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—Yo iría a ver a Fauces Amarillas —susurró Zarpa Gris cuando Rabo Largo se alejó—. No parece muy contenta.

Zarpa de Fuego echó un vistazo a la vieja gata. Estaba inmóvil, tumbada junto a la Peña Alta. Zarpa Gris tenía razón; Fauces Amarillas estaba mirándolo con mala cara.

—Bien, pues voy —maulló—. Deséame suerte.

—Necesitarás a todo el Clan Estelar de tu parte. Llama si hay que echarte una manita. Si veo que esa gata te martiriza demasiado, iré por detrás y le atizaré en la cabeza con un conejo muerto.

Zarpa de Fuego ronroneó divertido y se dirigió a Fauces Amarillas. Su regocijo se esfumó de inmediato al acercarse a la curandera herida. Era evidente que la vieja gata estaba de un humor de perros. Bufó a modo de advertencia y le enseñó los dientes.

—Detente ahí mismo, minino.

El aprendiz suspiró. Parecía que se avecinaba una pelea. Aún tenía hambre y empezaba a sentirse agotado. Estaba deseando ovillarse en su lecho para dormir la siesta. Lo último que quería era discutir con aquel lamentable revoltijo de pelo y dientes.

—Puedes llamarme como quieras —maulló cansado—. Sólo estoy cumpliendo las órdenes de Estrella Azul.

—Pero tú eres un minino doméstico, ¿verdad? —resopló Fauces Amarillas.

«Ella también está cansada», pensó él. Había menos ímpetu en la voz de la gata, aunque su malevolencia era tan acusada como siempre.

—De pequeño vivía con Dos Patas —admitió tranquilamente.

—¿Tus padres eran mascotas?

—Sí, lo eran.

Zarpa de Fuego miró al suelo, sintiendo que en su interior crecía la rabia. Ya era bastante malo que algunos miembros de su clan siguieran viéndolo como un forastero. Desde luego, no tenía por qué contestar a aquella prisionera cascarrabias.

Fauces Amarillas pareció tomar su silencio como una invitación a continuar.

—La sangre de mascota no es igual que la sangre guerrera. ¿Por qué no huyes a tu casa de Dos Patas en vez de cuidar de mí? ¡Resulta humillante ser atendida por un gato de baja estofa como tú!

A Zarpa de Fuego se le agotó la paciencia. Gruñó.

—Tú te sentirías humillada aunque yo tuviera sangre guerrera. Te sentirías avergonzada si yo fuese una preciosa gata de tu propio clan, o un desgraciado Dos Patas que te recogiera del suelo. —Sacudió la cola—. ¡Lo que tú encuentras tan humillante es tener que confiar en algún gato!

Fauces Amarillas se quedó mirándolo con los ojos naranja bien abiertos.

Zarpa de Fuego prosiguió acaloradamente:

—Pues tendrás que acostumbrarte a que te cuiden hasta que estés lo bastante bien para cuidar de ti misma, ¡penoso saco de huesos viejos!

Se detuvo al ver que la gata empezaba a emitir un siseo bajo y áspero. Alarmado, Zarpa de Fuego se acercó más y comprobó que estaba temblando de pies a cabeza y sus ojos se habían reducido a dos pequeñas rendijas.

—Perdona, yo no pretendía… —empezó, pero de pronto se dio cuenta de que la gata… ¡se estaba riendo!

—Mr-au-au-au —rió la vieja curandera, con un ronroneo que resonaba desde lo más profundo de su pecho.

Zarpa de Fuego no sabía qué hacer.

—Tienes coraje, minino —graznó Fauces Amarillas, deteniéndose al fin—. A ver, estoy cansada y me duele la pata. Necesito dormir y algo que poner en esta herida. Ve en busca de esa bonita curandera vuestra y pídele algunas hierbas. Creo que una cataplasma de vara de oro servirá. Y, ya que vas, no me vendrían mal unas semillas de adormidera para mascar. ¡El dolor me está matando!

