9
15:15 horas

Amelia Sachs recogió a Ron Pulaski en casa de Rhyme. Al criminalista, supuso, no le haría ninguna gracia aquel secuestro, pero el novato no parecía muy ocupado en ese momento.

—¿A qué velocidad has llegado a poner a esta monada? —Pulaski tocó el salpicadero de su Camaro del 69. Luego se apresuró a añadir—: Digo, al coche.

—No hace falta que te pongas políticamente correcto conmigo, Ron. He llegado a los trescientos por hora.

—Caray.

—¿Te gustan los coches?

—Me gustan más las motos, ¿sabes? Mi hermano y yo teníamos una cada uno cuando íbamos al instituto.

—¿Iguales?

—¿Qué?

—Las motos.

—Ah, lo dices porque somos gemelos. No, nunca hacíamos esas cosas. Vestirnos igual y todo eso. Mi madre quería, pero bastante destacábamos ya sin eso. Ella se ríe ahora, claro, porque los dos vamos de uniforme. El caso es que, cuando montábamos en moto, no podíamos comprarnos las que queríamos, dos Hondas ochocientos cincuenta, ni nada parecido. Nos comprábamos las que podíamos, de segunda o tercera mano. —Esbozó una sonrisa traviesa—. Una noche, cuando Tony estaba durmiendo, me fui al garaje a escondidas y cambié los motores. Nunca se enteró.

—¿Sigues montando?

—Dios te da a elegir: o hijos o moto. Una semana después de que Jenny se quedara embarazada, un tío de Queens con mucha suerte consiguió una Guzzi estupenda y a muy buen precio. —Sonrió—. Con un motor que iba como la seda.

Sachs se rió. Luego le explicó su misión. Había varias pistas que seguir. La otra camarera del Saint James (Gerte, se llamaba) entraría pronto a trabajar y Sachs quería hablar con ella. También quería conversar con Jordan Kessler, el socio de Creeley, que ese día volvía de su viaje de negocios a Pittsburg.

Pero primero tenían que hacer otra cosa.

—¿Qué te parecería trabajar de incógnito? —preguntó Sachs.

—Bien, supongo.

—Puede que esa pandilla de la Ciento dieciocho me viera en el Saint James. Así que ahora te toca a ti. Pero no vas a llevar micrófonos, ni nada por el estilo. Sólo buscamos información, no pruebas.

—¿Qué tengo que hacer?

—En mi maletín, en el asiento de atrás.

Amelia cambió de marcha bruscamente, el coche derrapó al girar y enderezó el potente automóvil. Pulaski recogió el maletín del suelo.

—Ya lo tengo.

—Los papeles de arriba.

Él asintió con la cabeza mientras les echaba un vistazo. Un impreso de aspecto oficial llevaba el encabezamiento «Control de inventario de pruebas peligrosas». Le acompañaba un informe que explicaba un nuevo procedimiento para realizar controles periódicos de pruebas peligrosas, como armas de fuego y sustancias químicas, a fin de asegurarse de que no se extraviaba ninguna.

—Nunca había oído hablar de esto.

—No, porque me lo he inventado. —Sachs le explicó que se trataba de tener una excusa verosímil para introducirse en las entrañas de la comisaría 118 y comparar los registros de las pruebas con las pruebas mismas.

—Diles que vas a comprobar todas las pruebas, aunque lo que quiero que mires son los registros de los narcóticos incautados este último año. Anota el nombre del detenido, la fecha, la cantidad y las detenciones. Luego compararemos los datos con el listado de las acusaciones presentadas por el fiscal del distrito en los mismos casos.

Pulaski asintió con la cabeza.

—Así sabremos si parte de la droga desapareció entre el momento de su registro y el momento en que el acusado fue procesado o quedó libre de cargos. Me parece buena idea.

—Eso espero. Es posible que no averigüemos quién se llevó la droga, pero es un comienzo. Ahora, ve a hacer de espía. —Se detuvo a una manzana de la 118, en una desangelada calle del East Village bordeada por bloques de pisos—. ¿Seguro que no te molesta?

