—¿Bien? Sí, sí que estoy bien. —Kara se fijó en la mirada de asombro de Sachs—. Entonces, ¿es que no te has enterado?
El oficial le dijo a Sachs:
—Intenté decírtelo, pero saliste disparada antes de que me diera tiempo a empezar a hablar.
—¿Decírmelo…? —a Sachs no le salía la voz; estaba tan atónita (y tan aliviada al mismo tiempo) que no era capaz de articular palabra.
—¿Pensaste que estaba herida de verdad? —Dijo Kara—. ¡Cielo santo!
Bell se acercó y saludó con la cabeza a Kara.
—Amelia no se había enterado —le dijo la joven.
—¿De qué?
—De nuestro plan: el falso acuchillamiento.
Por la expresión de su rostro, Bell era la imagen misma del shock.
—¡Pero, por Dios!, ¿creías que estaba muerta de verdad?
El oficial de patrulla le repitió a Bell lo que ya había dicho a Sachs:
—Yo intenté decírselo, pero, primero no daba con ella, y después, cuando ya la encontré, me dijo que acordonara la zona y que llamara a una ambulancia. Y acto seguido se marchó.
—Roland y yo estuvimos conversando —explicó Kara—. Pensamos que El Prestidigitador iba a atacar de alguna manera, tal vez decidiera prenderle fuego a algo…, disparara o acuchillara a alguien, no sé, para desorientarnos, ¿sabes? Eso le permitiría escapar. De modo que tramamos nuestro propio plan para desorientarle a él.
—Para hacerle salir de todo ese follón —añadió Bell—. Kara cogió un bote de kétchup en la cafetería, se echó un chorro por encima, dio un grito y luego se dejó caer sobre el suelo.
Kara se abrió la cazadora y le enseñó la mancha roja que tenía en la camiseta.
—Me preocupaba —continuó el detective— que fuera una escena cruda para algunos visitantes de la feria…
—Ya lo creo…
—… pero pensábamos que eso era mejor que encontrarnos con una persona atacada o acuchillada de verdad por El Prestidigitador —añadió Bell con orgullo—. Fue idea suya, no es broma…
—Es que estoy empezando a comprender su modo de pensar —dijo la joven.
—¡Dios santo! —murmuró Sachs temblorosa—. ¡Parecía tan real!
—Hace muy bien de muerta —alabó Bell.
Sachs le dio un abrazo a Kara, y añadió con dureza:
—Pero, a partir de ahora no te separes de mí. Por lo menos, no te alejes mucho. Soy demasiado joven para que me dé un ataque al corazón.
Esperaron un rato, pero no recibieron ninguna información de que se hubiera visto al sospechoso en la zona. Por fin, Bell dijo:
—Amelia, tú investiga esta escena que yo voy a interrogar a la mujer de la charca para ver si puede decirnos algo. Nos vemos más tarde en la feria.
En la calle Ochenta y ocho había un autobús policial de Escena del Crimen, así que Sachs se dirigió a él y recogió el equipo necesario para proceder a investigar. De repente, se sobresaltó al oír una voz que salía del transmisor que llevaba colgando. Se sacó del cinturón los auriculares y se los colocó.
—Cinco Ocho Ocho Cinco. Repita. Cambio.
—Sachs, ¿qué coño está pasando? Me he enterado de que lo tenías pero se te ha escapado.
Sachs le contó a Rhyme lo que había sucedido y cómo le habían hecho salir de la feria.
—¿Idea de Kara? ¿Hacerse la muerta? ¡Umm!
Este último sonido, apenas un gruñido, en boca de Lincoln Rhyme era todo un halago.
—Pero ha desaparecido —añadió Sachs—. Y tampoco encontramos al oficial. Tal vez esté persiguiéndole, pero no sabemos. Roland está interrogando a la mujer que rescatamos en la charca, para ver si le puede dar alguna pista.
—Vale, Sachs, pues ponte con la investigación de la escena.
—«Las escenas», en plural —le corrigió agriamente—: el restaurante, la charca y el callejón. Demasiadas, ¡maldita sea!
—En absoluto demasiadas —contestó Rhyme—. Así se multiplican por tres las oportunidades de encontrar buenas pruebas.
*****
Rhyme estaba en lo cierto.
De las tres escenas se habían conseguido muchas pruebas.
