Capítulo 32

—¡Hola!, ¿cómo va eso? —preguntó el hombre del traje gris, causando un sobresalto al callado y corpulento detective Luis Martínez, que trabajaba para Roland Bell.

El guardaespaldas estaba sentado en el sofá situado frente al televisor con el dominical del New York Times en el regazo.

—Tío, qué susto me has dado —le saludó con la cabeza, miró la placa y la tarjeta de identificación del recién llegado, y luego le estudió atentamente la cara—. ¿Vienes a relevarme?

—Exacto.

—¿Cómo has entrado? ¿Te han dado una llave?

—Me dieron una en la Central —hablaba en un tono de voz ronco y bajo, como si estuviera resfriado.

—¡Pues qué suerte tienes! —Comentó Luis—. Nosotros tenemos que compartir una, y es un coñazo.

—¿Dónde está el señor Grady?

—En la cocina, con su mujer y Chrissy. ¿Y cómo es que llegas antes de la hora?

—No sé —respondió—. Yo soy un mandado, y me dijeron a esta hora.

—Siempre la misma historia… —dijo Luis, adoptando una expresión de contrariedad—. Creo que no te conozco…

—Me llamo Joe David. Suelo trabajar en Brooklyn.

—Ah, sí —dijo Luis, asintiendo con la cabeza—. Allí es donde empecé yo, en la Setenta.

—Esta es la primera rotación de puesto que hago. En el grupo de escolta, quiero decir.

En la televisión estaban dando un anuncio en un volumen muy alto.

—Perdona —dijo Luis—, no te he oído; ¿has dicho que es tu primera rotación?

—Así es.

—Vale —dijo el corpulento detective—. ¿Y qué te parece si fuera también la última? —Luis dejó caer el periódico y se levantó de un salto del sofá, sacando con toda facilidad su Glock y apuntando con ella al hombre que él sabía era Erick Weir. Aunque habitualmente Luis era un tipo tranquilo, en ese momento gritó ante su micrófono:

—¡Está aquí! ¡Ha entrado… al cuarto de estar!

Los otros oficiales que habían estado esperando en la cocina, el detective Bell y ese teniente gordo, Lon Sellito, entraron por otra puerta, ambos con cara de asombro. Agarraron a Weir de los brazos y le sacaron la pistola con silenciador que llevaba en el cinturón.

—¡Al suelo! ¡Ya, ya, ya! —gritó Sellitto con una voz cruda y tensa mientras aplastaba su pistola contra la cara del asesino.

¡Y qué expresión tenía!, pensó Luis. Él había visto a lo largo de los años a muchos asesinos sorprendidos, pero ése se llevaba la palma. Estaba jadeando, incapaz de decir nada. Pero Luis supuso que los policías estaban tan sorprendidos como él.

—¿Por dónde coño ha entrado? —preguntó Sellitto sin aliento. Bell se limitó a hacer un gesto negativo, de consternación, con la cabeza.

Mientras Luis le ponía a Weir, sin ninguna delicadeza, unas esposas dobles, Sellitto se inclinó sobre el criminal y le dijo:

—¿Estás solo? ¿O tienes refuerzos fuera?

—No.

—¡No nos vengas con sandeces!

—¡Los brazos, me hace daño en los brazos! —dijo Weir entrecortadamente.

—¿Hay alguien contigo?

—No, no; lo juro.

Bell estaba llamando a los demás por su transmisor.

—¡Oh, cielos!… No me preguntes cómo, pero logró entrar.

Dos oficiales uniformados asignados al equipo SWAT se apresuraron a entrar en el apartamento desde el pasillo, donde habían estado escondidos, cerca del ascensor.

—Al parecer, apalancó la ventana de esta planta —dijo uno de ellos—; ¿sabes?, la que está al lado de la salida de incendios.

Bell miró a Weir y comprendió.

—¿La cornisa del Lanham? ¿Saltaste?

Weir no dijo nada, pero tenía que haber sido así. Había agentes apostados en el callejón que formaban los edificios del Hotel Lanham y el bloque de Grady, así como en los tejados de ambos. Pero no se les había pasado por la cabeza que recorrería la cornisa y saltaría por el respiradero.

—¿Y no hay señales de que haya alguien más? —preguntó Bell a los oficiales.

—No. Parece que está solo.

