Capítulo 23

Analizaba la escena que se desarrollaba ante él.

Observaba con sumo cuidado todos los ángulos, las vías de escape, el número de transeúntes que había en la acera, la densidad del tráfico que circulaba por la Quinta Avenida… No podía permitirse fracasar. Había mucho en juego en el éxito de aquella empresa; tenía un interés personal en garantizar que Charles Grady moriría.

Cerca de la media noche del martes anterior, Jeddy Barnes, un integrante de la milicia local, había aparecido de repente ante la puerta de la casa que servía como vivienda iglesia del reverendo Swensen. Tras las redadas policiales a escala estatal realizadas hacía pocos meses contra la Unión Patriótica de Andrew Constable, se decía que Barnes estaba escondido en una caravana en lo más profundo del bosque de la zona de Canton Falls.

—Hazme un café —le había ordenado Barnes al horrorizado reverendo, dirigiéndole su fiera mirada de fanático.

En medio del sonido entrecortado que producía la lluvia al caer sobre el tejado de chapa metálica, Barnes, un rudo y aterrador solitario con el pelo cortado al rape y cara angulosa, dijo echándose hacia adelante:

—Necesito que hagas algo por mí, Ralph.

—¿Qué es?

Barnes había estirado los pies y había dirigido la mirada hacia el altar de contrachapado, impregnado de barniz, que se había fabricado el propio reverendo.

—Hay un hombre que va a por nosotros, que nos persigue; es uno de ellos.

Swensen sabía que con «ellos». Barnes se refería a una difusa alianza mal definida, integrada por los gobiernos federal y estatal, los medios de comunicación, los no cristianos, los miembros de cualquier partido político organizado y los intelectuales, para empezar. («Nosotros» comprendía a cualquiera que no perteneciera a las categorías anteriores, siempre que fuera blanco). Aunque el reverendo no era tan fanático como Barnes y sus colegas paramilitares, que le asustaban más que el mismísimo demonio, también era cierto que él creía que lo que proclamaban tenía algo de fundamento.

—Necesitamos pararle los pies.

—¿A quién?

—A un fiscal adjunto de Nueva York.

—¡Ah! ¿El que va contra Andrew?

—Ese mismo. Charles Grady.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer yo? —había preguntado el reverendo Swensen, imaginándose que se trataría tal vez de una campaña en la que tuviera que escribir muchas cartas, o de un exaltado sermón.

—Matarle —había dicho, simplemente, Barnes.

—¿Cómo?

—Quiero que vayas a Nueva York y le mates.

—¡Dios mío! Pero… yo no puedo hacer eso. —El reverendo intentaba dar una apariencia de firmeza, aunque le temblaban tanto las manos que vertió el café sobre un libro de himnos—. En primer lugar, ¿qué se gana con ello? A Andrew no le va a servir de ayuda. ¡Qué demonios, si se enteran de que él está detrás de esto, incluso empeorarán las cosas para él!

—Constable no tiene nada que ver con esto. Está fuera de este juego. Aquí hay peces más gordos. Tenemos que hacer una declaración, ya sabes, lo que están diciendo siempre todos esos gilipollas de Washington en las conferencias de prensa: «Enviar un mensaje».

—Oh, olvídate de eso, Jeddy. Yo no puedo hacerlo. Es una locura.

—Pues yo creo que sí puedes.

—¡Pero si soy un ministro del Señor!

—Tú vas a cazar todos los domingos, y eso es matar, digas lo que digas. Y estuviste en Vietnam. Tienes incluso cabelleras, si es verdad lo que cuentas.

—Eso fue hace treinta años —dijo en un susurro desesperado, intentando evitar tanto la mirada de su interlocutor como el hecho de tener que admitir que, en efecto, las historias de guerra no eran ciertas—. Yo no pienso matar a nadie.

—Me apuesto a que a Clara Sampson le gustaría que lo hicieras. —Unos momentos de silencio sepulcral—. Tienes que pagar las consecuencias, Ralph.

¡Señor, señor, señor!…

El año anterior, Jeddy Barnes había conseguido evitar que Wayne Sampson, el de la granja lechera, fuera a la policía tras haber encontrado al reverendo con su hija de trece años en el patio que él había construido detrás de la iglesia.

En ese momento a Swensen se le ocurrió que tal vez Barnes había intercedido con el único fin de ganar cierto poder sobre él.

—Por favor, mira…

—Clara escribió una bonita carta, y da la casualidad de que la tengo en mi poder. ¿Te dije que fui yo quien le pidió que lo hiciera el año pasado? De todas maneras, ella se puso a describir tus partes con más detalles de los que a mí me hubiera gustado leer, pero estoy seguro de que un jurado sabrá apreciarlos en su justo valor.

—No puedes hacer esto… No, no, no…

—No quiero discutirlo contigo, Ralph. Así están las cosas. Si no accedes, el mes que viene tú estarás haciendo a los negros de la cárcel lo que le dijiste a Clara Sampson que te hiciera a ti. Bueno, entonces, ¿qué decides?

—¡Mierda!

—Lo tomaré como un «sí». Y ahora, déjame que te informe de lo que hemos planeado.