—Nunca he hecho nada parecido, la verdad. Pero sí, claro, me apetece probar. —Titubeó mientras miraba el impreso. Luego respiró hondo y salió del coche.

Después de que se marchara, Sachs llamó a algunos compañeros discretos y de confianza pertenecientes a la policía de Nueva York, el FBI y la DEA. Quería saber si algún caso de delincuencia organizada, homicidio o narcotráfico de la circunscripción de la 118 se había archivado en circunstancias sospechosas o estaba sufriendo retrasos injustificados. Nadie tenía noticia de nada parecido, pero las estadísticas revelaban que, pese a su brillante tasa de detenciones, en la 118 se practicaban muy pocas investigaciones relativas a la delincuencia organizada. Lo que indicaba que tal vez sus detectives estuvieran protegiendo a las bandas locales. Un agente del FBI le comentó que algunos grupos de la mafia tradicional estaban haciendo de nuevo incursiones en el East Village desde que el barrio se estaba aburguesando.

Sachs llamó a continuación a un amigo suyo que dirigía un grupo de investigación sobre bandas callejeras en la zona centro. Su amigo le dijo que en el East Village había dos pandillas: una jamaicana y la otra anglosajona. Las dos traficaban con coca y anfetaminas y no dudarían en matar a un testigo o en quitar de en medio a cualquiera que intentara engañarles o que no pagara a tiempo. Aun así, le dijo el detective, escenificar una muerte para que pareciera un suicidio no era del estilo de ninguna de las dos. Aquellos tipos habrían liquidado a Creeley sin contemplaciones con una Mac-10 o una Uzi y acto seguido se habrían ido a tomar un whisky o una cerveza.

Pulaski regresó un rato después, cargado de notas, como de costumbre. Este chico lo apunta todo, pensó Sachs.

—Bueno, ¿qué tal te ha ido?

El policía se esforzaba por no sonreír.

—Bien, creo.

—Lo has bordado, ¿eh?

El joven agente se encogió de hombros.

—Bueno, el sargento de guardia no quería dejarme pasar, pero le miré como diciendo: «¿Tú quién te crees que eres para pararme? ¿Quieres llamar a la central y decirles que no voy a poder rellenar el impreso por tu culpa?» Y se achantó. La verdad es que me he llevado una sorpresa.

—Buen trabajo. —Entrechocaron sus puños y Sachs advirtió lo satisfecho que estaba Pulaski con su actuación.

Instantes después tomó el camino de salida del East Village. Cuando le pareció que se habían alejado suficientemente de la comisaría, paró y se pusieron a comparar las dos columnas de cifras.

Diez minutos después tenían los resultados. Las cantidades anotadas en los registros de la comisaría y en los documentos del fiscal del distrito eran muy parecidas. En todo el año, sólo habían faltado entre ciento setenta y doscientos gramos de marihuana y ciento quince de cocaína.

—Y ninguno de los registros de las pruebas parecía amañado —dijo Pulaski—. He pensado que también convenía comprobarlo.

Así pues, había que descartar como móvil la posibilidad de que Creeley y los policías que frecuentaban el Saint James estuvieran vendiendo drogas extraídas del depósito de pruebas de la 118. Una cantidad tan pequeña podía haberse perdido en las pruebas de laboratorio, o haberse vertido durante su manipulación. O quizá las cantidades anotadas en el momento de la incautación fueran poco precisas.

Pero aunque no estuvieran robando del depósito de la comisaría, podían estar traficando, desde luego. Tal vez compraran directamente la droga a algún proveedor. O quizá la sustrajeran en el momento de la operación policial, antes de que quedara consignada en el registro. O quizás el proveedor fuera el propio Creeley.

La primera misión encubierta de Pulaski había despejado una incógnita, pero aún quedaban muchas otras por resolver.

—Muy bien, hay que seguir adelante, Ron. Dime una cosa, ¿qué prefieres, una camarera o un empresario?

—Me da igual, la verdad. ¿Qué tal si lo echamos a suertes?

*****

—Es probable que el Relojero comprara los relojes en la casa Hallerstein —informó Mel Cooper a Rhyme y Sellitto al colgar el teléfono—. En el distrito de Flatiron.