Sorprendido por ese cambio de humor, Zarpa de Fuego corrió hacia la guarida de Jaspeada.

Nunca había estado en esa parte del campamento. Con un hormigueo en las orejas, cruzó un verde túnel de helechos hasta un pequeño claro herboso. A un lado había una gran roca, partida en el centro por una grieta lo bastante grande para que un gato hiciera su refugio en el interior. Por allí apareció Jaspeada. Como siempre, sus ojos brillaban cordialmente, y su pelaje moteado relucía con tonos de ámbar y marrón.

Zarpa de Fuego saludó tímidamente y recitó las hierbas y semillas que necesitaba Fauces Amarillas.

—Tengo de casi todo en mi guarida —dijo Jaspeada—. Añadiré algunas hojas de caléndula. Si se envuelve la herida con ellas, evitará que se le infecte. Espera aquí.

—Gracias —maulló Zarpa de Fuego mientras la curandera desaparecía en su cueva.

Aguzó la vista, intentando vislumbrar a Jaspeada en el interior, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Sólo logró captar unos leves sonidos y olor a hierbas desconocidas.

Jaspeada salió de la oscuridad y dejó un fardo envuelto en hojas a los pies de Zarpa de Fuego.

—Dile a Fauces Amarillas que se modere con la adormidera. No quiero que le alivie el dolor por completo. Un poco de dolor puede ser útil, pues me servirá para juzgar si está sanando bien.

Zarpa de Fuego asintió y tomó el paquete entre los dientes.

—¡Gracias, Jaspeada! —graznó.

Y de nuevo cruzó el túnel de helechos hasta el claro principal.

Garra de Tigre estaba delante de la guarida de los guerreros, observándolo con atención. Cuando el aprendiz pasó con las hierbas en la boca, sintió que los ojos de ámbar del guerrero le quemaban el lomo. Giró la cabeza y lo miró. Garra de Tigre entornó los ojos y apartó la vista.

Zarpa de Fuego dejó el bulto junto a Fauces Amarillas.

—¡Bien! —maulló ella—. Ahora, antes de dejar de incordiarme, tráeme algo de comer. ¡Estoy muerta de hambre!

El sol había salido tres veces desde la llegada de Fauces Amarillas al campamento. Zarpa de Fuego despertó temprano y le dio un empujoncito a Zarpa Gris, que dormía junto a él con la nariz bajo su gruesa cola.

—Despierta —maulló—. O llegarás tarde al entrenamiento.

Zarpa Gris levantó la cabeza soñoliento y asintió de mala gana.

Zarpa de Fuego le dio un pinchazo a Cuervo.

El aprendiz negro abrió los ojos al instante y se levantó de un salto.

—¿Qué ocurre? —preguntó, mirando alrededor.

—Cálmate, Cuervo. Pronto será la hora del entrenamiento, sólo eso —lo tranquilizó Zarpa de Fuego.

Polvoroso y Arenisca también empezaron a moverse en sus musgosos lechos del extremo más alejado de la guarida. Zarpa de Fuego se levantó y salió de los helechos.

La mañana era cálida. A través de las ramas y hojas que pendían sobre el campamento, Zarpa de Fuego vio un cielo de un azul profundo. Sin embargo, un abundante rocío relucía en las matas de helechos y centelleaba sobre la hierba. Olfateó el aire. La estación de la hoja verde estaba llegando a su fin, pronto empezaría a hacer más frío.

Se tumbó para revolcarse junto al tocón, estirando las patas y frotando la cabeza contra el fresco suelo. Luego se sentó de costado y miró al otro extremo del claro para ver si Fauces Amarillas se había despertado.

