Capítulo 33

El mensaje se lo dieron en una cafetería de la Ruta 244, el lugar en el que hacía y recibía llamadas, puesto que no disponía de teléfono en su caravana: no quería tener uno, no se fiaba de ellos.

A veces pasaban unos cuantos días hasta que iba a recoger los mensajes, pero en aquel momento estaba esperando una llamada importante, así que se dirigió a toda velocidad (la mayor velocidad a la que nunca había ido) a Elma's Diner nada más salir de la catequesis.

Hobbs Wentworth era un hombre del tamaño de un oso, con una fina barba rojiza entre la que sobresalía un mechón rizado de color más claro que el resto. «Carrera» era una palabra que nadie en Canton Falls, Nueva York, habría asociado jamás con Hobbs, aunque no por ello se podía negar que trabajara como una muía. Ponía a disposición de cualquiera que quisiera emplearle todo lo que podía dar de sí, siempre que el trabajo fuera al aire libre, que no exigiese hacer muchos cálculos y que el jefe fuera blanco y cristiano.

Hobbs estaba casado con una mujer callada y gris, llamada Cindy, que pasaba la mayor parte del tiempo ocupándose de enseñar a sus hijos, cocinar, coser y hacer visitas a otras mujeres que se dedicaban a lo mismo. Hobbs, por su parte, dedicaba también la mayor parte de su tiempo a trabajar, cazar y salir con los amigotes para beber y discutir (aunque a casi todas esas «discusiones» debería llamárseles «acuerdos», ya que él y sus colegas pensaban todos prácticamente lo mismo).

Llevaba toda su vida residiendo en Canton Falls, cosa que le gustaba. Tres buenos cazaderos eran más que suficientes, y ninguno de ellos era coto. La gente de la localidad era sólida, bondadosa y sabía dónde tenían la cabeza (de casi todos los habitantes de Canton Falls podría decirse que tenían «ideas afines» entre sí). Hobbs contaba con numerosas oportunidades de hacer lo que a él le gustaba, y enseñar en la escuela dominical era lo que más. Un birrete de graduación robado, aunque sin los conocimientos que ello justificaba, le sirvió para pasar el octavo curso, así que para él era un regalo caído del cielo que se le permitiera dar clases.

Pero resultaba que se le daban muy bien los niños en la catequesis. No les hacía rezar, ni les impartía orientación religiosa, ni aprendían canciones sobre lo mucho que nos ama Jesucristo… No. Lo único que hacía era contar a los chavales historias de la Biblia. Pero el éxito que consiguió entre ellos fue inmediato, debido sobre todo a su negativa a avenirse a las normas. Por ejemplo, en su versión, Jesús no daba de comer a una multitud con dos peces y unos cuantos panes, no. Lo que contaba Hobbs era que el Hijo de Dios salió de caza con un arco, mató a un ciervo desde una distancia de casi cien metros, lo destripó y descuartizó en la misma plaza del pueblo, y con ello dio de comer a la gente. (Para ilustrar la historia, Hobbs se llevaba a la clase su arco compuesto Clearwater MX Flex y, ¡fíup!, lanzaba con él una flecha con un botón en la punta, que se insertaba seis centímetros en un muro de hormigón ligero, para alegría de los críos).

Precisamente, tras acabar una de esas clases, se dirigió a la cafetería de Elma. Se le acercó la camarera:

—¡Hola, Hobbs! ¿Qué va a ser, un trozo de pastel?

—No; que sea un Vernors y una tortilla de queso. Con ración doble de Kraft. Oye, ¿he recibido alguna llam…?

Antes de que pudiera terminar la frase, la chica le dio un trozo de papel. En él había escritas las palabras: «Llámame. JB».

—¿Se trata de Jeddy? —preguntó la camarera—. Me pareció su voz. Desde que la poli ha estado rondando por aquí, los federales, quiero decir, no le he visto el pelo.

Hobbs no hizo caso a la pregunta y se limitó a decir:

—No me sirvas aún.

Según caminaba hacia el teléfono, buscándose monedas en los bolsillos del pantalón vaquero, su mente retrocedió directamente al almuerzo que habían compartido hacía dos semanas en el Riverside Inn, en Bedford Junction. Estuvieron él, Frank Stemple y Jeddy Barnes, de Canton Falls, y luego un hombre llamado Erick Weir, a quien Jeddy Barnes empezó a llamar, pasado un rato, «El Hombre Mágico», ya que era (¿a quién se le había ocurrido?) nada menos que un mago profesional.