Sellitto se puso unos guantes de látex y le cacheó. El resultado fueron unas herramientas propias de ladrones, y varios accesorios y artículos de magia. Y, lo más extraño, los falsos dedos que llevaba bien pegados a los suyos de verdad. Sellitto se los quitó y los metió en una bolsa de plástico para pruebas. Si la situación no fuera tan desconcertante, que un asesino a sueldo hubiera logrado entrar en el apartamento de una familia a la que estaban dando protección, la imagen de las diez fundas de dedos metidas en una bolsa hubiera resultado cómica.

Examinaban a su presa mientras Sellitto seguía registrándole. Weir era musculoso, y su condición física excelente, a pesar de que el fuego le hubiera producido algunos daños; de hecho, tenía cicatrices por todas partes.

—¿Alguna identificación? —preguntó Bell.

Sellitto negó con la cabeza.

—E A. O. Schwarz[23] —dijo, lo cual significaba «placa y tarjeta de identificación del NYPD falsos y de mala calidad. No mucho mejores que los de juguete».

Weir miró en dirección a la cocina y vio que estaba vacía. Frunció el ceño.

—¡Ah! Los Gradys no están aquí —dijo Bell, como si fuera algo obvio.

El agresor cerró los ojos y posó la cabeza en la alfombra raída.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo lo habían averiguado?

Sellitto le dio la respuesta, si se podía calificar de tal:

—Bueno, ¿sabes una cosa? Hay alguien a quien le encantaría responder a esa pregunta. ¡Venga, que nos vamos de paseo!

*****

Lincoln Rhyme examinó al asesino esposado que había en la puerta del laboratorio, y le dijo:

—¡Bienvenido de nuevo!

—Pero… el fuego… —desconcertado, el hombre miró hacia la escalera que conducía al dormitorio.

—Discúlpenos por haberle estropeado su actuación —dijo Rhyme con frialdad—. Supongo que no ha logrado escapar de mí, después de todo, ¿verdad, Weir?

Weir volvió la mirada hacia el criminalista y dijo entre dientes:

—Yo ya no me llamo así.

—¿Te has cambiado de nombre?

—Legalmente, no; pero Weir pertenece a quien yo fui en tiempos. Ahora he cambiado de tercio.

Rhyme se acordó de la observación del psicólogo Terry Dobny referente a que el fuego había «matado» al antiguo Weir y éste se había convertido en otra persona.

El asesino estaba examinando en ese momento el cuerpo de Rhyme.

—Usted comprende a lo que me refiero, ¿no? A usted también le gustaría olvidar el pasado y convertirse en otra persona, imagino.

—¿Y cómo te llamas ahora?

—Eso es algo entre mi público y yo.

—¡Ah!, sí, tu venerado público.

Weir, amarrado con esposas dobles, perplejo y empequeñecido, llevaba puesto un traje gris de ejecutivo. Ya no lucía la peluca que se había puesto la noche anterior, sino su pelo auténtico, que era abundante, largo y rubio oscuro. A la luz del día Rhyme podía ver mejor las cicatrices del cuello: tenían un aspecto impresionante.

—¿Cómo dieron conmigo? —preguntó Weir con su voz sibilante—. Mis orientaciones les guiaron hacia…

—¿Hacia el Cirque Fantastique? Sí que lo hiciste. —Cuando Rhyme había vencido a un asesino, su humor mejoraba notablemente y le gustaba conversar—. Bueno, en realidad lo que quieres decir no es que nos orientaste, sino que nos desorientaste… ¿Lo ves?, estaba mirando las pruebas y me di cuenta de que el caso en conjunto parecía un poco demasiado fácil.

—¿Fácil? —dijo, y tosió.

—En el trabajo con escenas de crímenes hay dos tipos de pruebas. Están las pistas que el criminal deja sin darse cuenta, y están las pruebas colocadas, aquéllas que deja intencionadamente para despistarnos.

»Después de que todo el mundo se marchara apresuradamente para buscar las bombas en el circo, yo tuve esa sensación de que algunas de las pistas estaban "colocadas". Era evidente: los zapatos que dejaste en el apartamento de la segunda víctima tenían pelos de perro, excrementos y restos que conducían a Central Park. Se me ocurrió que un asesino listo podía haber puesto esa porquería y esos pelos de perro en los zapatos a propósito, y que luego los habría dejado en la escena para que los encontráramos y pensáramos en la zona que hay para perros cerca del circo. Y todas esas alusiones al fuego que hiciste ayer por la noche, cuando viniste a verme….

