—¿Yo? Eso es ridículo.
—No tiene nada de ridículo.
—Olvídalo y vuelve a recorrer la cuadrícula. Has pasado cosas por alto, has buscado demasiado deprisa, como si fueses una novata.
—No soy ninguna novata. Sé investigar una escena con rapidez y sé cuándo hay que dejar de buscar y hacer algo más productivo. —Examinó la pequeña grabadora de Sellitto, comprobó la cinta y puso el aparato en marcha.
—Habla la oficial de patrulla del NYPD Amelia Sachs, número de placa Cinco Ocho Ocho Cinco, entrevistando a Lincoln Rhyme, testigo de una agresión código Diez Veinticuatro y de un incendio código Diez Veintinueve en el número Tres Cuatro Cinco de Central Parle West. Fecha: sábado 20 de abril —dijo, y colocó la grabadora en la mesilla que había cerca de Rhyme.
Éste miró el aparato como quien mira a una serpiente.
—Y ahora —siguió ella—, la descripción.
—Ya le he dicho a Lon…
—Dímelo a mí.
Mirada sarcástica hacia el techo.
—Varón, de complexión media, entre cincuenta y cincuenta y cinco años, vestido con un uniforme de policía. Esta vez no llevaba barba. Cicatrices y manchas en el cuello y el pecho.
—¿Llevaba la camisa abierta? ¿Le viste el pecho?
—Disculpe usted —dijo Rhyme con indisimulado sarcasmo—. Cicatrices en la base del cuello que, presumiblemente, se prolongaban hacia el pecho. Dedos meñique y anular de la mano izquierda unidos. Ojos marrones…, que parecían marrones.
—Bien, Rhyme —comentó ella—. Hasta ahora no sabíamos de qué color tenía los ojos.
—No sabemos si lleva lentillas —replicó él con la sensación de haberse apuntado un tanto—. Probablemente recordaría mejor con un poco de ayuda —añadió mirando a Thom.
—¿Un poco de ayuda?
—Supongo que guardarás en la cocina alguna botella de Macallan sin quemar.
—Más tarde —dijo Sachs—. Ahora tienes que mantener la cabeza despejada.
—Pero…
—Ahora quiero repasar todo lo que ocurrió —añadió mientras se castigaba el cuero cabelludo con una uña—. ¿Qué dijo él?
—No lo recuerdo muy bien —contestó con impaciencia—. Sobre todo divagaciones un tanto enloquecidas. Y yo no estaba de humor para prestarle atención.
—Quizá te pareciesen enloquecidas a ti, pero yo estoy segura de que podríamos sacar algo aprovechable.
—Sachs —le espetó sardónico—, ¿acaso no puedes entender que tal vez yo estuviese un poco asustado y confundido? Es decir, ¿quizá un poco distraído?
Le tocó en el hombro, donde sí era capaz de percibir el contacto.
—Sé que no confías en los testigos. Pero a veces sí ven cosas. Ésta es mi especialidad, Rhyme.
Amelia Sachs, la poli de la gente.
—Yo te acompañaré, igual que me acompañas tú por la cuadrícula. Entre los dos encontraremos algo importante.
Se levantó, fue hasta la puerta y llamó a Kara.
En efecto, Rhyme desconfiaba de los testigos, incluso de los que se encontraban en puntos de vista privilegiados y no habían participado en el suceso. Quienes habían tenido contacto con el delito y, en particular, las víctimas de actos violentos, no le merecían ninguna confianza. Incluso entonces, pensando en la visita del asesino, todo lo que Rhyme veía era una serie de escenas inconexas: El Prestidigitador detrás de él, de pie, inclinado sobre él, encendiendo el fuego. Las cuchillas de afeitar. El olor del whisky, el humo ardiente. Ni siquiera era capaz de ordenar en el tiempo los actos del criminal.
La memoria, como había dicho Kara, no es más que una ilusión.
Poco después apareció la joven.
—¿Está bien, Lincoln?
—Estupendamente —murmuró.
Sachs estaba explicando que quería que Kara escuchase, pues podría reconocer algunas de las cosas que había dicho el asesino y dar quizá con algo de valor. La oficial volvió a sentarse y acercó la silla.
—Retrocedamos de nuevo, Rhyme. Dinos lo que ocurrió, a grandes rasgos.
Dudó, miró hacia la grabadora y empezó a relatar los acontecimientos tal como los recordaba. La aparición del Prestidigitador, que reconoció que había robado el uniforme y matado al oficial, sobre cuyo cadáver le hizo algún comentario.
