La cuchilla que sostenía El Prestidigitador se esfumó.
No la retiró ni la ocultó. Un momento antes, el rectángulo metálico estaba entre sus dedos, apuntando a la cara de Rhyme, y un momento después había desaparecido.
El hombre —pelo castaño, sin barba, con uniforme de policía— caminaba por la habitación examinando los libros, los CDs, los carteles. Pareció mirar algo con aprobación. Estudiaba un objeto curioso, un pequeño relicario rojo con una imagen del dios chino de la guerra y los detectives, Guan Di. El Prestidigitador no parecía asombrarse de la incongruencia de una cosa así en el dormitorio de un científico forense.
Se volvió hacia Rhyme.
—Bueno —dijo en su susurro gutural mientras miraba la cama Flexicair—. No es usted como yo esperaba.
—El coche —dijo Rhyme—, el que cayó al río. ¿Cómo se las arregló?
—¿Eso? —respondió quitándole importancia—. ¿El truco de «El coche sumergido»? No iba dentro. Salté entre unos arbustos que había al final de la calle. El truco es sencillo: la ventanilla cerrada, para que los testigos vean sobre todo un reflejo, y el sombrero en el reposacabezas. Fue la imaginación de los testigos la que me vio. Houdini nunca estuvo dentro de algunos de los baúles y barriles de los que presumía haber escapado.
—Así que no había huellas de frenada —dijo Rhyme—. Las huellas las habían dejado los neumáticos al acelerar. —Le irritaba haber pasado eso por alto—. Usted puso un ladrillo en el acelerador.
—Un ladrillo hubiese llamado la atención cuando rescataron el coche; lo apreté haciendo cuña con un zapato. —El Prestidigitador miró a Rhyme más de cerca y le dijo con su voz susurrante y en un tono que no era de pregunta—: Pero usted nunca creyó que yo estuviese muerto…
—¿Cómo entró en la habitación sin que le oyese?
—Ya estaba aquí. Subí por la escalera hace diez minutos sin que nadie me viera. También estuve en el piso de abajo, en su salón o como lo llame, y nadie se dio cuenta.
—¿Fue usted quien trajo unas pruebas? —Rhyme recordó vagamente a los dos agentes de patrulla que habían llevado las cajas con las pruebas de Neighborhood School y la habitación del hotel del reverendo Swensen.
—Exacto. Estaba esperando en la acera, llegó un poli con dos cajas, le saludé y me ofrecí a ayudarle. Nadie te detiene si llevas uniforme y da la impresión de que tienes algo que hacer.
—Y se ha escondido aquí, con una pieza de seda del color de las paredes.
—Veo que se ha aprendido ese truco.
Rhyme frunció el ceño mientras miraba el uniforme. Parecía auténtico, no de imitación. Pero, en contra del reglamento, le faltaba en el pecho la placa con el nombre. De repente, el corazón le dio un vuelco, pues comprendió de dónde lo había sacado.
—Usted lo mató…, a Larry Burke. Lo mató y le quitó la ropa.
El Prestidigitador bajó la mirada hacia el uniforme y se encogió de hombros.
—Fue al revés. Primero le quité el uniforme —afirmó la voz susurrante e incorpórea—. Le convencí de que se desnudase para darme una oportunidad de escapar. Me ahorró el esfuerzo de tener que hacerlo yo después. Luego le disparé.
Asqueado, Rhyme recordó que había pensado en el peligro de que El Prestidigitador tuviese la radio y el arma, pero nunca se le había ocurrido pensar que pudiese utilizar el uniforme para cambiarse rápidamente y atacar a sus perseguidores. Le preguntó en un susurro:
—¿Dónde está el cuerpo?
—En el West Side.
—¿Dónde?
—Creo que eso voy a guardármelo para mí. Alguien lo encontrará en un día o dos. Lo olerá. Ya va haciendo calor.
—Hijo de puta —soltó el criminalista. Aunque entonces era un civil, en el fondo de su corazón Rhyme siempre sería un poli, y no hay lazos tan estrechos como los que unen a los policías.
