A él no le preocupaba tanto el fuego en sí.
Edward Kadesky cubrió a la carrera la corta distancia que separaba el apartamento de Lincoln Rhyme de la carpa del Cirque Fantastique. Iba pensando que, con los nuevos adelantos y retardadores del fuego, incluso los peores incendios de teatros y circos avanzaban muy despacio. Pero no, el verdadero peligro residía en que cundiera el pánico, en las toneladas de músculo humano, en la estampida que te pisotea, te descuartiza, te aplasta y te ahoga. Huesos rotos, pulmones reventados, asfixia…
Salvar a la gente en una catástrofe de un circo significa sacarles del lugar sin que se produzcan escenas de pánico. En el pasado, lo tradicional era que para alertar a los payasos, acróbatas y otros trabajadores de que se había declarado un incendio, el maestro de ceremonias hacía una señal discreta al director de la orquesta, quien daba comienzo a la interpretación de la animada marcha de John Philip Sousa Barras y estrellas para siempre. Los empleados debían entonces ocupar unas posiciones estratégicas y guiar al público hacia unas salidas específicas (por supuesto, aquellos empleados que no se limitaban, sencillamente, a abandonar el barco).
Con el tiempo, la melodía ha sido sustituida por otros procedimientos mucho más eficaces para la evacuación de una carpa circense. Pero… ¿y si explotara una bomba de gasolina, vertiéndose oleadas de llamas por todas partes?
La multitud se lanzaría en tropel hacia las salidas y morirían un millar de personas aplastadas.
Edward Kadesky entró corriendo en la carpa y vio a seiscientas personas esperando con impaciencia a que comenzara el espectáculo.
Su espectáculo.
Eso fue lo que pensó. El espectáculo que él había montado. Kadesky había sido vendedor ambulante en barracas de feria, telonero en teatros de segunda de ciudades de tercera, encargado de las nóminas y vendedor de entradas en inmundos circos regionales. Llevaba años esforzándose por llevar al público espectáculos que fueran más allá del lado chabacano del negocio, el aspecto más carnavalesco de los circos. Ya lo había hecho una vez, con el circo Hasbro and Keller Brothers (que Erick Weir había destrozado). Luego volvió a hacerlo con el Cirque Fantastique, un espectáculo de fama mundial que confería legitimidad e incluso prestigio a una profesión menospreciada a menudo por los asiduos al teatro y la ópera, e ignorada por los espectadores de El y de MTV[22].
Recordaba la ola de calor abrasador que salía de la carpa del Hasbro en Ohio. Las partículas de ceniza, que parecían nieve gris y mortífera. La crepitación de las llamas, ese ruido infernal y asombroso que producen, mientras su espectáculo se derrumbaba delante de sus ojos.
Aunque había una diferencia: hacía tres años, la carpa estaba vacía. Hoy, millares de hombres, mujeres y niños estarían en mitad del desastre.
La ayudante de Kadesky, Katherine Tunney, una joven morena que había hecho una vertiginosa carrera en la organización de parques Disney antes de trabajar con Kadesky, advirtió la preocupación en su mirada y se puso a su lado al instante. Ésa era una de las muestras de su talento: le adivinaba el pensamiento casi por telepatía.
—¿Qué pasa? —le susurró.
Kadesky le puso al corriente de lo que le habían contado Lincoln Rhyme y los policías. La joven, al igual que él, empezó a recorrer con los ojos toda la carpa, buscando la bomba y a la vez mirando a las víctimas.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó lacónicamente.
Él se quedó pensando unos instantes y a continuación le dio una serie de instrucciones.
—Después, márchate; sal de aquí —añadió.
—Y tú, ¿vas a quedarte? ¿Qué vas a…?
—¡Haz lo que te digo! —dijo con firmeza. Luego, apretó la mano de la joven. En un tono de voz más suave, añadió—: Nos encontraremos fuera. Todo irá bien.
A Kadesky le pareció que ella quería abrazarle, pero con la mirada le indicó que no lo hiciera. Se les veía desde la mayoría de los asientos, y no quería que nadie del público pensara ni por un momento que pasaba algo.
—Ve despacio, sonríe. Recuerda que, ante todo, somos artistas.
Katherine asintió con la cabeza y se dirigió primero al encargado de iluminación y después al director de orquesta, para darles las instrucciones de Kadesky. Por último, se colocó en su puesto junto a la entrada principal.
Enderezándose la corbata y abotonándose la chaqueta, Kadesky dirigió una mirada a la orquesta e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Se escuchó un redoble de tambor.
