Un diligente oficial del NYPD, que quizá había oído un ruido raro o visto una puerta sin cerrar, se adentró en un callejón del West Side. Quince segundos más tarde salía de allí otro hombre, vestido con un jersey ligero de cuello vuelto de color marrón, unos vaqueros ceñidos y una gorra de béisbol.
Liberado ya del papel del policía Larry Burke, Malerick empezó a caminar con aire desenvuelto por Broadway. Quien se fijase en él y en los aires donjuanescos con que miraba a su alrededor pensaría que andaba a la busca de algún bar del West Side en el que dar rienda suelta a su ego y a su libido, que a la edad ya mediana que aparentaba debían de estar un tanto abandonados.
Se detuvo ante un bar de cócteles instalado en un sótano, miró al interior y decidió que podía convenirle para ocultarse durante un rato antes de volver a casa de Lincoln Rhyme a comprobar los daños causados por el fuego.
Encontró un taburete libre al final de la barra, cerca de la cocina, y pidió un Sprite y un sándwich de pavo. A su alrededor: una máquina de juegos con música electrónica, una máquina de discos polvorienta, un ambiente lóbrego cargado de humo que olía a sudor, a perfume y a desinfectante, los estallidos de risa provocados por el alcohol y el runrún de conversaciones intrascendentes. Y todo ello le transportó a su juventud, a la ciudad construida en el desierto.
Las Vegas es un espejo rodeado de luces deslumbrantes. Uno puede pasar horas mirándola, pero todo lo que ve es su propia imagen con sus imperfecciones y sus arrugas, con su vanidad, su codicia y su desesperación. Es un lugar polvoriento y difícil en el que la iluminación alegre de la calle principal, del Strip, se desvanece uno o dos bloques más allá de los tubos de neón y no llega al resto de la ciudad, a las caravanas, los ruinosos bungalows, los centros comerciales invadidos por la arena, las tiendas de empeño que venden anillos de compromiso, trajes, brazos ortopédicos y cualquier cosa que pueda transformarse en dinero.
Y, por todas partes, el desierto polvoriento, infinito, parduzco.
En ese mundo nació Malerick.
Su padre, crupier en la mesa de blackjack, y su madre, jefa de comedor en un restaurante (hasta que la obesidad la arrastró fuera de la vista del público, a una sala de recuento de dinero), fueron dos miembros del nutrido ejército de servidores de Las Vegas, tratados como hormigas tanto por la dirección de los casinos como por los clientes. Dos miembros de un ejército que pasaron sus vidas tan sumergidos en el dinero, que eran capaces de detectar en los billetes la tinta, el perfume y el sudor, aunque también sabían que aquella abrumadora marea de riqueza estaba destinada a detenerse apenas un instante entre sus dedos.
Como tantos niños de Las Vegas abandonados a su suerte por padres obligados a trabajar durante turnos largos e irregulares, como tantos niños que en tantos sitios viven en hogares llenos de amargura, se dejó ir hacia un lugar en el que encontraba un poco más de calor.
Y ese lugar fue para él el Strip.
Les hablaba, Venerado Público, de desorientación, de cómo los ilusionistas les distraemos apartando su atención de nuestro método con movimientos, colores, luces, sorpresas, ruido… Pero la desorientación es más que una técnica de magia: es también una parte de la vida. Todos corremos con desesperación hacia el brillo y la luz, y huimos del aburrimiento, de la rutina, de los padres mal avenidos, del calor insoportable, de las horas inmóviles al borde del desierto, de los chicos que se burlan de ti porque eres débil y tímido y te golpean con puños tan duros como el cuerpo de un escorpión…
El Strip era su refugio.
En particular, las tiendas de artículos de magia, que no escaseaban precisamente. Las Vegas es conocida como la capital de la magia, y el niño descubrió que esos lugares eran algo más que simples comercios; eran rincones donde los ilusionistas en ciernes, en activo y retirados se reunían para compartir historias y trucos, y para cotillear.
En una de aquellas tiendas el niño aprendió una cosa importante sobre sí mismo: aunque era débil y tímido, y aunque corría poco, tenía una destreza prodigiosa. Los magos le enseñaban a escamotear y a retirar y a soltar y a ocultar, y él lo aprendía al instante. Uno de esos maestros levantó una ceja y comentó que aquel niño de trece años era un «prestidigitador nato».
La palabra desconcertó al niño, que nunca la había oído.