Ya va haciendo calor…
Pero se esforzó por mantener la calma y preguntó, como sin darle importancia:
—¿Cómo me ha encontrado?
—En la feria de artesanía. Me acerqué a su compañera, la policía pelirroja. Me acerqué mucho, tanto como ahora me acerco a usted. También le eché el aliento en el cuello, y no sabría decir con cuál de los dos he disfrutado más. El caso es que le oí hablar con usted por el radiotransmisor. Dijo su nombre, y sólo tuve que investigar un poco para encontrarle. Sale en los periódicos; ya sabe, es usted famoso.
—¿Famoso? ¿Un monstruo como yo?
—Eso parece.
Rhyme movió la cabeza en sentido negativo y dijo despacio:
—Yo soy ya una noticia pasada. Hace mucho que dejé de formar parte de la cadena de mando.
La palabra «mando» saltó de los labios de Rhyme al micrófono montado en la cabecera de la cama, que lo envió al programa de reconocimiento de voz. Ésa era la palabra clave que preparaba al ordenador para recibir instrucciones. En el monitor se abrió una ventana que veía Rhyme, pero no El Prestidigitador. ¿Instrucciones?, preguntaba en silencio.
—¿Cadena de mando? —dijo El Prestidigitador—. ¿Qué quiere decir?
—Estaba a cargo del departamento. Ahora, hay veces en que los funcionarios jóvenes ni siquiera me devuelven las llamadas de teléfono.
El ordenador captó las tres últimas palabras de la frase, y respondió: ¿A quién quiere llamar?
—Le contaré algo —dijo Rhyme tras un suspiro—. El otro día tuve que ponerme en contacto con un oficial, el teniente Lon Sellitto.
El ordenador confirmó: Llamando a Lon Sellitto.
—Y le dije…
De repente, El Prestidigitador frunció el ceño.
Dio un rápido paso adelante y apartó el monitor de la vista de Rhyme mientras le miraba; el asesino arrancó enfurecido el cable del teléfono de la pared y desenchufó el ordenador, que emitió un débil sonido y enmudeció.
Mientras su adversario le miraba a unos centímetros de distancia, Rhyme hundió la cabeza en la almohada y esperó la reaparición de la cuchilla atroz. Pero El Prestidigitador retrocedió e inspiró profundamente con su silbido asmático. Parecía más impresionado que airado por lo que había intentado el criminalista.
—¿Sabe lo que ha hecho, verdad? —preguntó, sonriendo fríamente—. Puro ilusionismo. Me distrajo con su cháchara y a continuación recurrió a la desorientación verbal clásica. Artimañas, lo llamamos. Buen ardid. Lo que decía sonaba muy natural, hasta que pronunció el nombre. El hombre lo estropeó todo; me hizo ver que no era algo natural, y empecé a sospechar. Pero hasta entonces estuvo muy bien.
El hombre inmovilizado.
—Pero yo también soy bueno. —El Prestidigitador extendió la mano, con la palma abierta y vacía. Rhyme se encogió mientras los dedos le pasaban cerca de los ojos. Notó un roce contra la oreja. Cuando la mano del Prestidigitador reapareció un segundo más tarde, sujetaba cuatro cuchillas de doble filo entre los dedos. La cerró y las cuatro hojas se redujeron a una, que de nuevo sujetaba entre el índice y el pulgar.
Por favor, no…
Más que el dolor, Rhyme temía verse privado de otro sentido más. El asesino le acercó lentamente el filo a los ojos y lo movió hacia adelante y hacia atrás.
A continuación retrocedió con una sonrisa. Miró hacia las sombras de la pared del otro extremo de la habitación.
—Ahora, Venerado Público, empecemos la actuación con un poco de prestidigitación. Para realizar este número contaré con los servicios de un ayudante —declamó en un tono inquietante y teatral.
Alzó la mano y exhibió la deslumbrante hoja de la cuchilla. Con un gesto suave, El Prestidigitador tiró del elástico del pantalón de chándal y los calzoncillos de Rhyme y lanzó la hoja como un disco de frisbee hacia las ingles desnudas.