A la vieja gata le habían proporcionado un lugar de descanso al otro lado del árbol caído junto al que comían los veteranos. Su lecho estaba pegado al musgoso tronco, sus oídos lejos de los mayores, pero bien a la vista de la guarida de los guerreros, justo enfrente. Zarpa de Fuego vio un pelaje gris claro, subiendo y bajando al compás del sueño.

Zarpa Gris salió de la guarida, seguido por Polvoroso y Arenisca. Cuervo fue el último en aparecer; echó una mirada nerviosa alrededor antes de salir del todo.

—Otro día más cuidando de ese sarnoso saco de pulgas, ¿eh, aprendiz? —maulló Polvoroso—. Seguro que desearías salir a entrenar con nosotros.

Zarpa de Fuego se incorporó para sacudirse la tierra adherida. No iba a permitir que las burlas de Polvoroso lo molestaran.

—No te preocupes —le murmuró Zarpa Gris—. Estrella Azul te mandará entrenar de nuevo dentro de poco.

—Quizá ella crea que lo mejor para un minino doméstico es que se quede en el campamento atendiendo a los enfermos —soltó Arenisca groseramente, moviendo su lustrosa cabeza rojiza y lanzándole una mirada desdeñosa.

Zarpa de Fuego decidió pasar por alto sus mordaces comentarios.

—¿Qué va a enseñarte hoy Tormenta Blanca, Arenisca? —preguntó.

—Hoy vamos a hacer prácticas de combate. Va a enseñarme cómo lucha un auténtico guerrero —contestó orgullosa.

—A mí Corazón de León va a llevarme al Gran Sicomoro —dijo Zarpa Gris—, para que practique maneras de trepar. Será mejor que me vaya. Estará esperándome.

—Iré contigo hasta lo alto del barranco —maulló Zarpa de Fuego—. Tengo que cazar el desayuno de Fauces Amarillas. ¿Vienes, Cuervo? Garra de Tigre tendrá algo planeado para ti.

Cuervo asintió suspirando, y los tres se encaminaron fuera del campamento. Aunque su herida había sanado completamente, aún parecía poco entusiasmado con el entrenamiento guerrero.

—Toma —maulló Zarpa de Fuego, dejando junto a Fauces Amarillas un gran ratón y un pinzón.

—Ya era hora —gruñó la gata.

Aún estaba dormida cuando Zarpa de Fuego había regresado al campamento tras su batida de caza, pero el aroma de carne fresca la había despertado y ahora estaba erguida.

Fauces Amarillas bajó la cabeza y engulló ávidamente. Conforme recuperaba las fuerzas, había desarrollado un apetito descomunal. La herida le estaba sanando bien, pero su genio seguía tan fiero e impredecible como siempre.

Al acabar de comer, se lamentó:

—La base de la cola me pica horrorosamente, pero no la alcanzo. Lávamela, ¿quieres?

Con un escalofrío, Zarpa de Fuego se agachó y puso manos a la obra.

Mientras reventaba gruesas pulgas con los dientes, reparó en una pandilla de gatitos que retozaban en la tierra polvorienta cerca de allí. Se atacaban unos a otros jugando a las peleas, a veces con bastante violencia. Fauces Amarillas, que había cerrado los ojos mientras él la limpiaba, abrió a medias un ojo para observar a los pequeños. Para su sorpresa, Zarpa de Fuego notó que el espinazo de la gata se tensaba.

Escuchó un momento los gañidos y chillidos de los cachorros.

—¡Prueba mis colmillos, Estrella Rota! —maulló un pequeño atigrado.

Saltó a la espalda de un gatito blanco y gris, que fingía ser el líder del Clan de la Sombra. Los dos rodaron juntos hacia la Peña Alta. De repente, el blanco y gris se revolvió con fuerza y se libró del atigrado lanzándolo por los aires. Con un maullido de sorpresa, el atigrado chocó contra el flanco de Fauces Amarillas.

La vieja gata bufó y se puso en pie con el lomo erizado.

—¡Aléjate de mí, desecho peludo! —siseó.