Miró a Kara:

—Eso es desorientación verbal, ¿no, Kara?

La mirada agitada de Weir recorrió a la joven de arriba abajo.

—Sí —respondió ella, mientras se echaba más azúcar al café.

—Pero mi intención era matarle —dijo Weir casi sin aliento—. Si le hubiera dicho todas esas cosas para despistarle sería señal de que quería que estuviera vivo.

Rhyme soltó una carcajada.

—No intentaste matarme en absoluto. Nunca fue tu intención. Querías que pareciera eso para dar credibilidad a tus palabras. Lo primero que hiciste después de prender fuego a mi apartamento fue salir corriendo y llamar al 911 desde un teléfono público. Lo comprobé con la centralita. La persona que llamó dijo que podía ver las llamas desde la cabina. Pero la cabina está en la esquina, y desde allí no se ve mi dormitorio. A propósito, fue Thom quien lo comprobó. Gracias, Thom —Rhyme llamó a su ayudante que, por casualidad, pasaba en ese momento por la puerta del dormitorio.

Nada[24]—fue la lacónica respuesta.

Weir cerró los ojos, moviendo la cabeza en sentido negativo al darse cuenta de la proporción de su error.

Rhyme entrecerró los ojos para ver la pizarra con las pruebas.

—Todas las víctimas tenían profesiones o intereses relacionados con los artistas de circo: intérprete de música, maquillador, amazona. Y las técnicas de los asesinatos eran trucos de magia también. Pero si el motivo que te movía realmente era destruir a Kadesky, nos habrías conducido hacia cualquier otra cosa que no fuera el Cirque Fantastique, no hacia éste directamente. Y eso significa que procurabas apartarnos de otra cosa. ¿De qué? Miré otra vez la pizarra con las pruebas. En la tercera escena, junto al río, te sorprendimos: no tuviste tiempo de llevarte la chaqueta, con el pase de prensa y la llave de tarjeta del hotel en el bolsillo, lo que significaba que no eran pistas colocadas a propósito. Tenían cierta conexión legítima con lo que estabas tramando realmente.

»La llave del hotel pertenecía a uno entre tres hoteles, uno de ellos era el Lanham Arms, que al detective Bell le resultaba familiar, así que consultó su registro. Daba la casualidad de que hacía una semana que él había estado tomando café con Charles Grady en el bar de ese hotel para hablar de la escolta para su familia. Roland me dijo que el Lanham estaba justo al lado del apartamento de Grady. ¿Y qué pasaba con el pase de prensa? Yo llamé al periodista a quien se lo robaste. Estaba encargado de cubrir el proceso de Andrew Constable y había entrevistado a Charles Grady varias veces… Encontramos algunas virutas metálicas y nos temimos lo peor: que procedían del temporizador de una bomba; aunque podían haber sido de una llave o de una herramienta.

Sachs le relevó en el relato de los hechos.

—Y luego, ¿qué me dices de la página de The New York Times que encontramos en el coche, en el río? Pues que tenía un artículo sobre el circo, sí. Pero había también otro artículo sobre el proceso de Constable.

Señaló con la cabeza la pizarra con las pruebas.

Continuó Rhyme:

—Y también está la factura del restaurante. Deberías haberla tirado.

—¿Qué factura? —dijo Weir con un gesto de extrañeza.

—La que estaba en tu chaqueta, de hace dos sábados.

—Pero ese fin de semana yo estuve… —Se interrumpió de súbito.

—Fuera de la ciudad, ¿es eso lo que ibas a decir? —preguntó Sachs—. Sí, ya lo sabemos. La factura es de un restaurante de Bedford Junction.

—No sé de lo que está hablando…

—Un agente de Canton Falls que está investigando el grupo llamado Unión Patriótica llamó a mi teléfono preguntando por Roland —dijo Rhyme—. Reconocí la zona gracias al localizador de llamadas: tenía el mismo código que la factura del restaurante.

Los ojos de Weir estaban cada vez más inmóviles. Rhyme prosiguió:

—Y resulta que Bedford Junction es la ciudad más próxima a Canton Falls, que es donde vive Constable.

—¿Quién es el tal Constable del que no deja de hablar? —preguntó con interés. Pero Rhyme podía ver en sus ojos señales que delataban que le conocía.