Ya va haciendo calor…
Y luego añadió:
—Se comportaba como si estuviese dando una función y yo fuera un colega. —Mientras escuchaba mentalmente la perorata del asesino, Rhyme continuó—: Hay una cosa de la que sí me acuerdo. Tenía asma o, al menos, parecía que le faltaba el aliento. Jadeaba mucho para respirar y hacía un ruido sibilante.
—Estupendo —dijo Sachs—. A mí se me había olvidado que hacía esos ruidos junto al estanque, después de agredir a Marston. ¿Qué más dijo?
Rhyme miró hacia el techo oscuro de la pequeña habitación de invitados y movió la cabeza en sentido negativo.
—Eso es todo. Lo que hizo fue quemarme o amenazarme con cortarme en rodajas. Por cierto, ¿has encontrado alguna cuchilla en la habitación?
—No.
—Bueno, pues la hay. De eso es de lo que estoy hablando, de pruebas. Sé que dejó caer una cuchilla encima del pantalón del chándal. Los médicos no la han encontrado, pero tiene que haberse caído. Ésas son las cosas que tendrías que estar buscando.
—Seguramente nunca cayó sobre el pantalón —dijo Kara—. Conozco el truco; la escondió en la palma de la mano.
—Vale. Lo que intento decir es que no se suele escuchar con mucha atención a alguien que te está torturando…
—Vamos, Rhyme. Retrocede otra vez. Primeras horas de esta tarde. Kara y yo vamos a por comida. Tú estabas examinando las pruebas. Thom te llevó al piso de arriba. Estabas cansado, ¿no?
—No —dijo el criminalista—, no estaba cansado. Pero me llevó arriba de todos modos.
—Supongo que no te haría mucha gracia.
—Pues no, no me hizo ninguna.
—Así que ahora estás en la habitación de arriba.
Las luces, la silueta de los pájaros, Thom cierra la puerta…
—Todo está en silencio —empezó Sachs.
—Nada de silencio. Está ese maldito circo del otro lado de la calle. De todas formas, puse el despertador…
—¿Cuánto tiempo tardaría en sonar?
—No sé, una hora. ¿Qué importa eso?
—Un detalle puede abrir el camino a otros dos.
Ceño fruncido.
—¿De dónde te has sacado eso? ¿De una galleta china de la suerte?
—Si tú lo dices… —sonrió—. Pero suena bien, ¿no crees? Inclúyelo en la próxima edición de tu libro.
—Yo no escribo libros sobre testigos —replicó Rhyme—, yo escribo libros sobre pruebas. —De nuevo sintió que su respuesta había sido un triunfo.
—Y ahora, dime, ¿cómo te diste cuenta de que estaba allí? ¿Oíste algo?
—No. Sentí una corriente de aire. Al principio pensé en el aire acondicionado, pero era él. Me estaba soplando en el cuello y en la cara.
—¿Para qué?
—Para asustarme, supongo. Y, por cierto, funcionó. —Rhyme cerró los ojos y movió la cabeza en señal de asentimiento mientras recordaba algunas cosas más—. Intenté llamar a Lon por teléfono, pero —mirando a Kara— adivinó mi intención. Amenazó con matarme…, no, con matarme no, con dejarme ciego, si intentaba pedir ayuda. Pensé que iba a hacerlo, pero… parecía impresionado, y eso me chocó. Me felicitó por mi habilidad para desorientarle… —Su voz se fue apagando a medida que los recuerdos se desvanecían en la oscuridad.
—¿Cómo entró?
—Con el oficial que traía las pruebas del caso Grady.
—Mierda —dijo Sellitto—. A partir de ahora pediremos la identificación a todos los que crucen la jodida puerta. Y quiero decir a todos.
—Así que habla de desorientación —continuó Sachs—. Te felicita. ¿Qué más cosas dice?
—No sé —murmuró Rhyme—. Nada.
—¿Nada? —preguntó ella con un hilo de voz.
—No-lo-sé —Lincoln Rhyme estaba furioso con Sachs, porque le estaba presionando, porque no le dejaba tomar un trago para aplacar el terror.
Y sobre todo estaba furioso consigo mismo, por decepcionarla.
Pero ella tenía que comprender lo difícil que le resultaba revivir los acontecimientos, las llamas, el humo que le había penetrado por la nariz y había puesto en peligro sus preciosos pulmones.
Un momento. Humo…
—Fuego —dijo Lincoln Rhyme.
—¿Fuego?
