7

Zarpa de Fuego volvió sobre sus pasos y se encaminó de nuevo hacia el arroyo. Pensaba en aquellos ojos que ardían en la oscuridad del territorio del Clan de la Sombra.

De pronto captó un débil aroma en la brisa.

¡Un extraño! Quizá aquel guerrero del Clan de la Sombra…

De inmediato, brotó un gruñido en su garganta. El mensaje oloroso le decía muchas cosas. El extraño era una gata, que no era joven y desde luego no pertenecía al Clan del Trueno. No tenía la esencia distintiva de ninguno de los otros clanes, pero Zarpa de Fuego percibió que estaba agotada, hambrienta y enferma, y de muy malas pulgas.

Avanzó agazapado, dirigiéndose al olor. Luego se detuvo, perplejo. Ahora el olor era más débil. Volvió a olfatear.

De repente, con la velocidad de un relámpago, una gruñidora bola de pelo emergió de los arbustos que había tras él.

Zarpa de Fuego chilló de la impresión cuando la gata chocó contra él y lo derribó. Dos fuertes patas lo inmovilizaron por los omóplatos, y unas mandíbulas de acero se cerraron alrededor de su pescuezo.

—¡Murr-ouu! —gruñó, pensando deprisa. Si su atacante le clavaba los colmillos demasiado, estaría acabado.

Se obligó a aflojar la tensión, relajando los músculos como si se sometiera, y soltó un maullido de fingido temor.

La gata abrió la boca para lanzar un maullido triunfal.

—Ah, un insignificante aprendiz. Una presa fácil para Fauces Amarillas —resopló.

Al oír el insulto, el gato sintió una oleada de furia. ¡Le enseñaría a aquella bola de pelo qué clase de guerrero era! «Pero todavía no —se dijo—. Espera hasta que vuelvas a notar sus dientes».

Fauces Amarillas mordió de nuevo. Entonces, Zarpa de Fuego se impulsó hacia arriba con toda la fuerza de su potente y joven cuerpo. La gata soltó un gruñido de sorpresa y cayó de espaldas en un arbusto de tojo.

Zarpa de Fuego se sacudió.

—No soy una presa tan fácil, ¿eh?

Fauces Amarillas bufó desafiante mientras se desprendía de las espinosas ramas.

—No está mal, joven aprendiz —resopló—. Pero ¡tendrás que hacerlo mucho mejor!

El gato parpadeó al ver bien a su oponente por primera vez. Tenía una cara amplia, casi plana, y ojos anaranjados. Su largo y oscuro pelaje gris estaba enmarañado en nudos malolientes. Tenía las orejas desgarradas e irregulares, y el hocico marcado con cicatrices de viejas batallas.

Zarpa de Fuego se mantuvo firme. Hinchó el pecho y lanzó una mirada retadora a la intrusa.

—Estás en un territorio de caza del Clan del Trueno. ¡Márchate!

—¿Quién me obligará a hacerlo? —Desafiante, la gata le enseñó los dientes, manchados y rotos—. Voy a cazar. Y luego me marcharé. O quizá me quede un rato…

—Ya basta de cháchara. ¡Largo! —replicó Zarpa de Fuego, sintiendo que el espíritu de antiguos gatos se agitaba en su interior. En él ya no quedaba ni rastro del gato doméstico. Su sangre guerrera bullía. Estaba deseando pelear, defender su territorio y defender a su clan.

Fauces Amarillas pareció percibir el cambio. Sus feroces ojos naranja brillaron con un nuevo respeto. Bajando la cabeza para romper el contacto visual, empezó a retroceder.

—No hay por qué precipitarse —ronroneó con tono aterciopelado.

A Zarpa de Fuego no lo engañaron sus tretas. Con las uñas expuestas y el pelo erizado, saltó lanzando su grito de guerra:

—¡Grr-aaarrr!

Fauces Amarillas respondió con un bufido de rabia. Gruñendo y resoplando, ambos gatos se enzarzaron. Rodaron y rodaron, entre garras y dientes. Con las orejas pegadas a la cabeza, Zarpa de Fuego luchó por agarrar a su contrincante, pero el apelmazado pelaje de la gata le impedía cogerla con firmeza.

Entonces, la gata se irguió sobre las patas traseras. Con la mugrienta cola erizada, parecía todavía más grande.

Zarpa de Fuego percibió que las fauces de su adversaria se abalanzaban sobre él y se inclinó hacia atrás justo a tiempo. ¡Clac! Las mandíbulas se cerraron en el aire, cerca de su oreja.

Instintivamente, Zarpa de Fuego le lanzó una coz y la alcanzó en un lado de la cabeza.

Sorprendida, Fauces Amarillas cayó al suelo y sacudió la cabeza para recuperarse.

