14

El aire frío le heló los huesos conforme iba envolviéndolo la oscuridad. Zarpa de Fuego no podía oír nada, y tenía la nariz llena del olor mohoso de la tierra mojada.

Salida de la nada, una brillante bola de luz llameó ante él. Zarpa de Fuego agachó la cabeza, entornando los ojos para protegerlos del fulgor. La luz resplandecía, deslumbrante y fría como una estrella; luego vaciló, y desapareció tan deprisa como había aparecido. Regresó la oscuridad, y Zarpa de Fuego se encontró en el monte. Se sintió reconfortado por los familiares aromas del bosque. Aspiró la esencia del verdor húmedo, y la calma fluyó por todo su cuerpo.

Sin previo aviso, un espantoso sonido surgió desde los árboles. A Zarpa de Fuego se le erizó el pelo. Eran aullidos de gatos aterrorizados, que salieron corriendo por los arbustos que había más adelante. Cuando pasaron disparados ante él, reconoció su pelaje: pertenecían al Clan del Trueno. Él se quedó clavado, incapaz de moverse. Luego aparecieron unos grandes gatos, enormes guerreros oscuros cuyos ojos resplandecían cruelmente. Se dirigieron hacia él, golpeando la tierra con sus descomunales patas y con las uñas desenvainadas. Entre las sombras, Zarpa de Fuego oyó un agudo grito de desesperación, cargado de pesadumbre y rabia. ¡Era Zarpa Gris!

Zarpa de Fuego despertó, horrorizado. Su sueño se desvaneció, dejándole un zumbido en los oídos y el pelo erizado. Al abrir los ojos, vio la cara de Garra de Tigre asomada a su guarida. El aprendiz se levantó de un salto, instantáneamente alerta.

—¿Algún problema, Zarpa de Fuego? —preguntó el guerrero.

—Sólo un sueño —musitó.

Garra de Tigre le lanzó una curiosa mirada y luego gruñó:

—Despierta a los demás. Salimos dentro de poco.

Fuera de la guarida, el cielo relucía con un nuevo amanecer y el rocío centelleaba sobre los helechos. Sería un día cálido cuando el sol estuviese en lo alto, pero la humedad de primera hora de la mañana le recordó a Zarpa de Fuego que la estación de la caída de la hoja ya no estaba lejos.

Los tres aprendices engulleron deprisa las hierbas que Jaspeada les había dado. Garra de Tigre y Estrella Azul los observaban, preparados para partir. El resto del campamento seguía durmiendo.

—¡Puaj! —se quejó Zarpa Gris—. Sabía que serían amargas. ¿Por qué, en vez de esto, no podemos zamparnos un ratón gordo y jugoso?

—Estas hierbas mantendrán el hambre a raya durante más tiempo —respondió Estrella Azul—. Y os harán más fuertes. Tenemos una larga jornada por delante.

—¿Tú ya has tomado las tuyas? —preguntó Zarpa de Fuego.

—No puedo comer si esta noche quiero compartir sueños con el Clan Estelar en la Piedra Lunar —respondió.

Zarpa de Fuego sintió un cosquilleo en las patas al oír esas palabras. Estaba deseando empezar el viaje. Con la luz de la aurora y las voces familiares, el horror de su pesadilla lo había abandonado. Lo único que quedaba era el recuerdo de la brillante luz, y las palabras de Estrella Azul hicieron que volviera a estremecerse de emoción.

Los cinco gatos cruzaron el túnel de aulagas y salieron del campamento.

Corazón de León estaba regresando en ese momento con una patrulla.

—Que tengáis buen viaje —les deseó.

Estrella Azul asintió.

—Sé que puedo confiar en que mantengas a salvo el campamento —respondió.

Corazón de León miró a Zarpa Gris y bajó la cabeza.

—Recuerda que ya eres casi un guerrero —maulló—. No olvides lo que te he enseñado.

Zarpa Gris le devolvió la mirada con afecto.

