Capítulo 29

La mañana del domingo fue frustrante, porque la búsqueda de Erick Weir se estancó.

El equipo descubrió que después del incendio de Ohio el ilusionista había permanecido varias semanas en la unidad de quemados de un hospital local, y se había marchado por su cuenta, sin haber recibido el alta oficial. Se sabía también que poco después vendió la casa que tenía en el centro de Las Vegas, pero en ningún registro público había constancia de que hubiese comprado otra. Sin embargo, Rhyme pensó que en una ciudad en la que circulaba tanto dinero en efectivo sería fácil comprar algo pequeño en el desierto y pagarlo con un buen fajo de billetes. Nada de preguntas, nada de documentos públicos.

También consiguieron dar con la madre de su difunta esposa, pero la señora Cosgrove no tenía ni idea del paradero de Weir. Éste jamás habló con sus suegros después del desastre para darles el pésame por la muerte de su hija. Pero eso no le había sorprendido, añadió. Weir era un hombre egoísta y cruel, explicó, que se había obsesionado con su joven hija y que prácticamente la hipnotizó para obligarla a casarse con él. Ninguno de los parientes de Cosgrove había tenido contacto con Weir.

Cooper reunió más información después de buscar datos sobre él en los ordenadores, aunque no encontró muchos. Ningún informe del VICAP ni del NCIC. No había más detalles sobre el sujeto, y los oficiales encargados de rastrear la pista de sus familiares sólo descubrieron que sus padres habían muerto, que era hijo único y que no pudieron localizar a ningún otro allegado.

Avanzada la mañana, Art Loesser, el otro ayudante de Weir, les devolvió la llamada desde Las Vegas. No le extrañó enterarse de que andaban a la busca de su antiguo jefe en relación con un crimen, y les repitió lo que ya sabían: que Weir era uno de los mejores ilusionistas del mundo, pero que se había tomado su profesión demasiado en serio, y que era conocido por sus arriesgados números y su mal genio. Loesser aún tenía pesadillas en las que soñaba que era su aprendiz.

He dicho me parece daño, pero quería haber dicho que se me aparece en sueños. Y se me sigue apareciendo.

—Todos los jóvenes aprendices están influidos por sus mentores —dijo Loesser por el altavoz—. Pero mi terapeuta dice que en el caso de Weir estábamos hipnotizados por él.

Así que los dos hacían terapia.

—Dice que con Weir se había establecido una relación parecida al síndrome de Estocolmo. ¿Sabe lo que es eso?

Rhyme dijo que estaba familiarizado con esa situación en la que los secuestrados establecen vínculos estrechos con sus secuestradores, por quienes llegan incluso a sentir afecto y amor.

—¿Dónde le vio por última vez? —preguntó Sachs. Como ya había pasado el ejercicio de evaluación, aquel día no llevaba uniforme, sino unos téjanos y una camisa de punto de color verde bosque.

—En el hospital, en la unidad de quemados. Fue hace unos tres años. Al principio iba a visitarlo con regularidad, pero sólo hablaba de vengarse de quien le hubiese perjudicado alguna vez o no aprobase su tipo de magia. Luego desapareció y desde entonces no he vuelto a verle.

Pero, acto seguido, el antiguo ayudante añadió que hacía alrededor de un par de meses que Weir le había llamado inesperadamente. Más o menos en la misma época, pensó Rhyme, en que había llamado a su compañero. Respondió al teléfono la esposa de Loesser.

—No dejó ningún número y dijo que volvería a llamar, pero no lo hizo. Gracias a Dios. No sé si hubiera podido soportarlo.

—¿Sabe dónde estaba cuando llamó?

—No. Se lo pregunté a Kathy, porque temía que hubiese vuelto a la ciudad, pero me dijo que él no se lo había dicho y que la llamada procedía de fuera de la zona y carecía de identificación del número de origen.

—¿No le dijo a su esposa por qué llamaba ni le dio ninguna pista sobre el lugar en que se encontraba?

