¿Lo ves? Pues ya no lo ves.
No era posible que la bola roja pasara de estar en la mano derecha extendida de Kara a aparecer detrás de su oreja.
Pero así era.
Y después de que Kara cogiera de nuevo la esfera roja y la lanzara al aire, no podía esfumarse de pronto y terminar en el pliegue de su codo izquierdo.
Pero también así había sido. ¿Cómo?, se preguntaba Rhyme.
Kara y el criminalista estaban en el laboratorio que Rhyme tenía en el piso de abajo de su casa, esperando a Amelia Sachs y a Roland Bell. Mientras Mel Cooper colocaba las pruebas sobre las mesas de examen y con música de jazz como telón de fondo, Rhyme asistía a una función de prestidigitación exclusiva para él.
Kara estaba delante de una ventana y llevaba una de las camisetas negras que Sachs guardaba en el armario del piso de arriba. En aquel momento, Thom estaba lavándole la camiseta para quitarle la mancha de color sangre, hecha con Heinz 57, con la que había improvisado una actuación de ilusionismo en la feria de artesanía.
—¿De dónde las has sacado? —le preguntó Rhyme, señalando con la cabeza a las bolas. No había visto que Kara las sacara de su bolso ni de sus bolsillos.
La chica, con una sonrisa, dijo que las había «hecho aparecer» (otro truco que encantaba a los magos, según había observado Rhyme, era el de convertir verbos intransitivos en transitivos).
—¿Dónde vives? —le preguntó.
—En el Village.
Rhyme hizo un movimiento con la cabeza, ya que le venían a la mente algunos recuerdos.
—Cuando estábamos juntos mi mujer y yo, la mayoría de nuestros amigos vivían allí. Y en el Soho, y en TriBeCa.
—Yo no suelo pasar más allá de la Veintitrés —dijo ella.
Carcajada del criminalista.
—En mi época, la «zona desmilitarizada» empezaba en la Catorce.
—Parece qué van ganando los nuestros —bromeó Kara mientras que las bolas aparecían y desaparecían, de una mano a la otra, y luego recorrían el aire en un improvisado acto de malabarismo.
—¿Y tu acento? —le preguntó Rhyme.
—¿Tengo acento?
—Bueno, entonación, inflexión…, deje.
—Probablemente de Ohio, del Medio Oeste.
—Yo también soy de allí, de Illinois —dijo Rhyme.
—Pero llevo aquí desde los dieciocho. Fui al colegio en Bronxville.
—Sarah Lawrence, arte dramático —dedujo Rhyme.
—Inglés.
—Te gustó y te quedaste.
—Bueno, me gustó en su momento, y luego salí de los suburbios y me fui al centro. Después, tras la muerte de mi padre, mi madre se trasladó aquí para estar cerca de mí.
Hija de viuda…, como Sachs, reflexionó Rhyme. Se preguntó si Kara tendría los mismos problemas que había tenido Amelia con su madre. Hacía pocos años que habían llegado a un acuerdo, pero cuando Sachs era adolescente, su madre había sido una mujer tempestuosa, de humor variable e impredecible. Rose no entendía por qué su marido no quería ser nada más que un poli, y por qué su hija quería ser todo menos lo que su madre quería que fuese. Naturalmente, eso condujo a que padre e hija se aliaran, lo que empeoró aún más la situación. Sachs le dijo a su padre que podían utilizar el garaje como refugio en los días malos, y allí encontraron un universo cómodo y previsible; cuando un carburador no funcionaba, se debía a que se había infringido una regla simple y justa del mundo físico: la tolerancia de los aparatos era inapropiada o una junta se había cortado mal. Los motores, la suspensión y la transmisión no te sumergían en estados de ánimo melodramáticos ni en diatribas crípticas y ni en el peor de los casos te echaban la culpa de sus propios fracasos.
Rhyme había coincidido con Rose Sachs en varias ocasiones y le pareció una mujer encantadora, charlatana, excéntrica y orgullosa de su hija. Pero él sabía que donde más presente está el pasado es entre padres e hijos.
—¿Y funciona eso de que esté cerca de ti? —le preguntó Rhyme con escepticismo.
—Suena a infierno familiar, ¿no? Pero no, mamá es una maravilla; es… como…, ¿sabes?…, una madre. Tienen algo especial. Y nunca lo pierden.
—¿Dónde vive?
—Está en una residencia, en el Upper East Side.
—¿Está muy enferma?