—La inventó un mago francés en el siglo XIX —explicó el hombre—. «Prestí» significa rápido y «dígito», dedo; el prestidigitador tiene dedos rápidos y manos diestras.
Poco a poco se convenció de que era algo más que un tipo raro que no encajaba en la familia, algo más que una víctima fácil con la que ensañarse.
Todos los días salía del colegio a las tres y diez de la tarde y se dirigía a su tienda preferida, donde pasaba las horas muertas y se iba empapando del método. Mientras estaba en su casa, practicaba constantemente. Alguno de los responsables del establecimiento lo contrataba de vez en cuando para hacer una demostración o para actuar brevemente ante los clientes en la Caverna Mágica que había en la parte trasera del local.
Todavía recordaba con claridad su primera actuación. Desde aquel momento, Houdini el Joven —su primer nombre artístico— aprovechó todas las oportunidades que se le presentaron de subir a un escenario. ¡Qué satisfacción le proporcionaba hipnotizar al público, entretenerlo, conquistarlo, manipularlo! Y asustarlo, también le gustaba asustarlo.
Hasta que lo pillaron. Fue su madre quien, al caer en la cuenta de que el niño casi nunca estaba en casa, entró en su cuarto para ver si encontraba algo que le diera alguna pista de lo que estaba pasando. Por la noche, en cuanto lo oyó entrar por la puerta trasera, se levantó del comedor, entró torpemente en la cocina y le espetó sin contemplaciones:
—¿De dónde has sacado este dinero?
—De Abracadabra.
—¿Y quién es ése?
—La tienda. Es ésa que hay junto al Tropicana. Ya te lo había dicho.
—No quiero verte en el Strip.
—Mamá, no es más que una tienda, una tienda de magia.
—¿Has estado bebiendo? Échame el aliento.
—No, mamá —respondió mientras retrocedía con repugnancia ante el cuerpo enorme, la camiseta manchada de salsa de tomate y el aliento fétido de su madre.
—Si te cogen en un casino, puedo quedarme sin trabajo, y también tu padre podría irse a la calle.
—Sólo he estado en la tienda. Hago una actuación corta y la gente me da a veces una propina.
—Aquí hay demasiado dinero. Yo nunca vi propinas así cuando era camarera.
—Soy bueno —replicó el niño.
—También yo lo era. Y eso de la actuación, ¿de qué es?
—Magia. —Estaba irritado; se lo había contado ya hacía algunos meses—. Mira —añadió mientras hacía un truco de cartas para ella.
—Esto ha estado bien —respondió su madre—, pero como me has mentido, me quedaré con el dinero.
—¡No te he mentido!
—No me has dicho lo que estabas haciendo, y eso es igual que mentir.
—¡Mamá, el dinero es mío!
—Has mentido. Y quien miente, paga.
Con cierta dificultad se metió el dinero en un bolsillo de los pantalones vaqueros herméticamente cerrado por su enorme tripa.
—Vale. Te devuelvo diez… —dijo después de un momento de vacilación— si me dices una cosa.
—¿El qué?
—¿Alguna vez has visto a tu padre con Tiffany Loam?
—No lo sé. ¿Quién es ésa?
—No disimules, sabes perfectamente quién es. Esa camarera del Sands que vino a cenar con su marido hace un par de meses. La que llevaba una blusa amarilla.
—Pues…
—¿Los has visto o no? Ayer por la tarde, en coche, camino del desierto.
—No los vi.
Le observó de cerca y decidió que estaba diciendo la verdad.
—Si los ves, dímelo.
Y volvió a su plato de espaguetis, que le esperaban apelmazados en una bandeja delante del televisor.
—Mi dinero, mamá.
—Calla, que van a echar el programa ese que tanto me gusta.
Un día, mientras daba un pequeño espectáculo en Abracadabra, le llamó la atención un hombre delgado y serio que entró en la tienda. A medida que avanzaba hacia la Caverna Mágica, los magos y empleados dejaron de hablar. Se trataba de un famoso ilusionista que actuaba en el Tropicana, conocido por tener carácter y por sus números oscuros y aterradores.
Al terminar el espectáculo, el ilusionista hizo una seña al chico y, moviendo la cabeza en dirección al cartel escrito a mano que había en el escenario, le preguntó:
—¿Te haces llamar Houdini el Joven, no?
—Sí.
—¿Crees que estás a la altura del nombre?
—No lo sé. Me gusta, simplemente.
