Capítulo 28

—¿Has averiguado su nombre? —preguntó Sellitto—. ¿Y quién es?

—Creo que se llama Erick Weir.

—¿Puedes deletrearlo? —pidió Rhyme.

W-E-I-R. —Más azúcar en el café antes de continuar—. Trabajó como ilusionista hasta hace unos pocos años. Llamé al señor Balzac (nadie conoce este mundillo como él), le di el perfil y le conté algunas de las cosas que le había dicho a Lincoln esta noche. Se puso un tanto misterioso, además de enfadado, como esta mañana —dijo mirando a Sachs—. Al principio no quiso ayudarme, pero por fin lo tranquilicé y me dijo que debía de ser Weir.

—¿Por qué? —preguntó Sachs.

—En primer lugar, la edad coincide: poco más de cincuenta años. Weir era, además, conocido por ejecutar números peligrosos, trucos con cuchillas y navajas. También es uno de los pocos que ha hecho «El espejo ardiente». ¿Recuerdan que les dije que los ilusionistas siempre se especializan, que es muy raro encontrar a alguien que sea bueno en tantos terrenos, ilusionismo y escapes, transformismo y juegos de manos, y hasta ventriloquia y mentalismo? Bueno, pues Weir hacía todo eso. Y era experto en Houdini. Algunas de las cosas que ha estado haciendo este fin de semana son números de Houdini o se basan en ellos.

»También está eso que dijo del mago. En el siglo XIX hubo un ilusionista, un tal John Henry Anderson, que se hacía llamar El Mago del Norte. Tenía mucho talento, pero mala suerte con el fuego. Su espectáculo resultó casi completamente destruido en un par de ocasiones, y David me dijo que Weir sufrió quemaduras graves en un incendio que se produjo en un circo.

—Las cicatrices —dijo Rhyme—. La obsesión por el fuego.

—Y quizá la voz no fuese asmática —sugirió Sachs—. El fuego pudo haberle dañado los pulmones o las cuerdas vocales.

—¿Cuándo ocurrió el accidente de Weir? —preguntó Sellitto.

—Hace tres años. La carpa del circo en el que estaba ensayando fue destruida por el fuego y la esposa de Weir murió. Acababan de casarse. Nadie más sufrió lesiones graves.

Era una buena pista.

—¡Mel! —gritó Rhyme, olvidando el temor a poner en peligro sus pulmones—. ¡Mel!

Un momento después entraba Cooper en la habitación.

—Ya oigo que estás mejor.

—Búsqueda en Lexis/Nexis[21] y en las bases de datos del VICAP, el NCIC y el Estado. Detalles sobre Erick Weir. W-E-I-R, artista, ilusionista, mago. Podría ser nuestro asesino.

—El nombre se escribe E-R-I-C-K —añadió Kara.

—¿Has descubierto tú su nombre? —preguntó el técnico, impresionado.

—Lo ha descubierto ella —respondió Rhyme señalando con la cabeza hacia Kara.

—Yo.

Cooper volvió a los pocos minutos con varias hojas impresas. Rebuscó entre ellas mientras se dirigía al equipo.

—No hay gran cosa —dijo—. Da la impresión de que ha tenido a buen recaudo todo lo relativo a su vida. Erick Albert Weir. Nacido en Las Vegas en octubre de 1950. Prácticamente no se sabe nada de sus primeros años. Trabajó como ayudante en distintos circos, casinos y empresas de espectáculos antes de empezar a actuar como ilusionista y transformista. Casado con Marie Cosgrove hace tres años, justo después de debutar en el circo Thomas Hasbro y The Keller Brothers. Durante un ensayo se produjo un incendio; la carpa quedó destruida, él sufrió graves quemaduras de tercer grado y su esposa murió. Desde entonces no se sabe nada más de él.

—Busca algo sobre la familia de Weir.

Sellitto dijo que él se encargaría. Como Bedding y Saul estaban saturados de trabajo, el detective llamó a algunos compañeros de homicidios y los puso manos a la obra.