—Creo que fue de lo que más habló. Estaba obsesionado. Mencionó un número. El…, sí, «El espejo ardiente». Todo el escenario en llamas, creo que dijo, y el ilusionista tiene que escapar; se convierte en el demonio o hay alguien que se convierte en el demonio.
Tanto Rhyme como Sachs miraron a Kara, que afirmaba con la cabeza.
—He oído hablar de él, pero es raro. Exige mucha preparación y es un tanto peligroso. En estos tiempos, los propietarios de las salas casi nunca dejan hacer este truco a los ilusionistas.
—Continuó hablando del fuego. Dijo que es algo que no se puede falsificar en escena, que el público ve las llamas y desea secretamente que el ilusionista arda en ellas. Espera. Recuerdo otra cosa. Él…
—Sigue Rhyme, estás inspirado.
—No me interrumpas —le espetó—. ¿Te he dicho ya que se comportaba como si se encontrase en un escenario? Parecía alucinado. Miraba a la pared vacía y hablaba como si se dirigiera a alguien. Algo así como «mi no sé qué público». No recuerdo cómo llamaba al público. Estaba loco.
—Un público imaginario.
—Exacto. Espera… Creo que era «respetado público». Se lo decía directamente: «Mi respetado público».
Sachs miró a Kara, que se encogió de hombros.
—Siempre hablamos al público. Se llama palabrería. Antes, los magos decían cosas como «mi respetado público» o «damas y caballeros». Pero ahora todo el mundo considera eso un tanto impostado y altisonante y se prefiere una cháchara menos formal.
—Sigamos.
—No sé, Sachs. Creo que estoy seco. Todo lo demás se me confunde.
—Seguro que hay más. Es como una prueba diminuta en la escena del crimen. Está ahí y puede ser la clave del caso, pero para encontrarla hay que pensar de otra forma —se inclinó para acercarse más a Rhyme—. Supongamos que éste es tu dormitorio. Estás en la Flexicair. ¿Dónde estaba él?
El criminalista asintió.
—Ahí, a los pies de la cama, mirándome. Y a mi lado izquierdo, el más próximo a la puerta.
—¿En qué postura?
—¿En qué postura? No sé…
—Inténtalo.
—Supongo que mirando hacia mí. No paraba de mover las manos, como si estuviese hablando en público.
Sachs se levantó y adoptó la postura descrita.
—¿Así?
—Más cerca.
Avanzó.
—Ahí.
Al verla así se acordó de algo.
—Otra cosa… Habló de las víctimas. Decía que matarlas no era nada personal.
—Nada personal.
—Las mataba…, sí, ahora me acuerdo, las mataba por lo que representaban.
Sachs asentía mientras garabateaba unas notas para completar la grabación.
—¿Por lo que representaban? —musitó—. ¿Qué significa eso?
—No tengo ni idea. Una música, una abogada, un maquillador. Diferentes edades, sexos, profesiones, lugares de residencia, sin conexión aparente entre unos y otros. ¿Qué podían representar? Estilos de vida de clase alta o media, residentes urbanos, con estudios superiores. Quizá una de estas cosas sea la clave, el proceso racional que sigue para escogerlos. Quién sabe.
Sachs fruncía el ceño.
—Algo no encaja.
—¿El qué?
Tardó un poco en decirlo:
—Algo de lo que estás recordando.
—Vale, no es una jodida descripción al pie de la letra. No tenía una taquimecanógrafa a mano.
—No, no me refiero a eso. —Reflexionó durante un rato y asintió con la cabeza—. Has caracterizado lo que dijo. Has estado usando tu lenguaje, no el suyo. «Residentes urbanos», «proceso racional». Quiero sus palabras.
—Pues no recuerdo sus palabras, Sachs. Dijo que no tenía nada personal contra las víctimas. Punto.
Ella movió la cabeza en un gesto de desaprobación.
—No, seguro que no lo dijo así.
—¿Qué quieres decir?
—Los asesinos nunca piensan en las personas a las que matan como víctimas. Es imposible. Jamás las humanizan. Desde luego, no un asesino en serie, como es El Prestidigitador.
—Eso son las chorradas que enseñan en la academia, en clase de psicología, Sachs.
—No, es la realidad. Nosotros sabemos que son víctimas, pero los asesinos siempre creen que se lo merecían. Piénsalo. No dijo víctimas, ¿verdad?
—Bueno, ¿y qué más da?
—Da, porque dijo que representaban algo y tenemos que averiguar el qué. ¿Cómo se refirió a ellas?