—Nada grave. Se pondrá bien. —Distraída, Kara hizo rodar las bolas por sus nudillos y se las puso finalmente en la palma de la mano—. En cuanto mejore, vamos a irnos a Inglaterra, las dos juntas. Londres, Stratford, los Cotswolds. Ya estuve una vez allí con mis padres. Fueron las mejores vacaciones de todas. Esta vez, voy a conducir por la izquierda y a beber cerveza caliente. La última vez no me dejaron. Claro que entonces tenía trece años. ¿Ha estado allí alguna vez?
—Claro. Trabajaba con Scotland Yard de vez en cuando. Y he dado conferencias allí. No he vuelto a ir desde…, bueno, desde hace algunos años.
—La magia y el ilusionismo han gozado siempre de mayor popularidad en Inglaterra que aquí. ¡Tienen tanta historia! Quiero enseñarle a mamá la Sala Egipcia en Londres. Ése era el centro del universo para los magos de hace cien años. Para mí es una especie de peregrinaje, ¿sabe?
Rhyme miró hacia la puerta. Ni rastro de Thom.
—Hazme un favor…
—Claro.
—Necesito una medicina.
Kara vio que había algunos tarros con pastillas apoyados contra la pared.
—No, ahí, en la estantería.
—¡Ah!, entiendo. ¿Cuál de ellas?
—La del extremo. Macallan, de dieciocho años —pidió Rhyme en un susurro—. Y ten en cuenta que cuanto menos ruido hagas al servirlo, mejor.
—¡Se lo ha pedido a la persona adecuada! Robert-Houdin decía que había tres habilidades que uno tenía que dominar para ser un ilusionista de éxito: destreza, destreza y destreza. —En cuestión de segundos había vertido en el vaso una dosis generosa del whisky humeante, y en verdad lo hizo de forma silenciosa y casi imperceptible. Thom podría haber estado cerca y no lo habría advertido. Kara deslizó la pajita en el vaso y colocó éste en el orificio de la silla de ruedas.
—Sírvete si quieres.
Kara negó con la cabeza y luego hizo un gesto señalando la cafetera, cuyo contenido había vaciado prácticamente ella sólita.
—Ése es mi veneno.
Rhyme dio un sorbo al whisky escocés. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que el escozor impregnara lentamente el fondo de su boca y luego desapareciera. Mientras tanto, observaba las manos de Kara y el imposible comportamiento de las bolas entre sus dedos. Otro trago largo.
—Me gusta.
—¿El qué?
—Esta idea del ilusionismo. —«No te pongas sensiblero, joder», se dijo. «Te pones así cuando estás bebido». Pero aquella aseveración sobre sí mismo no le impidió beber otro sorbito de whisky y continuar diciendo:
—A veces, la realidad puede ser un poco dura, ¿sabes? —tampoco pudo evitar echar una mirada incómoda a su cuerpo inmóvil.
Se arrepintió instantáneamente del comentario y de la mirada, y cambió de tema. Pero Kara no le mostró ni un ápice de lástima fingida:
—¿Sabe?, yo no estoy segura de que haya mucha realidad.
Rhyme frunció el ceño; no comprendía lo que quería decir.
—¿No es una ilusión la mayor parte de nuestras vidas? —continuó Kara.
—¿Cómo?
—Bueno, todo lo pasado son recuerdos, ¿no?
—Sí.
—Y todo lo futuro es imaginación. Tanto una cosa como la otra son ilusiones. Los recuerdos no son fiables, y sobre el futuro no podemos más que especular. Lo único que es por completo real es el preciso instante del presente, y éste pasa constantemente de la imaginación al recuerdo. ¿Lo ve? La mayor parte de nuestra vida es ilusoria.
Rhyme se rió suavemente ante tal planteamiento. Como persona lógica, como científico, él quería abrir un agujero en la teoría de Kara. Pero no pudo. Ella tenía razón, concluyó. Él pasaba la mayor parte de su tiempo entre recuerdos del Antes, antes del accidente, y pensando lo mucho que había cambiado su vida Después.
¿Y el futuro? Oh, sí, él solía habitar allí. Sin que nadie se hubiera enterado, salvo Sachs y Thom, Rhyme pasaba al menos una hora casi todos los días trabajando: ejercicios de recuperación de la movilidad manual, ejercicios de acuaterapia en un hospital cercano, o montando en la bicicleta de estimulación electrónica que guardaba en un dormitorio del piso de arriba. Aquel régimen de ejercicios lo hacía en parte para recuperar ciertas funciones nerviosas y motrices, mejorar la capacidad de resistencia y prevenir los problemas de salud colaterales que pueden multiplicarse en los tetrapléjicos. Pero la razón principal de tales esfuerzos era mantener los músculos en forma para el día en que existiera una cura.