—Aún hay algo más —dijo Cooper mientras hojeaba las páginas impresas—. Un par de años antes del incendio, Weir fue detenido y condenado en Nueva Jersey…; pasó treinta días en la cárcel por imprudencia temeraria. Un miembro del público sufrió quemaduras graves a consecuencia de algo que salió mal en el escenario. Más tarde, algunos propietarios de distintos locales iniciaron pleitos civiles por daños materiales y lesiones a los empleados, al tiempo que Weir planteó otros por incumplimiento de contrato. En un espectáculo, el propietario descubrió que Weir estaba utilizando una pistola y balas de verdad en su actuación. Weir se negó a cambiar el número y fue despedido. —El técnico siguió leyendo otros datos y continuó—. En un artículo he encontrado los nombres de dos ayudantes que estaban trabajando con él en el momento del incendio, uno de Reno y otro de Las Vegas. La policía del estado de Nevada me ha proporcionado sus nombres.

—Allí aún es pronto —señaló Rhyme mirando el reloj—. Busca el micrófono, Thom.

—No. Después de todo lo que ha pasado esta noche, necesitas descansar.

—Sólo dos llamadas y luego a dormir. Prometido.

El ayudante se resistió.

—Por favor, gracias.

Thom asintió y desapareció. Poco después volvió con el micrófono, lo enchufó y lo colocó en la mesa que había junto a la cama.

—Dentro de diez minutos cortó la electricidad —anunció el ayudante, con un tono tan amenazador que Rhyme le creyó capaz de hacerlo.

—Suficiente.

Sellitto terminó el sandwich y marcó el número del primer ayudante de la lista de Cooper. Respondió la voz grabada de la esposa de Arthur Loesser anunciando que la familia no estaba en casa, pero que dejasen un mensaje. Sellitto lo dejó y marcó a continuación el número del otro ayudante.

John Keating respondió al primer timbrazo y Sellitto le explicó que estaban realizando una investigación y tenía que hacerle algunas preguntas. Tras una pausa, se escuchó una voz áspera y nerviosa en el diminuto altavoz:

—¿Qué pasa? ¿Es la policía de Nueva York?

—Exacto.

—Bueno, supongo que debo ponerme a su disposición.

—¿Solía trabajar usted para un hombre llamado Erick Weir? —le preguntó Sellitto.

Tras un momento de silencio, el hombre empezó a hablar de forma rápida y entrecortada.

—¿Weir? Bueno, bueno. Pues sí. ¿Por qué? —La voz sonaba nerviosa y aguda, como si quien hablaba acabara de tomarse una docena de tazas de café.

—¿Tiene alguna idea de dónde puede estar?

—Quisiera saber por qué me pregunta por él.

—Nos gustaría hablar con él como parte de una investigación criminal.

—¡Dios mío! ¿Sobre qué? ¿De qué quieren hablarle?

—Sólo algunas cuestiones generales —dijo Sellitto—. ¿Ha estado en contacto con él últimamente?

Pausa. Aquél era el momento en que el hombre nervioso podía soltarlo todo o salir corriendo, y Rhyme lo sabía.

—¿Señor? —insistió Sellitto.

—Tiene gracia. Me pregunta a mí, o sea, me pregunta a mí sobre él. —Las palabras iban cayendo como canicas sobre una pieza de metal—. Pues se lo diré. Llevaba años sin saber nada de Weir. Creí que estaba muerto. Hubo un incendio en Ohio, la última vez que trabajamos juntos. Sufrió quemaduras realmente graves. Desapareció y todos pensamos que había muerto. Pero hace seis o siete semanas me llamó.

—¿Desde dónde? —preguntó Rhyme.

—No lo sé. No me lo dijo. No se lo pregunté. A nadie se le ocurre preguntar desde dónde llama alguien. No es lo primero que te viene a la cabeza. Uno no piensa en eso. ¿Usted lo ha preguntado en alguna ocasión?