—Me dijo que parecía extraño, agitado. Hablaba en susurros y era difícil entenderle. Recuerdo que eso le pasó a partir del incendio. Sufrió lesiones pulmonares, y eso le hacía aún más temible.

Dímelo a mí, pensó Rhyme.

—Preguntó si sabíamos algo de Edward Kadesky, el productor del espectáculo de Hasbro en el momento del incendio. Eso fue todo.

Loesser no pudo dar ninguna otra información útil y dieron por terminada la conversación.

Thom dejó pasar al laboratorio a dos policías. Sachs las saludó con la cabeza y se las presentó a Rhyme: Diane Franciscovich y Nancy Ausonio.

Recordó que eran las que habían acudido al primer asesinato y que habían recibido el encargo de seguir la pista de las esposas antiguas.

—Hablamos con todos los comerciantes que nos recomendó el director del museo —dijo Franciscovich. A pesar de que llevaban unos uniformes impecables, tanto la morena alta como la rubia más baja parecían agotadas. Daba la impresión de que se habían tomado la misión en serio y que probablemente no habían dormido nada esa noche.

—Las esposas son unas Darby, como usted pensaba —dijo Ausonio—. Son bastante raras, y caras. Pero hemos elaborado una lista de doce personas que…

—¡Dios mío, mira eso! —dijo Franciscovich mientras señalaba a la pizarra en la que Thom había escrito:

Identidad del agresor: Erick A. Weir.

Ausonio hojeó los papeles que llevaba en la mano.

—Erick Weir pidió unas esposas por correo a Ridgeway Antique Weapons, de Seattle, el mes pasado.

—¿Dirección? —preguntó Rhyme ansioso.

—Un apartado postal de Denver. Lo hemos comprobado, pero ha vencido el tiempo de alquiler y en los documentos no figura ninguna dirección permanente.

—Y tampoco hay documentos que indiquen que Weir haya vivido alguna vez en Denver.

—¿Forma de pago? —preguntó Sachs.

—En metálico —respondieron al mismo tiempo Ausonio y Rhyme, que añadió:

—No comete errores tontos. Ni uno. Esta pista no conduce a ninguna parte. Pero al menos hemos confirmado que es nuestro hombre.

Rhyme dio las gracias a las oficiales y Sachs las acompañó hasta la puerta.

El teléfono de Rhyme recibió otra llamada. El código de zona del número le resultaba familiar, pero no logró identificarlo.

—Mando. Responder al teléfono… ¿Sí?

—Habla el teniente Lasing de la policía estatal. Quiero ponerme en contacto con el detective Roland Bell. Me dio este número como puesto de mando provisional.

—Hola, Harv —respondió Bell acercándose al micrófono—. Aquí estoy —y añadió, dirigiéndose a Rhyme—: Es nuestro enlace en el caso Constable, en Canton Falls.

—Hemos recibido las pruebas que nos enviaron esta mañana —continuó Lasing—, y las están estudiando en nuestro departamento forense. Hemos enviado a un par de detectives a hablar con la esposa de Swensen, el pastor al que detuvo tu gente la noche pasada. No ha dicho nada de interés, y mis muchachos no han encontrado en la caravana nada que lo vincule con Constable ni con nadie de la Unión Patriótica.

—¿Nada? —suspiró Bell—. Mal asunto. Pensé que sería un tipo descuidado y fácil de investigar.

—Quizá los chicos de la Unión Patriótica hayan pasado antes y limpiado a fondo el lugar.

—Eso es más que probable. Tío, creo que en esto nos merecemos un poco más de suerte. Bueno, sigue en ello, Harv. Gracias.

—Si encontramos alguna otra cosa, te lo haré saber, Roland.

Colgaron.

—Este caso Constable se está poniendo tan difícil como el que tenemos entre manos —dijo mirando hacia las pizarras blancas.

Otra llamada a la puerta de la calle.