—Haz alguna cosa más —pidió mientras miraba hacia la mesa cubierta por un terciopelo negro.
El muchacho obedeció, nervioso ante la mirada de aquella leyenda viva.
Un movimiento de cabeza que parecía un signo de aprobación. Que un chaval de catorce años recibiese un cumplido semejante bastó para que todos los magos que había en la sala enmudeciesen.
—¿Quieres una lección?
El chico asintió sin palabras, expectante.
—Pásame las monedas.
Se las ofreció en la palma. El ilusionista miró la mano con un gesto de extrañeza.
—¿Dónde están?
La mano estaba vacía. El ilusionista, riéndose con ganas ante la expresión desconcertada del muchacho, ya le había arrebatado las monedas, que ahora estaban en su propia mano. El joven estaba asombrado: no había notado ni un roce, nada.
—Y ahora voy a suspender ésta en el aire…
El chico miró hacia arriba pero, de repente, cierto instinto le sugirió: «Cierra la mano ahora mismo. Va a devolverte las monedas. Ponlo en un aprieto delante de un montón de magos. Gánale por la mano».
Pero al instante, sin bajar la mirada, el ilusionista se detuvo y susurró:
—¿Estás seguro de que quieres hacer eso?
El aprendiz parpadeó con sorpresa.
—Bueno, yo…
—Piénsalo bien —y bajó la mirada hacia la mano del muchacho.
También Houdini el Joven se miró la palma de la mano, en tensión para atrapar al gran ilusionista. Y vio, anonadado, que éste no le había colocado las monedas, sino cinco cuchillas de afeitar de doble filo. Si hubiese cerrado la mano, habrían tenido que ponerle una docena de puntos.
—Déjame verte las manos —dijo, mientras retiraba las hojas de afeitar, que escamoteó al instante.
Houdini el Joven mantuvo las palmas hacia arriba y el ilusionista las tocó y las frotó con los pulgares. Hizo sentir al muchacho que una corriente eléctrica pasaba entre los dos.
—Con estas manos podrás ser grande —le susurró de modo que nadie más lo oyese—. Tienes la fuerza necesaria y sé que tienes la crueldad, pero no tienes la visión. Todavía no —volvió a aparecer una cuchilla, con la que cortó una hoja de papel que empezó a sangrar. La arrugó y la abrió de nuevo, ahora sin corte ninguno y sin sangre. Se lo pasó al joven, que reparó en una dirección escrita en tinta roja.
Mientras la reducida concurrencia aplaudía con admiración genuina, o con celos, el ilusionista se inclinó hasta rozar con los labios el oído de Houdini el Joven y le susurró:
—Ven a verme. Tienes mucho que aprender, y yo mucho que enseñar.
El chico conservó la dirección del ilusionista, pero era incapaz de reunir el valor necesario para ir a verle. Poco tiempo después, mientras celebraban su decimoquinto cumpleaños, su madre cambió para siempre el curso de la vida del muchacho cuando lanzó contra su marido una prolongada diatriba y una mente de fettuccini como respuesta a cierta información sobre la famosa señora Loam. Volaron las botellas, saltaron por los aires los objetos decorativos, llegó la policía.
El muchacho decidió que ya estaba bien. Al día siguiente fue a ver al ilusionista, que aceptó ser su mentor. Había llegado en el momento perfecto. Dos días después empezaba una larga gira por Estados Unidos y necesitaba un ayudante. Houdini el Joven retiró todo el dinero de una cuenta bancaria secreta, e hizo lo mismo que había hecho aquel de quien había tomado el nombre: huir de casa para trabajar de mago. Pero entre ambos había una diferencia importante: mientras que Harry Houdini salió de casa con el único afán de ganar dinero para sacar de la pobreza a su familia y volvió enseguida a reunirse con ella, Malerick jamás volvería a ver a la suya.
—Hola, ¿qué tal?
La áspera voz femenina le sacó de esos recuerdos imborrables y le devolvió a la barra del bar del Upper West Side. Una habitual, pensó. Una cincuentona que intentaba sin éxito simular diez años menos y que había elegido aquel antro como territorio de caza sobre todo por la escasa luz. Se había subido al taburete al lado del suyo y se inclinaba hacia adelante luciendo el canalillo.
—¿Decía?
—Te preguntaba que qué tal. Creo que no te había visto por aquí antes.
—Sólo estaré en la ciudad uno o dos días.