El criminalista se contrajo espantado.
—¿Qué estará pensando? —preguntó El Prestidigitador dirigiéndose a su público imaginario—. Sabe que tiene una cuchilla apoyada en su piel, quizá cortándole la piel, los genitales o una vena o una arteria. ¡Y no siente nada!
Rhyme miraba con los ojos desorbitados hacia el borde de sus pantalones, esperando ver brotar la sangre.
El Prestidigitador sonrió.
—Pero quizá la hoja no esté ahí, sino en algún otro sitio. Aquí, por ejemplo. —Se llevó la mano a la boca y extrajo el pequeño rectángulo de acero. Lo sostuvo así y frunció el ceño—. Un momento. —Se sacó otra cuchilla de la boca y luego otras más. De nuevo tenía las cuatro en la mano. Las colocó formado un abanico y las lanzó al aire por encima de Rhyme, que dio un grito ahogado y se encogió mientras esperaba que cayesen sobre él. Pero no pasó nada. Habían desaparecido.
Notó el pulso agitado, ahora con más fuerza, en el cuello y las sienes, y el sudor le goteaba por la frente y las sienes. Miró de reojo al reloj. Le parecía que habían transcurrido varias horas; pero hacía sólo quince minutos que se había marchado Thom.
—¿Por qué hace esto? —preguntó—. ¿Por qué ha matado a esas personas, para qué?
—No todas están muertas —puntualizó airado—. Usted estropeó mi número con la amazona junto al río Hudson.
—Vale, digamos que las atacó. ¿Por qué?
—Nada personal —contestó, antes de sufrir un acceso de tos.
—¿Nada personal? —le espetó Rhyme, incrédulo.
—Digamos que ha sido más por lo que representaban que por lo que eran.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué representaban? Explíquemelo.
—No, no pienso hacerlo —murmuró El Prestidigitador mientras se movía despacio alrededor de la cama de Rhyme, jadeando—. ¿Sabe usted lo que pasa por la cabeza del público durante una representación? Algunos esperan que el ilusionista no logre escapar a tiempo y se ahogue, se caiga sobre las púas o muera abrasado o aplastado. Hay un truco llamado «El espejo ardiente», mi preferido. Empieza con un ilusionista vanidoso mirándose al espejo; de repente ve una hermosa mujer al otro lado del cristal. Ella le pide por señas que se acerque, y él cede a la tentación y atraviesa el espejo. Los dos han intercambiado sus posiciones, y ahora es ella la que está delante del espejo. Pero surge una columna de humo, ella se cambia rápidamente y se convierte en Satán.
»El ilusionista se ve atrapado en el infierno y encadenado al suelo, del que brotan llamaradas que le envuelven. El muro de fuego se va acercando. Justo cuando está a punto de ser devorado por las llamas se libera de las cadenas, atraviesa el fuego, salta al otro lado del espejo y queda a salvo. El demonio corre hacia el ilusionista, da un salto en el aire y se desvanece. El mago rompe el espejo con un martillo, cruza el escenario, hace una pausa, chasquea los dedos, se produce un destello luminoso y, seguro que ya lo ha adivinado, se convierte a su vez en el demonio… ¡Ah, al público le encanta!… Pero sé que en un rincón de su mente todos ansían que gane el fuego y muera el artista. Y —en ese momento hizo una pausa— eso es lo que ocurre de vez en cuando.
—¿Quién es usted? —murmuró Rhyme, ya sin esperanza.
—¿Yo? —El Prestidigitador se inclinó hacia adelante y continuó con voz áspera y apasionada—. Yo soy el Mago del Norte, el mayor ilusionista de todos los tiempos. Soy Houdini. Soy el hombre capaz de escapar del espejo en llamas. De esposas, cadenas, habitaciones cerradas, grilletes, cuerdas, lo que sea. —Miró a Rhyme de cerca—. Salvo de usted. Temía que usted fuese la única cosa de la que no pudiera escapar. Es demasiado bueno, y tenía que detenerle antes de mañana por la tarde.