El pequeño vio a la enfurecida gata y salió corriendo. Se escondió detrás de una reina atigrada que, desde el otro lado del claro, miró furibunda a Fauces Amarillas.

El cachorro blanco y gris se quedó inmóvil donde estaba. Luego, pasito a pasito, retrocedió cautelosamente hacia la seguridad de la maternidad.

La reacción de Fauces Amarillas había asombrado a Zarpa de Fuego. Creía haber visto la cara más virulenta de la gata durante la pelea del día que se conocieron, pero ahora sus ojos ardían con una nueva rabia.

—Me parece que a los cachorros les cuesta estar encerrados en el campamento —maulló precavidamente—. Están muy inquietos.

—No me importa lo inquietos que estén —gruñó Fauces Amarillas—. ¡Tú mantenlos alejados de mí!

—¿No te gustan los gatitos? —preguntó Zarpa de Fuego, curioso a su pesar—. ¿No has tenido hijos?

—¿Es que no sabes que las curanderas no tienen hijos? —bufó la gata.

—Pero he oído que antes de eso fuiste guerrera…

—¡No tengo hijos! —espetó Fauces Amarillas. Apartó la cola de Zarpa de Fuego y se incorporó—. De todos modos… —añadió, de repente con un tono casi triste— parece que los cachorros sufren accidentes cuando estoy cerca de ellos.

Sus ojos naranja se empañaron de emoción. Apoyó la barbilla en las patas delanteras y se quedó mirando al frente. Zarpa de Fuego vio cómo se le hundían los hombros al soltar un largo suspiro.

El aprendiz la miró con curiosidad. ¿A qué se refería la gata? ¿Estaría hablando en serio? Era difícil saberlo. Fauces Amarillas parecía pasar de un estado de ánimo a otro en un pispás. El joven se encogió de hombros y continuó con su tarea.

—Hay un par de garrapatas que no he podido quitarte —dijo al acabar.

—¡Ojalá no lo hubieras intentado siquiera, idiota! —le espetó Fauces Amarillas—. No quiero tener ninguna cabeza de garrapata incrustada en el trasero. Pídele a Jaspeada un poco de bilis de ratón para dar friegas. Una rociada de bilis en sus orificios respiratorios y se soltarán enseguida.

—Iré ahora mismo.

El gato se alegró de tener ocasión de alejarse un rato de aquella gruñona. Y desde luego no le suponía ningún sacrificio ver de nuevo a Jaspeada.

Se encaminó al túnel de helechos. Vio varios gatos cruzando el claro, con palos y ramitas entre los dientes. Mientras él se ocupaba de Fauces Amarillas, el campamento bullía de actividad. Sucedía a diario desde que Estrella Azul anunció la desaparición del Clan del Viento. Las reinas estaban entretejiendo ramitas y hojas para formar una espesa pared verde alrededor de la maternidad, asegurándose de que la estrecha entrada era el único modo de entrar y salir del zarzal. Había otros gatos trabajando en los límites del campamento, rellenando los huecos que hubiera en la densa maleza.

Incluso los veteranos estaban atareados haciendo un agujero en el suelo. Los guerreros pasaban sin cesar por allí, apilando junto a ellos piezas recién cazadas, listas para ser guardadas en el hoyo excavado. Había un ambiente de concentración silenciosa, de determinación de mantener al clan tan seguro y bien abastecido como fuera posible.

Si el Clan de la Sombra hacía un movimiento en sus territorios, el del Trueno se refugiaría en su campamento. No permitirían que los expulsaran de sus terrenos de caza tan fácilmente como al Clan del Viento.

Cebrado, Rabo Largo, Sauce y Polvoroso aguardaban en silencio en la entrada del campamento. Tenían los ojos clavados en el túnel de aulagas. Estaba regresando una patrulla, cubierta de polvo y con las patas doloridas. En cuanto los exploradores entraron en el claro, Cebrado y sus compañeros se acercaron a cruzar unas palabras con ellos. Luego salieron deprisa del campamento. Las fronteras del Clan del Trueno no debían quedar sin vigilancia ni un momento.