Barnes se había deshecho en elogios con Hobbs, ya que cuando éste llegó, se puso en pie, sonriendo, y le había dicho a Weir: «Señor, aquí tiene al mejor tirador que tenemos en todo el país, y eso sin mencionar la caza con arco. Un tipo listo de verdad».

Hobbs se había sentado ante la elegante comida de tan elegante restaurante, orgulloso, aunque también nervioso (él jamás había soñado siquiera con la posibilidad de comer en el Riverside) y, mientras le hincaba el tenedor al menú especial del día, fue escuchando el relato de Barnes y Stemple sobre cómo habían conocido a Weir. Era una especie de soldado mercenario, categoría sobre la que Hobbs lo sabía todo puesto que estaba suscrito a Soldier of Fortune. También advirtió las cicatrices que tenía el hombre en el cuello, y sus dedos deformes. Se preguntó en qué tipo de lucha habría participado para quedar así. Napalm, tal vez.

Al principio, Barnes no se había mostrado partidario siquiera de tener un encuentro con Weir, puesto que pensaba que era una trampa, por supuesto. Pero El Hombre Mágico les tranquilizó al decirles que escucharan las noticias un determinado día. El suceso principal fue el asesinato de un jardinero mexicano, inmigrante ilegal, que trabajaba para una familia adinerada en una población cercana. Weir le llevó a Barnes el monedero del hombre asesinado. Un trofeo, como la cornamenta de un ciervo.

Weir dio en el clavo desde el principio. Les había dicho que escogió al mexicano por las ideas que tenía Barnes sobre los inmigrantes, pero que él personalmente no creía en esas causas extremistas: su único interés era ganar dinero con su talento, lo cual complació a todo el mundo. Weir, El Hombre Mágico, expuso su plan sobre Charles Grady durante el almuerzo, luego estrechó las manos de todos ellos y se marchó. Hacía unos cuantos días que Barnes y Stemple habían enviado a Nueva York al cobarde reverendo Swensen, ese pervertido, con instrucciones para matar a Grady el sábado por la noche. Y, como era de esperar, lo había echado todo a perder.

Se suponía que Hobbs debía estar «localizable» por teléfono, según dijo el señor Weir, «por si acaso lo necesitamos».

Y parecía que ese momento había llegado. Marcó el número del móvil que utilizaba Barnes, con otro nombre, y escuchó un abrupto «¿Sí?».

—Soy yo.

Ya que la policía estatal estaba buscando a Barnes por todo el país, habían acordado reducir al mínimo las conversaciones telefónicas.

—Tienes que hacer lo que dijimos en el almuerzo —dijo Barnes.

—Vale. Ir al lago.

—Correcto.

—¿Ir al lago y llevarme los aparejos de pesca?

—Exacto.

—Sí, señor. ¿Cuándo?

—Ahora. En este mismo instante.

—Entonces, a ello.

Barnes colgó bruscamente y Hobbs cambió la tortilla por un café con un sándwich de bacon y huevo, con doble de Kraft, para llevar. Cuando Jeddy Barnes decía «Ahora, en este mismo instante», era entonces y en ese mismo instante cuando uno tenía que hacer lo que quiera que fuese.

Cuando le prepararon la comida, salió del local, arrancó su camioneta descubierta y se dirigió a toda velocidad a la autovía. Tenía que hacer una parada: su caravana. Recogería la vieja Dodge, que tenía matriculada a nombre de una persona inexistente, y se encaminaría a toda velocidad hacia el «lago», que no era tal, sino un lugar concreto en la ciudad de Nueva York.

Tampoco «los aparejos de pesca» que tenía que llevar consigo al «lago» eran, desde luego, una caña y un carrete.

*****

De vuelta a Las Tumbas.

A un lado de la mesa atornillada al suelo estaba sentado, con expresión lúgubre, Joe Roth, el rechoncho abogado de Andrew Constable.

Al otro lado se hallaba Charles Grady y, junto a él, su segundo, Roland Bell. Amelia Sachs estaba de pie: la cruda sala de interrogatorios, con sus ventanas ictéricas y lechosas, renovaban su claustrofobia, que se había ido aplacando lenta, muy lentamente tras el terrible pánico vivido en el Cirque Fantastique. Se movía, inquieta, hacia adelante y hacia atrás.

La puerta se abrió y el guardia de Constable condujo al detenido hacia el interior de la sala y le esposó las manos por delante. Después, cerró la puerta y volvió al pasillo.

—No ha salido bien —fue lo primero que le dijo Grady.

La voz tranquila, extrañamente desapasionada, pensó Sachs, teniendo en cuenta que casi liquidan a su familia.