—¿Por qué? ¿Qué va a pasar mañana por la tarde?
El Prestidigitador no respondió. Miró hacia la penumbra.
—Ahora, Venerado Público, nuestro número principal: «El hombre carbonizado». Fíjense en nuestro protagonista; no está sujeto por cadenas, esposas o cuerdas, pero seguro que no puede escapar. Su situación es aún más difícil que la del primer número de huida del mundo, el de San Pedro. Arrojado a una celda, cargado de grilletes y vigilado…, pero logró escapar. Claro que tenía un cómplice importante: Dios. Nuestro protagonista de esta noche, sin embargo, está solo.
Un pequeño objeto gris apareció en la mano del Prestidigitador, que se inclinó hacia adelante como un rayo, antes de que Rhyme pudiese volver la cabeza. El asesino le tapó la boca con un trozo de cinta adhesiva.
A continuación apagó todas las luces de la habitación, salvo una pequeña lamparita de noche. Volvió junto a la cama de Rhyme, levantó el dedo índice, frotó contra él el pulgar e hizo brotar una llama de varios centímetros.
El Prestidigitador movió el dedo hacia adelante y hacia atrás.
—Veo que está sudando —mantenía la llama cerca del rostro de Rhyme—. Fuego… ¿No es fascinante? Probablemente se trata de la imagen más sugestiva del ilusionismo. El fuego es la desorientación perfecta; todo el mundo mira hacia las llamas y jamás dirigen la vista hacia otro punto del escenario. Yo podría hacer cualquier cosa con la otra mano, y usted jamás lo vería. Por ejemplo…
En la otra mano apareció entonces la botella de whisky de Rhyme. Mantuvo la llama bajo el recipiente durante bastante rato; a continuación tomó un sorbito de licor y colocó la llama ante sus labios, mirando directamente al criminalista, que trató de encogerse. Pero El Prestidigitador sonrió, se dio la vuelta y lanzó la llamarada hacia arriba, retrocediendo un poco mientras el chorro de fuego se desvanecía en la oscuridad del techo.
Rhyme parpadeó y desvió la vista hacia un rincón de la habitación.
El Prestidigitador rompió a reír.
—¿Busca el detector de humo? Yo lo encontré antes, y se ha quedado sin pilas —lanzó otra llamarada hacia el techo y dejó la botella.
De repente apareció un pañuelo blanco que colocó bajo la nariz de Rhyme. Estaba empapado en gasolina. El olor pungente le irritó los ojos y la nariz. El Prestidigitador retorció el pañuelo hasta formar una cuerda, le rasgó la parte superior de la chaqueta del pijama y se lo arrolló al cuello, como una corbata.
Caminó hacia la puerta, abrió en silencio el pestillo y miró hacia afuera.
Rhyme detectó otro olor mezclado con el de la gasolina. ¿Qué era? Un aroma intenso y ahumado…, el whisky. El asesino debía de haber dejado la botella abierta.
Pero el nuevo aroma pronto se impuso al olor a gasolina. Había whisky por todas partes, y Rhyme comprendió abatido lo que estaba haciendo: había vertido un reguero de licor desde la puerta hasta la cama, como una mecha. El Prestidigitador chasqueó los dedos y una bola blanca de fuego saltó desde la mano hasta el charco de malta.
El licor ardió y una llama azul recorrió el suelo. Enseguida hizo presa en una pila de revistas y una caja de cartón que había junto a la cama y alcanzó también una de las sillas de caña.
El fuego subiría pronto por la ropa de la cama y empezaría a devorar el cuerpo de Rhyme sin causarle dolor ninguno, y luego la cara y la cabeza, causándole un dolor atroz. Se volvió hacia El Prestidigitador, pero ya había salido y cerrado la puerta. El humo empezó a irritarle los ojos y a entrarle por la nariz. El fuego se iba acercando, quemando cajas y libros y carteles y fundiendo CDs.
Pronto las llamas azules y amarillas empezaron a lamer las mantas a los pies de la cama de Lincoln Rhyme.