—No me acuerdo.
—Bueno. No dijo víctimas, eso seguro. ¿Habló de alguna de ellas en particular? Svetlana, Tony. ¿Dijo algo de Cheryl Marston? ¿Le llamaba «la rubia»?, ¿«la abogada»? ¿«La de las tetas grandes»? Seguro que no la llamó «residente urbana».
Rhyme cerró los ojos e intentó retroceder en el tiempo. Por último, negó con la cabeza.
—No…
Y en ese momento le vino la palabra.
—Amazona.
—¿Cómo?
—Tienes razón. La palabra no era «víctima». La llamó «amazona».
—Estupendo.
Rhyme sintió un acceso de orgullo injustificado.
—¿Y qué me dices de los otros?
—Sólo habló de ella —de eso estaba seguro.
—Así que —intervino Sellitto—, piensa en las víctimas como personas que hacen algo, que puede ser su trabajo o no serlo.
—Exacto —confirmó Rhyme—. Interpretar música, maquillar a la gente, montar a caballo.
—Pero ¿para qué nos sirve eso a nosotros? —preguntó Sellitto.
Y, como Rhyme le había dicho tantas veces cuando ella hacía esa misma pregunta en relación con las pruebas tomadas en una escena, Amelia respondió:
—Aún no lo sabemos, detective. Pero estamos un paso más cerca de averiguarlo. —La oficial consultó las notas que había tomado—. Vamos a ver. Hizo los trucos de las cuchillas de afeitar, mencionó «El espejo ardiente», habló a su respetado público, estaba obsesionado con el fuego, atrapó a un maquillador, a una intérprete de música y a una amazona para matarlos por lo que representaban, sea eso lo que sea. ¿Se te ocurre alguna otra cosa?
De nuevo cerró los ojos y se esforzó en concentrarse.
Pero seguía viendo las cuchillas, las llamas, oliendo el humo.
—Nada —dijo mirándola—. Creo que es todo.
—Muy bien, Rhyme, muy bien.
Y el criminalista identificó el tono de la voz.
Lo identificó porque era el mismo que solía usar él.
Significaba que ella no lo daba por terminado.
Sachs levantó la vista de las notas y dijo despacio:
—Siempre citas a Locard.
Rhyme asintió al escuchar el nombre del antiguo forense y criminalista francés, autor de un principio que más tarde recibiría su nombre. Según dicho principio, en toda escena de un crimen se produce siempre un intercambio de pruebas, por muy pequeño que sea, entre el asesino y la víctima o el lugar donde se cometió el delito.
—Bueno, pues yo creo que puede haber también un intercambio psicológico comparable al material.
Rhyme se echó a reír ante una idea tan disparatada. Locard era un científico y hubiera rechazado la idea de aplicar su principio a una cosa tan resbaladiza como la psique humana.
—¿Adonde quieres ir a parar?
—¿Tuviste todo el tiempo la boca tapada? —continuó ella.
—No, sólo al final.
—Por tanto, tú también comunicaste algo. Participaste en un intercambio.
—¿Yo?
—¿No? ¿No le dijiste nada?
—Desde luego, pero qué importa. Lo importante son sus palabras.
—Estoy pensando que quizá dijo algo en respuesta a lo que dijiste tú.
Rhyme observaba a Sachs con atención. Una mancha de hollín en forma de media luna en la mejilla, una gota de sudor sobre su enérgico labio superior. Estaba sentada con el cuerpo inclinado hacia adelante y, aunque hablaba con voz calmada, él percibía en su postura tensión y concentración. Ella no lo sabía, claro, pero parecía sentir exactamente las mismas emociones que sentía él cuando la conducía por una escena situada a varios kilómetros de distancia.
—Piénsalo, Rhyme —dijo—. Imagina que estás solo con un asesino. No necesariamente con El Prestidigitador, sino con cualquiera. ¿Qué le dirías?, ¿qué querrías saber?
Su reacción fue emitir un suspiro de cansancio al que supo dar cierto tono cínico. Pero lo cierto fue que la pregunta despertó algo en su mente.
—Ahora me acuerdo —dijo—. Le pregunté quién era.
—Buena pregunta. ¿Y qué te respondió?
—Dijo que era un mago… No, no un simple mago, sino algo más concreto. —Rhyme parpadeó mientras luchaba por volver a ese lugar tan inhóspito—. Me recordó al Mago de Oz…, «El malvado mago del Oeste», algo así. —Frunció el ceño y al fin dijo—: Sí, ya lo tengo. Dijo que era El Mago del Norte. Seguro.