—¿Qué quería? —siguió Rhyme.

—Vale, vale. Quería saber si seguía en contacto con alguien del circo que se había incendiado. El circo Hasbro. Pero estaba en Ohio y todo ocurrió hace tres años. Y el circo Hasbro ni siquiera continúa funcionando. Después del incendio, el propietario cerró y montó un espectáculo diferente. ¿Por qué iba a seguir en contacto con nadie de allí? Yo vivo en Reno. Le dije que no sabía nada de nadie. Y ahí se descompuso, ya me entiende.

Rhyme volvió a fruncir el ceño.

Entonces probó Sachs:

—¿Enfadado?

—¡Y cómo! Ya le digo.

—Continúe —dijo Rhyme, esforzándose por controlar su impaciencia—. Cuéntenos qué más dijo.

—Eso fue todo. Lo que acabo de decirle. Quiero decir, hubo algunas cosas de poca monta. Pero logró clavar las uñas, como en los viejos tiempos. ¿Sabe lo que hizo cuando llamó?

—¿Qué hizo? —le animó Rhyme.

—Todo lo que dijo fue «Soy Erick». Nada de «Hola». Nada de «Hola John, ¿qué tal te va? ¿Te acuerdas de mí?». Nada de eso. «Soy Erick». Todos estos años desde que me separé de él, trabajando como camarero para salir adelante…, y parecía que nunca nos hubiéramos alejado. Estoy seguro de que no hice nada mal. Pero él me hablaba como si tuviese la culpa de algo. Es como cuando tomo el pedido de un cliente y luego se lo llevo y me dice que no es lo que había pedido. Lo que pasa es que cambió de idea, pero protestando hace que parezca que tú te has equivocado. Que la culpa es tuya y que tú eres el que tiene problemas.

—¿Puede decirnos alguna cosa sobre él en general? —continuó Sachs—. Otros amigos, sitios a los que le gustaba ir, aficiones.

—Claro —dijo la voz, cortante—. Todo lo que acaba de decir: ilusionismo.

—¿Cómo? —preguntó Rhyme.

—Que eso eran sus amigos, los sitios a los que le gustaba ir, las aficiones. ¿Capta lo que le quiero decir? Que no había ninguna otra cosa. Estaba totalmente entregado a su oficio.

Sachs volvió a intentarlo.

—Vale. ¿Y qué nos puede decir de su actitud hacia la gente? ¿De su forma de ser? ¿Qué pensaba de las cosas?

Pausa larga.

—Cincuenta minutos, dos veces a la semana durante tres años llevo tratando de averiguar cómo era y no he sido capaz. Durante tres años. Y todavía me parece. Y… —Keating estalló en una carcajada áspera e inquietante—. ¿Se ha dado cuenta? He dicho «me parece daño», pero lo que quería haber dicho es que se me aparece en sueños. Y se me sigue apareciendo. ¿Qué diría Freud de eso? Bueno, ya tengo algo de qué hablar el próximo lunes a las nueve de la mañana, ¿verdad? Todavía me aterroriza, y sigo sin tener la menor idea de por qué es así.

Rhyme se daba cuenta de que todos los miembros del equipo estaban cada vez más fastidiados con la cháchara de Keating, así que le dijo:

—Hemos sabido que su esposa murió en el incendio. ¿Sabe algo de su familia?

—¿Marie? No, se habían casado sólo una o dos semanas antes del incendio. Estaban realmente enamorados. Pensábamos que ella le calmaría. Que haría que soñásemos menos con él. Confiábamos en eso. Pero no llegamos a conocerla.

—¿Puede darnos nombres de personas que pudieran saber algo sobre él?

—Art Loesser era su primer ayudante, y yo el segundo. Éramos sus chicos. Nos llamaba «los chicos de Erick». Todo el mundo nos llamaba así.

—Hemos llamado a Loesser. ¿Alguien más?