El trabajo con ellas había resultado difícil, aunque por un motivo insólito: El Prestidigitador había estado presente en todas ellas, o al menos su espíritu. Rondando por los alrededores. Haciendo que Sachs se parara cada dos por tres para palpar la empuñadura de su Glock, para mirar hacia atrás y asegurarse de que el asesino no se hubiera encarnado en algo que estuviera detrás de ella.
Investiga a fondo, pero cúbrete las espaldas.
En realidad, nunca había visto a nadie siguiéndola. Sin embargo, tampoco Svetlana Rasnikov vio a su asesino cuando éste retiró la tela negra que le había mantenido oculto y, amparado por las sombras, se había acercado sigilosamente a ella por detrás.
Tampoco Tony Calvert le vio escondido tras el espejo del callejón cuando se acercó al gato de mentira.
Ni siquiera Cheryl Marston había visto de verdad al Prestidigitador, aunque se sentó y conversó con él. Ella vio a otra persona completamente diferente, de quien jamás sospechó que hubiera planeado una muerte tan terrible para ella.
Sachs recorrió la cuadrícula en varios sitios, tomó fotografías digitales y dejó las escenas en manos del Departamento de Huellas y Fotografía. Luego, volvió a la feria, donde se encontró con Roland Bell, que había interrogado a Cheryl Marston en el hospital. Desde luego, aunque no podían confiar en nada de lo que le había dicho a la abogada («Un montón de mentiras», como lo había resumido con amargura Marston), ésta recordaba algunos pormenores de lo sucedido antes de que los efectos de la droga hubieran llegado a su punto máximo. Les dio una buena descripción del asesino, incluidos detalles sobre las cicatrices. También les informó de que él se había detenido en un coche, del que recordaba la marca y las primeras letras de la matrícula. Eran unas noticias estupendas. Hay cientos de formas de relacionar un coche con un delincuente o testigo. Lincoln Rhyme llamaba a los coches «fábricas de pruebas».
La Dirección de Tráfico informó de que hacía una semana habían robado un coche en el aeropuerto de White Plains que coincidía con la descripción, un Mazda 626 color tabaco, de 2001. Sellitto envió una solicitud de localización urgente de vehículos a todos los cuerpos de seguridad metropolitanos y mandó a algunos oficiales a que registraran los edificios de la zona donde se había producido la agresión para ver si encontraban el coche, aunque ninguno de los agentes confiaba mucho en que siguiera allí.
Bell estaba acabando de contar a Sachs la terrible experiencia por la que había pasado Cheryl Marston, cuando les interrumpió un oficial de patrulla que les traía una llamada por un radiotransmisor.
—Detective Bell, ¿sería tan amable de repetirme qué coche era el que conducía el asesino?
—Un Mazda color tabaco. Seis dos seis. Matrícula Efe-E-Te dos tres siete.
—Es ése —dijo ante su micrófono el oficial—. Acabo de recibir un informe: un coche patrulla lo ha visto en la zona oeste de Central Park. Le siguieron, pero ¡fíjense!, se subió al bordillo y se metió con coche y todo en el parque. El coche patrulla intentó seguirle, pero se quedó atascado en un desnivel.
—¿En Central Park Oeste y qué más, exactamente?
—Hacia la Noventa y dos.
—Probablemente saltó del coche en marcha —dijo Bell.
—Seguro que acabará saltando —dijo Sachs—, aunque primero va a conseguir algo de ventaja. —Señaló con la cabeza a los cajones con las pruebas—. Lleva todo esto a casa de Rhyme.
Diez segundos más tarde ya estaba sentada en su Camaro, con el potente motor rugiendo, y ciñéndose el cinturón de seguridad.
—¡Amelia, espera! —Gritó Bell—. Ya está en camino una Unidad de Servicios de Emergencia.
Pero la única respuesta a las palabras de Bell fueron el chirrido y la nube de humo azul que dejaron los neumáticos Goodyear.
Derrapando por Central Park Oeste en dirección norte, Sachs procuraba concentrarse en esquivar peatones, coches lentos, ciclistas y patinadores.
Y también a las personas que iban paseando a sus bebés, que las había por miles. ¡Joder!, ¿por qué no estarían esos críos en sus casas echándose una siestecita?
Colocó la lámpara giratoria azul en el salpicadero y la conectó al enchufe del encendedor. La luz brillante comenzó a girar y, según avanzaba a toda velocidad, Sachs se sorprendió al comprobar que, con cada destello de luz, automáticamente ella tocaba el claxon.
Un reflejo gris delante de ella.