—Siempre lo recordaré, Corazón de León —respondió, frotando la cabeza contra el ancho flanco dorado del lugarteniente.

Se dirigieron de nuevo hacia los Cuatro Árboles. Aquél era el camino más rápido para llegar al territorio del Clan del Viento. Las Rocas Altas se hallaban más allá.

Mientras recorría el lindero del claro en dirección a la Gran Roca, Zarpa de Fuego todavía pudo percibir los olores de la Asamblea de la noche anterior. Siguió a los demás a través del herboso claro y por la cuesta del otro lado, para alcanzar el territorio del Clan del Viento. La pendiente llena de arbustos fue volviéndose más abrupta conforme ascendían, y más rocosa, hasta que tuvieron que ir saltando de peñasco en peñasco por el borde de un escarpado risco.

Zarpa de Fuego se detuvo cuando llegaron a lo alto. Ante ellos, el terreno era plano y se extendía en una amplia meseta. El viento soplaba en ráfagas regulares que rizaban la hierba y doblaban los árboles. El suelo era pedregoso, y afloramientos de piedra desnuda salpicaban el paisaje aquí y allí.

El aire seguía llevando los olores del Clan del Viento, pero eran rancios. Mucho más frescas, y mucho más alarmantes, eran las acres marcas dejadas por los guerreros del Clan de la Sombra.

—Todos los clanes tienen derecho a una ruta segura hasta la Piedra Lunar, pero parece que el Clan de la Sombra ha dejado de respetar el código guerrero, así que estad alerta —advirtió Estrella Azul—. Aun así, no debemos cazar fuera de nuestro territorio. Nosotros respetaremos el código guerrero, aunque el Clan de la Sombra no lo haga.

Empezaron a cruzar la llanura mientras el sol se elevaba en el cielo, siguiendo las sendas entre el brezo. Zarpa de Fuego se había acostumbrado a vivir bajo una cubierta de árboles. Sin su sombra, su pelaje color fuego le resultaba pesado y caliente, y tenía la impresión de que le ardía el lomo. Agradecía la incesante brisa que soplaba desde el bosque que habían dejado atrás.

De repente Garra de Tigre frenó en seco.

—¡Cuidado! —siseó—. Huelo una patrulla del Clan de la Sombra.

Zarpa de Fuego y los demás levantaron la nariz, y, en efecto, el aire llevaba el olor de guerreros.

—Tienen el viento de cara. No sabrán que estamos aquí si seguimos moviéndonos —maulló Estrella Azul—. Pero debemos apresurarnos. Si se desplazan, acabarán por detectarnos. Ya no estamos muy lejos del límite del territorio del Clan del Viento.

Avanzaron deprisa, saltando sobre las rocas, abriéndose paso a través del aromático brezo. Cada pocos pasos, Zarpa de Fuego olfateaba el aire y miraba por encima del hombro, en busca de señales de la patrulla del Clan de la Sombra. Pero el olor fue volviéndose cada vez más débil. «Deben de haber dado la vuelta», pensó el aprendiz, aliviado.

Por fin alcanzaron el extremo de las tierras altas. El paisaje cambiaba drásticamente: los Dos Patas lo habían modelado y alterado hasta dejarlo irreconocible. Amplios caminos de tierra entrecruzaban prados verdes y dorados, pequeñas arboledas salpicaban el terreno, y los hogares de los Dos Patas estaban esparcidos aquí y allí entre los campos. En la distancia, Zarpa de Fuego vio un sendero familiar, ancho y gris, y notó un picor en los ojos y la garganta cuando la brisa le llevó su ácido olor.

—¿Aquello es el Sendero Atronador? —le preguntó a Zarpa Gris.

—Sí. Viene desde el territorio del Clan de la Sombra. ¿Puedes ver las Rocas Altas detrás de él?

Zarpa de Fuego miró al lejano horizonte. La tierra se alzaba abruptamente, desigual y yerma.

—Entonces, ¿tenemos que cruzar el Sendero Atronador?