Comienza la función, pensó.
Conforme avanzaba pausadamente, sonriendo, hacia el centro de la pista, fue haciéndose el silencio entre el público. Se detuvo en el centro exacto del círculo y el redoble de tambor cesó. Momentos después le iluminaron dos focos blancos. Aunque había dicho a Katherine que diera instrucciones al responsable de iluminación para que dirigiera hacia él los focos principales, no pudo evitar un grito ahogado, al creer por un instante que las luces brillantes procedían de la detonación de la bomba.
Pero la sonrisa no se borró de su boca ni un segundo y se recuperó enseguida. Se llevó a la boca un micrófono inalámbrico y comenzó a hablar.
—Buenas tardes, señoras y señores. Bienvenidos al Cirque Fantastique —tranquilo, agradable, imperioso—. Hoy hemos preparado para todos ustedes un espectáculo maravilloso. Para empezar, voy a pedirles que sean comprensivos. Me temo que vamos a causarles unas pequeñas molestias, pero creo que merecerá la pena. Tenemos una actuación especial fuera de la carpa. Les ruego mil disculpas… Intentamos meter el Hotel Plaza aquí, pero la dirección no nos lo permitió…, dijeron algo así como que los huéspedes no estarían de acuerdo… —una pausa para las risas—. Así que voy a pedirles que no pierdan sus entradas y que salgan a Central Park.
El público empezó a murmurar, preguntándose en qué consistiría el número.
—Colóquense por aquí cerca, donde deseen —decía, sonriendo—. Siempre que vean los edificios de Central Park South, verán también la actuación.
Risas y emoción en las gradas. ¿Qué querría decir con eso? ¿Sería que los acróbatas iban a hacer algún número entre los rascacielos?
—Eso es: las filas de abajo primero, de manera ordenada, por favor. Salgan por la salida que tengan más próxima.
Las luces de la sala se dirigieron hacia arriba. Vio a Katherine Tunney de pie junto a la puerta, sonriente e indicando a la gente por dónde debía salir. Por favor, pensó dirigiéndose a ella, sal ya, ¡vete!
El público iba abandonando sus localidades, charlando en voz alta, Kadesky apenas los distinguía ahora, con esa luz deslumbrante. Miraban a sus acompañantes, se preguntaban quién debería ser el primero en salir y hacia dónde dirigirse. Después llamaban a los niños para que no se separaran de ellos, recogían los bolsos y las bolsas de palomitas, buscaban las entradas…
Kadesky sonreía conforme les observaba levantarse y dirigirse hacia las salidas, hacia un lugar seguro. Pero lo que pensaba era lo siguiente: Chicago, Illinois, diciembre de 1903. En una matinée del famoso vodevil de Eddie Foy en el Teatro Iroquois, un foco fue el origen de un incendio que se extendió rápidamente del escenario al patio de butacas. Las dos mil personas que había dentro corrieron despavoridas hacia las salidas, bloqueándolas de tal manera que no permitían la entrada a los bomberos. Fue una muerte terrible para más de seiscientas personas.
Hartford, Connecticut, julio de 1944. Otra matinée; en el Circo Ringling Brothers & Bailey. Justo cuando la popular familia Wallenda comenzaba su famoso número de equilibrismo se declaró un pequeño incendio en la parte sureste de la carpa, que no tardó en devorarla por completo, pues había sido impermeabilizada con gasolina y parafina. En cuestión de minutos, más de ciento cincuenta personas murieron quemadas, ahogadas o aplastadas.
Chicago, Hartford, y tantas otras ciudades. Miles de muertes horribles en incendios declarados en teatros y circos a lo largo de los años. ¿Pasaría lo mismo allí? ¿De ese modo pasaría a la historia su espectáculo, el Cirque Fantastique?
La carpa iba vaciándose con fluidez. Aun así, el precio por evitar que cundiera el pánico era que el proceso de salida fuera lento. Todavía quedaba mucha gente en el interior, algunos de los cuales, al parecer, permanecían sentados porque preferían no salir a ver la actuación del exterior. Cuando hubiera salido la mayor parte del público, él mismo tendría que informarles de lo que pasaba en realidad.
¿Para cuándo estaba programada la explosión de la bomba? Era probable que no fuera algo inmediato. Weir daría una oportunidad a los que llegaran tarde para que entraran y tomaran asiento, y así causar más daño. En ese momento eran las dos y diez. Tal vez lo había programado para una hora exacta, como las dos y cuarto o las dos y media.