Provista de una gran taza de café, Kara entró en la habitación; parecía más cansada y demacrada que las dos policías.

Sellitto estaba pronunciando un monólogo sobre nuevas técnicas para perder peso cuando su conferencia a lo Jenny Craig fue interrumpida por una nueva llamada telefónica.

—¿Lincoln? —Se escuchó la voz entre los ruidos del altavoz—. Soy Bedding. Creo que hemos acotado el origen de la llave a tres hoteles. Nos ha costado tanto porque…

Le interrumpió la voz de su compañero Saul:

—Resulta que hay muchos hoteles que alquilan habitaciones por meses y para estancias largas que también usan llaves de tarjeta.

—Por no hablar de los sitios por horas. Pero eso es otra historia.

—Hemos tenido que comprobarlos todos. El caso es que esto es lo que tenemos. La llave pertenece probablemente, y digo probablemente, al Chelsea Lodge, al Beckman o al… ¿cuál es el otro?

—El Lanham Arms —respondió su compañero.

—Eso es. Son los únicos que usan este color en el Modelo 42. Estamos ahora en el Beckman, en la Treinta y cuatro con la Quinta. Vamos a empezar a probarla.

—¿Qué significa que vais a empezar a probarla? —preguntó Rhyme.

—¿Cómo te lo explicaríamos? —preguntó Bedding o Saul—. Las llaves funcionan sólo de una forma, pero no de la otra.

—¿Cómo es eso? —se interesó Rhyme.

—La llave sólo puede leerla la cerradura de la habitación del hotel. La máquina que tienen en recepción y que graba los códigos de las habitaciones en tarjetas en blanco no puede leer las tarjetas una vez grabadas e indicar a qué habitación pertenecen.

—¿Por qué? Es absurdo.

—Nadie necesita saber eso.

—Salvo nosotros, claro, que por eso tenemos que ir puerta por puerta hasta probarla en todas.

—Mierda —estalló Rhyme.

—Con esa palabra has resumido también nuestros sentimientos —dijo uno de los detectives.

—Bueno, ¿necesitáis más gente? —preguntó Sellitto.

—No. No hay más remedio que probar las puertas una por una. No hay otro sistema. Y si en una habitación ha entrado un huésped nuevo…

—… la tarjeta ya no sirve. Lo que no contribuye precisamente a mejorar nuestro humor.

—¿Decían ustedes, caballeros? —dijo Bell por el teléfono.

—Hola, Roland.

—Te hemos conocido por el acento.

—Habéis dicho Lanham Arms. ¿Dónde está eso?

—Setenta y cinco este. Cerca de Lex.

—Me suena el nombre, pero no llego a situarlo —Bell movía la cabeza con un gesto de contrariedad.

—Es el siguiente de nuestra lista.

—Después del Beckman.

—Con sus seiscientas ochenta y dos habitaciones. Será mejor que pongáis manos a la obra.

Dejaron a la pareja entregada a su ardua tarea.

El ordenador de Cooper pitó y él leyó un correo electrónico recién llegado.

—Del laboratorio del FBI en Washington… Por fin han preparado un informe sobre las virutas metálicas que encontramos en la bolsa de deporte del Prestidigitador. Dicen que las marcas pueden corresponder a un mecanismo de relojería.

—Vale, pero evidentemente no es un reloj —dijo Rhyme.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bell.

—Es un detonador —respondió Sachs con solemnidad.

—Eso diría yo —confirmó Rhyme.

—¿Una bomba de gasolina? —preguntó Cooper señalando con la cabeza hacia el pañuelo «de recuerdo» que había dejado Weir la noche anterior y que estaba empapado en gasolina.

—Probablemente.

—Ha comprado gasolina y está obsesionado con el fuego. Va a quemar a su próxima víctima.

Como le había pasado a él.