Aplicó también la teoría de Kara a su profesión: cuando trabajaba en un caso, no dejaba de volver una y otra vez a sus recuerdos para extraer datos sobre investigaciones forenses y crímenes pasados, al mismo tiempo que preveía dónde podía estar el sospechoso y qué iba a hacer éste a continuación.
Todo lo pasado son recuerdos y todo lo futuro es imaginación…
—Ya que hemos roto el hielo —dijo Kara, añadiendo un azucarillo al café—, tengo que hacerle una confesión.
Otro trago.
—Dime.
—Guando le vi por primera vez, pensé lo que voy a decirle…
Oh, sí, Rhyme lo recordaba. La Mirada. La famosa mirada «aléjate de los lisiados». Acompañada de La Sonrisa. Sólo había algo peor, y era lo que se avecinaba en ese momento: la siempre incómoda disculpa por La Mirada y La Sonrisa.
Kara se quedó dubitativa, se sentía violenta, pero continuó:
—Lo que pensé fue que usted podría ser un magnificó ilusionista.
—¿Yo? —preguntó Rhyme, sorprendido.
Kara asintió con la cabeza.
—En usted todo es percepción y realidad. La gente le mira y ve que es minusválido…, ¿así lo llama usted?
—Los políticamente correctos dicen «discapacitado». Yo, por mi parte, lo que digo es que estoy jodido.
Kara rió y continuó hablando:
—La gente ve que usted no puede moverse. Es probable que piensen que tiene problemas mentales o que es algo retrasado, ¿verdad?
Era cierto. Las personas que no le conocían solían hablarle más despacio y más alto, explicaban cosas obvias de forma simple. (A Thom le indignaba que Rhyme, a veces, contestara murmurando frases incoherentes o fingiendo tener el síndrome de Tourette, lo que espantaba a las horrorizadas visitas).
—El público se formaría al instante una opinión con respecto a usted, y estarían convencidos de la imposibilidad de que estuviera detrás de los números de ilusionismo. La mitad de los asistentes no dejaría de pensar en su condición, y la otra mitad no se atrevería siquiera a mirarle. Entonces sería el momento de engañarles… En fin, el caso es que le vi en esta silla de ruedas… y está claro que ha pasado por momentos muy duros. Y, para ser sincera, yo no me mostré compasiva, no le pregunté qué tal estaba. Ni siquiera dije «Lo siento». Lo único que pensé fue «Qué gran mago sería». Fue bastante grosero por mi parte y tuve la sensación de que usted se dio cuenta.
Aquella confesión inundó a Rhyme de satisfacción. Enseguida la tranquilizó:
—Créeme, yo no me llevo bien con la compasión ni con la delicadeza. La grosería me merece muchísimo más respeto.
—¿Ah, sí?
—Sí.
Kara levantó la taza de café.
—Por el famoso ilusionista, El Hombre Inmovilizado.
—Los juegos de manos serían un problema para mí —señaló Rhyme.
—Como dice siempre el señor Balzac: la mejor de las destrezas son los juegos de mente.
Oyeron que se abría la puerta principal y, acto seguido, las voces de Sachs y Sellitto, que se acercaban por el pasillo. Rhyme arqueó una ceja y se inclinó sobre la pajita que había en el vaso. Dijo en voz muy baja:
—Observa esto. Es un número que yo llamo «Cómo escamotear las pruebas comprometedoras».
Lon Sellitto preguntó:
—En primer lugar: ¿podemos creer que está muerto?, ¿que está durmiendo entre los peces?
Sachs y Rhyme se miraron entre sí y dijeron al unísono:
—No.
El corpulento detective continuó:
—¿Sabéis lo peligrosas que son esas aguas del Harlem? Los niños que se lanzan a nadar en él desaparecen para siempre.
—Tráeme el cadáver —dijo Rhyme—, y te creeré.
Ahora bien, le animaba una cosa: que no tenían noticia de que se hubiera producido ningún homicidio o desaparición. La casi captura y la zambullida en el río probablemente habrían asustado al asesino; tal vez ahora que sabía que la policía le seguía los talones, renunciaría a cometer más agresiones o, al menos, dejaría de actuar por algún tiempo, lo que daría a Rhyme y a su equipo una oportunidad de encontrar su escondite.
—¿Y qué pasa con Larry Burke? —preguntó Rhyme.
