Capítulo 20

Conforme el Mazda se acercaba directamente hacia ella, Sachs salió corriendo hacia la acera para intentar establecer un fuego cruzado.

Levantando su Glock, apuntó a la forma oscura de la cabeza del Prestidigitador. Le llevaba una ventaja de entre noventa y ciento veinte centímetros. Pero detrás de él había docenas de escaparates, apartamentos y personas de cuclillas en la acera. En resumidas cuentas, no había forma de disparar una sola vez con cierta seguridad.

A los miembros del coro eso no les importaba en absoluto.

—¡Tú, zorra, veamos si te cargas a ese hijo de la gran puta!

—¿A qué coño esperas?

Sachs bajó el arma, y abatió los hombros al ver que el Mazda se dirigía hacia el Camaro.

Oh, el coche no… ¡no!

Se acordó de cuando su padre le compró el potente vehículo del 69, un trasto viejo; de cómo habían reconstruido juntos la mayor parte del motor y de la suspensión, añadido una transmisión nueva y desarmado todo el mecanismo para espolear a los caballos y que pudieran subir hasta el cielo. Aquel coche y el amor por las fuerzas del orden fueron el legado principal que dejó a su hija.

A unos nueve metros del Camaro, El Prestidigitador giró abruptamente el volante a la izquierda, hacia donde se encontraba Sachs acuclillada. La oficial se apartó de un salto, y él pegó otro volantazo hacia el otro lado, de nuevo hacia el Chevy. El Mazda patinó y se desplazó en diagonal hacia la acera. Golpeó con violencia la puerta del copiloto y el guardabarros frontal derecho del Camaro, que comenzó a girar y recorrió así dos de los carriles de la calle, hasta que fue a parar a la acera e hizo que, finalmente, los cuatro muchachos se dignaran a hacer acopio de energías y se dispersaran.

Sachs se tiró sobre el pavimento y cayó de rodillas, lanzando un grito ahogado por el dolor que el choque le causó en sus artríticas articulaciones. El Camaro se paró al fin, no muy lejos de ella, con las ruedas traseras en el aire, ya que había rodado sobre un destrozado cubo de basura metálico de color naranja.

El Mazda se fue hasta la acera de enfrente y luego volvió a la calzada, giró hacia la derecha y se encaminó hacia el norte. Sachs se puso en pie de inmediato, pero ni siquiera se preocupó de apuntar con su arma en aquella dirección: no sería un disparo seguro. Echó una mirada al Camaro. El lateral estaba hecho una pena, como lo estaba también la parte frontal, pero el guardabarros, aunque torcido, no rozaba las ruedas. Sí, probablemente podría alcanzarle. Se subió de un salto y puso en marcha el motor. Metió primera. Un rugido. El tacómetro subió hasta cinco mil y Sachs soltó el embrague.

Pero no se movió ni un centímetro. ¿Qué pasaba? ¿Estaría estropeada la transmisión?

Miró por la ventanilla y vio que las ruedas traseras, las de tracción, no tocaban el suelo porque el cubo de basura se lo impedía. Suspiró frustrada y dio un fuerte puñetazo al volante. ¡Maldita sea! Vio el Mazda a unas tres manzanas. El Prestidigitador no se escapaba tan deprisa, al fin y al cabo; la colisión también le había pasado factura a él. Todavía tenía una posibilidad de atraparle.

Pero no con un coche que parecía que estaba en la plataforma de reparación, joder.

Tendría que…

El Camaro empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás.

Miró por el retrovisor y vio que tres de los cuatro adolescentes se habían quitado las guerreras y estaban sudando la gota gorda mientras intentaban volver a colocar el coche en el suelo. El cuarto, más corpulento que los demás y jefe de la banda, se acercó caminando pausadamente a la ventanilla. Se agachó y, al hacerlo, le brilló un diente de oro que contrastaba con su tez morena.

—¡Eh, tú!

Sachs hizo un gesto afirmativo con la cabeza y le mantuvo la mirada.

El chico se volvió hacia sus colegas y les dijo:

—¡Vosotros, negros, empujar el puto coche! Porque lo que parece es que os estáis haciendo una paja con él.

—¡Vete a tomar por culo! —contestaron, resoplando.

Volvió a agacharse.

—Hermanita, vamos a sacarte de aquí. ¿Con qué vas a disparar a ese hijo de la gran puta?

—Con una Glock del cuarenta.

Él echó una mirada a la funda.

—Genial. Debe de ser del veintitrés. ¿Es la pequeña?

