¿Y a esto lo llaman música?
Un redoble sordo de percusión seguido del sonido destemplado de un instrumento de viento que repetía una serie de compases breves invadió el salón de Rhyme. Procedía del Cirque Fantastique instalado en el parque, al otro lado de la calle. Las notas eran discordantes, y el tono chillón y áspero. Trató de no prestarle atención y de volver a la conversación telefónica con Charles Grady, que le estaba agradeciendo el esfuerzo realizado para capturar al pastor que había ido a la ciudad para matarle.
Bell acababa de interrogar a Constable en el Centro de Detención. El detenido afirmó que conocía a Swensen, pero que lo había expulsado con deshonor de la Unión Patriótica hacía un año a consecuencia del insano interés que había mostrado por las hijas de algunos miembros de su parroquia. Constable no había tenido ninguna relación con ese personaje desde entonces aunque, según se rumoreaba, éste se había juntado con algunos milicianos de la zona. El prisionero afirmó categóricamente que no sabía nada del intento de asesinato.
Grady se las había arreglado para hacer llegar a Rhyme una caja con pruebas tomadas de la Escena del Crimen de Neighborhood School, y otra de la habitación de hotel de Swensen. Rhyme las examinó rápidamente, pero no encontró ninguna relación evidente con Constable. Se lo comentó a Grady y añadió:
—Tenemos que enviar a alguien de la oficina del forense a… ¿cómo se llama ese sitio?
—Canton Falls.
—Podrán hacer comparaciones de suelos o de restos. Quizá haya algo que vincule a Swensen con Constable, pero aquí no lo tenemos.
—Gracias por comprobarlo, Lincoln. Enviaré a alguien lo antes posible.
—Si quieres que redacte un dictamen de experto sobre los resultados, lo haré encantado —añadió el criminalista, aunque tuvo que repetir el ofrecimiento, porque la segunda parte quedó acallada por un solo de trompa particularmente áspero.
Desde luego, yo podría componer mejor música que esa, pensó.
Thom decretó un descanso y le tomó a Rhyme la tensión, que resultó estar bastante alta.
—No me gusta esto —declaró.
—Que conste que hay un montón de cosas que a mí no me gustan —respondió Rhyme desafiante, frustrado por la lentitud con que avanzaba el caso. Un técnico del FBI de Washington había llamado para decir que tendrían que esperar al menos hasta el día siguiente para disponer de un informe sobre los fragmentos de metal encontrados en la bolsa del Prestidigitador. Bedding y Saul habían visitado más de cincuenta hoteles de Manhattan, pero ninguno de ellos utilizaba tarjetas APC similares a la encontrada en la cazadora deportiva del asesino. Por su parte, Sellitto llamó al relevo que vigilaba el exterior del Cirque Fantastique —a los dos oficiales apostados allí desde por la mañana les habían sustituido otros—, pero no habían visto nada sospechoso.
Y lo más inquietante era que no habían tenido suerte en la búsqueda de Larry Burke, el oficial de patrulla que había detenido al Prestidigitador cerca de la feria de artesanía. Docenas de policías estaban buscando por el West Side, pero no encontraron testigos ni pruebas de su posible paradero. Sin embargo, sí se había producido un hecho esperanzador: el cuerpo no estaba en el Mazda robado. Aún no habían sacado el coche, pero un submarinista que había desafiado la corriente afirmó que no había ningún cuerpo dentro del vehículo ni en el maletero.
—¿Dónde está la comida? —preguntó Sellitto mirando por la ventana. Sachs y Kara habían bajado a la calle, a un restaurante cubano de la zona, para subir unos platos preparados (la joven ilusionista estaba menos interesada por la comida que por la perspectiva de su primer café cubano, que Thom describió como «mitad expreso, mitad leche condensada y mitad azúcar», algo que, pese a las imposibles proporciones, le intrigó enseguida).
El voluminoso detective se volvió hacia Rhyme y Thom, y comentó:
—¿Nunca habéis probado los sandwiches cubanos? Son los mejores.
Pero ni la comida ni el caso importaban al ayudante.
—Es hora de irse a la cama.
—Sólo son las diez menos veinte —subrayó Rhyme—. Es prácticamente por la tarde. Así que no-es-hora-de-ir-a-la-cama. —Logró dar a su pronunciación monótona una inflexión a un tiempo jovial y amenazadora—. Tenemos a un jodido asesino suelto que anda cambiando de idea sobre la frecuencia con que pretende matar a la gente. Cada cuatro horas, cada dos… —Echó una ojeada al reloj—. Y en este mismo momento podría estar cometiendo su crimen de las diez menos veinte. Comprendo que no te guste, pero tengo trabajo que hacer.
—No, no lo tienes. Si quieres empeñarte en que no es de noche, estupendo. Pero vamos a ir al piso de arriba a atender algunas cosas y vas a dormir un par de horas.
—Ya. Lo que tú esperas es que me quede dormido hasta mañana. Pues no. Voy a quedarme despierto toda la noche.
El ayudante miró hacia el cielo, implorando paciencia, y anunció a los demás con voz firme:
—Lincoln pasará algunas horas en el piso de arriba.