—Sí —maulló Zarpa Gris. Su voz sonaba fuerte y llena de confianza, casi alegre, al enfrentarse a aquel complicado viaje.

—¡Vamos! —ordenó Estrella Azul y dio un salto adelante—. Podemos llegar allí a la salida de la luna siempre que mantengamos el mismo ritmo.

Zarpa de Fuego la siguió cuesta abajo junto con los demás, alejándose del desolado terreno de caza del Clan del Viento para internarse en el exuberante territorio de Dos Patas.

Los gatos avanzaron manteniéndose cerca de los setos. Una o dos veces, Zarpa de Fuego captó olor de presas entre los arbustos, pero las hierbas de Jaspeada habían conseguido quitarle el hambre. El sol seguía calentándole el lomo, incluso a la sombra de los setos.

Bordearon un hogar de Dos Patas. Se hallaba en una ancha extensión de dura piedra blanca, con casitas más pequeñas en los extremos. Sigilosos, los gatos pasaron ante la verja que rodeaba la piedra blanca. Los sorprendió un repentino aluvión de ladridos y gruñidos.

¡Perros! A Zarpa de Fuego se le paró el corazón. Arqueó el lomo, erizado de la cabeza a la cola.

Garra de Tigre atisbó a través de la verja.

—No hay problema. ¡Están atados! —informó.

Zarpa de Fuego miró a los dos perros que arañaban la piedra apenas a diez colas de distancia. No se parecían a los consentidos perros de compañía que vivían en los jardines de Dos Patas en que él había crecido. Estas criaturas lo miraban con ojos salvajes y asesinos. Tiraron de la cadena y se alzaron sobre las patas traseras. Gruñeron y ladraron, enseñando unos fieros colmillos, hasta que el grito de un Dos Patas invisible los hizo callar. Los gatos reemprendieron la marcha.

El sol estaba empezando a descender cuando alcanzaron el Sendero Atronador. Estrella Azul ordenó que aguardaran debajo de un seto. Con los ojos y la garganta irritados por los gases, Zarpa de Fuego contempló los grandes monstruos que pasaban como bólidos en una y otra dirección.

—Iremos de uno en uno —maulló Garra de Tigre—. Cuervo, tú primero.

—No, Garra de Tigre —lo interrumpió Estrella Azul—. Yo iré primero. No olvides que ésta es la primera vez que los aprendices cruzan. Deja que vean cómo se hace.

Zarpa de Fuego observó cómo su líder se encaminaba al borde del Sendero Atronador y miraba a ambos lados. Esperó tranquilamente mientras un monstruo tras otro pasaba ante ella, alborotándole el pelo. Cuando el ensordecedor ruido se detuvo un momento, la gata cruzó corriendo.

—Adelante, Cuervo. Ahora ya has visto cómo hay que hacerlo —dijo Garra de Tigre.

Zarpa de Fuego vio que a Cuervo se le dilataban los ojos de temor. El aprendiz sabía lo que sentía su amigo, pues él podía captar su propio olor a miedo. El gato negro avanzó sigilosamente hasta el borde de la carretera. Ésta estaba tranquila, pero Cuervo dudó.

—¡Vamos! —siseó Garra de Tigre desde el seto.

Zarpa de Fuego vio cómo su amigo tensaba los músculos, preparándose para correr. Entonces el suelo empezó a temblar. Un monstruo apareció en la distancia y pasó como un rayo. Cuervo se encogió un momento y luego salió pitando para reunirse con Estrella Azul. Un monstruo pasó en la otra dirección, arrojando polvo sobre el lugar en que se hallaba el aprendiz negro sólo un segundo antes. Zarpa de Fuego se estremeció y respiró hondo para calmarse.

Zarpa Gris tuvo suerte. Una larga tregua le permitió cruzar sin problemas. Entonces llegó el turno de Zarpa de Fuego.

—Vamos —le gruñó Garra de Tigre.