¡Mierda!… Al frenar bruscamente para no chocar contra el vehículo que cambiaba de sentido, el Camaro se quedó a unos cincuenta centímetros escasos del lateral de un coche que valía lo que ella ganaba en dos años. Después, pisó el acelerador de nuevo y los caballos de General Motors respondieron al instante. Logró no pasar de ochenta hasta que el tráfico se hizo más fluido, cerca de la calle Noventa, y luego pisó el acelerador a fondo.
En unos cuantos segundos se puso a más de ciento diez kilómetros por hora.
Se oyó un ruido procedente de los auriculares de su Motorola, que estaban en el asiento del copiloto. Los cogió con una mano y se los colocó.
—¿Sí? —gritó, prescindiendo siquiera de hacer el intento de cumplir con los códigos de radiotransmisión policial.
—¿Amelia?, soy Roland —dijo Bell, quien también había renunciado a los protocolos de comunicación establecidos.
—Dime.
—Ya tenemos coches que van para allá.
—¿Dónde está él? —gritó para que se la oyera por encima del motor del coche.
—Un momento… Pues siguió conduciendo por Central Park hasta salir por el lado norte. Rozó el lateral de un camión y continuó.
—¿En qué dirección?
—Pueeeessss… ha sido hace apenas un minuto…, se dirige hacia el norte.
—Recibido.
¿Hacia el norte en Harlem?, se preguntó Sachs. Había varias rutas de salida de la ciudad desde esa zona, pero ella dudaba de que tomara alguna: en todas había algún puente y en la mayoría había que pasar por controles de entrada a las autopistas, donde sería presa fácil.
Era más probable que hubiera abandonado el coche en un barrio relativamente tranquilo y hubiera robado otro.
Se oyó otra voz por los auriculares:
—Sachs, ¡lo tenemos!
—¿Dónde, Rhyme?
—Ha girado hacia el Oeste en la calle ciento veinticinco —explicó el criminalista—. Cerca de la Quinta Avenida.
—Yo estoy al lado de la confluencia entre la ciento veinticinco y Adam Clayton Powell. Intentaré bloquearle el paso, pero intenta conseguirme refuerzos —gritó.
—Ya estamos en ello, Sachs. Y ahora, dime: ¿a qué velocidad vas?
—No estoy mirando el cuentakilómetros.
—Casi mejor. Procura ir pendiente de la carretera.
Sachs fue tocando el claxon para abrirse camino en el congestionado tráfico hacia la intersección con la calle ciento veinticinco. Aparcó de forma que el coche quedó atravesado en la calle, bloqueando con ello los carriles en dirección oeste. Salió del Camaro de un salto con la Glock en la mano. En los carriles bloqueados había ya dos coches parados. Sachs les gritó a los conductores:
—¡Salgan! ¡Policía! Salgan de los coches y protéjanse.
Los conductores, un repartidor y una mujer vestida con el uniforme de McDonald's, obedecieron de inmediato.
En ese momento ya estaban bloqueados todos los carriles de la calle ciento veinticinco.
—¡Protéjanse, todo el mundo! —Gritó Sachs—. ¡Ahora mismo!
—¡Y una mierda!
—¡Eh!
Sachs miró hacia su derecha y vio a cuatro tipos con pinta de matones, apoyados en una valla de tela metálica, que miraban con interés el arma austriaca, el coche de Detroit y a la pelirroja dueña.
La mayoría de la gente que había en la calle se había refugiado en algún sitio, pero aquellos cuatro adolescentes se quedaron donde estaban, con un aire de no darle mayor importancia a la situación. ¿Por qué iban a esconderse? No era muy habitual que llegara a su barrio una película de Wesley Snipes[16] en vivo y en directo.
Sachs distinguió el Mazda a lo lejos, que zigzagueaba frenéticamente entre los coches en dirección oeste, hacia el improvisado control de carretera que había montado. El Prestidigitador no advirtió que la carretera estaba cortada hasta que no pasó la calle por la que podría haberse desviado para no encontrarse con ella. Detuvo el vehículo después de dar un clamoroso frenazo. El camión de la basura que había tras él paró en seco después de hacer un giro brusco. El conductor y los basureros advirtieron lo que estaba pasando y dejaron el camión de manera que le bloqueara el paso por la parte posterior.
Sachs volvió a mirar a los adolescentes.
—¡Agachaos! —les gritó.
Desdeñosos, hicieron como si no la hubiesen oído.