—No, la grande.

—Es una buena pistola. Yo tengo una Smith pequeña. —Se levantó la sudadera y, entre desafiante y orgulloso, le mostró la reluciente empuñadura plateada de una Smith and Wesson automática—. Pero me voy a hacer con una Glock como la tuya.

Bueno, reflexionó Sachs: aquí tenemos a un adolescente armado. ¿Qué haría un sargento en una situación así?

El coche rebotó sobre el cubo de basura y terminó parándose en el suelo, con las ruedas traseras listas para rodar.

En fin, fuera lo que fuera lo que se suponía que un sargento debía hacer, decidió, no importaba en aquellas circunstancias. Ella optó simplemente por hacerle un solemne gesto de asentimiento con la cabeza.

—Gracias, ricuras. —Y, acto seguido, añadió en un tono de advertencia—: No dispares a nadie, no sea que tenga que venir a buscarte, ¿lo coges?

Una amplia sonrisa dorada.

A continuación un chasquido, primera y los potentes neumáticos se aferraron al asfalto para emprender una carrera de vértigo. En unos segundos, Amelia se puso en casi cien kilómetros por hora.

—¡Vamos, vamos, vamos! —dijo para sí misma, sin perder de vista la difusa mancha de color tostado claro que distinguía a lo lejos. El Chevy se bamboleaba como loco, pero mantenía la dirección más o menos recta.

Intentó, no sin dificultad, colocarse los auriculares del Motorola. Llamó a la central para informar de la persecución y para que desviaran los refuerzos hacia esa zona.

Acelerones, frenazos…; las calles del abarrotado Harlem no estaban hechas para persecuciones a toda velocidad. En cualquier caso, El Prestidigitador estaba atrapado en el mismo atasco que ella, y como conductor no le llegaba ni a la suela del zapato. Poco a poco, Sachs fue acortando la distancia que les separaba, pero entonces él giró hacia el patio de un colegio en el que había unos niños jugando al baloncesto y lanzando pelotas a jugadores imaginarios fuera del perímetro. No había muchas personas en el patio; las puertas estaban cerradas con un candado y cualquiera que quisiera entrar a jugar tenía que meterse por el estrecho espacio que quedaba entre ellas, como si fuera un contorsionista, o bien arriesgarse a escalar una valla metálica de seis metros de altura.

El Prestidigitador, sin embargo, se limitó a pisar a fondo el acelerador y atravesar la puerta. Aunque los chiquillos se dispersaron y por poco no atropella a alguno al acelerar otra vez para arremeter contra otra puerta que había al fondo.

Sachs dudó un instante, pero decidió no seguirle, puesto que el coche en el que iba no tenía estabilidad y había niños alrededor. Rodeó a toda prisa el bloque, rezando para encontrarse con él al otro lado. Derrapó al girar en la esquina y se detuvo.

Ni rastro de él.

No se podía explicar cómo se había escapado. Sólo le había perdido de vista diez segundos aproximadamente, el tiempo que le llevó salir del patio y rodear el edificio.

Y la única vía de escape alternativa era una calle corta y sin salida que terminaba en un muro de matorrales y árboles jóvenes. Más allá, Sachs sólo podía ver el paso elevado de Harlem River, detrás del cual no había más que la enfangada orilla que descendía hasta las aguas.

Así que se había escapado… Y la única prueba que podría presentar de la persecución sería la factura de los cinco mil dólares que le iba a costar reparar la carrocería. ¡Joder!…

Entonces se oyó una voz: «Todas las unidades que se encuentren en las inmediaciones de Frederick Douglass y la calle Uno Cinco Tres, estén preparadas para un código Diez Cinco Cuatro».

Accidente de coche con posibles heridos.

«El vehículo ha caído al río Harlem. Repito, tenemos un coche en el agua».

¿Sería él?, se preguntó Amelia.

—Escena de crimen Cinco Ocho Ocho Cinco. En relación con la Diez Cinco Cuatro. ¿Saben la marca del coche? Cambio.

—Mazda o Toyota. Modelo nuevo. Beis.

—Correcto, Central. Creo que es el vehículo de la persecución de Central Park. Yo soy código Diez Ocho Cuatro y estoy en la escena. Corto.

—Comprendido, Cinco Ocho Ocho Cinco. Corto.