Esta vez fue Sellitto quien le relevó:

—¿Fue Barnes una de las personas con las que almorzaste? ¿Jeddy Barnes?

—No sé a quién se refiere.

—Pero tú conoces la Unión Patriótica, ¿no?

—Sólo por lo que he leído en los periódicos.

—No te creemos —dijo Sellitto.

—Créanse lo que les parezca —les espetó Weir. Rhyme advirtió la intensa ira que había en sus ojos, la ira que había predicho Dobyns. Tras una pausa continuó—: ¿Y cómo se han enterado de mi nombre auténtico?

Nadie contestó, pero Weir dirigió la mirada hacia las últimas anotaciones sobre él que figuraban en la pizarra de pruebas. Su cara fue ensombreciéndose, y dijo, entrecortadamente:

—Alguien me ha traicionado, ¿no? Les han contado lo del incendio y lo de Kadesky. ¿Quién ha sido? —una sonrisa depravada al desviar su mirada de Sachs a Kara y, finalmente, posarla en Rhyme—. ¿Fue John Keating? Les dijo que le había llamado, ¿no? ¡Cobarde de mierda! Nunca me hizo frente. ¿Y también Art Loesser, no? Son todos unos malditos judas. No les olvidaré; yo nunca me olvido de la gente que me traiciona. —Tuvo un golpe de tos. Cuando se le pasó, Weir dirigió la mirada hacia el otro extremo de la habitación—. Kara…, ¿es así como ha dicho que te llamas? ¿Quién eres tú?

—Soy una ilusionista —respondió ella, desafiante.

—Una de los nuestros —dijo Weir burlón, mirándola de arriba abajo—. Una chica ilusionista… ¿Y de qué haces, de asesora o algo así? Tal vez cuando me suelten vaya a hacerte una visita…, tal vez te haga desaparecer.

—¡Ah! No creo que le suelten, al menos en esta vida, Weir —le espetó.

La risa ahogada de El Prestidigitador era heladora.

—Entonces, ¿qué te parece «cuando me escape»? Los muros no son más que una ilusión, después de todo.

—No creo que vayas a tener tampoco muchas posibilidades de escapar —añadió Sellitto.

—Bueno —dijo Rhyme—, yo ya te he dado respuesta al «cómo», Weir o comoquiera que te llames. ¿Qué te parece si tú me respondes al «porqué»? Nosotros pensamos que se trataba de una venganza contra Kadesky, pero ahora resulta que andas detrás de Grady. ¿Qué eres, una especie de sicario ilusionista?

—¿Venganza? —preguntó Weir, furioso—. ¿Y para qué coño sirve la venganza? ¿Va a quitarme las cicatrices y a arreglarme los pulmones? ¿A devolverme a mi mujer?… No entiende ni un carajo. Lo único en mi vida, lo único que ha significado algo para mí es actuar. El ilusionismo, la magia. Mi maestro estuvo preparándome para la profesión toda mi vida. Y el fuego me lo arrebató. No tengo fuerzas para salir al escenario. Tengo una mano deformada, la voz estropeada…, ¿quién iba a venir a verme? No puedo hacer lo único para lo que Dios me ha dado talento. Si la única forma de que pueda actuar es violando la ley, pues eso es lo que haré.

El síndrome del fantasma de la ópera.

Volvió a mirar el cuerpo de Rhyme.

—¿Cómo se sintió usted después del accidente, al pensar que no podría volver a ser poli?

Rhyme permaneció en silencio, pero las palabras del asesino hicieron mella en él. ¿Cómo se había sentido? Con la misma furia que impelía a Erick Weir, sí. Y, efectivamente, tras el accidente, los conceptos del bien y del mal se esfumaron por completo. ¿Por qué no ser un criminal?, había pensado, inmerso en la locura de la ira y la depresión: «Yo soy capaz de encontrar pruebas mejor que cualquier otro ser humano en la faz de la Tierra. Y eso significa que también puedo manipularlas. Podría cometer el crimen perfecto…».

Al final, desde luego, gracias a personas como Terry Dobyns, a otros médicos y a compañeros de la policía, así como a su propio espíritu, esos pensamientos se fueron apagando hasta desvanecerse. Pero, en efecto, él sabía exactamente a lo que Weir se refería; aunque ni en los momentos más sombríos y amargos se había planteado comenzar una nueva vida, salvo, por supuesto, la suya propia.