—¿Te dice eso algo? —preguntó Sachs a Kara.
—Nada.
—Dijo que era capaz de escapar de cualquier cosa, pero que no estaba seguro de poder huir de nosotros. Bueno, de mí. Temía que le atrapásemos, y por eso había venido aquí. Dijo que tenía que pararme los pies antes de mañana por la tarde, que era cuando pensaba volver a matar.
—Mago del Norte —dijo Sachs mirando las notas—. Ahora…
Rhyme suspiró.
—Creo que ya es suficiente, Sachs. El pozo está seco.
Sachs apagó la grabadora, se inclinó sobre él y le secó el sudor de la frente con un pañuelo de papel.
—Lo imaginaba. Iba a decir que ahora soy yo la que necesita un trago. ¿Qué te parece?
—Sólo si me lo servís Kara o tú —respondió Rhyme—. No permitas que lo haga él —añadió inclinando la cabeza con acritud hacia Thom.
—¿Quieres tú algo? —preguntó Thom a Kara.
—Seguro que quiere un café irlandés —respondió Rhyme—. ¿Por qué no empiezan a servirlo en Starbucks?
Kara rechazó el licor, pero pidió un Maxwell House o un Folgers solo.
Sellitto preguntó si había alguna posibilidad de comer algo, ya que el sandwich cubano previsto no había sobrevivido al trayecto de vuelta a casa.
Cuando el ayudante desapareció y se fue a la cocina, Sachs pasó a Kara las notas que había tomado y le pidió que anotase en la pizarra del perfil del mago lo que considerase procedente. La joven se levantó y se dirigió al laboratorio.
—Buena entrevista —le dijo Sellitto a Sachs—. No conozco a ningún sargento capaz de hacerlo mejor.
Aceptó el cumplido con un movimiento de cabeza y sin sonreír, pero Rhyme estaba seguro de que le había encantado.
Unos minutos más tarde apareció en la puerta Mel Cooper, también con la cara sucia. Llevaba una bolsa de plástico.
—Aquí están todas las pruebas del Mazda. —La bolsa contenía lo que parecía una hoja del The New York Times doblada en cuatro. Era obvio que Sachs no había estudiado la escena; las pruebas mojadas deben conservarse en bolsas de papel o de fibra, nunca de plástico, pues éste favorece la proliferación de hongos capaces de destruirlas en poco tiempo.
—¿Es todo lo que han encontrado? —preguntó Rhyme.
—Hasta ahora, sí. Todavía no han podido sacar el coche. Demasiado peligroso.
—¿Ves la fecha? —le preguntó Rhyme.
Cooper examinó el papel empapado.
—Es de hace dos días.
—Entonces tiene que ser de El Prestidigitador —observó Rhyme—. El coche fue robado antes de esa fecha. ¿Por qué iba alguien a guardar una hoja en lugar del periódico entero? —La pregunta era puramente retórica, como muchas de las que hacía Rhyme, que no esperaba ninguna respuesta—. Porque contiene un artículo importante para él y, por tanto, quizá importante para nosotros. Por supuesto, a lo mejor es un vicioso y le gustan los anuncios de ropa interior de Victoria's Secret, pero hasta eso puede ser información valiosa. ¿Puedes leer algo?
—Nada. Y no quiero desdoblarlo todavía. Está demasiado mojado.
—Vale. Llévalo al laboratorio de documentos. Si no pueden abrirlo, al menos podrán ver los titulares con infrarrojos.
Cooper pidió un mensajero para que llevase la muestra al laboratorio criminal del NYPD en Queens y a continuación llamó a su casa al responsable del análisis de documentos para que lo agilizase. Después desapareció en el laboratorio para depositar el periódico en un envase más apropiado para el transporte.
Thom llegó con las bebidas y una bandeja de sándwiches sobre la que Sellitto se abalanzó rápidamente.
Pocos minutos más tarde volvió Kara y aceptó agradecida la taza de café que le ofreció el ayudante. Mientras echaba el azúcar, le dijo a Sachs:
—Estaba escribiendo en la pizarra los detalles que he encontrado sobre él y he tenido una idea. Así que he hecho una llamada telefónica y creo que he descubierto su verdadero nombre.
—¿El de quién? —preguntó Rhyme mientras sorbía su delicioso whisky.
—El de El Prestidigitador.
El débil tintineo de la cucharilla revolviendo el azúcar en el café era el único sonido perceptible en la habitación, de repente silenciosa como una tumba.