Sellitto hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Tenemos a docenas de agentes buscándole. Y a muchos voluntarios; también a militares y bomberos fuera de servicio, ¿sabes? El alcalde ha ofrecido una recompensa… Pero permitidme que os diga que no tiene buena pinta. Yo pienso que tal vez está en el maletero del Mazda.
—¿Aún no lo han sacado?
—Aún no lo han encontrado. Las aguas en esa zona son negras como el azabache y, según me dijo uno de los buzos, la corriente podría haber arrastrado el coche más de un kilómetro antes de que se hundiera.
—Debemos tener en cuenta —señaló Rhyme— que el asesino tiene el arma y la radio de Burke. Lon, deberíamos cambiar de frecuencia para que no pueda oír lo que tramamos.
—Claro. —El detective llamó a la Central e hizo que cambiaran todas las transmisiones relativas al caso del Prestidigitador a una frecuencia especial de operaciones especiales que cubría toda la ciudad.
—Volvamos a las pruebas. ¿Qué tenemos, Sachs?
—No hay nada en el restaurante griego —contestó ella haciendo una mueca—. Le dije al gerente que no tocara la escena, pero parece que no lo entendió del todo. O no quiso entenderlo. Cuando volvimos allí, el personal había limpiado la mesa y barrido el suelo.
—¿Y qué pasa con la charca donde le visteis?
—Allí encontramos algunas cosas —dijo Sachs—. Nos cegó otra vez con ese algodón flash y lanzó varios petardos. Al principio pensamos que estaba disparando.
Cooper inspeccionó los residuos quemados:
—Como en el caso de los otros, no puede averiguarse el origen.
—Vale —suspiró Rhyme—. ¿Qué más hay?
—Cadenas. Dos trozos.
El asesino había rodeado con aquellas cadenas a Cheryl Marston por el tórax, los brazos y los tobillos, asegurándolas después con cierres automáticos, como los que se utilizaban en las correas de los perros. Cooper y Rhyme examinaron con detenimiento todos esos artículos. No había marcas de fábrica en ninguno de ellos. Y lo mismo sucedía con la cuerda y con la cinta adhesiva con la que amordazó a la chica.
La bolsa de deporte que el asesino recogió del coche y en la que probablemente llevaba las cadenas y la cuerda tampoco tenía marca y estaba fabricada en China. Si se disponía de los recursos humanos suficientes, a veces era posible averiguar la procedencia de objetos tan comunes como aquél preguntando en los establecimientos comerciales de saldos y a vendedores ambulantes. Pero ante una bolsa de deporte como aquélla, barata y producida en serie, una búsqueda de tal magnitud resultaba imposible.
Cooper la vació sobre una bandeja de porcelana para análisis de pruebas y golpeó varias veces el fondo para sacar todo su contenido. Cayó un poquito de polvo blanco. El técnico realizó un análisis químico que reveló que la sustancia era flunitracepam.
—Es la droga que utilizan los agresores sexuales cuyas víctimas son personas a quienes conocen —le dijo Sachs a Kara.
La bolsa contenía también pequeñas bolitas de un material pegajoso y translúcido, parecido a otra sustancia alojada en la cremallera y en el asa.
—No lo reconozco —dijo Cooper.
Kara las examinó, las olió y dijo:
—Es la cera adhesiva que se emplea en magia. La usamos para pegar cosas provisionalmente, mientras estamos en escena. Tal vez él tenía una cápsula de droga pegada a la palma de la mano, preparada para dejarla caer en el vaso de la chica en el momento oportuno.
—¿Y esa cera se encuentra en…? —Preguntó Rhyme con cinismo—…, déjame pensar…, en cualquier tienda de magia del mundo occidental, ¿no?
—Lo lamento —dijo Kara, asintiendo con la cabeza.
Dentro de la bolsa, Cooper encontró también unas virutas metálicas y una marca negra circular, parecida a la huella dejada por un bote de pintura pequeño.
Al examinarlo por el microscopio comprobó que el metal era probablemente estaño, y que en él había unas marcas especiales de fabricación a máquina, pero a Rhyme se le escapaban las deducciones que pudieran hacerse a partir de esa información.
—Envía algunas instantáneas a nuestros amigos de la agencia.
Cooper tomó las fotografías, las comprimió y las envió a Washington a través de un correo electrónico cifrado.
Las manchas negras resultaron ser tinta indeleble, no pintura. Pero la base de datos no pudo identificar la clase en particular; no había marcadores para aislarlas.
—¿Qué es eso? —preguntó Rhyme mirando una bolsa de plástico que contenía una tela de color azul marino.
—Ahí sí tuvimos suerte —dijo Sachs—. Es la cazadora que llevaba el asesino cuando conoció a Marston. No tuvo ocasión de cogerla cuando salió corriendo.