—¿Así que vendiste tu talento como un mercenario?

Weir pareció darse cuenta de que había perdido el control por unos momentos y había hablado demasiado. Se negó a decir nada más.

La ira que sentía Sachs hizo que saliera lo mejor que había en ella. Se acercó a la pizarra, arrancó varias fotografías de las primeras dos víctimas y se las puso violentamente a Weir delante de los ojos, bramando:

—¿Mataste a estas personas sólo por diversión? ¿No significaban nada más para ti?

Weir le mantuvo la mirada, displicente. Acto seguido miró a su alrededor y soltó una carcajada.

—¿De verdad creen que pueden mantenerme en la cárcel? ¿No saben lo que consiguió Harry Houdini, a quien desnudaron y pusieron en una celda para presos condenados a muerte en Washington D.C.? Escapó de allí tan deprisa que tuvo tiempo de abrir todas las puertas de la galería y de intercambiar a los condenados antes de que volviera de almorzar el jurado encargado de evaluar aquel desafío.

—Sí, bueno, eso fue hace mucho tiempo —dijo Sellitto—. Ahora estamos un poquito más avanzados… —Se volvió para dirigirse a Rhyme y Sachs—. Me lo voy a llevar a la central, a ver si quiere compartir con nosotros algunas cositas más.

Pero, conforme se dirigían a la puerta, Rhyme les dijo:

—Un momento. —Estaba mirando la pizarra con las pruebas.

—¿Qué pasa? —preguntó Sellitto.

—Cuando se libró de Larry Burke tras dejar la feria de artesanía, se quitó las esposas.

—Exacto.

—Encontramos saliva, ¿recordáis? Mírale la boca y comprueba que no tenga una ganzúa o una llave escondidas ahí.

—No —dijo Weir—. De veras.

Sellitto se puso los guantes de látex que le ofreció Mel Cooper.

—Abre. Como me muerdas, lo que van a desaparecer son tus huevos, ¿entendido? Un mordisco y ya no habrá huevos.

—Comprendido —El Prestidigitador abrió la boca y Sellitto la iluminó con la linterna, recorriendo el interior con el haz de luz—. Nada.

Rhyme añadió:

—Hay otro sitio en el que tenemos que mirar.

—Linc, ya me aseguraré de que lo hacen los de la Central —dijo Sellitto—. Hay cosas que yo no hago por el dinero que me pagan.

Conforme el detective conducía a Weir hacia la puerta, Kara dijo:

—Esperen. Examinen sus dientes. Muévanlos un poco, sobre todo las muelas.

Weir se puso tenso al ver acercársele a Sellitto.

—No puede hacer eso.

—Abre —estalló el corpulento detective—. ¡Ah! y lo que te dije de los huevos sigue en pie.

El Prestidigitador suspiró.

—A la derecha, en el molar superior. Me refiero a mi derecha.

Sellitto echó una mirada a Rhyme, introdujo los dedos en la boca de Weir y tiró con suavidad. Al salir, los dedos sostenían un diente falso, dentro del cual había una pequeña pieza de metal doblado. El detective lo volcó sobre un panel de examen y le volvió a colocar el diente.

—Es muy pequeño. ¿De verdad le sirve para algo? —preguntó Sellitto.

—Oh —dijo Kara examinándolo—; con eso, sería capaz de abrir un par de esposas reglamentarias en unos cuatro segundos.

—Eres demasiado, Weir. ¡Venga!

A Rhyme se le ocurrió otra cosa:

—Oye, Lon: cuando nos ha ayudado a encontrar la ganzúa en el diente, ¿no te ha dado la impresión de que podía tratarse de una pequeña «desorientación»?

—Tiene razón —asintió Kara.

Weir pareció indignarse cuando vio que Sellitto se disponía a buscar de nuevo. Esta vez, el detective comprobó todos y cada uno de los dientes. Encontró una segunda ganzúa en otro diente falso parecido al primero, en la fila inferior izquierda.

—Voy a asegurarme de que te ponen en un lugar realmente especial —dijo el detective en tono amenazante. A continuación llamó a otro oficial para que entrara en el cuarto y le colocara unos grilletes dobles en los tobillos.

—Así no puedo andar —se quejó Weir casi sin aliento.

—Anda a pasitos —dijo Sellitto con frialdad—. No tienes más que andar pasito a pasito.