Zarpa de Fuego se encaminó al túnel de helechos que llevaba a la guarida de Jaspeada. Al llegar al pequeño claro, vio que la curandera estaba preparando unas hierbas de dulce aroma.

—¿Puedes darme un poco de bilis de ratón para las garrapatas de Fauces Amarillas? —pidió.

—Un momento —contestó Jaspeada, juntando dos montones de hierbas y revolviendo la fragante mezcla con una uña delicadamente extendida.

—¿Ocupada? —inquirió Zarpa de Fuego, sentándose en un trozo de tierra caldeada.

—Quiero estar preparada para cualquier incidencia —murmuró ella, lanzándole una mirada con sus ojos ámbar claro.

Él le sostuvo la mirada un momento, y luego apartó la vista, sintiendo un incómodo picor en la piel. La curandera devolvió su atención a las hierbas.

Zarpa de Fuego esperó, contento de poder contemplarla mientras trabajaba.

—Bien —maulló la gata al fin—. ¿Qué es lo que querías? ¿Bilis de ratón?

—Sí, por favor.

Zarpa de Fuego se levantó y estiró las patas traseras por turnos. El sol le había calentado el pelaje y lo había amodorrado.

Jaspeada saltó a su cueva y volvió a salir con algo sujeto en la boca cuidadosamente. Era una pequeña bola de musgo que colgaba al extremo de una fina tira de corteza. Se la pasó a Zarpa de Fuego. El aprendiz saboreó el cálido y dulce aliento de la curandera al tomar la tira de corteza entre los dientes.

—El musgo está empapado de bilis —explicó Jaspeada—. No lo toques con la boca o notarás un sabor horrible durante días. Presiónalo sobre las garrapatas y luego lávate bien… en un arroyo, no con la lengua.

Zarpa de Fuego asintió y regresó junto a Fauces Amarillas dando saltos; de repente, se sentía contento y rebosante de energía.

—¡Estate quieta! —le ordenó a la vieja gata.

Con cuidado, presionó el musgo contra las garrapatas usando las patas delanteras.

—¡Podrías retirar también mis excrementos, ahora que te apestan las patas! —maulló Fauces Amarillas cuando Zarpa de Fuego terminó—. Voy a echar una cabezada.

Bostezó, dejando a la vista sus dientes rotos y ennegrecidos. El cálido día también la estaba amodorrando.

—Después puedes ir a hacer lo que sea que hagáis los aprendices —murmuró a continuación.

Cuando Zarpa de Fuego acabó de retirar los excrementos de Fauces Amarillas, la dejó dormitando y se encaminó al túnel de aulagas. Estaba deseando llegar al arroyo para lavarse las patas.

—¡Zarpa de Fuego! —lo llamó alguien desde un lado del claro.

El joven se volvió. Era Medio Rabo.

—¿Adónde vas? —preguntó el viejo gato—. Deberías estar colaborando en los preparativos.

—He estado poniendo bilis de ratón en las garrapatas de Fauces Amarillas.

El hocico de Medio Rabo se estremeció de risa.

—¡Y ahora vas corriendo al arroyo más cercano! Bueno, no regreses sin carne fresca. Necesitamos toda la que se pueda cazar.

—De acuerdo.

Salió del campamento y subió por el barranco. Luego bajó al arroyo donde él y Zarpa Gris habían cazado el día que se encontró con Fauces Amarillas. Sin dudarlo, saltó a la cristalina y fría agua. Le llegaba hasta las ancas y le mojó el pelo de la barriga. Dio un respingo de la impresión y se estremeció.

Un susurro entre los arbustos de encima hizo que alzara la vista, aunque el olor familiar que había captado le decía que no había que alarmarse.