—¿Quieres quedarte sin trabajo? —amenazó Rhyme.
—¿Quieres entrar en coma? —le espetó Thom.
—Esto es abusar de un lisiado —murmuró. Pero ya estaba cediendo. Conocía el peligro. Cuando un tetrapléjico permanece mucho tiempo en la misma postura o tiene las extremidades sujetas o, como a Rhyme le gustaba señalar sin la menor delicadeza en presencia de desconocidos, cuando tenía que mear o cagar y se contenía corría peligro de sufrir disrreflexia autonómica, un aumento rápido de la tensión que podía desencadenar un ictus que a su vez culmina en una parálisis todavía más grave o en la muerte. La disrreflexia es rara, pero te envía al hospital o a la tumba en un santiamén, por lo que Rhyme se resignó a subir al piso de arriba para atender sus necesidades personales y descansar. Eran esas cosas, estas alteraciones de la vida «normal», lo que más le enfurecía de su discapacidad. Lo que más le enfurecía y, aunque se negara a admitirlo, lo que más le deprimía.
En el dormitorio del piso superior Thom se ocupó de los detalles fisiológicos necesarios.
—Estupendo. Ahora dos horas de descanso. Duerme un poco.
—Una hora —gruñó Rhyme.
El ayudante iba a contestarle, pero miró a su jefe a la cara y, aunque vio rabia y una mirada de desafío, cosas que no le hubieran afectado lo más mínimo, también observó la sincera preocupación del criminalista por las siguientes víctimas de la lista del Prestidigitador. Así que cedió:
—Una hora. Si duermes.
—Una hora —repitió Rhyme. Y añadió, irónico—: Tendré los más dulces sueños. Por cierto, que un trago ayudaría, ya sabes.
El ayudante respondió a la alambicada indirecta con un gesto de debilidad sobre el que Rhyme se abalanzó como un tiburón sobre una molécula de sangre.
—Sólo uno —añadió el criminalista.
—Vale. —Vertió un poco del Macallan añejo, en uno de los vasos bajos de Rhyme, colocó la pajita y se lo acercó a la boca.
El criminalista dio un sorbo largo.
—Ahh, delicioso… —Miró el vaso vacío y añadió—: Algún día te enseñaré a servir una copa de verdad.
—Volveré dentro de una hora —replicó Thom.
—Mando. Despertador —dijo Rhyme secamente. En la pantalla plana apareció la esfera de un reloj, y él dio de viva voz las instrucciones para que sonase una hora después.
—Ya te habría despertado yo —rezongó el ayudante.
—Bueno, pero es por si acaso estás ocupado y te olvidas —respondió Rhyme con afectación—. Ahora estoy seguro de que me despertaré, ¿vale?
El ayudante salió y cerró la puerta detrás de él, y la mirada de Rhyme se dirigió hacia la ventana, donde se posaban los halcones peregrinos que se cernían sobre la ciudad girando la cabeza de esa forma tan peculiar, brusca y elegante al mismo tiempo. Uno de ellos, la hembra, la mejor cazadora, se volvió rápidamente hacia él haciendo parpadear las estrechas ranuras de sus ojos, como si hubiese sentido su mirada. Alzó la cabeza y volvió a observar el barullo del circo instalado en Central Park.
Rhyme cerró los ojos, aunque su mente seguía repasando las pruebas y trataba de dilucidar su significado: las virutas de estaño, la llave del hotel, el pase de prensa, la tinta. Cada vez más misterioso. Al cabo, abrió los ojos por completo. Era absurdo. No tenía ni pizca de cansancio. Quería bajar inmediatamente al piso inferior y volver al trabajo. El sueño estaba descartado.
Notó una corriente de aire en la mejilla y maldijo a Thom por haber dejado puesto el acondicionador. Cuando un tetrapléjico se acatarra, necesita tener a alguien cerca para que le limpie los mocos. Activó el panel de control del climatizador mientras pensaba en decirle a Thom que había intentado dormir, pero que la habitación estaba demasiado fría. Pero una mirada a la pantalla le hizo saber que el acondicionador estaba apagado.
¿De dónde venía la corriente?
La puerta seguía cerrada.
Volvió a notarla, una inequívoca corriente de aire sobre la otra mejilla, la derecha. Giró la cabeza rápidamente. ¿Venía de la ventana? No, también estaba cerrada. Así que probablemente era…
Y entonces reparó en la puerta.
Oh, no… El corazón se le paralizó. La puerta de su dormitorio tenía un pestillo que sólo podía cerrarse desde dentro, no desde fuera.
Estaba cerrado.
Otra vez el aire en la piel. Esta vez caliente. Muy cercano. También escuchó un débil jadeo.
—¿Dónde estás? —murmuró Rhyme.
Boqueó sin aliento cuando una mano apareció súbitamente ante su cara, con dos dedos deformes, soldados. La mano sujetaba una cuchilla de afeitar con el filo ante los ojos de Rhyme.
—Si pide ayuda —dijo El Prestidigitador en un susurro apremiante—, si hace un solo ruido, le dejo ciego. ¿Entendido?
Lincoln Rhyme asintió.