—Sólo se me ocurre el director del circo Hasbro en aquella época, Edward Kadesky. Ahora es productor en Chicago, creo.

Sellitto le pidió que deletrease el nombre, y luego le preguntó:

—¿Volvió a llamarle Weir?

—No. Pero no le hacía falta. Le bastaron cinco minutos para clavar las uñas. Hacer daño y volver a los sueños.

Soy Erick…

—Bueno, tengo que colgar. Debo planchar el uniforme. Trabajo en el turno de mañana del domingo, que es muy ajetreado.

En cuanto colgó, Sachs fue hasta el micrófono para apretar el botón de desconexión.

—¡Madre mía! —murmuró.

—Necesita más medicación —observó Sellitto.

—Bueno, al menos tenemos una pista —dijo Rhyme—. Localiza a ese Kadesky.

Mel Cooper desapareció durante unos minutos, y cuando volvió traía un listado impreso de una base de datos de compañías de teatro. Kadesky Productions tenía la oficina en South Wells Street, en Chicago. Sellitto llamó y respondió un contestador, cosa nada extraña en un sábado por la noche. Dejó un recado.

—Bueno —dijo Sellitto—, Weir le ha arruinado la vida a su ayudante. Es emocionalmente inestable. Ha causado lesiones a miembros de su público y ahora es un asesino en serie. Pero ¿qué le hace actuar?

En ese momento Sachs levantó la vista.

—Vamos a llamar a Terry.

Terry Dobyns era psicólogo en el Departamento de Policía de Nueva York. El cuerpo contaba con varios especialistas, pero Dobyns era el único que sabía hacer perfiles de comportamiento, cosa que había aprendido y perfeccionado en el FBI, en Quantico, Virginia. La prensa y la literatura popular han divulgado la técnica de elaboración de perfiles psicológicos, que puede ser muy útil pero, en opinión de Rhyme, sólo ante un tipo de delitos limitado. Por lo general, el funcionamiento de la mente de un asesino no tiene nada de misterioso, pero en las ocasiones en que sus motivaciones constituyen un enigma y resulta difícil anticipar el siguiente objetivo, la elaboración de un perfil puede ser útil. Ayuda a los investigadores a encontrar informadores o individuos que hayan conocido al sospechoso, a anticiparse a sus movimientos, a colocar señuelos en los lugares apropiados, a delimitar el terreno y a buscar delitos similares cometidos en el pasado.

Sellitto pasó las hojas de una guía de teléfonos del NYPD y llamó a Dobyns a su casa.

—Terry.

—Lon. Se oye el eco de un micrófono, así que supongo que también está Lincoln por ahí.

—Exacto —confirmó Rhyme. Sentía afecto por Dobyns, la primera persona a la que vio al despertar después de su accidente. Rhyme recordó que le gustaba el fútbol, la ópera y los misterios de la mente humana más o menos en el mismo grado: apasionadamente.

—Siento llamar tan tarde —se disculpó Sellitto en un tono que no dejaba traslucir ni rastro de arrepentimiento—, pero necesitamos ayuda con un asesino en serie. Tenemos un nombre, pero no mucho más.

—¿Es el que ha salido en las noticias? ¿El que ha matado a una estudiante de música esta mañana? ¿Y también a un oficial de la policía?

—Ese mismo. También ha asesinado a un maquillador e intentado matar a una amazona. Por lo que representaban, dijo. Dos mujeres heterosexuales y un varón homosexual. Ninguna actividad sexual. Estamos perdidos. Y le ha dicho a Lincoln que mañana por la tarde volverá a actuar.

—¿Le ha dicho a Lincoln? ¿Por teléfono? ¿Por carta?

—En persona —aclaró Rhyme.

—Mmm. Debe de haber sido una conversación interesante.

—No puedes ni imaginarlo.

Sellitto y Rhyme le pusieron al corriente de los crímenes de Weir y de lo que sabían de él.