—¿Qué haces ahí?

Zarpa Gris y Cuervo estaban mirándolo como si estuviese loco.

—Bilis de ratón —respondió Zarpa de Fuego con una mueca—. ¡Nada de preguntas! ¿Dónde están Corazón de León y Garra de Tigre?

—Han ido a reunirse con la siguiente patrulla. Nos han ordenado que pasemos el resto de la tarde cazando.

—Medio Rabo me ha ordenado lo mismo —maulló Zarpa de Fuego, y se estremeció cuando una fría corriente de agua pasó entre sus patas—. Todo el mundo está muy atareado en el campamento. Uno pensaría que están a punto de atacarnos. —Saltó a la orilla, chorreando.

—Y ¿quién dice que no es así? —respondió Cuervo, mirando nervioso a ambos lados, como si esperara que el enemigo fuera a saltar de entre los arbustos de un instante a otro.

Zarpa de Fuego reparó en el montón de presas que había junto a los dos aprendices.

—Parece que hoy lo habéis hecho muy bien.

—Sí —contestó Zarpa Gris, orgulloso—. Y todavía nos queda el resto de la tarde para cazar. ¿Quieres unirte a nosotros?

—¡Claro que sí!

Se sacudió de los pies a la cabeza y se internó en el sotobosque tras sus amigos.

Zarpa de Fuego percibió que los gatos del campamento se quedaban impresionados con la cantidad de presas que habían atrapado aquella tarde. Los recibieron con la cola muy alta y amistosas caricias con el hocico. Tuvieron que hacer cuatro viajes para trasladar la abundante captura hasta el hoyo de almacenaje que habían cavado los veteranos.

Corazón de León y Garra de Tigre acababan de volver con su patrulla cuando los tres aprendices llevaron la última carga al campamento.

—Bien hecho, trío —maulló Corazón de León—. He oído que habéis estado ocupados. El almacén está casi lleno. Podríais añadir ese último montón a la carne fresca para esta noche. Y llevaos algo a vuestra guarida. ¡Os merecéis un festín!

Los tres aprendices agitaron la cola, encantados.

—Espero que no hayas descuidado a Fauces Amarillas con tanta caza, Zarpa de Fuego —gruñó Garra de Tigre a modo de advertencia.

El joven negó con la cabeza, impaciente y ansioso por irse. Estaba famélico. Esa vez había seguido el código guerrero y no había comido ni un bocado mientras cazaba para el clan. Tampoco Zarpa Gris y Cuervo.

Se marcharon para depositar las últimas presas en el montón de carne fresca que ya se alzaba en el centro del claro. Luego, cada uno tomó una pieza y se dirigieron a su tocón de árbol. El dormitorio de los aprendices estaba vacío.

—¿Dónde están Polvoroso y Arenisca? —preguntó Cuervo.

—Supongo que de patrulla —dijo Zarpa de Fuego.

—Bien —maulló Zarpa Gris—. Paz y tranquilidad.

Se dieron un atracón y luego se tumbaron para lavarse. El fresco aire del atardecer fue bienvenido tras el calor del día.

—¡Eh! ¿A que no te lo imaginas? —exclamó Zarpa Gris de pronto—. Esta mañana Cuervo ha logrado arrancarle un cumplido a Garra de Tigre.

—¿En serio? —repuso Zarpa de Fuego—. Y ¿qué demonios has hecho para complacer a Garra de Tigre? ¿Volar?

—Bueno… —empezó Cuervo tímidamente, mirándose las patas—. He atrapado un grajo.

—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Zarpa de Fuego, impresionado.

—Era un grajo viejo —admitió Cuervo con modestia.

—Pero enorme —recalcó Zarpa Gris—. ¡Ni siquiera Garra de Tigre ha podido objetar nada! Está de un humor de perros desde que Estrella Azul te tomó como aprendiz. —Se lamió la pata, pensativo—. Bueno, en realidad está así desde que nombraron lugarteniente a Corazón de León.