Sachs recorrió con el Camaro a toda velocidad la calle sin salida y aparcó junto a la acera. En el momento en que salía del vehículo llegaban una ambulancia y una Unidad de Servicios de Emergencia, que se internaron en la maleza por la parte que había aplastado a su paso el veloz Mazda. Sachs fue detrás de ellos, caminando con cuidado por los escombros. Conforme salían de los matorrales, Sachs vio un grupo de chabolas y cobertizos decrépitos. Había docenas de mendigos, la mayoría hombres. Era un sitio embarrado, lleno de maleza, basura, electrodomésticos rotos y coches oxidados y desvencijados.

Al parecer, El Conjurado había atravesado la zona de los matorrales a toda velocidad porque esperaba encontrar una carretera al otro lado. Sachs vio las huellas de los patinazos que debió de dar por el pánico, al ver que el coche se deslizaba sin control por el fango resbaladizo; al intentar esquivar a gran velocidad una de las casuchas, la partió en dos y atravesó un embarcadero podrido para acabar cayendo en el río.

Dos oficiales de las Unidades de Emergencia ayudaron a los habitantes de la chabola, que no estaban heridos, a salir de entre las ruinas, mientras que otros inspeccionaron el río para encontrar cualquier rastro del conductor. Sachs llamó por radio a Rhyme y Sellitto, y les contó lo sucedido. Le pidió al detective que solicitara con carácter prioritario un autobús de respuesta rápida.

—¿Lo han cogido, Amelia? —Le preguntó Sellitto—. Dime que lo han cogido.

Con los ojos puestos en la mancha de aceite y gasolina que flotaba sobre la rugosa superficie del agua, ella contestó:

—Ni rastro.

Sachs pasó por delante de una taza de váter destrozada y una bolsa de basura que olía a demonios, de camino a un grupo de hombres que hablaban en español y parecían muy nerviosos. Tenían cañas de pescar, tal vez porque aquel era un lugar muy popular para utilizar larvas de mosquito y cebo cortado para pescar. Habían bebido, pero estaban lo bastante sobrios como para hacer un relato coherente de lo sucedido. El coche había pasado por los matorrales a toda velocidad y se fue derechito al río. Todos ellos vieron a un hombre en el asiento del conductor y estaban seguros de que no había saltado del coche antes de que éste se cayera al río.

Sachs conversó brevemente con Carlos y su amigo, los dos mendigos que vivían en la chabola destruida. Los dos estaban colocados y, puesto que se hallaban dentro de la casucha cuando el Mazda se estrelló contra ella, no habían visto nada que pudiera servirle de ayuda. Carlos se mostraba beligerante, como si pensara que la ciudad le debía alguna compensación por aquella pérdida. Otros dos testigos, que a la hora del accidente estaban abriendo bolsas de basura para coger los cascos y recipientes por los que pudieran darles algún dinero, confirmaron la historia de los pescadores.

Llegaron más coches de policía, y también equipos de televisión que comenzaron a grabar con sus cámaras lo que quedaba de la chabola así como la lancha policial, junto a cuya popa había dos buzos con sus trajes impermeables que se metían en el agua en ese momento.

Cuando Amelia Sachs vio que las medidas de emergencia se habían centrado en el propio río, decidió ocuparse de las operaciones en tierra. En el Camaro no tenía muchos medios para investigar la escena, pero sí había cinta amarilla en abundancia con la que acordonó una extensa zona de la orilla del río. Cuando terminó de hacerlo, ya había llegado el vehículo de respuesta rápida.

Colocándose los auriculares, llamó a la Central, desde donde volvieron a establecer comunicación con Rhyme.

—Estamos al tanto, Sachs. ¿Han encontrado ya algo los buzos?

—No creo.

—¿Saltó del coche en marcha?

—Según los testigos, no. Voy a ocuparme de esta escena de la orilla del río, Rhyme. Traerá buena suerte.

—¿Suerte?

—Claro; ya que voy a tomarme la molestia de examinar la escena, seguro que los buzos encuentran el cuerpo, con lo cual mi trabajo será una pérdida de tiempo.

—Aun así, tendrá que haber una investigación y…

—Era una broma, Rhyme.

—Ya…, bueno, este asesino en particular no es que me haga mucha gracia. Continúa y recorre la cuadrícula.

Llevó a la zona acordonada uno de los maletines de Escenas de Crimen y cuando se disponía a abrirlo escuchó una voz con un acento especial que gritaba en tono apremiante:

—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ¿Está todo el mundo bien?

Cerca de las cámaras de televisión vio a un latino repeinado, con vaqueros y chaqueta de sport, que se abría paso entre la multitud. Entrecerró los ojos, alarmado, al ver la chabola destrozada, y se dirigió corriendo hacia ella.