—Vaya —respondió ella con voz un poco beoda—. Dame fuego —añadió dando la irritante impresión de que debía considerar un privilegio encenderle el cigarrillo.
—Claro —respondió.
Encendió el mechero. Esta llama sí se agitaba visiblemente mientras ella pasaba unos dedos huesudos y rojizos en torno a los suyos para conducir el fuego hacia sus labios.
—Gracias. —Lanzó un delgado hilo de humo hacia el techo. Cuando volvió la cabeza vio que Malerick había pagado y se disponía a abandonar la barra.
Frunció el ceño.
—Tengo que marcharme —sonrió, y añadió—: ¡Ah!, puede quedárselo.
Le dio el pequeño encendedor metálico. Ella lo tomó, parpadeó y arrugó todavía más la frente: era su propio encendedor, que él le había sacado del bolso aprovechando el momento en que ella se inclinó hacia él.
—Creo que, después de todo, no lo necesitaba —murmuró con frialdad Malerick.
La dejó en la barra con dos lágrimas rodando sobre el maquillaje, y pensó que de todos los números sádicos que había perpetrado y planificado para aquel fin de semana —la sangre, la carne cortada, el fuego— ése sería quizá el más satisfactorio.
*****
Oyó las sirenas cuando estaban a dos manzanas del piso de Rhyme.
La mente de Amelia Sachs dio uno de esos curiosos saltos que da el cerebro a veces: al oír el sonido electrónico de un vehículo de emergencia pensó que parecía venir de la casa de Rhyme.
Por supuesto, no venía de allí, decidió.
Demasiada casualidad.
Pero las luces parpadeantes, rojas y azules, estaban en Central Park West, que era donde vivía él.
Déjalo ya, trató de tranquilizarse, es tu imaginación espoleada por el recuerdo del inquietante arlequín de la bandera situada ante la carpa del Cirque Fantastique, por los artistas enmascarados, por el horror de los asesinatos del Prestidigitador. Se estaba volviendo paranoica.
Fantasmagórico…
Olvídalo.
Se cambió de mano la abultada bolsa, en la que llevaba la comida cubana bien cargada de ajo, y continuó caminando junto a Kara por la concurrida acera, hablando de la familia, del trabajo y del Cirque Fantastique; y también de los hombres.
Pum, pum…
La joven iba dando sorbos al café cubano doble al que, según sus propias palabras, se había vuelto adicta nada más probarlo. No sólo costaba la mitad que en Starbucks, sino que además era el doble de fuerte.
—No sé si se puede calcular así —señaló Kara—, pero me parece que eso lo hace cuatro veces mejor. Me encantan estos descubrimientos, las pequeñas cosas de la vida, ¿no te parece?
Pero Sachs había perdido el hilo de la conversación. Cruzó rauda otra ambulancia y rezó en silencio para que pasase de largo ante la casa de Rhyme.
Pero no pasó. El vehículo frenó bruscamente en la esquina contigua al edificio.
—No —susurró.
—¿Qué pasa? —preguntó Kara—, ¿un accidente?
Con el corazón desbocado, Sachs soltó las bolsas de comida y corrió hacia el edificio.
—Lincoln, Lincoln…
Kara la siguió; le salpicó café caliente en la mano y soltó el vaso. Continuó corriendo al ritmo de la oficial.
—¿Qué pasa?
Al volver la esquina, Sachs contó media docena de coches de bomberos y ambulancias.
Al principio pensó en una crisis de disrreflexia, pero era evidente que se trataba de un incendio. Miró hacia el segundo piso y el golpe la dejó paralizada. Salía humo por la ventana del dormitorio de Rhyme.
¡No, Dios mío!
Sachs se agachó para pasar por debajo de la cinta policial y corrió hacia el grupo de bomberos que había en la puerta. Saltó hasta las escaleras, momentáneamente libre de la artritis. Pronto cruzó la puerta, casi patinando sobre el suelo de mármol. El pasillo y el laboratorio parecían intactos, pero en la zona situada al pie de la escalera flotaba una ligera neblina de humo.
Dos bomberos bajaban despacio por la escalera con gesto aparentemente resignado.
—¡Lincoln! —gritó.
Y corrió hacia la escalera.
—¡Quieta, Amelia! —la voz áspera de Lon Sellitto atravesó el pasillo.
Se volvió, asustada, pensando que quería evitarle la visión del cadáver carbonizado. Si El Prestidigitador le había arrebatado a Lincoln, lo mataría. Nada en el mundo podría detenerla.