El fuego lo mató, mató a quien fue, y matando a alguien se siente mejor, reduce la ansiedad acumulada por la ira en su interior…

Rhyme observó que se acercaban las doce. Casi mediodía… La siguiente víctima iba a morir pronto. ¿Pero cuándo? ¿A las doce y un minuto, a las cuatro de la tarde? Un estremecimiento de frustración y rabia le brotó en la base del cráneo y se desvaneció en su cuerpo insensible. Tenían tan poco tiempo…

Quizá ninguno.

Pero no podía llegar a conclusión alguna apoyándose en las pruebas de que disponían. Y el día iba avanzando a rastras, lento como un gota a gota intravenoso.

Llegó un fax y Gooper lo leyó.

—Es del laboratorio de documentos de Queens. Han abierto el periódico que encontramos en el Mazda. No había ninguna anotación ni nada encerrado en un círculo. Éstos son los titulares.

Los escribió en la pizarra.

—Uno de esos titulares es importante —dijo Rhyme. Pero ¿cuál? ¿Son los colegios de niñas el objetivo del asesino? ¿La gala? ¿Ha puesto a prueba uno de sus gimmicks especiales haciendo que se fuera la luz en la comisaría? Se sentía aún más frustrado, porque tenía pruebas nuevas pero se le escapaba su significado.

Sonó el teléfono de Sellitto. Mientras respondía la llamada, todos le miraban fijamente esperando un nuevo crimen.

Era la una y tres minutos.

Ya había pasado el mediodía y ya había sonado la hora de matar.

Pero, al parecer, las noticias no eran malas. El detective levantó una ceja en señal de sorpresa agradable y dijo ante el micrófono:

—Estupendo. ¿De veras? Bueno, eso no queda lejos. ¿Podría pasarse por aquí? —le dio la dirección de Rhyme y colgó.

—¿Quién era?

—Edward Kadesky. El director del circo de Ohio en el que se quemó Weir. Está aquí. Ha recogido el mensaje de su contestador de Chicago y viene a hablar con nosotros.

*****

EL PRESTIDIGITADOR

Escena del crimen en Escuela de Música

Escena del crimen en el East Village

Rio Hudson y Escenas del Crimen relacionadas

Escena del crimen en la casa de Lincoln Rhyme

Perfil como ilusionista

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Era un hombre rechoncho, de mediana estatura. Barba gris y pelo ondulado del mismo tono.

Rhyme, que se había vuelto suspicaz después de la visita de la noche anterior, saludó a Edward Kadesky y acto seguido le pidió que se identificara.

—No se moleste —aclaró Sellitto, que le explicó las recientes complicaciones que habían tenido con alguien que pretendía hacerse pasar por quien no era.

Kadesky, poco habituado a pasar inadvertido y mucho menos a tener que enseñar documentos de identificación, se sintió incómodo, pero obedeció y enseñó a Sellitto su carné de conducir de Illinois. Mel Cooper miró por encima la fotografía y al productor, y dio su conformidad a Rhyme con un gesto de asentimiento con la cabeza. El técnico ya había entrado en contacto por Internet con la Dirección General de Tráfico de Illinois y había obtenido los detalles del carné y una fotografía de Kadesky y verificado todo ello.

—Según su recado, esto tiene que ver con Erick Weir —dijo Kadesky. Su forma de mirar era aguda e imperiosa.

—Exacto.

—Así que sigue vivo.

Que Kadesky hiciera esa pregunta descorazonó a Rhyme, pues significaba probablemente que sabía aún menos que ellos.

—Vivo y coleando —dijo Rhyme—. Es sospechoso de haber cometido varios asesinatos en la ciudad.

—¡No! ¿A quién ha matado?

—A algunos residentes. Y también a un oficial de la policía —explicó Sellitto—. Esperábamos que usted pudiera proporcionarnos alguna información que nos ayudara a encontrarlo.

—No sé nada de él desde el incendio. ¿Sabían eso?

—Algo sabíamos —dijo Sachs—. Pónganos al tanto.