—¿Algún rasgo característico? —preguntó Rhyme con la esperanza de que hubiera iniciales o marcas de la lavandería.
Después de un detenido examen de la prenda, Cooper anunció:
—No. Y no queda ni una etiqueta.
—Pero encontramos algunas cosas en los bolsillos —dijo Sachs.
Lo primero que examinaron fue un pase de prensa de una de las principales cadenas de televisión por cable. El periodista de la CTN se llamaba Stanley Saferstein, y en la fotografía del pase aparecía como un hombre delgado, de pelo castaño y con barba. Sellitto llamó a la cadena y habló con el responsable de seguridad. Resultó que Saferstein era uno de sus periodistas más veteranos, que llevaba años trabajando en la sección metropolitana. Le habían robado el pase la semana anterior: desapareció durante o después de la celebración de una conferencia de prensa en el sur de la ciudad. Aunque el ladrón había tenido que cortar el cordón para llevarse el pase, el periodista afirmó no haber notado nada en absoluto.
Quien había robado la tarjeta a Saferstein era el Prestidigitador, pensó Rhyme, ya que el periodista se le parecía ligeramente: unos cincuenta años, cara alargada y pelo oscuro.
El pase robado se había anulado, según explicó el jefe de seguridad, «pero quien se lo hubiera llevado podía seguir pasando por los controles de muchos sitios; los guardas y policías no comprueban a fondo si ven nuestro logotipo».
Después de que Cooper colgara el teléfono, Rhyme le dijo:
—Comprueba el nombre «Saferstein» en las bases del VICAP[17] y del NCIC[18].
—¿Seguro?, ¿porqué?
—Por si acaso, sólo —contestó Rhyme.
No le sorprendió que el resultado fuera negativo. De hecho, no había pensado que el periodista tuviera ninguna relación con El Prestidigitador, pero con un criminal como aquél no quería arriesgarse.
En la cazadora se había encontrado también una tarjeta de plástico gris correspondiente a la llave de un hotel. Rhyme se puso contentísimo con ese hallazgo. Aunque no figurara en ella el nombre del establecimiento —sólo tenía el dibujo de una llave y una flecha, para indicar al cliente el extremo por el que tenía que insertar la tarjeta en la cerradura—, suponía que habría códigos en la banda magnética que les darían información sobre el hotel y la habitación a la que pertenecía.
Cooper encontró el nombre del fabricante en unas letras muy pequeñas al dorso de la tarjeta: APC INC, AKRON, OHIO. Según comprobó en una base de datos de marcas comerciales, eran las siglas de American Plastic Cards, una empresa que fabricaba cientos de tarjetas de identidad y de cerraduras.
No pasaron ni cinco minutos cuando el equipo ya estaba en comunicación, a través del teléfono con altavoz, con el mismísimo presidente de la APC, un director general, según imaginaba Rhyme, en mangas de camisa, que no tenía inconveniente alguno en trabajar un sábado o en coger él mismo el teléfono. Rhyme le explicó la situación, le dio una descripción de la llave y le preguntó a cuántos hoteles de la zona metropolitana de Nueva York se vendía.
—¡Ah, sí! Esa es la APC-42. Es nuestro modelo más demandado. La fabricamos para los grandes sistemas de cierre: Ilco, Saflok, Tesa, Ving, Sargent y todos los demás.
—¿Alguna sugerencia que nos permita adjudicarla a un hotel en concreto?
—Me temo que van a tener que empezar a llamar a los hoteles y preguntar cuál de ellos utiliza APC-42 de color gris. Nosotros tenemos esa información aquí, pero yo no sabría encontrarla. Intentaré localizar a mi director de ventas o a su ayudante. Pero eso puede tardar un día o dos.
—¡Puf! —Dijo Sellitto.
Sí, «puf».
Después de colgar, Rhyme decidió que no quería esperar la respuesta de APC, así que le pidió a Sellitto que enviara la llave a Bedding y Saul, y que les diera instrucciones para que comenzaran a indagar en los hoteles de Manhattan a fin de averiguar cuál de ellos utilizaba la maldita APC-42. También ordenó que se analizaran las huellas dactilares del pase de prensa y de la llave de tarjeta. Pero los resultados también fueron negativos: sólo revelaron algunas manchas y más huellas de fundas de dedos.