—¡Oiga! —gritó Sachs. Pero él no la oyó.

El hombre pasó por debajo de la cinta amarilla y se dirigió directamente a la chabola, pisoteando las huellas de los neumáticos del Mazda y destruyendo seguramente cualquier cosa que El Prestidigitador hubiera arrojado desde el coche o que pudiera habérsele caído; incluso borrando las huellas de los zapatos del asesino, en el caso de que éste hubiera saltado del coche en marcha, a pesar de lo que habían declarado los pescadores.

Desconfiando ya de todo el mundo, Amelia le examinó la mano izquierda y comprobó que no tenía unidos el anular y el meñique. Así que él no era El Prestidigitador, pero entonces, ¿quién demonios era? Sachs se quedó pensativa. ¿Y qué hacía en su escena del crimen?

El hombre estaba ahora revolviendo entre las ruinas de la chabola, sacando tablones, planchas de madera y chapas metálicas onduladas, que luego tiraba por encima del hombro.

—¡Eh, oiga! —Gritó Sachs—. ¡Largo de aquí!

—¡Puede que haya alguien ahí dentro! —gritó el hombre sin volverse.

Enfadada, le espetó:

—¡Esto es una escena de un crimen! ¡No puede estar aquí!

—Puede haber alguien dentro —repitió.

—No, no, no. Ya ha salido todo el mundo. Están bien. ¡Eh!, ¿me está oyendo? Perdone, amigo, ¿oye lo que le estoy diciendo?

Si la oía o no, al parecer no importaba, al menos a él. Continuó escarbando febrilmente. ¿Qué pretendía? El hombre iba bien vestido y llevaba un Rolex; seguro que Carlos, el adicto al crack, no era pariente suyo.

Recitando para sí misma la famosa oración policial, «Líbranos, Señor, de los ciudadanos que se inmiscuyen en nuestro trabajo», les hizo una señal a dos oficiales de patrulla que andaban cerca.

—Sacadle de aquí.

—¡Necesitamos más médicos! —Gritaba el hombre—. Podría haber niños dentro.

Sachs contempló indignada cómo se sumaban las pisadas de los oficiales a los destrozos de su escena del crimen, que se iba deteriorando poco a poco. Agarraron al intruso de los brazos y lo levantaron hasta que se quedó de pie. El hombre se soltó de las manos de los oficiales, gritó con altanería su nombre a Sachs, como si fuera algún mafioso a quien todo el mundo debiera conocer, y comenzó a largarle un discurso sobre el vergonzoso trato que daba la policía a la marginada población latina que vivía en aquel lugar.

—Señora, ¿tiene usted idea de…?

—¡Esposadle! Y luego, sacadle de aquí de una puñetera vez —ordenó Sachs, tras decidir que la parte del Manual del Sargento correspondiente a las relaciones con el vecindario ocupaba en ese caso un segundo lugar con respecto a las investigaciones criminales.

Los oficiales esposaron al acalorado ciudadano y le sacaron, entre bufidos e improperios, de la escena del crimen.

—¿Quieres que lo fichemos? —preguntó uno de los oficiales.

—No; mantenedle bajo custodia un rato —gritó Sachs, provocando risas entre algunos de los presentes. Vio que le introducían en la parte trasera de uno de los coches patrulla; otro obstáculo más en la ya imposible, al parecer, búsqueda de aquel escurridizo asesino.

A continuación Sachs se puso el mono de tyvek y, provista de una cámara, bolsas para las pruebas y bandas de goma (al menos en los pies), se dispuso a recorrer la escena, comenzando por las ruinas de la destrozada «mansión» de Carlos. Lo hacía sin prisas y con mucho cuidado. Después de una persecución tan larga y angustiosa como la de ese día, Amelia Sachs ya no admitía nada. Era cierto que El Prestidigitador podía estar sumergido a quince metros de profundidad en esas aguas grisáceas. Pero lo mismo podía estar ya a salvo, trepando por alguna zona cercana de la orilla del río.

Ni siquiera le habría sorprendido enterarse de que el asesino se encontraba a muchos kilómetros de distancia, con otro disfraz y acechando a su siguiente víctima.

*****

El reverendo Ralph Swensen llevaba ya varios días en la ciudad —era su primera visita a Nueva York—, y había decidido que nunca lograría acostumbrarse a un sitio como aquél.

Delgado, con una calvicie incipiente y un tanto tímido, el pastor se ocupaba de las almas de una ciudad mil veces más pequeña que Manhattan y a años luz de ésta.