Sachs se encogió de hombros, se inclinó sobre el capó del Camaro y centró la mira apoyándose en el limpia-parabrisas.
De modo que ahí estaba, al fin, El Prestidigitador. Ya le veía la cara, la camiseta con el logotipo de Harley. Bajo la gorra negra que llevaba, veía la falsa coleta, que iba de un lado a otro, obedeciendo a los movimientos desesperados que hacía su dueño por buscar alguna vía de escape.
Pero no había ninguna.
—¡Eh, oiga, el del Mazda! ¡Salga del coche y échese en el suelo boca abajo!
No hubo respuesta.
—¿Sachs? —Se oyó la voz de Rhyme por los auriculares—. ¿Puedes…?
Amelia se quitó los auriculares de un manotazo y volvió a centrar el punto de mira en la silueta de la cabeza del asesino.
Tienes el arma para utilizarla, así que puedes utilizarla…
Al escuchar las palabras de la detective Mary Shanley dando vueltas en su cabeza, Sachs tomó aire y mantuvo firme el arma, un poco alta y ligeramente hacia la izquierda para compensar la gravedad y la agradable brisa de abril.
Cuando uno dispara no existe nada más que uno mismo y el objetivo, conectados entre sí por un cable invisible, como la silenciosa energía de la luz. La habilidad para dar en el blanco depende exclusivamente de dónde se origine tal energía. Si procede de tu cerebro, es posible que aciertes a dar a lo que estás apuntando. Pero si es de tu corazón, casi siempre aciertas. Las víctimas de El Prestidigitador —Tony Calvert, Svetlana Rasnikov, Cheryl Marston, el oficial Larry Burke— asentaban ahora firmemente esa energía, y Sachs sabía que no podía fallar.
¡Vamos, hijo de puta!, pensó. ¡Pon el maldito coche en marcha! Hazlo por mí.
¡Venga!
Dame una excusa…
El coche fue avanzando. El dedo de Sachs se deslizó por el seguro del gatillo.
Como si lo hubiera sentido, El Prestidigitador frenó.
—¡Vamos! —se sorprendió susurrando Sachs.
Pensaba en cómo enfrentarse a la situación: si él optaba por escaparse, ella sacaría las palas del ventilador, o un neumático, e intentaría capturarle vivo. Pero si intentaba atropellada o se iba hacia la acera, poniendo en peligro a otras personas, le dejaría.
—¡Eh! —gritó uno de los adolescentes que estaban en la acera.
—¡Dispara a ese hijo de puta!
—¡Machácale el culo, zorra!
No hace falta que me lo digáis, ricuras. Estoy preparada, deseando hacerlo y lo voy a hacer…
Decidió que si él se acercaba a una distancia de tres metros, a cualquier velocidad, le atraparía. El motor del coche color esparadrapo aceleró, y Sachs vio, o creyó ver, que el vehículo daba una sacudida.
Tres metros, eso es lo único que pido.
Otro gruñido del motor. ¡Vamos, hazlo!, imploró en silencio.
Entonces, Sachs vio una masa amarilla que avanzaba lentamente detrás del Mazda.
Un autobús escolar de la Iglesia del Tabernáculo Profético de Sión, lleno de niños, había abandonado la acera para integrarse en el tráfico de la calle. El conductor no había advertido lo que estaba pasando. Al poco, se detuvo entre el Mazda y el camión de la basura, en sentido perpendicular a éstos.
No…
Aunque el disparo fuera directo, podría no parar la bala, con lo que ésta se introduciría a toda velocidad en el autobús después de atravesar el objetivo.
Con el dedo fuera del gatillo y la boca del arma apuntando a lugar seguro, Sachs miró hacia el limpiaparabrisas del Mazda. Detrás del cristal distinguía los movimientos de cabeza que hacía El Prestidigitador, que miró hacia arriba y hacia su derecha, ajustando el espejo retrovisor de manera que podía ver el autobús.
Acto seguido, El Prestidigitador volvió a mirar en dirección a Sachs, y ella tuvo la impresión de que le sonreía, pues se había dado cuenta de que no podía dispararle en ese momento.
El cortante chirrido de las ruedas delanteras del Mazda inundó la calle cuando su conductor pisó el acelerador a fondo y se dirigió hacia Sachs a treinta, sesenta, ochenta kilómetros por hora. Fue directamente contra la oficial de policía y su Camaro, de un amarillo mucho más brillante que el del autobús de catequistas, cuya presencia había propiciado la bendición y protección sagrada para El Prestidigitador.