento, caballero —respondió el joven con barba.
Sachs, copa de vino en mano, hizo una señal a Kara, que se les unió.
—¡Eh! ¡Qué estupendo! Nunca imaginé que les vería por aquí.
—¿Qué quieres que te diga? —comentó Sachs—. ¡Fantástico!
—Excelente —le dijo Rhyme y, acto seguido, se volvió hacia el bar—. Tal vez hay algo de whisky por ahí, Thom.
Thom hizo un gesto afirmativo a Rhyme y le dijo a Kara:
—¿Serías capaz de transformar personalidades? —Cogió dos vasos de Chardonnay, metió en uno de ellos una pajita y se lo ofreció a su jefe—. O esto o nada, Lincoln.
Rhyme dio un sorbo, y dijo:
—Me gustó el final, con lo de «joven-viejo». No me lo esperaba. Temía que acabaras transformándote en mariposa. Un cliché, ¿sabes?
—Se supone que debía temerlo. En mi caso hay que esperar lo inesperado. Juegos de la mente, ¿recuerda?
—Kara —dijo Sachs—, tienes que intentar trabajar para el Cirque Fantastique.
La joven se rió, pero no dijo nada.
—No, lo digo en serio: eres una gran profesional —insistió Sachs.
Rhyme se dio cuenta de que Kara no deseaba darle más vueltas al asunto. La joven dijo, quitándole importancia:
—Estoy donde me corresponde; no hay prisa. Hay mucha gente que comete el error de dar el salto demasiado rápido.
—Vamos a comer algo —sugirió Thom—, me muero de hambre. Jaynene, ¿te vienes?
La mujerona dijo que estaría encantada y propuso un sitio nuevo que había cerca del Jefferson Market, entre la Sexta y la Décima.
Pero Kara dijo que no podía, ya que, al parecer, tenía que quedarse para practicar algunos de los números en los que se había equivocado durante la actuación.
—¡Pero chica! No puede ser —protestó la enfermera, con expresión de extrañeza—. ¿Qué tienes que trabajar?
—Sólo serán un par de horas, porque el amigo del señor Balzac va a ofrecer una función privada esta noche, así que mi jefe va a cerrar pronto para ir a verle.
Kara le dio un abrazo a Sachs y se despidió. Intercambiaron sus números de teléfono y prometieron que se mantendrían en contacto. Rhyme le dio las gracias de nuevo por su ayuda en el caso Weir.
—No podríamos haberle cogido sin ti —dijo Rhyme.
—Ya iremos a verte a Las Vegas —gritó Thom.
Rhyme empezó a conducir la Storm Arrow hacia la parte delantera del establecimiento. Conforme lo hacía, miró hacia su izquierda y se encontró con los ojos inmóviles de Balzac, que le contemplaban desde otra habitación. El ilusionista desvió la mirada hacia Kara, que se le aproximaba en ese momento. En presencia de Balzac, la chica se transformó de inmediato en una mujer muy diferente, tímida e insegura.
Metamorfosis, pensó Rhyme, y vio cómo cerraba Balzac la puerta lentamente, separando al resto del mundo del brujo y su aprendiza.