Y, tras darle un arma, la dirección de un hotel y la situación de la oficina de Grady, Barnes le puso rumbo a Nueva York.

En cuanto llegó, hacía ya unos cuantos días, el reverendo Swensen pasó varias jornadas haciendo labores de reconocimiento: el jueves, ya avanzada la tarde, fue al edificio del gobierno estatal y, con su aire de ligero desconcierto y su atuendo eclesiástico, recorrió los pasillos sin que nadie le pusiera ningún impedimento; en un pasillo desierto, encontró un armario para los artículos de limpieza en el que se quedó escondido hasta la medianoche. Después, entró en la oficina de la secretaria de Grady y allí averiguó que el fiscal adjunto y su familia asistirían al concierto del Neighborhood School esa noche; la hija de Grady era una de las jóvenes intérpretes.

En ese momento, armado y con los nervios a flor de piel, el reverendo estaba delante del colegio observando cómo hablaban los guardaespaldas con Grady, que estaba sentado en el asiento trasero. El plan consistía en matar al fiscal adjunto y a sus guardaespaldas con la pistola provista de silenciador; acto seguido, echarse al suelo y gritar, presa del pánico, que acababa de pasar un coche en el que iba un hombre que había disparado. En medio de la confusión, el pastor tendría que arreglárselas para escapar de allí.

Tendría que…

Estaba intentando rezar una oración, pero, aunque Charles Grady era un instrumento del diablo, pedir ayuda a Dios nuestro Señor para matar a un cristiano blanco y desarmado era algo que preocupaba considerablemente al reverendo Swensen. Así que se dispuso a recitar en silencio un pasaje de la Biblia.

Vi otro ángel que bajaba del Cielo con gran poder, a cuya claridad quedó la Tierra iluminada…

El reverendo Swensen se balanceó sobre los pies, pensando que ya no podía esperar más. ¡Qué nervios, qué nervios!… Estaba deseando volver con sus ovejas, sus tierras, su iglesia y a sus siempre concurridos sermones.

También a Clara Sampson, que ya estaba cerca de los quince y, a efectos prácticos, se podía considerar un blanco legítimo.

El ángel gritó con poderosa voz, diciendo: Cayó, cayó la gran Babilonia, y quedó convertida en morada de demonios y guarida de todo espíritu inmundo…

El reverendo pensó en la familia de Grady. La mujer del fiscal no había hecho nada malo. No era lo mismo estar casada con un pecador que ser un pecador o elegir trabajar para un pecador. No; no le haría nada a la señora Grady.

Salvo que ella le viera disparar.

Y, por lo que se refería a la hija a la que Barnes se había referido, Chrissy…, se preguntaba cuántos años y qué aspecto tendría.

Los frutos sabrosos a tu apetito te han faltado, y todas las cosas más exquisitas y delicadas perecieron para ti y ya no serán halladas juntas…

No, pensó. Hazlo. Vamos, vamos, vamos.

Y un ángel poderoso levantó una piedra como una rueda grande de molino y la arrojó al mar, diciendo: Con tal ímpetu será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y no será hallada…

Pensaba: la piedra que yo tengo como castigo, Grady, es una pistola suiza bien fabricada, y el mensajero no es un ángel del cielo, sino un representante de toda la gente de bien de Estados Unidos.

Comenzó a caminar.

Los guardaespaldas seguían sin mirarle.

Abrió el maletín, sacó una guía Rand McNally y la pesada arma. Ocultó la pistola con el colorido mapa y se dirigió paseando tranquilamente hacia el coche. Los guardaespaldas de Grady se hallaban en ese momento juntos, de pie en la acera, de espaldas al reverendo. Uno de ellos extendió la mano para abrirle la puerta al fiscal adjunto.

A seis metros…

El reverendo Swensen dijo para sí, pensando en Grady, «Que Dios se apiade de…».

Y, entonces, la rueda de molino aterrizó directamente en sus hombros.

—¡Al suelo, al suelo, vamos, vamos, vamos, vamos!

Media docena de hombres y mujeres, un centenar de demonios, cogieron al reverendo Swensen de los brazos y le arrojaron con violencia sobre la acera.

—¡Ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto!

Uno cogió el arma, otro le arrebató el maletín, otro le apretó la nuca como si fuera la fuerza del peso de los pecados de la ciudad. Los restregones contra el pavimento le estaban arañando la cara, sintió dolor en las muñecas y en los hombros cuando le pusieron las esposas y le vaciaron los bolsillos, dejando los forros hacia afuera.

Aplastado contra el pavimento, el reverendo Swensen vio que se abría la puerta del coche de Grady y que saltaban de él tres policías que llevaban casco y chalecos antibala.

—¡Ahí abajo, quieto! ¡La cabeza hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo!

¡Jesucristo nuestro Señor!…

Vio unos pies de hombre que se acercaban a él. A diferencia de la agresividad de los otros oficiales, éste se mostró bastante educado. Dijo, con acento sureño:

—Ahora, señor, vamos a darle la vuelta y le vamos a leer sus derechos. Dígame si los entiende.