—¡Lon!
La apartó de las escaleras y la abrazó.
—No está arriba, Amelia.
—¿Está…?
—No, no. Está bien. Está perfectamente. Thom lo llevó al cuarto de invitados que hay en este mismo piso.
—Gracias a Dios —dijo Kara. Miró a su alrededor descorazonada mientras continuaban bajando bomberos del piso de arriba, hombres y mujeres corpulentos que lo parecían aún más por el volumen de los uniformes y el equipo.
Thom, con el rostro ensombrecido, se les acercó desde el fondo del salón.
—Todo va bien, Amelia. No tiene quemaduras, ha respirado algo de humo y tiene la tensión alta, pero está controlado. Se encuentra bien.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Amelia al detective.
—El Prestidigitador —murmuró Sellitto y después dio un suspiro—. Mató a Larry Burke y le robó el uniforme. Así consiguió entrar aquí. Luego se las arregló para subir a la habitación de Rhyme y encendió un fuego alrededor de la cama. Nosotros ni nos enteramos. Alguien vio el humo desde la calle y llamó a los del 911. Acto seguido me llamaron para darme el aviso. Entre Thom, Mel y yo arreglamos casi todo antes de que llegasen los camiones.
—No tenemos al Prestidigitador, claro —le preguntó la oficial a Sellitto.
—¿Tú qué crees? —respondió con una risa amarga—. Se esfumó. Sin dejar rastro.
Después del accidente que le dejó paralítico, después de superar la etapa de amargura que le hizo perder varios meses deseando que sus piernas volviesen a moverse, renunció a lo imposible y centró su capacidad de concentración y su extraordinaria fuerza de voluntad en una meta más razonable.
Respirar por sí mismo.
Un tetrapléjico como Rhyme, con el cuello roto al nivel de la cuarta vértebra por debajo de la base del cráneo, está a un paso de necesitar un pulmón artificial. Los nervios que van desde el cerebro hasta los músculos del diafragma pueden funcionar o no. En el caso de Rhyme, al principio pareció que los pulmones no trabajaban correctamente, y lo conectaron a una máquina, con un tubo implantado en el pecho. Rhyme detestaba ese aparato, con sus ruidos mecánicos y la extraña sensación de no notar la necesidad de respirar, aunque él sabía que no era así (la máquina tenía además la desagradable costumbre de pararse de vez en cuando).
Pero con el tiempo sus pulmones empezaron a funcionar espontáneamente y quedó libre del artilugio biónico. Los médicos dijeron que la mejora se debió a la estabilización natural del cuerpo después del trauma. Pero Rhyme sabía cuál era la verdadera razón: lo había hecho él. Con fuerza de voluntad. Aspirar aire hacia el interior de los pulmones —inspiraciones débiles al principio pero, en cualquier caso, sus propias inspiraciones— fue uno de los mayores logros de su vida. Ahora estaba esforzándose en hacer unos ejercicios que podrían intensificar las sensaciones del cuerpo e, incluso, devolver el movimiento a los miembros. Pero, por muy buenos resultados que obtuviese, pensaba que la sensación de orgullo jamás igualaría a la que le invadió cuando prescindió por primera vez de la máquina de respirar.
Aquella noche, tendido en la pequeña habitación de invitados, recordaba las nubes de humo que salían de la ropa, los papeles y los plásticos de su dormitorio. Dominado por el pánico, pensaba menos en el riesgo de morir abrasado que en el horror del humo penetrando en sus pulmones como esquirlas de metal y arrebatándole la única victoria que había obtenido en su guerra contra la discapacidad. Daba la impresión de que El Prestidigitador había sabido atacar precisamente su punto más vulnerable.
Cuando Thom, Sellitto y Cooper se abalanzaron al interior de la habitación, su primer pensamiento no fue para los extintores que los dos policías llevaban en la mano, sino para la bombona de oxígeno verde que esgrimía su ayudante. ¡Salva mis pulmones!, pensó.
Antes de que las llamas se extinguiesen, Thom ya le había colocado la mascarilla, y Rhyme inhaló con gula el dulce gas. Lo bajaron al otro piso, donde lo examinaron los médicos del servicio de urgencias y su propio especialista en lesiones de médula, le limpiaron y curaron algunas quemaduras pequeñas y buscaron con atención si tenía cortes de cuchilla (no los tenía, ni tampoco había ninguna hoja escondida en el pijama). El especialista declaró que los pulmones estaban perfectamente, aunque Thom debía darle la vuelta con más frecuencia de lo normal para mantenerlos limpios.