—Me echaba la culpa de lo que pasó. Fue hace tres años. Weir y sus ayudantes hacían trucos de ilusionismo y transformismo en nuestro espectáculo. Eran muy buenos. Asombrosos. Pero llevábamos varios meses recibiendo quejas, y no sólo del personal, sino también del público. Weir asustaba a la gente. Era una especie de dictador. Y sus ayudantes…, los llamábamos «Los Lunáticos». Les tenía sorbido el seso. Para él la magia era una especie de religión. A veces miembros del personal se hacían daño durante los ensayos o durante el espectáculo, incluso los voluntarios del público, pero a él le daba lo mismo. Creía que la magia funcionaba mejor cuando había algún riesgo. Decía que era como un hierro al rojo: debía marcar el alma. —El productor se rió con tristeza—. Pero en el mundo del espectáculo no podemos admitir esas cosas. Así que hablé con Sidney Keller, el propietario, y decidimos despedirle. Un domingo, antes de la sesión matinal, le dije al director de escena que se lo comunicase.

—¿Fue el día del incendio? —preguntó Rhyme.

Kadesky asintió.

—El director de escena encontró a Weir instalando en el escenario unos tubos de propano para un truco, «El espejo ardiente». Le dijo lo que habíamos decidido, pero Weir no le hizo ni caso, le empujó escaleras abajo y continuó preparando su número. Bajé yo mismo a hablar con él y me agarró…, no llegamos a pelearnos, sólo a forcejear, pero uno de los tubos de propano se soltó. Caímos sobre unas sillas de metal y, supongo, saltó una chispa que inflamó el gas. Él sufrió quemaduras y su esposa murió. La carpa quedó completamente destruida. Pensamos en demandarle, pero se escabulló del hospital y desapareció.

—Hemos descubierto que fue demandado en Nueva Jersey por imprudencia temeraria. ¿Sabe si fue arrestado en alguna otra ocasión? —preguntó Rhyme.

—No tengo ni idea —respondió Kadesky negando con la cabeza—. No debería haberlo contratado, pero me entendería si hubiese visto su número. Era el mejor. El público salía aterrorizado y a veces maltratado, pero el caso es que compraban entradas para verle. Y tenía que haber oído los aplausos… —El productor miró el reloj. Eran las dos menos cuarto—. Como sabe, mi espectáculo empieza dentro de quince minutos. Creo que sería buena idea que hubiese más coches de la policía ahí enfrente. Con Weir rondando y todo lo que pasó entre nosotros…

—¿Ahí enfrente? —preguntó Rhyme.

—En mi espectáculo —dijo señalando con la cabeza hacia Central Park.

—¿Es suyo? ¿Es suyo el Cirque Fantastique?

—Sí. Pensé que lo sabían. Hay un coche de la policía. Como ustedes seguramente saben, el Cirque Fantastique es el antiguo circo Hasbro y Keller Brothers.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó Sellitto.

Rhyme miró a Kara, que hacía un gesto negativo con la cabeza.

—El señor Balzac no me lo dijo cuando le llamé la noche pasada.

Después del incendio —explicó Kadesky— lo reorganizamos todo. El Cirque du Soleil tenía tanto éxito, que recomendé a Sid Keller copiar lo que ellos hacían. En cuanto cobramos el dinero del seguro, pusimos en marcha el Fantastique.

—No, no, no —murmuraba Rhyme entre dientes mientras miraba la pizarra con las pruebas anotadas.

—¿Qué dices, Linc? —le preguntó Sellitto.

—Eso es lo que Weir está haciendo aquí —anunció—. Su objetivo es su espectáculo, el Cirque Fantastique.

—¿Cómo?

Vuelta a examinar las pruebas y a compararlas con su hipótesis.

—¡Perros! —exclamó Rhyme asintiendo con la cabeza.

—¿Qué? —preguntó Sachs.