—¿Qué es lo que no ha salido bien? —comenzó diciendo Constable—. ¿Se refiere a ese loco de Ralph Swensen?

—No; me refiero a Erick Weir —dijo Grady.

—¿A quién? —La cara del hombre reflejó una expresión de extrañeza que parecía sincera.

El fiscal adjunto continuó, y le explicó los detalles del atentado contra la vida de su familia cometido por el ex ilusionista, reconvertido en asesino a sueldo.

—¡No, no, no!… Yo no tuve nada que ver con lo de Swensen, y no tengo nada que ver con esto. —El hombre miró con impotencia la superficie de la mesa, que estaba llena de marcas. Había inscripciones rayadas en la pintura gris, muy cerca de donde él tenía las manos. Parecía una a, luego una c y, a continuación, parte de una k—. Ya se lo he contado todo, Charles. Hay algunos tipos que yo conocí hace años, y que se han pasado más de la cuenta. Consideran que usted y el Estado son «el enemigo», porque trabajan con judíos, o afroamericanos o con quien sea, y no hacen más que malinterpretar lo que yo digo y utilizarme como excusa para ir a por usted. —A continuación, en voz más baja, añadió—: Se lo repito: le prometo que no tengo nada que ver con esto.

—Vamos a dejar ya de jugar, Charles —le dijo Roth al fiscal adjunto—. Lo único que está haciendo usted es lanzar el sedal por si cae algo. Si tiene algo que relacione a mi cliente con el asalto a su apartamento, entonces…

—Weir mató a dos personas ayer, y a un agente de policía. Eso lo convierte en un delito sancionado con la pena de muerte.

Constable se estremeció. Su abogado añadió con rotundidad:

—Bueno, lamento que sea así. Pero, según veo, usted no ha acusado a mi cliente. Porque no tiene ninguna prueba que le relacione con Weir, ¿verdad?

Grady no prestó atención a sus palabras y continuó:

—En este momento estamos negociando con Weir para que aporte pruebas contra los demás.

Constable miró a Sachs de arriba abajo. Parecía desamparado, y la mirada sugería que de alguna manera le estaba implorando ayuda. Tal vez esperaba que aportara la voz de la razón femenina. Pero ella permaneció callada, como Bell. No era de la incumbencia de ninguno de ellos discutir con los sospechosos. El detective estaba ahí para cuidar a Grady y para ver si se enteraba de más cosas sobre el atentado contra la vida del fiscal adjunto, el ya cometido y otros que pudieran producirse en el futuro. Sachs había ido por si podía recabar más información sobre Constable y sus socios para consolidar el caso contra Weir.

Además, ella sentía curiosidad por aquel hombre del que había oído decir que era un auténtico demonio, aunque la impresión que causaba era la de una persona razonable, comprensiva y sinceramente preocupada por los recientes acontecimientos. Rhyme se conformaba con examinar las pruebas; no tenía paciencia para estudiar la mente o el alma de un delincuente. Pero Sachs sentía fascinación por las cuestiones del bien y del mal. ¿Estaba en ese momento ante un hombre inocente o ante un nuevo Adolf Hitler?

Constable hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Mire, para mí no tiene sentido matarle. El Estado pondría a otro fiscal adjunto, el juicio continuaría, sólo que yo llevaría a la espalda una acusación por homicidio. ¿Para qué iba a querer yo hacer eso? ¿Qué motivo podría tener para matarle?

—Porque es un fanático, un asesino, un…

Constable le interrumpió, acalorado:

—Escuche. Ya he aguantado muchas cosas, señor. He sido arrestado, humillado delante de mi familia, insultado aquí y en la prensa… ¿y sabe cuál es el único delito que he cometido? —Alzó su mirada hasta encontrarse con la de Grady—: Hacer preguntas comprometidas.

—Andrew. —Roth le tocó el brazo, pero Andrew se liberó de él con una sonora sacudida. Estaba indignado y no había quien lo parara—. Aquí, aquí mismo, en esta habitación y ahora, voy a cometer los únicos crímenes de los que se me puede culpar. Primer delito: le estoy preguntando si no está de acuerdo en que cuando un gobierno se hace muy grande, pierde contacto con la gente. Cuando pasa eso, los polis acaban teniendo poder para meterle a un preso negro el mango de una fregona por el recto, un preso inocente, por cierto.

—Los atraparon —le rebatió Grady con apatía.