Dobyns hizo algunas preguntas, se quedó un momento en silencio y, por último, dijo:

—Veo que en él actúan dos fuerzas que se potencian mutuamente y que conducen al mismo resultado. ¿Sigue actuando?

—No —respondió Kara—. No ha vuelto a actuar desde el incendio. Al menos por lo que sabemos.

—Actuar en público —dijo Dobyns— es una experiencia tan intensa, tan atractiva que, cuando se priva de ella a alguien que la ha vivido con éxito, siente una pérdida profunda. Los actores y los músicos, y supongo que también los magos, tienden a definirse en términos de su carrera artística. Por tanto, en esencia, el incendio destruyó a quien hasta entonces había sido Weir.

El hombre evanescente, pensó Rhyme.

—Esto a su vez significa que ahora no está motivado por la ambición del éxito o por el deseo de agradar al público o por la entrega a su oficio, sino por la ira. Y la segunda fuerza contribuye a empeorar las cosas; en efecto, el fuego le deformó y le dañó los pulmones. Como personaje habituado a moverse en público, es particularmente consciente de sus deformidades, que acrecientan su ira exponencialmente. Podríamos hablar del síndrome del Fantasma de la Ópera. Se ve a sí mismo como un monstruo.

—Así que ahora quiere vengarse.

—Sí, pero no necesariamente en un sentido literal. El fuego lo mató, mató a quien fue, y matando a alguien se siente mejor, reduce la ansiedad acumulada por la ira en su interior.

—¿Por qué ha elegido a estas víctimas?

—Imposible saberlo. Ha sido más por lo que representaban, te dijo. ¿Puedes repetirme a qué se dedicaban?

—Una estudiante de música, un maquillador y una abogada, aunque hablaba de ella como amazona.

—Hay algo en ellos que conecta con su ira, pero no sé el qué, al menos no todavía, no sin más datos. La respuesta de manual es que cada una de las víctimas dedicó su vida a lo que Weir consideraría momentos decisivos. Tiempos importantes en los que la vida cambia. Quizá su esposa era música o la conoció en un concierto. El maquillador podría tener alguna relación con su madre; a lo mejor, de pequeño sólo era feliz con ella mientras la miraba maquillarse en el cuarto de baño. En cuanto a los caballos, ¿quién sabe? Puede que su padre le haya llevado alguna vez a montar y haya disfrutado. El fuego le arrebató esos momentos de dicha y ahora se revuelve contra la gente que se los recuerda. O al revés: establece asociaciones negativas con lo que las víctimas representan. Has dicho que su esposa murió durante un ensayo; quizá sonaba la música en aquel momento.

—¿Y se ha tomado tantas molestias en mantener vigiladas a estas personas, y en hacer planes tan elaborados para localizarlos y matarlos? —preguntó Rhyme—. Debe haberle llevado meses.

—La mente tiene que rascarse cuando le pica —dijo Dobyns.

—Otra cosa, Terry. También daba la impresión de dirigirse a un público imaginario. Espera un momento… sí, creo que decía «respetado público». No, no, acabo de acordarme, era «venerado». Hablaba como si realmente hubiese público. «Y ahora, Venerado Público, vamos a hacer esto o aquello».

—¿Venerado? —preguntó el psicólogo—. Esto es importante. Después de que le haya sido arrebatada su carrera artística y el objeto de su amor, decidió dedicar su veneración, su amor, al público, a una masa despersonalizada. Las personas que prefieren los grupos a las multitudes pueden maltratar a los individuos e incluso suponer un peligro para ellos. No sólo para los desconocidos, sino también para sus compañeros, esposas, hijos y familiares.

John Keating, reflexionó Rhyme, en verdad parecía un niño maltratado por su padre.

—Y en el caso de Weir —continuó Dobyns— esta estructura mental es aún más peligrosa porque no habla a un público real, sino imaginario. Esto me sugiere que las personas reales carecen de valor para él. No le importa en absoluto matarlas, ni siquiera en gran número. Va a resultar duro.