El aprendiz miró al guerrero y el Sendero Atronador, y luego salió de debajo del seto. Aguardó en el borde, como había hecho Estrella Azul. Un monstruo corría hacia él. El gato lo contempló. «Después de éste», pensó, y esperó a que pasara. De pronto, le dio un vuelco el corazón: el monstruo se había desviado y avanzaba dando tumbos sobre la hierba. ¡Iba derecho hacia él! Un Dos Patas iba lanzando insultos por una abertura lateral. Zarpa de Fuego saltó hacia atrás, con las uñas fuera, sacudido por el viento huracanado del monstruo, que pasó rugiendo a sólo un bigote de distancia. Se agazapó en la arena, temblando, y vio cómo el monstruo viraba hasta incorporarse de nuevo al sendero y desaparecía. A pesar del zumbido de la sangre en los oídos, percibió que el Sendero Atronador volvía a estar en paz, y lo atravesó corriendo más deprisa de lo que había corrido en toda su vida.

—¡Pensaba que te habían hecho picadillo! —exclamó Zarpa Gris cuando su amigo llegó disparado y casi lo derribó.

—¡Yo también! —resolló Zarpa de Fuego, intentando dejar de temblar. Se volvió a tiempo de ver cómo Garra de Tigre se dirigía a ellos a todo correr.

—¡Malditos Dos Patas! —espetó el guerrero al llegar a su lado.

—¿Quieres descansar antes de que continuemos? —le preguntó Estrella Azul a Zarpa de Fuego.

El aprendiz levantó la vista. El sol estaba bastante bajo.

—No —respondió—. Me encuentro bien. —Aunque había saltado tan frenéticamente para apartarse de aquel monstruo enloquecido que tenía las patas doloridas e irritadas.

El grupo prosiguió, con Estrella Azul a la cabeza.

Al otro lado del Sendero Atronador, la tierra era más oscura y la hierba resultaba más áspera. Al acercarse al pie de las Rocas Altas, la hierba dio paso a un suelo pedregoso y yermo, salpicado de matas de brezo. La tierra empezó a ascender hacia el cielo. La pendiente estaba coronada por peñas escarpadas, que relucían de color naranja al sol.

Estrella Azul se detuvo una vez más. Escogió para sentarse una roca caldeada por el sol, plana y lo bastante ancha para que los cinco gatos descansaran juntos.

—Mirad —maulló, señalando con la nariz la oscura ladera que había ante ellos—. Boca Materna.

Zarpa de Fuego miró hacia arriba. El fulgor del sol poniente lo cegaba y la ladera estaba envuelta en sombras.

Los gatos esperaron en silencio. Poco a poco, conforme el sol se iba ocultando detrás de las Rocas Altas, Zarpa de Fuego comenzó a distinguir la entrada de la cueva: un agujero negro y cuadrado que se abría sombríamente debajo de una arcada de piedra.

—Aguardaremos aquí hasta que la luna esté más alta —anunció Estrella Azul—. Si tenéis hambre, deberíais cazar; y luego descansad un poco.

Zarpa de Fuego estaba encantado de tener la oportunidad de buscar comida. Ahora se moría de hambre. Era obvio que Zarpa Gris sentía lo mismo, pues se metió de un salto en una mata de brezo, siguiendo el olor a presas que embargaba el aire. Zarpa de Fuego y Cuervo lo imitaron. Garra de Tigre se alejó en dirección opuesta, pero Estrella Azul se quedó donde estaba. Se mantuvo inmóvil y callada, mirando Boca Materna sin pestañear.

Los tres aprendices consiguieron muchas presas. Junto con Garra de Tigre, se acomodaron en la cuesta rocosa para saborear aquel festín. Pero a pesar de la caza fácil, ninguno habló mucho; el aire estaba cargado de tensión expectante.

Después de comer, los gatos permanecieron junto a su líder hasta que el calor abandonó la roca en que estaban tumbados y las oscuras y frías sombras alcanzaron todos los rincones. Sólo entonces dijo Estrella Azul:

—Vamos. Ha llegado la hora.