—Pero que a ellos les metan en la cárcel no le devuelve la dignidad a ese pobre hombre, ¿no le parece? ¿Y cuántos hay que no atrapan?… Mire lo que ha pasado en Washington. Se permite la entrada en nuestro país de terroristas que intentan matarnos, pero nosotros no nos atrevemos a ofenderles prohibiéndoles la entrada u obligándoles a que dejen las huellas digitales o a que lleven tarjetas de identificación… ¿Y qué me dice de otro delito? Permítame preguntarle: ¿por qué no admitimos todos que hay diferencias entre las razas y las culturas? Yo nunca he dicho que una raza sea mejor o peor que cualquier otra. Pero lo que sí digo es que si se mezclan, acabaremos lamentándolo.

—Hace ya unos años que acabamos con la segregación —dijo Bell—. Constituye un delito, ¿sabe?

—También era un delito vender alcohol, detective. Y era un delito trabajar en domingo. Y era legal que un niño de diez años trabajara en una fábrica. Pero la gente evolucionó y cambió esas leyes, porque no eran una muestra de la naturaleza humana.

Se inclinó hacia adelante y desvió la vista de Bell a Sachs.

—Amigos policías aquí presentes: permítanme hacerles una pregunta comprometida. Supongan que les avisan de que un hombre puede haber cometido un crimen, y ese sujeto es negro o hispano. Se lo encuentran en un callejón. Bien, pues ¿no tendrían el dedo en el gatillo un poco más listo para disparar que si el hombre fuera blanco? ¿Y si es blanco y tiene buena pinta: es decir, si no le falta ningún diente y lleva una ropa que no huele a demonios? En tal caso, ¿tendrían el dedo tan dispuesto como antes en el gatillo? ¿Le cachearían con algo más de cuidado?

El prisionero se echó hacia atrás en la silla e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—He ahí mis crímenes. Nada más. Hacer preguntas como ésas.

—Bien traído, Andrew —dijo Grady con cinismo—. Pero antes de que juegue a la carta de la persecución por sus ideas, ¿cómo explica el hecho de que Erick Weir almorzara con otras tres personas en el Riverside Inn de Bedford Junction hace dos semanas? Eso está a dos pasos de la sala de reuniones de la Unión Patriótica en Canton Falls, y como a cinco de su casa.

—¿El Riverside Inn? —dijo Constable parpadeando. Miró por la ventana, que estaba tan mugrienta que resultaba imposible saber si el cielo estaba azul, amarillo por la contaminación o nublado y gris.

Grady entrecerró los ojos:

—¿Cómo, sabe algo de ese sitio?

—Yo… —Su abogado le tocó en el brazo para que no siguiera hablando. Cuchichearon entre sí unos momentos.

Grady no pudo evitar seguir insistiendo.

—¿Conoce a alguien que sea cliente habitual allí?

Constable miró a Roth, que hizo un gesto negativo con la cabeza. El detenido permaneció en silencio.

—¿Qué tal es su celda, Andrew? —preguntó Grady al cabo de unos momentos.

—Mi…

—Sí, su celda aquí en el Centro de Detención.

—No me gusta demasiado, como supongo que ya sabe.

—Peor es en la cárcel. Y a usted le pondrán solo, ya que a los reclusos de color les encantaría…

—¡Vamos, Charles! —dijo Roth cansinamente—. No hay necesidad de eso.

—Bueno, Joe —dijo el fiscal adjunto—. Aquí estamos, casi al final de la película, y yo no he oído más que «yo no he hecho esto» y «yo no he hecho aquello». Y que hay alguien que le está tendiendo una trampa y utilizándole. Vale, pues si ése es el caso —se volvió hacia Constable—, levante el culo de ahí y demuéstremelo. Demuéstreme que no tuvo nada que ver con el intento de matarme a mí y a mi familia; y facilíteme los nombres de las personas que lo hicieron. Entonces hablaremos.

Más cuchicheos de consulta entre abogado y cliente.

—Mi cliente va a hacer algunas llamadas telefónicas —dijo al fin Roth—. En función de lo que averigüemos, tal vez esté dispuesto a cooperar.

—Con eso no basta. Quiero algunos nombres ahora.

Preocupado, Constable le dijo directamente a Grady:

—Así tiene que ser. Necesito estar seguro de esto.

—¿Teme tener que delatar a algunos de sus amigos? —Preguntó con frialdad el fiscal adjunto—. Bueno, dijo que le gusta hacer preguntas comprometidas…, pues déjeme hacerle una: ¿qué clase de amigos son esos que no les importa enviarle a la cárcel para el resto de su vida? —Grady se puso en pie—. Si no he tenido noticias suyas antes de las nueve de esta noche, mañana vamos a juicio, como estaba previsto.