Roland Bell volvió de las escenas del crimen correspondientes al West Side, y Cooper le puso al tanto de lo que el equipo sabía hasta el momento. Después volvieron a las pruebas y averiguaron que la cazadora del Prestidigitador contenía algo más: la factura de un restaurante llamado Riverside Inn, en Bedford Junction, Nueva York. De esa factura se deducía que fueron cuatro personas las que almorzaron en la mesa 12, el sábado 6 de abril, es decir, hacía dos semanas. Comieron pavo, carne mechada, un filete y un menú especial. Nadie bebió alcohol, sólo refrescos.
Sachs hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Dónde coño está Bedford Junction?
—Creo que hacia el norte del Estado —dijo Mel Cooper.
—Hay un número de teléfono en la factura —dijo Bell, arrastrando las palabras con su característico acento—. Llámales. Pregunta a Debby o a Tanya o como quiera que se llame la encantadora camarera de turno si en la mesa… —echó un vistazo a la factura—… doce se sientan clientes habituales. O, al menos, si recuerda quiénes pidieron esa comida. Ya ha pasado algún tiempo, pero nunca se sabe.
—Dime el número —preguntó Sellitto.
Bell se lo dijo.
En efecto: hacía ya un tiempo, demasiado, como se temía Rhyme. Ni el gerente ni los camareros tenían idea de quién había estado allí ese sábado.
—Es un «sitio con mucho movimiento» —dijo Sellitto con cara de resignación—. Y no son palabras mías.
—No me gusta —intervino Sachs.
—¿El qué?
—¿Qué hace comiendo con otras tres personas?
—Ésa es una buena observación —dijo Bell—. ¿Crees que está trabajando con alguien?
—No —respondió Sellitto—, no creo. Los asesinos en serie casi siempre son seres solitarios.
—Yo no estoy tan segura —discrepó Kara—. Los magos de cerca o los magos de salón, por ejemplo, trabajan en solitario. Pero éste es un ilusionista, ¿recuerda?, y los ilusionistas trabajan siempre con más gente: piden voluntarios entre los asistentes, tienen ayudantes en el escenario que el público sabe que están compinchados con el mago… Y luego están también los cómplices, es decir, esas personas que trabajan para el ilusionista sin que el público lo sepa. Puede que estén disfrazados de tramoyistas o que estén entre el público y se ofrezcan como voluntarios… En una buena función, uno nunca está seguro de quién es quién.
¡Cielo santo!, pensó Rhyme. ¡Qué horror de asesino, con su habilidad para el transformismo, el escapismo y el ilusionismo! Y si trabajaba con ayudantes se convertía en un peligro cien veces mayor.
—Anótalo, Thom —ladró Rhyme—. Veamos qué habéis encontrado en el callejón donde le atrapó Burke.
De lo primero que se ocuparon fue de las esposas del oficial.
—Se las quitó en cuestión de segundos. Tenía que tener una llave —dijo Sachs. Para desesperación de la mayoría de los policías del país, casi todas las esposas se podían abrir con llaves genéricas, que se adquirían por unos cuantos dólares en establecimientos de artículos para los cuerpos de seguridad.
Rhyme acercó su silla a la mesa de análisis y examinó detenidamente las esposas.
—Dales la vuelta… Levántalas… El asesino podía haber utilizado una llave, es cierto, pero yo veo arañazos recientes en el orificio. Yo diría que forzó la cerradura.
—Pero Burke le habría cacheado antes… —señaló Sachs—. ¿De dónde sacó una ganzúa?
—Podía tenerla escondida en cualquier sitio —sugirió Kara—. En el pelo, en la boca…
—¿En la boca? —Dijo en voz baja Rhyme—. Coloca las esposas bajo el foco de luz especial, Mel.
Cooper se puso unas gafas protectoras, encendió el foco y dirigió el haz hacia las esposas.
—En efecto; aquí tenemos unas diminutas manchas y puntitos, alrededor del ojo de la cerradura.
Rhyme le explicó a Kara que eso significaba que había restos de fluidos corporales; saliva, lo más seguro.
—Houdini lo hacía continuamente. A veces dejaba que alguien del público comprobara si tenía algo en la boca. Pero luego, justo antes de empezar, su mujer le daba un beso; según decía él, para que le diera buena suerte, pero en realidad lo que hacía ella era pasarle una llave con la boca.
—Pero el asesino estaría esposado por la espalda —dijo Sellitto—. ¿Cómo podía entonces llevarse las manos a la boca?
—¡Vaya! —Dijo Kara con una carcajada—. Cualquier escapista puede pasar de tener las manos esposadas a la espalda a tenerlas en la parte delantera en cuestión de tres o cuatro segundos.