Varios policías le dieron la vuelta y le levantaron.

El reverendo dio un respingo debido a la impresión.

El que le estaba hablando era el hombre que había visto con un traje oscuro en Washington Square, el mismo del que pensó que le estaba siguiendo. A su lado estaba el hombre rubio con gafas, quien al parecer le relevó en su labor de vigilancia. El tercero, el de tez morena que le había preguntado la hora de comienzo del concierto estaba un poco más allá.

—Señor, me llamo detective Bell, y voy a leerle sus derechos ahora mismo. ¿Listo? Bien. Allá va.

*****

Bell examinó el contenido del maletín de Swensen.

Munición extra para la pistola H&K. Un bloc amarillo donde estaba escrito lo que parecía ser un sermón malísimo. Una guía: Nueva York con cincuenta dólares al día. Había también una Biblia con el sello de THE ADELPHI HOTEL, 232 BOWERY, NEW YORK, NEW YORK.

Aja, pensó Bell con ironía, parece que podemos añadir a los cargos el robo de una Biblia.

Sin embargo, no encontró nada que sugiriese que existía una conexión directa entre aquel atentado contra la vida de Grady y Andrew Constable. Desanimado, le dio a un agente las pruebas para que las registraran, y llamó a Rhyme para decirle que la improvisada operación del SWAT había sido un éxito.

Una hora antes, Lincoln continuaba enfrascado en el informe ampliado de la escena del crimen, mientras que Mel Cooper había investigado ya las fibras encontradas por el equipo de Escenas del Crimen en la oficina de Grady. Al final, Rhyme había hecho algunas deducciones preocupantes. El análisis de las huellas de calzado de la oficina reveló que el intruso había permanecido en un mismo sitio algunos minutos: la esquina delantera derecha del escritorio de la secretaria. El inventario de la oficina mostraba que en esa parte del mueble había sólo una cosa: la agenda de la secretaria. Y la única nota para aquel fin de semana era el recital de Chrissy Grady en Neighborhood School.

Lo cual significaba que la persona que entró en la oficina sin duda tomó nota de esa circunstancia. Por lo que respectaba al intruso, Rhyme había aventurado la sugerencia de que tal vez fuera disfrazado de pastor o de sacerdote. Con la ayuda de una base de datos del FBI, Cooper consiguió averiguar la procedencia de las fibras negras y el tinte: un fabricante especializado de tejidos de Minnesota, según comprobaron Cooper y Rhyme por su página Web, en tela negra de gabardina para los establecimientos dedicados a la ropa clerical. Rhyme advirtió también que varias de las fibras blancas que encontraron los de Escena del Crimen eran de poliéster, pegadas con algodón almidonado, lo que indicaba que podían proceder de una camisa ligera con un alzacuellos.

La única fibra de satén rojo podía proceder de la cinta de registro de un libro antiguo, como también la hoja dorada. Una Biblia, por ejemplo. Rhyme había llevado un caso hacía años en el que un traficante había escondido la droga en una Biblia hueca; el equipo de Escena del Crimen de aquel caso había encontrado restos similares en la oficina del sujeto en cuestión.

Bell había ordenado a Grady y su familia que no asistieran al recital de su hija. En su lugar, los que irían al colegio en el coche oficial de Grady serían agentes de la Unidad de Servicios de Emergencia. Había equipos aparcados al norte del colegio, en la Quinta Avenida y en los cruces con la Sexta, al oeste; University Place, al este; y Washington Square Park al sur.

En efecto, Bell, que fue por el parque, había visto a un clérigo que caminaba nervioso hacia el colegio. Comenzó a seguirle, pero el pastor lo vio, así que se retiró. Otro oficial del SWAT le relevó y siguió al pastor hasta el colegio. Un tercer detective del equipo le abordó y le hizo preguntas sobre el concierto, comprobando visualmente si llevaba armas, pero no vio ninguna y, por tanto, no tuvo ninguna causa que justificara la detención y el cacheo.

Aun así, mantuvieron al sospechoso estrechamente vigilado, y en cuanto vieron que sacaba el arma del maletín y se dirigía a los señuelos, lo atraparon.

Como esperaban que no fuera un clérigo de verdad, se sorprendieron al comprobar que sí lo era, como confirmó el contenido de la billetera de Swensen (a pesar del testimonio en contra que constituía la calidad verdaderamente mala del sermón). Bell señaló con la cabeza la H&K automática:

—Un arma bastante grande para un sacerdote —dijo.

—Soy pastor.

—Lo que significa…

—Que he sido ordenado.

—Mejor para usted. Y ahora voy a leerle esos derechos. ¿Desea renunciar a su derecho a permanecer en silencio? Le digo, señor, que si admite lo que acaba de hacer, todo será mucho más fácil para usted. Díganos quién quería que matara usted al señor Grady.

—Dios.

—Uhhmmm… Bien, ¿y qué me dice de alguna otra persona?

—Eso es lo único que voy a decirle a usted o a quienquiera que sea. Ésa es mi respuesta: Dios.

—Bueno, perfecto. Ahora vamos a llevarle a la Central; veamos si Él está dispuesto a sacarle del apuro.