Sólo entonces Rhyme empezó a calmarse. Pero todavía sufría una ansiedad considerable. El asesino había hecho algo mucho más cruel que herirle físicamente. El ataque le había recordado a Rhyme cuan precaria era su vida y cuan incierto su futuro.
Detestaba esa sensación, ese desvalimiento y esa vulnerabilidad insoportables.
—¡Lincoln! —Sachs entró apresuradamente en la habitación, se sentó en la antigua cama Clinitron, se dejó caer sobre su pecho y lo abrazó con fuerza. Él inclinó la cabeza contra su pelo. Ella estaba llorando; desde que la conocía, no la había visto llorar más que un par de veces.
—Nada de nombres de pila —murmuró—. Mala suerte, recuerda. Hoy la hemos tenido en abundancia.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió con un hilo de voz, atenazado por la idea absurda de que, si hablaba más alto, las partículas de humo le atravesarían y vaciarían los pulmones—. ¿Y los pájaros? —preguntó, rogando porque no les hubiese pasado nada a los halcones peregrinos. No le importaba que se mudasen a otra casa, pero le habría destrozado saber que habían resultado heridos o muertos.
—Thom dice que están bien. Se han pasado a la otra ventana.
Ella lo retuvo durante un momento y luego apareció Thom en la puerta.
—Tengo que darte la vuelta.
La oficial lo abrazó una vez más y se apartó mientras Thom se acercaba a la cama.
—Investiga la escena —le dijo Rhyme—. Algo ha debido dejar. Me colocó un pañuelo alrededor del cuello… y llevaba unas cuantas cuchillas de afeitar.
Sachs dijo que lo haría y salió de la habitación. Thom tomó el control y empezó a limpiarle los pulmones con sus manos expertas.
Veinte minutos después volvió Sachs. Se despojó del mono de tyvek, lo dobló con cuidado y lo guardó en el maletín de investigación de escenas.
—No he encontrado gran cosa —informó—. He recogido el pañuelo y un par de huellas de pisadas; lleva un par de Eccos nuevos, pero no he encontrado ninguna cuchilla, y si se le ha caído alguna otra cosa, se ha evaporado. También había una botella de whisky, pero supongo que sería tuya.
—Era mía —murmuró Rhyme. Normalmente habría hecho un chiste, algo sobre la severidad del castigo que debería imponerse a quien utiliza un single malt de dieciocho años para provocar un incendio. Pero no logró manifestar ningún atisbo de sentido del humor.
Sabía que no quedarían muchas pruebas. Debido a la magnitud de la destrucción que se produce en las escenas de incendio de origen sospechoso, lo único que suelen revelar las pruebas es el lugar y la forma en que se inició el fuego. Pero eso ya lo sabían. Sin embargo, él pensaba que debía haber algo más.
—¿Qué hay de la cinta adhesiva? Thom la despegó y la tiró.
—No hay rastro de la cinta.
—Mira por detrás del cabecero de la cama. El Prestidigitador anduvo por ahí; quizá…
—Ya he mirado.
—Bueno, pues mira otra vez. Has pasado algo por alto. Tienes que haber pasado algo por alto.
—No —respondió ella.
—¿Cómo?
—Olvida la Escena del Crimen. Está quemada, por así decir.
—Tenemos que sacar adelante este maldito caso.
—Y vamos a sacarlo adelante, Rhyme. Voy a hablar con el testigo.
—¿Hay algún testigo? —gruñó—. No me lo habían dicho.
—Pues lo hay.
Se dirigió hacia la puerta y llamó a Lon Sellitto, que estaba en el salón, para que se acercase. Entró sin ninguna prisa, olisqueándose la chaqueta y arrugando la nariz.
—Un traje de doscientos cuarenta dólares y ya es historia, basura. ¿Me llamabas, oficial?
—Voy a entrevistar al testigo, teniente. ¿Tienes la grabadora?
—Por supuesto —la sacó del bolsillo y se la entregó—. ¿Hay un testigo?
—Olvídate de los testigos, Sachs —dijo Rhyme—. Sabes que son muy poco de fiar. Atente a las pruebas.
—No. Tenemos a uno bueno, estoy segura.
Mirada hacia la puerta.
—Bueno, ¿pues dónde demonios está?
—Eres tú —dijo ella mientras acercaba una silla a la cama.