Cooper examinó los restos de saliva. Hay personas que segregan anticuerpos a través de todos los fluidos corporales, lo que permite a los investigadores determinar el grupo sanguíneo. Pero El Prestidigitador no era uno de ellos.
Sachs había encontrado también un trocito de metal con el borde dentado.
—Sí, eso también es de él —dijo Kara—. Ésa es otra herramienta de los escapistas. Una cuchilla de sierra. Con eso es con lo que seguramente cortó los plásticos con que le ataron los tobillos.
—¿Se habría metido eso en la boca también? ¿No es demasiado peligroso?
—Oh, es muy común en la profesión esconder agujas o cuchillas de afeitar en la boca como parte de una actuación. Teniendo práctica resulta muy seguro.
Al examinar la última de las pruebas recogidas en la escena del callejón encontraron más trozos de látex y restos de maquillaje idénticos a los que ya habían identificado por la mañana. Y también más aceite Tack-Pure.
—Y en la orilla del río, Sachs, ¿encontraste algo?
—Sólo unas huellas de los patinazos del coche. —Sachs colgó las fotografías digitales que Cooper había sacado de la impresora—. Un ciudadano deseoso de colaborar se las arregló para arruinar la escena. Pero aun así pasé media hora examinando el barro. Estoy bastante segura de que no dejó ningún resto y de que no saltó del coche en marcha.
—¿Y qué pasa con la víctima, la señora Marston? —Le preguntó Sellitto a Bell—. ¿Ha dicho algo?
El detective de Tarheel hizo un resumen de su entrevista con la mujer.
Una abogada, reflexionó Rhyme. ¿Por qué la escogió? ¿Qué pauta seguía El Prestidigitador para seleccionar a sus víctimas? Una estudiante de música, un maquillador y una abogada.
—Está divorciada —añadió Bell—. El marido está en California. No es que fuera el divorcio más amistoso del mundo, pero no creo que él tenga nada que ver. He ordenado que los del LAPD[19] hagan algunas llamadas y esperan que comparezca hoy. Y no tiene antecedentes ni en el NCIC ni en el VICAP.
Cheryl Marston había descrito al Prestidigitador como un hombre delgado, fuerte, con barba y con cicatrices en el cuello y en el pecho.
—¡Ah!, y confirmó que tenía los dedos deformados, como habíamos pensado. «Fundidos», dijo. Él no mencionó el barrio en el que vivía y escogió el alias «John». Ahí tenéis un chico listo.
Una información que no sirve de nada, reflexionó Rhyme.
Bell explicó a continuación que él había sido quien sacó a la mujer del agua y todo lo que pasó después.
—¿Hay algo que te resulte familiar? —le preguntó Rhyme a Kara.
—Es posible que él hipnotizara a una paloma o a una gaviota, la lanzara contra el caballo y luego utilizara algún tipo de gimmick, de aparato para que el caballo siguiera estando nervioso.
—¿De qué tipo? —Preguntó Rhyme—. ¿Tú conoces a algún fabricante de artilugios como esos?
—No; seguramente también sea de fabricación casera. Los magos, antes, para lograr que los leones rugieran en el momento oportuno empleaban electrodos, o les pinchaban, cosas por el estilo. Pero los defensores de los derechos de los animales no permitirían que ahora se hiciera algo así.
Bell continuó describiendo lo que había pasado cuando Marston y El Prestidigitador se fueron a tomar café.
—Hay una cosa que dijo Marston que sí me resultó rara: que parecía como si él pudiera leerle el pensamiento.
Bell describió lo que Marston le había contado, lo que le sorprendía que El Prestidigitador pareciera saber tantas cosas sobre ella.
—Lectura del cuerpo —dijo Kara—. Él dice algo y luego observa con atención cómo reacciona ella. Eso le da mucha información. Hacer eso con alguien se llama «venderles la moto». Un mentalista realmente bueno puede averiguar todo tipo de cosas a partir de una conversación inocente con alguien.
—Después, cuando ella ya estaba más relajada, él la drogó y la llevó a la charca. Allí la colgó cabeza abajo.
—Es una variante del número «La cámara de tortura acuática» —explicó Kara—. De Houdini, una de sus más famosas creaciones.
—¿Y qué me dices de que se escapara de la charca? —le preguntó Rhyme a Sachs.
—Al principio, yo no estaba segura de si era él, puesto que había cambiado de aspecto. Iba vestido de otra manera y —echó una mirada a Kara— tenía las cejas diferentes; tampoco podía verle los dedos de la mano. Después me distrajo hablando como un ventrílocuo. Y eso que yo le estaba mirando directamente a la cara; la verdad, no vi que moviera los labios.