Zarpa de Fuego vio su oportunidad en el segundo que la gata necesitaba para recobrarse. Se lanzó hacia delante y clavó los colmillos en la pata trasera de Fauces Amarillas.

—¡Murr-aj!

El sabor del pelaje apelmazado era horrible, pero mordió con fuerza.

—¡Au-au-auu! —aulló la gata de dolor, y se volvió para morder la cola del aprendiz.

Sus dientes se cerraron y Zarpa de Fuego sintió que el dolor le recorría el lomo, pero eso sólo consiguió enfurecerlo más. Liberó la cola de un tirón y la sacudió rabiosamente.

La gata se agachó, lista para un nuevo ataque. Su aliento hediondo surgía entrecortadamente. Aquel olor invadió la nariz de Zarpa de Fuego. A tan poca distancia, el mensaje de desesperación y debilidad de la famélica gata resultaba casi angustioso.

Algo se agitó dentro del joven aprendiz, un sentimiento que no deseaba sentir, pues era impropio de un guerrero: compasión. Intentó sofocarlo —sabía que su fidelidad debía ser para el clan—, en vano. «Hablas con el corazón, joven Zarpa de Fuego —resonaron de nuevo en su cabeza las palabras de Corazón de León—. Algún día, eso hará de ti un guerrero más fuerte». Y a continuación la advertencia de Garra de Tigre: «O quizá haga que ceda a la debilidad de minino doméstico en el preciso momento de atacar».

La gata embistió de nuevo y él regresó instintivamente a la lucha. La vieja felina intentó alcanzar uno de sus omóplatos para atraparlo de forma definitiva, pero esta vez se lo impidió su pata herida.

—¡Gar-uff! —exclamó Zarpa de Fuego arqueando el lomo.

Fauces Amarillas logró clavarle las uñas y tirar con fuerza. El peso de la gata lo derribó.

Zarpa de Fuego mordió el polvo y escupió tierra.

—¡Puaj!

Se retorció ágilmente para esquivar las tremendas patas traseras de la gata y sus afiladísimas uñas, que intentaban arañar su tierna panza. Rodaron a un lado y otro, mordiendo y golpeando.

Al cabo de un momento se separaron. Zarpa de Fuego estaba sin resuello, pero Fauces Amarillas se hallaba cada vez más débil. Estaba malherida, y sus patas traseras apenas podían con su escuálido cuerpo.

—¿Ya has tenido bastante? —gruñó Zarpa de Fuego. Si la intrusa se rendía, la dejaría marchar con sólo un mordisco de advertencia para que no se olvidase de él.

—¡Jamás! —bufó la gata. Pero su pata herida cedió y ella se derrumbó en el suelo. Intentó ponerse en pie y no lo logró. Al final dijo con mirada sombría—: Si no estuviese tan hambrienta y cansada, te habría reducido a polvo de ratón. —Luego torció la boca en una mueca de dolor y desafío—. Acaba conmigo. No te lo impediré.

Zarpa de Fuego dudó. Nunca había matado a otro gato. Quizá pudiera hacerlo en el fragor de la batalla, pero ¿una muerte piadosa a sangre fría? Eso era algo muy distinto.

—¿A qué estás esperando? ¡Vacilas como un minino casero!

Zarpa de Fuego se sobresaltó al oír esas palabras. ¿Acaso la gata captaba el olor de Dos Patas, incluso ahora, después de tanto tiempo?

—¡Soy un aprendiz de guerrero del Clan del Trueno! —espetó.

Fauces Amarillas entornó los ojos. Había visto cómo el joven se estremecía con sus palabras, y supo que había tocado una fibra sensible.

—¡Ja! —resopló—. No me digas que el Clan del Trueno está tan desesperado que ahora tiene que reclutar mascotas.

—¡El Clan del Trueno no está desesperado! —exclamó Zarpa de Fuego.

—¡Pues entonces demuéstralo! Compórtate como un guerrero y acaba conmigo. Me harás un favor.

Él se quedó mirándola fijamente. No lo convencería de que la matara; no era más que una desgraciada criatura. Picado por la curiosidad, se le relajaron los músculos. ¿Cómo habría llegado a tal estado un miembro de un clan gatuno? ¡Los veteranos del Clan del Trueno estaban mejor atendidos que los cachorros!

—Pareces tener mucha prisa por morir —maulló.

—¿Ah, sí? Bueno, eso es asunto mío, forraje de ratón. ¿Qué problema tienes, minino? ¿Intentas matarme hablando?

Sus palabras eran valientes, pero Zarpa de Fuego podía oler el hambre y la enfermedad que brotaban a oleadas de la gata. Si no comía pronto, acabaría muriendo. Y como difícilmente podría cazar por sí misma, quizá debería matarla ya. Los dos felinos se miraron con incertidumbre en los ojos.