—Gracias, Terry.

—Si lo atrapas, dímelo. Me gustaría pasar un rato con él.

Después de colgar, Sellitto empezó a decir:

—Quizá podríamos…

—Ir a la cama —continuó Thom.

—¿Qué? —preguntó el detective.

—Y no digo «podríamos». Digo «vamos». Vas a ir a la cama, Lincoln, y todos los demás se van a marchar. Estás pálido y cansado. No quiero ver episodios cardiovasculares ni neurológicos. Recuerda que hace ya varias horas que quería que te hubieses ido a la cama.

—Vale, vale —concedió Rhyme. De hecho, estaba cansado. Y, aunque no quería admitirlo, el incendio le había aterrorizado.

Los miembros del equipo se dirigieron a sus casas. Kara fue a ponerse su chaqueta y, mientras lo hacía, Rhyme observó que estaba visiblemente alterada.

—¿Estás bien? —le preguntó Sachs.

Se encogió de hombros, quitándole importancia.

—Tengo que explicarle al señor Balzac por qué he tenido que preguntarle por Weir. Está realmente cabreado. Voy a tener que cumplir penitencia.

—Le escribiremos una nota disculpándote por no haber ido a clase —bromeó Sachs.

La joven sonrió con desgana.

—Nada de notas —terció Rhyme—. De no haber sido por ti no hubiésemos podido averiguar la identidad del asesino. Dile que me llame y le pondré al día.

Kara le dio las gracias débilmente.

—¿No irás a pasarte ahora por la tienda, verdad? —preguntó Sachs.

—Sólo un rato. El señor Balzac es incapaz de atender los aspectos prácticos y todavía tengo que apuntar los recibos y enseñarle mi número de mañana.

A Rhyme no le extrañaba que la chica fuese a hacer lo que le pidiese el señor Balzac, como lo había llamado en esa ocasión. Otras veces lo llamaba David, pero ahora no. Esto le recordó algo que había escuchado antes: pese a que El Prestidigitador había destruido casi por completo la vida de John Keating, éste se había referido al asesino con el mismo respeto. Así es el poder que ejerce el maestro sobre el discípulo.

—Vete a casa —insistió la oficial—. ¡Recuerda que hoy te han apuñalado y te has muerto!

Otra débil sonrisa acompañada de un encogimiento de hombros.

—No estaré mucho tiempo en la tienda. —Se detuvo en el umbral de la puerta—. Ya saben que actúo por la tarde, pero volveré mañana por la mañana, si quieren.

—Te lo agradecemos —dijo Rhyme—. Aunque trataremos de pillar a Weir antes de la hora de comer para que no tengas que pasar aquí mucho tiempo.

Thom la acompañó por el pasillo hasta la puerta de la calle.

Sachs cruzó la puerta y respiró el aire saturado de humo. Lo expulsó con disgusto y desapareció por las escaleras que conducían al piso de arriba.

—Voy a ducharme —anunció.

Diez minutos más tarde Rhyme la oyó bajar, aunque no se reunió con él en el dormitorio inmediatamente. Escuchó ruidos sordos, crujidos y conversaciones apagadas con Thom procedentes desde distintos puntos de la casa. Por fin volvió al dormitorio de invitados. Llevaba su pijama preferido, una camiseta de algodón negra y un pantalón ancho de seda, más dos accesorios que no solían formar parte de su ropa de dormir: su pistola Glock y el largo tubo negro de la linterna de emergencia.

Colocó las dos cosas en la mesilla.

—Ese tipo entra en los sitios con demasiada facilidad —dijo mientras se metía en la cama a su lado—. He examinado hasta el último rincón de la casa, he apoyado sillas contra todas las puertas y le he dicho a Thom que grite si oye algo, pero que se quede quieto. Tengo ganas de disparar a alguien, pero preferiría que no fuese a él.