—Apuesto a que escogió palabras que no tienen las letras b, m ni p. Y, seguramente, tampoco la f ni la v.
—Tienes razón… creo que lo que dijo fue algo como: «¡Eh, cuidado con el del chándal, a su derecha, al suelo!» —Sachs hizo un gesto de rabia—. Yo miré en la dirección en que él miró, como hizo todo el mundo, y fue entonces cuando soltó el algodón flash y me cegó. Lanzó varios petardos, y me hizo pensar que estaba disparando. Me pilló desprevenida.
Rhyme vio reflejada en su cara la indignación que sentía. Sin embargo, Amelia Sachs se guardaba su peor ira para sí misma.
En cambio, Kara dijo:
—No te lo tomes tan mal. Engañar a través del oído es lo más fácil. Nosotros no empleamos mucho las ilusiones de sonido en los espectáculos. Es un truco barato.
Sachs recibió esas palabras reconfortantes encogiéndose de hombros; acto seguido continuó:
—Mientras que Roland y yo seguíamos cegados por la luz, él desapareció y se metió en la feria de artesanía —otro gesto de rabia—. Y, quince minutos después, vi a ese motero con una camiseta de Harley. ¡Por Dios bendito!, ¡le tuve delante de mí!
—¿Sabes? —Dijo Kara, haciendo un gesto negativo con la cabeza—, definitivamente, sus monedas no le cantan.
—¿Y eso que significa? —Preguntó Rhyme—. ¿Monedas que cantan?
—Oh, es una expresión que utilizan los ilusionistas. Literalmente significa que no se oye el ruido que hacen las monedas cuando se realizan pases con ellas, pero lo usamos en sentido general cuando alguien es realmente bueno. También decimos que sus trucos son «contundentes».
La chica se dirigió a la pizarra en la que figuraba el perfil del mago, cogió un rotulador y añadió la frase.
—De modo que El Prestidigitador hace magia de cerca, mentalismo e incluso ventriloquia. Y trucos con animales. Sabemos también que sabe forzar cerraduras, como hizo en el segundo asesinato, y ahora sabemos que además es un escapista. ¿Qué tipo de magia no hace?
Rhyme echó la cabeza hacia atrás mientras observaba a Kara escribir en la pizarra. En ese momento entró Thom en la habitación con un sobre grande y se lo entregó a Bell.
—Es para ti.
—¿Qué es esto? —Preguntó el detective de Tarheel mientras sacaba unos papeles y los leía, asintiendo lentamente con la cabeza—. Es el informe del seguimiento que se ha hecho sobre el asunto de la oficina de Grady, el que le pediste a Peretti. Lincoln, ¿te importa echarle un vistazo?
La nota del tribunal que había en la parte superior del papel decía: LR —en respuesta a su petición—. VP.
Rhyme leyó detenidamente el informe mientras Thom pasaba las páginas cuando él se lo indicaba con un movimiento de cabeza. Los técnicos de Escena del Crimen habían elaborado un inventario exhaustivo de todo lo que hallaron en el despacho de la secretaria, y también habían identificado y clasificado todas las huellas de las pisadas en la habitación, tal y como pidió Rhyme. Lo leyó varias veces con suma atención, cerrando los ojos e imaginándose la escena.
A continuación volvió al análisis completo de las fibras encontradas. La mayoría de las de color blanco eran una mezcla de poliéster y rayón. Algunas estaban unidas a una fibra gruesa de algodón, blanca también. Casi todas estaban sin brillo y sucias. Las negras eran de lana.
—Mel, ¿qué opinas de las negras?
El técnico se bajó de su taburete y examinó las imágenes.
—El trabajo fotográfico no es de los mejores que he visto —dijo, y al poco concluyó—: de algún tejido prieto; tela de sarga.
—¿Una gabardina? —preguntó Rhyme.
—No puedo decirlo con seguridad sin una muestra más grande donde se vea la trama diagonal. Pero yo apostaría a que es gabardina.
Rhyme leyó el resto de la página, en la que se decía que la única fibra roja que se había encontrado en la oficina era satén.
—Bueno, bueno… —Estaba pensando, con los ojos cerrados, asimilando todo lo que había leído.
—¿Qué sabes de telas y tejidos, Mel? —le preguntó el criminalista a Cooper.
—No mucho; pero si me permites que te cite, Lincoln, lo que importa no es «¿Qué sabes de esto o de lo otro?», sino «¿Sabes dónde encontrar información sobre esto o lo otro?». Y la respuesta a esto último es: «Sí».
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