—Espera aquí —ordenó Zarpa de Fuego al fin.

Fauces Amarillas pareció desinflarse. Su pelaje se alisó y su cola perdió su aspecto de tojo.

—¿Estás de broma, minino? No voy a ir a ninguna parte —gruñó, cojeando penosamente hasta una extensión de suave brezo. Se dejó caer allí y empezó a lamerse la pata herida.

Zarpa de Fuego le lanzó una breve mirada y resopló de exasperación antes de irse hacia los árboles.

Mientras avanzaba en silencio entre los helechos, se le llenó la nariz con olores caldeados por el sol. Percibió el acre hedor de una rata muerta hacía tiempo. Oyó los insectos que escarbaban bajo la corteza de los árboles, y el susurro de criaturas peludas que se movían sobre las hojas. Su primera idea fue ir a desenterrar el tordo que había matado antes, pero eso le llevaría demasiado tiempo.

Quizá debería optar por el cadáver de la rata. Era una comida fácil, pero un gato hambriento necesitaba carne fresca. Un guerrero sólo comía carroña en momentos realmente duros.

De pronto, captó el aroma de un joven conejo y se detuvo en seco. Olfateó. Unos pasos más y lo vio. Pegándose al suelo, se arrastró sigilosamente hacia la criatura. Estaba apenas a un ratón de distancia cuando el conejo lo detectó. Demasiado tarde. La blanca cola se agitó y Zarpa de Fuego sintió la emoción de la caza. Una veloz acometida, un destello de garras, y lo atrapó.

El conejo se retorcía, pero lo aferró con fuerza y acabó rápidamente con su vida.

Poco después, Fauces Amarillas abrió unos ojos como platos cuando Zarpa de Fuego dejó el conejo junto a ella. Se quedó boquiabierta.

—¡Vaya, minino! Pensaba que habías ido en busca de tus amiguitos guerreros.

—¿Ah, sí? Bueno, todavía puedo hacerlo. Y no me llames minino —gruñó el joven, acercándole más el conejo con el hocico. Se sentía avergonzado de su propia amabilidad—. Oye, si no lo quieres…

—Claro que sí —contestó Fauces Amarillas de inmediato—. Por supuesto que lo quiero.

Zarpa de Fuego observó cómo la gata abría en canal la presa y empezaba a engullir. Su hambre se agudizó y se le hizo la boca agua. Sabía que ni siquiera debería estar pensando en comer. Aún debía llevar varias piezas al clan, pero la carne fresca tenía un aroma delicioso.

—Mmm-mm. —Minutos después, Fauces Amarillas soltó un gran suspiro y se tumbó de lado—. La primera carne fresca que como desde hace días.

Se relamió y se puso cómoda para limpiarse de arriba abajo.

«Como si un solo lavado fuera a servir de algo», pensó Zarpa de Fuego, arrugando la nariz. Fauces Amarillas era la archigata de la pestilencia.

Sus ojos se posaron en los restos del conejo. No quedaba mucho con que llenar la barriga de un joven gato, pero la pelea había aumentado su apetito todavía más. Cedió al hambre y se zampó las sobras. Estaban exquisitas. Se relamió, saboreando hasta el último trocito, estremeciéndose de pies a cabeza.

Fauces Amarillas lo observó con atención, mostrando sus dientes manchados.

—Está mejor que la bazofia con que los Dos Patas alimentan a algunos de nuestros hermanos, ¿eh? —maulló ladinamente. Sabedora de haberle encontrado las cosquillas al joven, estaba intentando provocarlo.

Zarpa de Fuego no le hizo caso y empezó a lavarse.

—Es veneno —continuó la gata—. ¡Cagarrutas de rata! Sólo un saco de pelo sin carácter aceptaría esas repugnantes huevas de rana… —De repente, se puso tensa—. Chist… Se acercan guerreros.

El aprendiz también había percibido la proximidad de gatos. Oía sus suaves pisadas sobre el mantillo de hojas, y el pelo al rozar las ramas. Olió el viento que acariciaba su pelaje. Aromas familiares. Eran guerreros del Clan del Trueno, lo bastante seguros en su propio territorio como para no preocuparse por el ruido que hacían.

Lleno de remordimientos, Zarpa de Fuego se lamió el hocico para eliminar todo rastro de las sobras que acababa de comerse. Luego miró a Fauces Amarillas y al montón de huesos de conejo que había a su lado. «El clan debe ser el primero en alimentarse», volvió a resonar en su cabeza la voz de Corazón de León. Pero seguro que el lugarteniente entendería por qué había dado de comer a aquella desdichada criatura. No obstante, sintió un miedo repentino por lo que podría sucederle. ¡Ya en su primera misión como aprendiz había quebrantado el código guerrero!