¿Y dónde estaba?
No se le ocurría dónde podía colocarse una bomba para que causara el mayor daño posible.
Recorrió la carpa con la mirada hasta llegar a la multitud que se aglomeraba en la puerta principal, y allí vio la silueta de Katherine: la joven le hacía gestos con la mano para que abandonara el lugar.
Pero iba a quedarse. Haría todo lo que fuera necesario para evacuar la carpa, incluso llevar a la gente de la mano y conducirles hasta la puerta, o empujarles si fuera necesario; y luego volvería a por más, aunque la carpa estuviera viniéndose abajo en trozos candentes. Él sería la última persona en salir.
Con una amplia sonrisa le hizo un gesto negativo con la cabeza a Katherine, se puso el micrófono en la boca y siguió hablándole al público del precioso número que les esperaba fuera. De repente le interrumpió una música a un volumen muy alto. Se volvió hacia el lugar destinado a la orquesta. Los músicos, siguiendo sus propias instrucciones, se habían ido, pero el director estaba allí, ante la consola desde la que controlaba la música grabada que utilizaban a veces. Sus miradas se encontraron, y Kadesky le hizo un gesto con la cabeza que indicaba su aprobación. El director, un veterano de la vida circense, había puesto una cinta y subido el volumen. El tema era Barras y estrellas para siempre.
*****
Amelia Sachs se abrió paso entre la multitud que salía del Cirque Fantastique y se dirigió corriendo al centro de la pista, desde donde se oía la marcha atronadora y en donde, micrófono en mano, se encontraba Edward Kadesky instando con entusiasmo a todo el mundo a que saliera a ver el número especial (Sachs dedujo que era para evitar que cundiera el pánico).
Una idea brillante, pensó, imaginando el espantoso tumulto que podía organizarse si todas las personas que cabían allí se apresuraban a salir al mismo tiempo.
Sachs fue la primera oficial de policía en llegar. El sonido cada vez más cercano de sirenas le hizo pensar que no tardarían en presentarse otros equipos de emergencias de rescate, pero no esperó a que llegara nadie; se puso a buscar sin perder un segundo. Miró alrededor, intentando imaginar cuál sería el mejor lugar para colocar una bomba. Para que el número de víctimas fuera el mayor posible, supuso que la habría colocado debajo de alguna tribuna descubierta, al lado de una entrada.
El dispositivo (o dispositivos) sería voluminoso. A diferencia de los explosivos de dinamita o plástico, las bombas de gasolina tienen que ser grandes para que causen un daño significativo. Podía estar escondida en un contenedor para el transporte de mercancías o en una caja de cartón grande. Tal vez en un bidón de aceite. Vio un contenedor de plástico para basura —grande, con una capacidad de unos doscientos litros—, calculó que estaba justo a un lado de la salida principal. Por él pasaban, lentamente, docenas de personas que salían al exterior. En el interior de la carpa había veinte o veinticinco contenedores verde oscuro como aquél, y eran el lugar perfecto para esconder bombas.
Sachs se dirigió corriendo hasta el más próximo. No podía ver lo que había en el interior, ya que la tapadera tenía forma de cono, con una portilla de vaivén. Pero Sachs sabía que dicha puerta no se habría utilizado como detonador (el estaño les había servido para deducir que estaba empleando un temporizador). Se sacó una pequeña linterna del bolsillo trasero y enfocó con ella el interior del bidón, sucio y maloliente. Los papeles, envoltorios de alimentos y los vasos vacíos lo llenaban ya hasta más de la mitad de su capacidad; no se veía el fondo. Sachs lo sacudió un poco: pesaba tan poco que no podría contener ni siquiera cuatro litros de gasolina.
Otra mirada por la carpa. Aún había cientos de personas dentro, caminando lentamente hacia las puertas.
Y docenas de contenedores que comprobar. Se dirigió hacia el siguiente.
De repente se paró y entrecerró los ojos. Debajo de la tribuna principal y muy cerca de la salida sur de la carpa había un objeto de medio metro cuadrado, aproximadamente, cubierto por una lona negra. Sachs se acordó de inmediato del truco de Weir en el que había usado un trapo para esconderse. Hubiera lo que hubiese debajo de la lona, era prácticamente invisible y lo suficientemente grande como para que cupieran allí cientos de litros de combustible.
Y a pocos metros de allí las personas se contaban por docenas.