Mientras que en su pueblo podía asomarse a la ventana de su iglesia y ver, hasta donde alcanzaba la vista, campos en los que pastaba plácidamente el ganado, lo que veía tras las rejas de la ventana de aquella habitación barata de un hotel cerca de Chinatown era un muro de ladrillo en el que había un garabato, hecho con spray veteado, que formaba parte de una pintada obscena.

Mientras que en casa, cuando él iba por la calle, la gente le decía «Hola, reverendo» o «Buen sermón, Ralph», allí le decían «Dame un dólar» o «Tengo Sida» o, sencillamente, «Chúpamela».

Aun así, el reverendo Swensen había ido para poco tiempo, de modo que suponía que podría sobrevivir a aquel pequeño choque cultural.

Llevaba ya algunas horas tratando de leer la antigua y deshecha Biblia que había en el hotel. Pero, finalmente, renunció a seguir intentándolo. El Evangelio según San Mateo, a pesar de ser una historia tan absorbente, no podía competir con los ruidos producidos por un chapero y su cliente, dale que te pego a lo que fuera que se traían entre manos y aullando de dolor o de placer o, lo más seguro, de ambas cosas a la vez.

El pastor sabía que debía considerar un honor haber sido elegido para aquella misión en Nueva York, pero se sentía como el apóstol San Pablo en uno de sus viajes entre los no creyentes de Grecia y Asia Menor, que le recibieron con escarnio y desdén.

Aahh, aaahhh, ahhhh… Así, así…, sí…, ahí… Oohhhhh…, sí, sí…, así, sigue, sigue…

Bueno, pues ya estaba bien. Ni siquiera San Pablo tuvo que aguantar tal nivel de depravación. Faltaban varias horas para que comenzara el concierto, pero el reverendo Swensen decidió marcharse antes. Se peinó, cogió las gafas y metió en su maletín una Biblia, un mapa de la ciudad y un sermón que estaba preparando. Bajó las escaleras que conducían al vestíbulo, donde se encontró con otra prostituta que estaba allí sentada. Era, o al menos lo parecía, una mujer.

Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea…

Con un nudo en la garganta por la tensión, pasó apresuradamente delante de ella con la mirada clavada en el suelo, temiendo que le hiciera una proposición. Pero ella, o él, o lo que fuera, se limitó a sonreír y decir:

—¡Qué tiempo más bueno tenemos, padre!, ¿verdad?

El reverendo Swensen le guiñó un ojo y le devolvió la sonrisa.

—Verdad —dijo, reprimiéndose para no añadir «hija mía», algo que no había hecho jamás en todo su sacerdocio. Se decidió por decir—: Muy buenos días.

Y salió a las duras calles del Lower East Side de Nueva York.

Se detuvo en la acera, delante del hotel: taxis que pasaban pausadamente; jóvenes asiáticos y latinos que caminaban con aire resuelto; autobuses que despedían gases calientes, metálicos; repartidores chinos en bicicletas que invadían la acera. Todo era tan agotador… Con los nervios a flor de piel y triste, el reverendo decidió que un paseo hasta el colegio donde iba a celebrarse el concierto le calmaría los nervios. Consultó el mapa y vio que estaba muy lejos, pero necesitaba hacer algo para calmar esa demencial ansiedad. Miraría escaparates, se pararía a cenar algo y se concentraría en su sermón.

Conforme se orientaba para emprender su paseo, sintió que alguien le observaba. Miró a su izquierda, hacia el callejón que había al lado del hotel. Vio a un hombre medio escondido detrás de un contenedor de basura, un hombre enjuto de pelo castaño vestido con un mono, que llevaba una pequeña caja de herramientas. Miraba al eclesiástico de arriba abajo, de una manera que parecía intencionada. De pronto, como si le hubieran pillado, se dio la vuelta y se adentró en el callejón.

El reverendo Swensen apretó con más fuerza su maletín, pensando si no habría cometido un error al no quedarse en el hotel —por muy inmundo y ruidoso que fuera— sin correr peligro hasta que hubiera llegado la hora de ir al concierto. Pero soltó una ligera carcajada. Calma, se dijo. El hombre no sería más que un conserje o alguien de mantenimiento, quizá empleado en el propio hotel, sorprendido al ver salir a un ministro del Señor de un lugar tan sórdido como ése.

Además, reflexionó según emprendía camino hacia el norte, él era un clérigo, una profesión que tenía que darle, sin duda, cierto nivel de inmunidad, incluso ahí, en aquella Sodoma actual.