Antes de que Sachs se llevara a Pulaski a hacer averiguaciones sobre el caso Creeley, el joven agente había dado con la empresa que distribuía los artículos de Arnold Products en el noreste del país. El gerente acababa de devolver la llamada.

Cooper les explicó que el distribuidor no guardaba registros por número de serie, pero que si los relojes se habían vendido en la zona de Nueva York tenía que haber sido en Hallerstein, la única relojería que los vendía en aquella parte del país. La tienda estaba en el distrito centro-sur de Manhattan, en el barrio que recibía su nombre del histórico edificio triangular con forma de plancha antigua situado entre la Quinta Avenida y la calle Veintitrés.

—Haced averiguaciones sobre esa tienda —ordenó Rhyme.

Cooper buscó en Internet. La relojería no tenía página Web, pero aparecía mencionada en varios sitios de venta de relojes antiguos. Llevaba años abierta. El propietario era un tal Victor Hallerstein, sin antecedentes policiales conocidos. Sellitto activó el bloqueo de identificación de llamadas y llamó a la tienda sin decir quién era, sólo para preguntar el horario. Fingió que había estado allí otras veces y preguntó si estaba hablando con Hallerstein en persona. El hombre que atendió la llamada contestó que sí. Sellitto le dio las gracias y colgó.

—Voy a ir a hablar con él, a ver qué me cuenta. —El detective se puso el abrigo. Era conveniente abordar a un testigo cuando estaba desprevenido. Si se les avisaba por teléfono, tenían tiempo de inventar excusas, aunque no tuvieran nada que ocultar.

—Espera, Lon —dijo Rhyme.

El corpulento detective le miró.

—¿Y si no le vendió los relojes al Relojero?

Sellitto hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Sí, ya lo he pensado. ¿Y si es él? ¿O un cómplice suyo, o un amigo?

—O puede que esté detrás de todo este asunto y que el Relojero trabaje para él.

—También he pensado en eso. Pero descuida, hombre. Lo tengo todo previsto.

*****

Camino del aeropuerto Kennedy, la agente del CBI Kathryn Dance contemplaba distraídamente las calles de la parte baja de Manhattan mientras en sus oídos resonaban las arpas de una banda sonora de música celta.

Adornos navideños, lucecitas, carteles horteras…

Y parejas de enamorados. Cogidos del brazo, o tomados de las manos enguantadas. Comprando. De vacaciones.

Dance pensaba en Bill. Se preguntaba si le habría gustado aquello.

Era curioso, las cosas sin importancia de las que se acordaba, aunque hubieran pasado dos años y medio, un lapso de tiempo enorme en otras circunstancias.

—¿Señora Swenson?

—Soy Kathryn Dance. Swenson es el apellido de mi marido.

—Ah. Bueno, soy el sargento Wilkins, de la Guardia de Tráfico de California.

¿Por qué la llamaba a casa un sargento de la Guardia de Tráfico y no preguntaba por la agente Dance?

Poco dotada para las artes culinarias, Dance estaba haciendo la cena mientras cantaba en voz baja un tema de Roberta Flack e intentaba descubrir cómo se usaba un accesorio del robot de cocina. Estaba haciendo sopa de guisantes.

—Lo lamento, pero tengo que decirle algo, señora Dance. Se trata de su marido.

Con el teléfono en una mano y el libro de cocina en la otra, Dance se había quedado inmóvil y, sin quitar ojo a la receta, había intentado asimilar lo que acababa de decirle el sargento. Todavía veía perfectamente la página del libro de cocina, a pesar de haberla leído una sola vez. Incluso recordaba el pie de la fotografía: «Una sopa sabrosísima que se prepara en un abrir y cerrar de ojos. Y nutritiva, además».

Podía preparar la sopa de memoria, aunque nunca la hubiera hecho.

Sabía que aún tardaría algún tiempo en sanar. «Sanar», ése era el término que empleaba su psicólogo. Pero no era cierto, porque nunca se sanaba de verdad, ella lo sabía por experiencia. Una cicatriz que ocupa el lugar de la piel lacerada continúa siendo una cicatriz. Con el tiempo, el embotamiento sigue al dolor. Pero la carne ha cambiado para siempre.