—¡Malditos perros! Fíjate en la pizarra. Míralo. Los pelos de animal y los excrementos de Central Park eran de la loma de los perros, que está ahí, justo enfrente de la ventana —dijo, moviendo la cabeza con energía hacia la fachada de la casa—. Él no estaba vigilando a Cheryl Marston en el camino de herradura; estaba vigilando el circo. El periódico, el que encontramos en el Mazda…, si te acuerdas de los titulares, uno decía: «Espectáculos para niños, jóvenes y ancianos». Llama al periódico y comprueba si en ese número había información sobre el circo. Thom, llama a Peter, deprisa.

El ayudante era buen amigo de un periodista del Times, un joven que les había ayudado en alguna ocasión en el pasado. Descolgó el teléfono y le llamó. Peter Hoddins trabajaba en la sección de Internacional, pero encontrar la respuesta le costaría menos de un minuto. Transmitió la información a Thom, que anunció:

—El circo era el reportaje central, que incluía detalles en abundancia: horarios, actuaciones, biografías de los artistas y hasta una entradilla sobre medidas de seguridad.

—¡Mierda! —Estalló Rhyme—. Lo que estaba haciendo era investigar… ¿Y el pase de prensa? Lo quería para moverse entre bastidores. —Rhyme entornaba los ojos mientras examinaba la pizarra con las pruebas—. ¡Claro! Ahora lo entiendo. Las víctimas. ¿Qué representaban? Espectáculos circenses. Un maquillador, una amazona. Y la primera víctima…, sí, no era más que una estudiante, pero ¿cómo se ganaba la vida? Cantando y entreteniendo a los niños, como un payaso.

—Y también las formas de asesinato —añadió Sachs—. Todas se basaban en trucos de magia.

—Sin duda va detrás de su espectáculo. Terry Dobyns dijo que en última instancia lo que le movía era la venganza. Ha colocado una bomba de gasolina.

—¡Dios mío! —exclamó Kadesky—. Hay dos mil personas, y el espectáculo va a empezar dentro de diez minutos.

A las dos de la tarde

—La sesión matinal del domingo —puntualizó Rhyme—. Como en Ohio hace tres años.

Sellitto tomó su Motorola y llamó a los oficiales que había apostados en el exterior del circo. No obtuvo respuesta. El detective frunció el ceño y llamó por el teléfono con altavoz de Rhyme.

—Al habla el oficial Koslowski —se oyó un momento después.

Sellitto se identificó y casi ladró:

—¿Por qué no tiene la radio encendida, oficial?

—¿Radio? Estamos fuera de servicio, teniente.

—¿Fuera de servicio? Pero si acaban de entrar en servicio…

—Bueno, detective, nos han dicho que ya no…

—¿Qué les han dicho qué?

—Hace alrededor de media hora vino un detective y nos dijo que ya no hacía falta que nos quedáramos y que podíamos tomarnos el resto del día libre. Voy camino de la playa de Rockaway con mi familia. Puedo…

—Describa al detective.

—Cincuentón, con barba, pelo castaño.

—¿Y dónde se fue?

—Ni idea. Llegó andando hasta el coche, enseñó la placa y nos despidió.

Sellitto dio un puñetazo al colgar.

—Ya está liada. ¡Cielo santo, ya está liada! —gritó a Sachs—. Llama a la Sexta y que vayan los de Explosivos. —Acto seguido llamó a la Central y ordenó que fuesen al circo los servicios de emergencia y los bomberos.

Kadesky corrió hacia la puerta.

—Voy a organizar la evacuación de la carpa.

Bell dijo que estaba llamando a los Servicios Médicos de Emergencia para que preparasen varios equipos de quemados en el hospital Columbia Presbyterian.

—Quiero más gente de paisano en el parque —dijo Rhyme—. Muchos. Creo que El Prestidigitador estará allí.

—¿Que estará allí? —preguntó Sellitto.

—Para ver el incendio. Estará cerca. Recuerdo sus ojos mientras miraba las llamas en mi dormitorio. Le gusta mirar el fuego. No se perdería esto por nada del mundo.