Fuera del circo, el sonido de las sirenas fue aumentando, y después, apagándose conforme los vehículos de emergencia iban aparcando cerca de la carpa. Empezaron a entrar bomberos y agentes de policía. Sachs enseñó su placa al que estaba más cerca.
—¿Ha llegado ya la Brigada de Explosivos?
—Tardarán cinco o seis minutos aún.
Sachs asintió y le indicó que registraran con esmero los contenedores de basura. Ella se dirigió a la caja tapada con la lona.
Y, entonces, sucedió.
No la explosión de la bomba, sino el pánico, que pareció estallar tan rápido como la detonación.
Sachs no estaba segura de qué lo había provocado; seguramente la presencia en el exterior de vehículos de emergencia y de bomberos, que se abrían paso hacia el interior, hizo que algunos clientes se alarmaran. Sachs oyó una serie de estallidos en la puerta principal. Reconoció en ellos el mismo sonido que había escuchado el día anterior: la enorme bandera con el Arlequín ondeando al viento. Pero las personas que salían por aquella puerta debieron de creer que eran disparos, y se volvieron, presas del pánico, intentando buscar otras salidas. De repente, la carpa se vio invadida por una atronadora voz colectiva, como un suspiro hacia adentro provocado por el miedo. Un gran susurro, un rugido.
Acto seguido, la ola rompió.
Chillando y dando alaridos, la gente se dirigió en estampida hacia las puertas. Sachs recibió un empujón por la espalda y se dio en el pómulo contra el hombro de un señor que estaba delante de ella; el golpe la dejó atontada. El griterío aumentó; se escuchaban alaridos y chillidos sobre fuego, sobre bombas y sobre terroristas.
—¡No empujen! —gritó Sachs.
Pero nadie la oyó. De todas maneras, sería imposible detener aquella marea de gente. Un millar de individuos se habían convertido en una única entidad. Algunas personas intentaron valerse por sí mismas y no integrarse en la marabunta, pero la fuerza que les empujaba desde atrás se lo impedía y acababan formando parte de la bestia, que se dirigía dando bandazos hacia la luz de la puerta.
Sachs sacó de un tirón el brazo, que se le había quedado atrapado entre dos adolescentes de caras rubicundas y desencajadas por el miedo. Le dieron otro empellón en la cabeza y vio un trozo de piel rasgada sobre el suelo de la carpa. Sachs dio un grito ahogado, al creer que estaban pisoteando a un crío, pero no, se trataba de un globo. Un biberón, un trozo de tela verde, palomitas, una máscara de Arlequín, un Discman…, todo destrozado bajo el enorme peso de los pies. Si alguien se caía, moriría en unos segundos. Ella misma sentía que perdía el equilibrio y que no tenia control sobre sí, parecía que podía caerse al suelo en cualquier momento, sin poder evitarlo.
Entonces sintió que la levantaban literalmente del suelo, quedaba encajonada entre dos cuerpos sudorosos, el de un hombre corpulento con una camisa de Izod, que llevaba en brazos a un niño llorando, y el de una mujer que parecía ir desmayada. Los gritos, tanto de niños como de adultos, aumentaron y alimentaron el pánico. El calor la envolvió, en unos pocos instantes era casi imposible respirar. La presión que sentía en el pecho amenazaba con aplastarle el corazón. La claustrofobia, el mayor miedo de Sachs, la estrechaba entre sus brazos y se sintió tragada por una insoportable sensación de reclusión.
Si te mueves no pueden cogerte…
Pero ella no se movía en absoluto. Estaba atrapada en una masa asfixiante de cuerpos fuertes y húmedos, que ya habían dejado de ser humanos para convertirse en una colección de músculos, sudor, puños, saliva y pies que se empujaban entre sí.
¡Por favor, no! ¡Por favor, dejadme salir! ¡Dejadme que saque una mano! ¡Dejadme tomar una bocanada de aire!
Le pareció ver sangre. Le pareció que veía trozos de carne.
Tal vez fueran suyos.
Por terror, tanto como por dolor y asfixia, Amelia Sachs sintió que perdía el conocimiento.
¡No! ¡No te caigas debajo de todos estos pies! ¡No te caigas!
¡Por favor!
No podía respirar. No le entraba en los pulmones ni un milímetro cúbico de aire. Entonces vio una rodilla a muy poca distancia de sus ojos. Se clavó en su pecho y permaneció allí, como si estuviera anclada. Olía a vaqueros sucios; vio una bota raspada delante de sus ojos, a pocos centímetros.
¡Por favor, que no me caiga!
Entonces, se dio cuenta de que tal vez ya se hubiera caído.