Ahora, mientras iba en el taxi, Dance se sonrió al notar que había cruzado los brazos y entrelazado los pies. Como experta en cinestesia, sabía a qué obedecían esos gestos.

Todas las calles le parecían iguales: sombríos desfiladeros de color gris y marrón oscuro, salpicados de letreros de neón: «Cajero automático», «Ensaladas», «Uñas, 9,95». Qué distinto era todo en la península de Monterrey, con sus pinos, sus robles y sus eucaliptos, y sus calveros de arena fina salpicados de plantas suculentas. El taxi, un Chevrolet maloliente, avanzaba despacio. La localidad donde vivía, Pacific Grove, era un antiguo pueblecito victoriano a ciento noventa kilómetros al sur de San Francisco. Con sus dieciocho mil habitantes, enclavada entre la elegante ciudad de Carmel y la proletaria Monterrey (inmortalizada por Steinbeck en Cannery Row), Pacific Grove podía cruzarse en el tiempo que tardaba el taxi en recorrer cuatro manzanas de Nueva York.

Mientras miraba las calles de la ciudad, pensaba: Oscura y congestionada, caótica y absolutamente frenética, sí. Pero, aun así, adorable. (Era, a fin de cuentas, adicta a la gente, y nunca había visto tanta en un mismo lugar). Se preguntaba qué impresión causaría en sus hijos Nueva York.

A Maggie le encantaría, de eso estaba segura. No le costaba imaginarse a su hija de diez años en medio de Times Square, meneando su coleta y mirando embelesada los carteles, la gente y los coches que pasaban, los puestos callejeros y los teatros de Broadway.

Pero ¿y Wes? Con él sería distinto. Tenía doce años y lo estaba pasando mal desde la muerte de su padre, aunque por fin parecía estar recuperando el buen humor y la confianza en sí mismo. Dance se había atrevido finalmente a dejarle con sus abuelos cuando tuvo que ir a México por el asunto de la extradición del secuestrador, su primer viaje al extranjero desde la muerte de Bill. Por lo que le había contado su madre, Wes parecía encontrarse bien en su ausencia. Por eso había aceptado dar el seminario en Nueva York (hacía un año que la policía de la ciudad y la del estado andaban tras ella para que impartiera un curso en aquella circunscripción).

Aun así, sabía que debía vigilar atentamente a su hijo, un chico delgado y guapo, con el cabello rizado y los ojos verdes de su madre. A veces todavía se volvía hosco, colérico y distante, reacciones típicas de la adolescencia, pero que también cabía atribuir al hecho de haber perdido a su padre a edad tan temprana. Era el comportamiento normal, le había explicado el psicólogo; no había por qué preocuparse. Con todo, Dance tenía la sensación de que aún faltaba algún tiempo para que su hijo pudiera afrontar el caos de Nueva York, y no pensaba presionarle al respecto. Cuando llegara a casa, le preguntaría si le apetecía visitar la ciudad. No comprendía a esos padres que creían necesitar encantamientos mágicos o psicoterapia para averiguar qué deseaban sus hijos. Lo único que había que hacer era preguntarles y escuchar sus respuestas con atención.

Sí, se dijo Dance. Si a Wes le apetecía, los traería el año entrante, antes de Navidad. Ella, que había nacido y se había criado en Boston, sólo tenía una cosa que objetar a la costa central de California, y era la falta de estaciones. El tiempo era espléndido, pero durante las fiestas navideñas se echaba en falta el escozor del frío en la nariz y la boca, las ventiscas, el fulgor de los leños en la chimenea y la telaraña que la escarcha dibujaba en las ventanas.

Salió bruscamente de su ensoñación al oír la sintonía musical de su teléfono móvil, que cambiaba con frecuencia (era una broma de sus hijos, que pese a todo respetaban la norma principal: jamás silenciar el teléfono de una agente de policía).

Consultó el identificador de llamadas.

Mmm. Qué interesante. ¿Sí o no?

Cediendo a un impulso, Kathryn Dance pulsó el botón de respuesta.