—Sólo está preocupado por lo del Clan de la Sombra y las patrullas extra —se apresuró a decir Cuervo—. Deberías procurar no irritarlo.

La conversación se vio interrumpida por un fuerte maullido procedente del otro extremo del campamento.

—Oh, no —gimió Zarpa de Fuego poniéndose en pie—. ¡He olvidado llevarle su parte a Fauces Amarillas!

—Tú quédate aquí —dijo Zarpa Gris, levantándose de un salto—. Yo le llevaré algo.

—No; será mejor que vaya yo. Es mi castigo, no el tuyo.

—Nadie se dará cuenta. Están todos ocupados comiendo. Y tú ya me conoces: soy sigiloso como un ratón y rápido como un pez. Espera aquí.

Zarpa de Fuego volvió a sentarse, aliviado. Observó cómo su amigo iba desde el tocón hasta la pila de carne fresca.

Muy seguro de sí mismo, como si estuviera cumpliendo órdenes, Zarpa Gris escogió dos ratones con aspecto de sabrosos y se lanzó a cruzar el claro en dirección a Fauces Amarillas.

—¡Detente, Zarpa Gris! —Un fuerte gruñido resonó en la entrada de la guarida de los guerreros. Garra de Tigre salió y se acercó al aprendiz—. ¿Adónde llevas esos ratones?

Impotente, Zarpa de Fuego presenció la escena desde el tocón. Junto a él, Cuervo se quedó a medio masticar y se agachó sobre su comida con los ojos más dilatados que nunca.

—Bueno… —Zarpa Gris dejó los ratones en el suelo y se restregó las patas inquieto.

—No estarás ayudando a Zarpa de Fuego con la alimentación de esa traidora glotona, ¿verdad?

Zarpa de Fuego vio cómo su amigo se estudiaba las patas. Por fin respondió:

—Yo… bueno… sólo tenía un poco de hambre. Iba a comerme estos ratones. Si permito que esos dos le pongan los ojos encima… —añadió, echando un vistazo a sus amigos— no me dejarán más que huesos y pelo.

—¿En serio? —maulló Garra de Tigre—. Bueno, si tienes tanta hambre, podrías comértelos aquí y ahora.

—Pero… —Zarpa Gris miró alarmado al guerrero.

—¡Ahora!

El aprendiz bajó la cabeza y empezó a comerse los ratones. Devoró el primero con un par de mordiscos. El segundo le costó más. Zarpa de Fuego pensó que su amigo no lograría tragárselo, y se le retorció el estómago en solidaridad, pero por fin Zarpa Gris dio un último y dificultoso trago y el ratón desapareció.

—¿Mejor ahora? —inquirió Garra de Tigre con tono de falsa simpatía.

—Mucho mejor —contestó Zarpa Gris, reprimiendo un eructo.

—Bien. —El guerrero volvió a su guarida.

Zarpa Gris regresó cabizbajo junto a sus amigos.

Un nuevo aullido de Fauces Amarillas rasgó el aire. Zarpa de Fuego se levantó con un suspiro. Le llevaría lo suficiente para que aguantara toda la noche. Quería acostarse pronto; tenía el estómago lleno y las patas cansadas.

—¿Te encuentras bien, Zarpa Gris? —le preguntó a su amigo, mientras se disponía a marcharse.

—Mrrr-ou-ou —gimió él. Estaba encorvado y bizqueando de dolor—. ¡He comido demasiado!

—Ve a ver a Jaspeada. Seguro que ella encontrará algo que te ayude.

—Eso espero —respondió Zarpa Gris, poniéndose en marcha lentamente.

Zarpa de Fuego se quedó mirándolo, hasta que otro irritado maullido de Fauces Amarillas lo hizo salir disparado por el claro.